viernes, 22 de abril de 2016

Jack London: el viajero escritor

 
Jack London: el viajero escritor 



En esta nueva sección contaremos la historia de grandes viajeros del mundo, En esta oportunidad les contaremos la vida de Jack London. Pseudónimo de John Griffit London, viajero incansable y aventurero nato desde su juventud se dedicó a la piratería de ostras, fue cazador de focas en Japón y buscador de oro. Debido a su gran afición por la literatura comenzó a escribir y a trabajar como periodista para salir adelante. De espíritu romántico, Jack London dio inicio pronto su vida viajera y bohemia, convirtiéndose en marino, marchándose a Alaska para intentar encontrar oro, vagabundeando por las calles de Londres y trabajando como corresponsal de guerra.
Jack London (John Griffith London) nació en San Francisco, California (Estados Unidos) el 12 de enero de 1876. Era hijo ilegítimo de un astrólogo llamado William Henry Chaney y de Flora Wellman, una profesora de música de buena familia procedente de Ohio que se dedicaba también al mundo de lo oculto, más concretamente, al espiritismo.
Su padre abandonaría a su retoño y a su amante. Enferma su madre, el pequeño Jack creció al cuidado de una esclava de nombre Virginia Prentiss.
Flora se casa con John London en septiembre de 1876. Diez años después la familia se traslada a Oakland. En 1893 ve sus primeros textos publicados en el diario "San Francisco Call".
Los escritos de London contienen un retrato realista de ambientes y personajes, además de una preocupación latente por el ser humano. Su ideología política, influenciado por sus precarias vivencias como obrero y marino, se inclinaba hacia el socialismo. Su educación fue autodidacta, leyendo con voracidad todo tipo de obras, desde Friedrich Nietzsche, Gustave Flaubert, Washington Irving hasta Charles Darwin, Rudyard Kipling o Karl Marx.
   Se casó en dos ocasiones, la primera en 1900 con Bess Madern y la segunda en 1905 con Charmian Kittredge. Otras mujeres importantes en su vida serían Mabel Applegrath y Anna Strunsky.
   Su obra literaria, narrada con ligereza y con un estilo directo y pujante, es una extensión de su propia existencia aventurera y de sus pensamientos vitales.




    Los títulos más importantes de su bibliografía son "Los de abajo" (1903), "La llamada de la selva" (1903), "El lobo de mar" (1904), "Colmillo blanco" (1907), "Luz del día", "Martín Edén" (1909) o la autobiográfica "John Barleycorn" (1913).
Sus posturas sociales e ideológicas le inspiraron títulos como "El pueblo del abismo" (1903), "Guerra de clases" (1905) o "El talón de hierro" (1908)
Murió de una sobredosis de morfina y atropina en Glen Ellen, California, el 22 de noviembre de 1916. Tenía 40 años.

