Jack London: el viajero escritor
En esta nueva sección
contaremos la historia de grandes viajeros del mundo, En esta oportunidad les
contaremos la vida de Jack London. Pseudónimo de John Griffit London, viajero
incansable y aventurero nato desde su juventud se dedicó a la piratería de
ostras, fue cazador de focas en Japón y buscador de oro. Debido a su gran
afición por la literatura comenzó a escribir y a trabajar como periodista para
salir adelante. De espíritu romántico, Jack London dio inicio pronto su vida
viajera y bohemia, convirtiéndose en marino, marchándose a Alaska para intentar
encontrar oro, vagabundeando por las calles de Londres y trabajando como
corresponsal de guerra.
Jack London (John Griffith London)
nació en San Francisco, California (Estados Unidos) el 12 de enero de 1876. Era
hijo ilegítimo de un astrólogo llamado William Henry Chaney y de Flora Wellman,
una profesora de música de buena familia procedente de Ohio que se dedicaba
también al mundo de lo oculto, más concretamente, al espiritismo.
Su
padre abandonaría a su retoño y a su amante. Enferma su madre, el pequeño Jack
creció al cuidado de una esclava de nombre Virginia Prentiss.
Flora
se casa con John London en septiembre de 1876. Diez años después la familia se
traslada a Oakland. En 1893 ve sus primeros textos publicados en el diario
"San Francisco Call".
Los
escritos de London contienen un retrato realista de ambientes y personajes,
además de una preocupación latente por el ser humano. Su ideología política,
influenciado por sus precarias vivencias como obrero y marino, se inclinaba
hacia el socialismo. Su educación fue autodidacta, leyendo con voracidad todo
tipo de obras, desde Friedrich Nietzsche, Gustave Flaubert, Washington Irving
hasta Charles Darwin, Rudyard Kipling o Karl Marx.
Se
casó en dos ocasiones, la primera en 1900 con Bess Madern y la segunda en 1905
con Charmian Kittredge. Otras mujeres importantes en su vida serían Mabel
Applegrath y Anna Strunsky.
Su
obra literaria, narrada con ligereza y con un estilo directo y pujante, es una
extensión de su propia existencia aventurera y de sus pensamientos vitales.
Los títulos más importantes de su bibliografía son "Los de abajo" (1903), "La llamada de la selva" (1903), "El lobo de mar" (1904), "Colmillo blanco" (1907), "Luz del día", "Martín Edén" (1909) o la autobiográfica "John Barleycorn" (1913).
Sus posturas sociales e ideológicas le inspiraron títulos como "El pueblo del abismo" (1903), "Guerra de clases" (1905) o "El talón de hierro" (1908)
Murió de una sobredosis de morfina y atropina en Glen Ellen, California, el 22 de noviembre de 1916. Tenía 40 años.
El escritor viajero
Escritor estadounidense que combina en su obra el más profundo realismo con los sentimientos humanitarios y el pesimismo, completó sus estudios de bachillerato mientras realizaba diversos trabajos. En 1897 y 1898 viajó a Alaska, empujado por la corriente de la fiebre del oro. Antes había sido marino, pescador, e incluso contrabandista. De regreso a San Francisco comenzó a relatar sus experiencias. En 1900 publicó una colección de relatos titulada El hijo del lobo que le proporcionó un gran éxito popular. Publicó más de 50 libros que le supusieron grandes ingresos pero que dilapidó en viajes y alcohol. Fue corresponsal de guerra y vivió dos matrimonios tormentosos. Se suicidó a la edad de 40 años. De ideas socialistas y siempre del lado de los trabajadores, London fue militante comunista e incluso agitador político. Pero, autodidacta como era, las lecturas del filósofo alemán Nietzsche le llevaron a formular que el individuo debe alzarse frente a las masas y las adversidades. Esta contradicción individualidad-colectividad está presente en su obra.
Su
tesis general es la de que el ser humano no es bueno por naturaleza, y sólo los
fuertes consiguen alzarse en la vida que es dura; estos seres serán los que
pongan los cimientos para una sociedad más justa. Muchos de sus relatos, entre
los que destaca su obra maestra, La llamada de la selva (1903), hablan de la
vuelta de un ser civilizado a su estado primitivo, y la lucha por la
supervivencia. Su estilo, brutal, vivo y apasionante, le hizo enormemente
famoso fuera de su país. Sus novelas se han traducido a numerosas lenguas.
Entre sus principales obras cabe mencionar Los de abajo (1903), sobre la vida
de los pobres en Londres; El lobo de mar (1904), una novela basada en sus
experiencias como cazador de focas; Colmillo blanco (1906) un libro pesimista
sobre la crueldad, la hegemonía de los más fuertes y la lucha por la libertad.
John Barleycorn (1913), un relato autobiográfico sobre su batalla personal
contra el alcoholismo, y El vagabundo de las estrellas (1915), una serie de
historias relacionadas entre sí sobre el tema de la reencarnación.