El escritor viajero

Escritor estadounidense que combina en su obra el más profundo realismo con los sentimientos humanitarios y el pesimismo, completó sus estudios de bachillerato mientras realizaba diversos trabajos. En 1897 y 1898 viajó a Alaska, empujado por la corriente de la fiebre del oro. Antes había sido marino, pescador, e incluso contrabandista. De regreso a San Francisco comenzó a relatar sus experiencias. En 1900 publicó una colección de relatos titulada El hijo del lobo que le proporcionó un gran éxito popular. Publicó más de 50 libros que le supusieron grandes ingresos pero que dilapidó en viajes y alcohol. Fue corresponsal de guerra y vivió dos matrimonios tormentosos. Se suicidó a la edad de 40 años. De ideas socialistas y siempre del lado de los trabajadores, London fue militante comunista e incluso agitador político. Pero, autodidacta como era, las lecturas del filósofo alemán Nietzsche le llevaron a formular que el individuo debe alzarse frente a las masas y las adversidades. Esta contradicción individualidad-colectividad está presente en su obra.
Su tesis general es la de que el ser humano no es bueno por naturaleza, y sólo los fuertes consiguen alzarse en la vida que es dura; estos seres serán los que pongan los cimientos para una sociedad más justa. Muchos de sus relatos, entre los que destaca su obra maestra, La llamada de la selva (1903), hablan de la vuelta de un ser civilizado a su estado primitivo, y la lucha por la supervivencia. Su estilo, brutal, vivo y apasionante, le hizo enormemente famoso fuera de su país. Sus novelas se han traducido a numerosas lenguas. Entre sus principales obras cabe mencionar Los de abajo (1903), sobre la vida de los pobres en Londres; El lobo de mar (1904), una novela basada en sus experiencias como cazador de focas; Colmillo blanco (1906) un libro pesimista sobre la crueldad, la hegemonía de los más fuertes y la lucha por la libertad. John Barleycorn (1913), un relato autobiográfico sobre su batalla personal contra el alcoholismo, y El vagabundo de las estrellas (1915), una serie de historias relacionadas entre sí sobre el tema de la reencarnación.
Nacido en 1876, a Jack London le tocó vivir los tiempos difíciles del cierre de la Frontera. La expansión territorial podía darse por terminada alrededor de 1890. El avance del ferrocarril, que unió en 1869 el Atlántico con el Pacífico, había contribuido decisivamente a la caída de la Frontera salvaje. La conquista del Oeste había concluido. Las tierras sin dueño, de océano a océano, habían desaparecido. Las grandes oportunidades parecían haberse extinguido. Era como si hubiera llegado el ocaso de la aventura, la hora final del héroe individualista e intrépido.
Muchos manifestaban que, antes de los grandes cambios que siguieron a la guerra, un hombre que se quedase sin trabajo siempre podía encontrar otro, y, si fracasaba en un negocio, podía comenzar de nuevo en otra dirección. Y, en ambos casos, como último recurso, aún le quedaba la posibilidad de dirigirse hacia el oeste y obtener del Estado tierras para cultivar. Actualmente, en cambio, el campo estaba ya ocupado, las grandes extensiones de tierras estatales habían desaparecido entre las manos de los magnates del ferrocarril y de los especuladores, y el mundo de los negocios aparecía saturado. De ser un combate libre e individualista, la lucha por la vida se había convertido en una confrontación de dos fuerzas disciplinadas y organizadas: la del capital y la del trabajo.
A menudo da la impresión de que la biografía de Jack London es la sombra principal que oscurece su misma obra. Con razón, en un doble sentido, ha afirmado Kazin que «la novela más grande que escribió fue la historia de su propia vida». El nombre de Jack London es una evocación de la aventura; una aventura que le acompañaría a lo largo de su existencia, constituyendo el material esencial de su narrativa.
Y es que en los años centrales de su producción literaria, como un anticipo del Hemingway de los años 50, London se convirtió en el primer mito del novelista norteamericano de éxito, tanto en América como en Europa. Sus biógrafos recuerdan cómo los periódicos europeos del 24 de noviembre de 1916 dedicaron más espacio a la noticia de su muerte que a la del emperador Francisco José de Austria, fallecido el día anterior. Si en 1913 London podía jactarse de ser el escritor más famoso y mejor pagado, podría añadirse que, entre 1903 y 1920, fue asimismo el autor americano más leído fuera de Estados Unidos.
Incluso para un país como Norteamérica, acostumbrado a que sus literatos sean frecuentemente hombres de acción, la vida de Jack London posee características que participan de lo extraordinario. Nacido en San Francisco, hijo ilegítimo de un pintoresco astrólogo itinerante que nunca le reconocería como suyo, su apellido lo recibió del hombre que se casó con su madre y le adoptó como hijo. Durante su infancia, después de algunos fracasos como granjeros, los London se asentaron por fin en Oakland, al otro lado de la bahía de San Francisco.
La precaria situación familiar, con el viejo padrastro saltando de oficio en oficio y una madre neurótica aficionada al espiritismo, obligó a Jack, ya desde niño, a alternar la escuela con el reparto de periódicos en busca de algunos centavos extra que aportar a la casa. Pero pronto sus primeros alardes de hombría le llevarían a continuar su educación entre los golfos del puerto. Es aquí, en los muelles de Oakland, donde a los catorce años se inicia su atracción por el mar, su afición a la bebida y sus contactos con la delincuencia. De ladrón de ostras pasará, no obstante, a colaborar con la patrulla encargada de proteger los viveros que él antes había saqueado. Un esquife, adquirido con las ganancias obtenidas, le servirá para hacerle sentir el placer de la navegación, recorriendo la amplia bahía. Luego, a los diecisiete años, se enrola de marinero en un buque dedicado a la caza de focas junto a la costa de Japón y en el Mar de Bering.
Corren los tiempos difíciles de la depresión y las ocupaciones son escasas y mal pagadas. A su regreso, tras los duros trabajos en la fábrica de yute y paleando carbón trece horas diarias en una central eléctrica, London se une al ejército de desempleados que marcha desde California sobre Washington en petición de empleo. Esta experiencia, que concluiría para él en la prisión de Niagara Falls cumpliendo una condena de un mes por vagabundeo, marcaría uno de los hitos de su vida. Por un lado, contribuiría a hacer de él un experto conocedor del mundo al margen de la ley, conocimientos de los que —como se puede apreciar por su libro Los vagabundos del ferrocarril— se mostraría siempre orgulloso; por otro, estas correrías sirvieron para iniciar en él un proceso de concientización social. London toma una decisión: enrolarse en el incipiente partido socialista de Oakland, y se jura al mismo tiempo que tratará de evitar por todos los medios convertirse en un trabajador manual. Como consecuencia de esta promesa, decide intentar el ingreso en la universidad, meta que conseguirá tras casi dos años de intensa preparación y sacrificios. Al cabo del primer semestre, no obstante, presionado por necesidades económicas y familiares, y desilusionado por la educación recibida, dejará sus estudios.
En agosto de 1897, a los pocos meses de las primeras noticias del descubrimiento de oro en el Klondike, London se embarca para Alaska. Es la oportunidad esperada; pero la suerte no le acompañará. A la llegada del invierno, él y sus dos compañeros acamparán en una cabaña abandonada junto a la desembocadura del río Stewart, a casi ochenta millas de Dawson por el curso helado del Yukón. Los largos meses invernales los repartirá entre la solitaria cabaña y el poblado de Dawson, y sus prospecciones mineras serían escasas e inútiles. El retorno lo efectuará en una balsa durante el deshielo primaveral, en un intrépido viaje de dos mil millas río abajo; forzado por el escorbuto, fracasado, y sin haber conseguido ver en sus manos el preciado metal. Pero es a partir de este momento cuando London decidirá definitivamente dedicarse a escribir.
Aunque pueda parecer sorprendente a primera vista lo inesperado de esta súbita vocación, para comprenderla habría que seguir, a través de los testimonios autobiográficos legados por el autor, la andadura que le condujo por el camino de la literatura. Desde lo que significó para él el maravilloso descubrimiento infantil de Los cuentos de la Alhambra en la soledad de la granja familiar, hasta la voraz lectura de cientos de novelas de la biblioteca pública de Oakland. Más tarde vendrían las largas jornadas dedicadas a su formación intelectual y a la adquisición de un estilo, alternando Marx con Kipling, Spencer con Stevenson, Malthus con Poe o con H. G. Wells. Y ya descubierta la senda del éxito, la revelación de la filosofía de Nietzsche, la tercera gran influencia en su vida.
London había emprendido su práctica de escritor a los diecisiete años, con su temprano y aislado acierto en un concurso periodístico, al conseguir el primer premio con la descripción de un tifón, una experiencia vivida durante su labor de marinero en el Sophie Sutherland. Años después, a su regreso de Alaska, comenzarían los días agotadores y las noches en blanco, sentado ante la máquina de escribir alquilada, pugnando por convertirse en un escritor. En Martin Eden (1909), su bildunsroman autobiográfico escrito ya en la cumbre de su carrera, nos ha dejado London un cuadro vívido de la dura brega y de las miserias que acompañaron su iniciación literaria: los repetidos intentos de publicar sus relatos, los rechazos sistemáticos, la intensa penuria, las horas tesoneras de trabajo y estudio, la obstinación, los desalientos, los primeros triunfos... Y al fin, tras el enorme éxito de La llamada de la selva (1903) y de El lobo de mar (1904), su conversión en uno de los autores más afamados y vendidos de Estados Unidos.
Seguramente el aspecto más controvertido de Jack London sea su ideología política y social. Una ideología contradictoria y a menudo antitética, que haría que, paradójicamente, sus libros fueran tan apreciados en la Rusia soviética como —con algunas excepciones— en la Alemania nazi.
London pretendió ser algo más que un escritor para adolescentes. Para él era evidente que la actitud filosófica, la capacidad de comentar y generalizar sobre sus personajes en relación con la vida y con la sociedad, era una condición imprescindible para un autor que pretendiera ser tomado en serio. Por ello, tras asimilar las técnicas narrativas, trató de adquirir una filosofía que diera consistencia a su obra. Las lecturas de Darwin, Ernst Haeckel, Huxley y, sobre todo, del filósofo victoriano Herbert Spencer, con su aplicación de los esquemas evolucionistas a la estructura social, le proporcionaron la base de su pensamiento. El principio de la lucha por la vida, de la supervivencia de los más fuertes y mejor dotados, del que el sistema de Spencer había hecho un dogma socio-económico y moral, se convirtió en la piedra angular de la ideología de London. A ésta vendría a incorporarse, con el descubrimiento de Nietzsche, sus doctrinas del superhombre y de la glorificación del esfuerzo y la voluntad.

El oro no encontrado...¿o si?

Cuando, a principios del verano de 1898, Jack London regresaba del territorio del Yukón, lo hacía enfermo de escorbuto y con las manos vacías. Sin embargo, paradójicamente, había encontrado la veta de oro que habría de hacerle rico y famoso. La fiebre del oro del Klondike con su caterva de aventureros en busca de fortuna, junto a las anécdotas oídas —o, posteriormente, leídas— constituirían un material precioso que el incipiente escritor metamorfosearía una y otra vez en cientos de páginas de aventuras.


London fue el primero en descubrir las posibilidades literarias de la frontera de Alaska. En una época en la que el Oeste salvaje de Estados Unidos había desaparecido bajo las ruedas del ferrocarril y entre los engranajes de la industrialización, él acertó a encontrar el marco de una nueva frontera, el Gran Norte, donde aún era posible vivir heroicamente. Esta es, pues, la escena. Se trata concretamente de la cuenca del río Yukón, uno de cuyos afluentes ya dentro de territorio canadiense, el Klondike, fue entre 1897 y 1898 el centro de la última fiebre del oro conocida. En este medio geográfico, entre los paralelos 60 y 68 de latitud norte, las condiciones de vida son terriblemente duras. El silencio es impresionante, las temperaturas glaciales y la soledad inmensa. Y es aquí, libre del complejo entramado social y bajo un cielo de metal, donde le es todavía factible al héroe londoniano vivir la aventura desusada.
Calder-Marshall ha llamado a London «el Homero de la fiebre del oro» por su visión épica de las peripecias alaskeñas. En uno de sus cuentos, un viejo minero chiflado canta esta absurda canción:
Los nuevos Jasones y Ulises, los Aquiles y los Agamenón, encuentran en el territorio del Yukón los vellocinos de oro, los despojos troyanos y el Mediterráneo del hielo. Lejos de la monotonía de la existencia cotidiana, estos héroes modernos sustituyen el tedio urbano civilizado por el lugar salvaje al aire libre. Pero no se trata de una naturaleza benigna o amable. Estamos, por el contrario, ante un entorno adverso, regido por leyes implacables, activas unas veces, soberanamente pasivas e indiferentes otras, que trata de destruir a todo ser viviente o asiste impasible a la suerte fatal de los desvalidos mortales en peligro. Así, Mason, con el hombro destrozado por el pino caído, ha sido elegido y condenado al azar por el «silencio blanco»; y el caminante solitario de La hoguera, traicionado primero por el manantial escondido, acabará siendo derrotado, a pesar de su obstinada resistencia, por la despiadada temperatura ártica.
Toda armonía preestablecida entre la naturaleza y el hombre ha desaparecido. De ser una entidad acogedora y amiga, el entorno natural se ha convertido en un monstruo ferozmente hostil. Cuthfert y Weatherbee, en En un país lejano, acosados por el largo y negro invierno, irán despojándose de todo vestigio de humanidad para terminar víctimas de la locura. La angustiosa lucha por la supervivencia en el mismo inhóspito paisaje reviste caracteres de pesadilla en Amor a la vida, un relato que —digámoslo como anécdota curiosa— serviría para entretener las últimas horas de Lenin en su lecho de muerte.
Es esta naturaleza adversa la que constituye el terreno de pruebas ideal para el temple de los héroes y para la aventura violenta. Más aún, ella viene a ser el auténtico antagonista. A veces, no obstante, toda lucha es inútil. En La Ley de vida, el viejo Koskoosh, ciego e inservible, siguiendo el código inexorable dictado por el inhóspito entorno, es abandonado al verdugo en forma de frío y lobos. Es preciso eliminar al individuo para que continúe la especie.
Otro aspecto importante que destacar en estas narraciones es el de la reversión atávica. En las tierras del Norte, ante el conflicto brutal por la supervivencia, el hombre descubre sus rasgos animales latentes, su herencia ancestral primitiva. Así, los dos protagonistas de En un país lejano, bajo la influencia del «miedo del polo», se convierten en bestias rabiosas. Amor a la vida y Diablo muestran cómo lobo y hombre, hombre y lobo, pierden sus perfiles distintivos en su pugna por sobrevivir. Pero si en el primero vemos aparecer sorprendentes afinidades entre el extenuado viajero y el lobo enfermo, en el segundo, motivado por un extraño y feroz odio recíproco, asistimos a un paradójico intercambio de papeles entre amo y can. Mientras en Diablo, un interesante anticipo del Buck de La llamada de la selva, se nos descubre el misterioso grado de inteligencia que puede alcanzar un perro, en Amor a la vida, por medio de los tres personajes, London reitera la idea de que ningún sentimiento es capaz de superar el instinto de conservación animal. Es este instinto el que empuja a Bill a abandonar a su compañero en apuros y el que lleva al hombre abandonado a enfrentarse al lobo con sus mismos medios.
«Cuando un hombre viaja a un país lejano [nos dice London al principio de En un país lejano], debe prepararse para olvidar muchas de las cosas que ha aprendido... Debe abandonar..., y, a menudo, debe invertir los mismos códigos por los que se ha afirmado su conducta... Para el hombre que no sabe adaptarse al nuevo surco sería mejor volver a su país, pues, si lo retrasa demasiado, es seguro que muera.»
Malemute Kid, protagonista de una serie de cuentos alaskeños aparte de El silencio blanco, es el prototipo del héroe tranquilo y eficiente de la narrativa londoniana. Capaz de reprimir sus impulsos y sentimientos y dotado de una férrea disciplina, sabe adaptarse a las condiciones más adversas. Lo mismo ocurre con el personaje de El filón de oro, apto para afrontar una situación al límite de sus nervios. Por su parte, Subienkov, en El Burlado, perdida toda esperanza de salvar la vida, conservará su sangre fría para procurarse un final rápido con el ingenioso engaño al jefe indio.
Si lo inesperado, que sirve de título a uno de los cuentos, es frecuentemente un elemento común en la trama de estas aventuras, la broma, la burla o la jugada del destino son, por otro lado, motivos determinantes en varios de ellos. Es un humor peculiar el que se refleja en estas historias, un humor que recuerda en cierto modo el de las fábulas morales clásicas. Así, en Demasiado Oro resucita London el viejo tema del estafador estafado. El hombre de la cicatriz ejemplifica con humor y suspense el castigo de la avaricia. El ardid del cosaco de El Burlado viene a ser una réplica macabra de la astucia del zorro. En cuanto a Las mil docenas, nos devuelve al mito folklórico con una cruel y dramática versión del cuento de la lechera. En éste —habría que añadir— la lucha por la vida ha sido sustituida por la realización de una idea obsesiva. Rasmunsen, el protagonista, con una obstinación análoga a la del personaje de Amor a la vida, sufrirá las más duras penalidades para llevar a cabo su lucrativa especulación.

Los buenos tiempos

Había llegado la época del cuento nuevo, vigoroso, simple y pintoresco, centrado en una anécdota única y lleno de acción. A menudo, se trataba incluso del cultivo de especialistas dedicados casi exclusivamente a esta tarea.
Primero Bret Harte, con sus bocetos coloristas sobre la vida en el lejano Oeste, luego Kipling, que había aprendido mucho del escritor afincado en California, y por fin, London, fueron los hitos entre toda una floresta de autores que crearon en el lector el gusto por este producto.
Es evidente que Jack London gusta de los episodios dramáticos, de las escenas cuidadosamente preparadas y resueltas con la máxima tensión. Pero si sus historias cautivan al lector, si le obligan a leerlas con el alma suspendida de un hilo, no es sólo porque describan episodios únicos, momentos no corrientes, aventuras insólitas, sino a causa de la peculiar manera en que están contadas. Su estilo, frecuentemente poético en la descripción paisajística, se hace, llegado el momento, directo, enérgico y efectivo. London sabe cómo alcanzar el punto climático adecuado, llevarlo a una situación límite y conservar el suspense, dosificándolo hasta el instante final. Salvo en algún caso aislado, su prosa se halla despojada de digresiones inútiles o de cualquier retórica enfadosa. Acción y peligro son rasgos característicos de estos relatos. Y en los momentos críticos, su autor tiene la facultad de hacemos oír, ver y sentir lo que el personaje oye, ve y siente, con una nitidez admirable. Así, hay instantes que van acompañados de memorables rasgos visuales.
Podría hablarse de realismo si no fuera porque la idea está asociada con lo estadísticamente probable, mientras que las aventuras londonianas se basan en lo insólito. London manifestó una vez que su método consistía en «descubrir la auténtica maravilla de las cosas». No obstante, como buen poeta de lo maravilloso, sabe cómo hacer suspender la incredulidad del lector. ¡Qué duda cabe que sus situaciones son hiperbólicas, sus héroes a veces excesivamente eficientes, y sus peripecias, en fin, demasiado alejadas de nuestra experiencia cotidiana! ¿Pero no es esto lo que nos atrae en London, esta especie de equilibrio entre la aventura romántica y el sutil tratamiento realista de la acción?
Tal vez se trataba de una de sus boutades cuando afirmaba que él había aprendido a contar cuentos en sus tiempos de vagabundo por Estados Unidos, cuando se tenía que granjear la voluntad de la mujer que le abría la puerta para que le diera algo de comer. Una historia que sonase falsa, un error en la manera de contarla, y podía encontrarse con un portazo en las narices, un agresivo perro azuzado contra él y nada con que aplacar su hambre. Quizá sea acertada la idea de que London cuenta sus anécdotas como un vagabundo. Pasada la impresión del relato, el lector descubre la falla esencial del mismo. Si es realismo, es un realismo puramente imaginativo, intensificado hasta desconectarlo de la auténtica realidad. La intriga está demasiado bien estructurada, demasiado bien dosificada, demasiado nítidamente resuelta para ser verdad. Su simetría no se corresponde con el caos natural de las cosas.
Y sin embargo, éste es paradójicamente su acierto. Es su distribución del tempo dramático lo que nos mantiene en vilo en todo momento. Su prosa directa, sobria y ordenada está en perfecta consonancia con la pintura de violencia y la acción física dentro de la narración breve.
Pero queda un aspecto capital que destacar. El logro principal de London está en su facultad para intuir en los momentos claves —acción o inacción—, el estado emocional de sus personajes. Sean los instantes finales de Cuthfert o Rasmunsen, la angustia del peligro inminente del minero en el hoyo, o el horror de la muerte por congelación del caminante solitario de La hoguera, el auténtico triunfo del estilo londoniano está aquí. En este terreno, nadie como London —ni Bret Harte ni Kipling— es capaz de hacer experimentar al lector tan intensamente la sensación de ansiedad, peligro o desesperación: son esos instantes trascendentales en los que sus personajes, enfrentados a una situación límite, buscan una salida hacia la muerte o hacia la ansiada supervivencia.
Pocas vidas tan apasionantes como la del escritor Jack London. “Vida de Jack London” nos lleva desde las paradisíacas islas de los mares del sur hasta las gélidas tierras de Alaska, y nos describe las peripecias de London como corresponsal de guerra en Asia y cronista de la revolución mejicana; cabecilla en la marcha de los desheredados; mendigo y millonario, atleta y alcohólico, ballenero y pionero del cultivo ecológico.

La escuela de la vida

Como en Martin Eden, su alter ego, el intento de escapar de una posición de clase inferior en un clima de fuerte competición capitalista, llevó a London a aceptar como una revelación tanto el darwinismo social, tan en consonancia con su propio entorno, como la ideología de Nietzsche, con la que su temperamento de luchador individualista se sentía plenamente identificado. Evidentemente, su propia experiencia vital ejemplarizaba ambas ideologías a la perfección. Las penurias económicas de un hogar de clase media constantemente rozando el proletariado, el duro trabajo ante la máquina durante su adolescencia, sus contactos con los desheredados de la sociedad industrial, y, finalmente, su triunfo como escritor gracias a su inmenso tesón, constituían la más perfecta corroboración práctica de las teorías de Spencer y de Nietzsche. La escuela de la vida de Jack London era rica en datos empíricos con los que contrastar y armonizar las ideas que iba adquiriendo en el proceso de su autoeducación intelectual.

Ideales de un viajero

Más difícil de armonizar con su temperamento y experiencia, pero mucho más atractivo, más romántico y más sensacional, era el otro ingrediente esencial —el primero, en orden cronológico— de la filosofía londoniana: su socialismo. El darwinismo social, a pesar de adecuarse con su temperamento y experiencia, tenía el inconveniente de ser una ideología conservadora aceptada y aclamada en Norteamérica desde la Guerra Civil. Más aún, era el credo del Establishment, la filosofía de las clases a las que él deseaba acceder pero a las que, en el fondo, despreciaba. Por el contrario, el socialismo, del que London oyó por primera vez entre los vagabundos y conoció después por la lectura del Manifiesto comunista y partes de El Capital, perseguido y denigrado por las clases dirigentes, constituía algo espectacularmente subversivo e iconoclasta para el joven rebelde en busca de una educación. Derribar violentamente el formidable edificio del Capital, sobre todo en el papel de líder, era para London la principal atracción de la ideología marxista.
Libros suyos como El pueblo del abismo (1903), Guerra de clases (1905) o Revolución y otros ensayos (1910), nos muestran al London preocupado por las cuestiones sociales, en un análisis marxista romántico del conflicto de clases y de la ineficacia capitalista. Pero en esta línea ideológica, su cima la alcanzará con esa extraña fábula de anticipación política, El talón de hierro (1908), donde, a partir de los conflictos sociales americanos y de la frustrada revolución rusa de 1905, London, con una gran imaginación, intuiría proféticamente ciertos aspectos de lo que habían de ser los fascismos europeos de casi veinte años después.
Que su pensamiento socialista era sumamente ambiguo y contradictorio, es algo en lo que sus críticos y biógrafos coinciden de manera casi unánime. Tanto sus incendiarios ensayos y conferencias públicas sobre política, como la famosa frase de despedida con que concluía sus cartas a miembros y simpatizantes del partido, «Tuyo para la Revolución, Jack London», obedecen más a su gusto por las actitudes exhibicionistas y arrogantes que a convicciones realmente sentidas. De ahí que Kevin Starr manifestara que «el socialismo de London siempre llevó dentro una vena de elitismo y mucho de pose. Le gustaba representar el papel de intelectual de la clase trabajadora, cuando convenía a sus propios intereses».
¿Era London consciente del laberinto de contradicciones e incongruencias? Obviamente, sus conflictos ideológicos surgieron de la confluencia de su experiencia existencial con la apresurada formación autodidáctica, al pasar ambas por el filtro de un ambicioso temperamento individualista. El resultado, como señala Lloyd Morris, sería «una profunda fisura en su naturaleza moral... que determinó una alarmante inconsistencia en su vida y en su obra». En este sentido, su último biógrafo, el británico Andrew Sinclair, ha ahondado en ese sentimiento de degradación que se apoderó del escritor en la última etapa de su existencia.





En sus últimos años los protagonistas de sus obras, llenos de orgullosa vitalidad, comienzan a vacilar respecto a la superioridad de la raza anglosajona. Tal vez, después de todo, estén condenados a desaparecer ante la mayor resistencia de las razas del sol. Tal es la pregunta que se hace el personaje central de El motín del «Elsinore» (1914). Jack London, en la cumbre de una fama oscilante, se pone a dudar de la validez de su triunfo. En vano tratará de camuflar sus problemas existenciales y su declive artístico con su prurito agronómico y su insaciable ansia de más y más tierras con que ensanchar su rancho. Las obsesiones suicidas reaparecen. La visión del Colt 44 colgado de la pared de su estudio le tienta. Y el escritor —de nuevo la paradoja de la realidad imitando al arte— parece seguir los pasos de su héroe Martin Eden. ¿Por qué?, ¿para qué?, parece preguntarse.



La morfina y la heroína han empezado a reemplazar el alcohol y los analgésicos. En una ocasión confiesa a su hermana su miedo a estar volviéndose loco. Finalmente, una noche, cerca ya de la madrugada, London se administra una sobredosis de sulfato de morfina y de sulfato de atropina, drogas que utiliza para combatir sus dolores renales y su insomnio. Quizá se trató tan sólo de un acto semiconsciente, provocado por el ramalazo de dolor insoportable, la oscura caída en la tentación. Pero ¿no había él defendido siempre el derecho inalienable del hombre a anticipar su muerte? De cualquier modo, como había ocurrido a menudo en su ficción, una broma del destino vendría a dar un giro inesperado a su decisión postrera. Y, así, lo que seguramente había sido calculado como una combinación fulminante para una muerte indolora y rápida, resultarían ser dos narcóticos antitéticos que prolongarían su agonía más de doce horas.
Todos los intentos de salvar su vida fueron inútiles.
(Continuará)

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