Nacido
en 1876, a
Jack London le tocó vivir los tiempos difíciles del cierre de la Frontera. La
expansión territorial podía darse por terminada alrededor de 1890. El avance
del ferrocarril, que unió en 1869 el Atlántico con el Pacífico, había
contribuido decisivamente a la caída de la Frontera salvaje. La conquista del Oeste había
concluido. Las tierras sin dueño, de océano a océano, habían desaparecido. Las
grandes oportunidades parecían haberse extinguido. Era como si hubiera llegado
el ocaso de la aventura, la hora final del héroe individualista e intrépido.
Muchos manifestaban que, antes de los grandes cambios que siguieron a la guerra, un hombre que se quedase sin trabajo siempre podía encontrar otro, y, si fracasaba en un negocio, podía comenzar de nuevo en otra dirección. Y, en ambos casos, como último recurso, aún le quedaba la posibilidad de dirigirse hacia el oeste y obtener del Estado tierras para cultivar. Actualmente, en cambio, el campo estaba ya ocupado, las grandes extensiones de tierras estatales habían desaparecido entre las manos de los magnates del ferrocarril y de los especuladores, y el mundo de los negocios aparecía saturado. De ser un combate libre e individualista, la lucha por la vida se había convertido en una confrontación de dos fuerzas disciplinadas y organizadas: la del capital y la del trabajo.
Muchos manifestaban que, antes de los grandes cambios que siguieron a la guerra, un hombre que se quedase sin trabajo siempre podía encontrar otro, y, si fracasaba en un negocio, podía comenzar de nuevo en otra dirección. Y, en ambos casos, como último recurso, aún le quedaba la posibilidad de dirigirse hacia el oeste y obtener del Estado tierras para cultivar. Actualmente, en cambio, el campo estaba ya ocupado, las grandes extensiones de tierras estatales habían desaparecido entre las manos de los magnates del ferrocarril y de los especuladores, y el mundo de los negocios aparecía saturado. De ser un combate libre e individualista, la lucha por la vida se había convertido en una confrontación de dos fuerzas disciplinadas y organizadas: la del capital y la del trabajo.
A
menudo da la impresión de que la biografía de Jack London es la sombra
principal que oscurece su misma obra. Con razón, en un doble sentido, ha
afirmado Kazin que «la novela más grande que escribió fue la historia de su
propia vida». El nombre de Jack London es una evocación de la aventura; una
aventura que le acompañaría a lo largo de su existencia, constituyendo el
material esencial de su narrativa.
Y es que en los años centrales de su producción literaria, como un anticipo del Hemingway de los años 50, London se convirtió en el primer mito del novelista norteamericano de éxito, tanto en América como en Europa. Sus biógrafos recuerdan cómo los periódicos europeos del 24 de noviembre de 1916 dedicaron más espacio a la noticia de su muerte que a la del emperador Francisco José de Austria, fallecido el día anterior. Si en 1913 London podía jactarse de ser el escritor más famoso y mejor pagado, podría añadirse que, entre 1903 y 1920, fue asimismo el autor americano más leído fuera de Estados Unidos.
Y es que en los años centrales de su producción literaria, como un anticipo del Hemingway de los años 50, London se convirtió en el primer mito del novelista norteamericano de éxito, tanto en América como en Europa. Sus biógrafos recuerdan cómo los periódicos europeos del 24 de noviembre de 1916 dedicaron más espacio a la noticia de su muerte que a la del emperador Francisco José de Austria, fallecido el día anterior. Si en 1913 London podía jactarse de ser el escritor más famoso y mejor pagado, podría añadirse que, entre 1903 y 1920, fue asimismo el autor americano más leído fuera de Estados Unidos.
Incluso
para un país como Norteamérica, acostumbrado a que sus literatos sean
frecuentemente hombres de acción, la vida de Jack London posee características
que participan de lo extraordinario. Nacido en San Francisco, hijo ilegítimo de
un pintoresco astrólogo itinerante que nunca le reconocería como suyo, su
apellido lo recibió del hombre que se casó con su madre y le adoptó como hijo.
Durante su infancia, después de algunos fracasos como granjeros, los London se
asentaron por fin en Oakland, al otro lado de la bahía de San Francisco.
La precaria situación familiar, con el viejo padrastro saltando de oficio en oficio y una madre neurótica aficionada al espiritismo, obligó a Jack, ya desde niño, a alternar la escuela con el reparto de periódicos en busca de algunos centavos extra que aportar a la casa. Pero pronto sus primeros alardes de hombría le llevarían a continuar su educación entre los golfos del puerto. Es aquí, en los muelles de Oakland, donde a los catorce años se inicia su atracción por el mar, su afición a la bebida y sus contactos con la delincuencia. De ladrón de ostras pasará, no obstante, a colaborar con la patrulla encargada de proteger los viveros que él antes había saqueado. Un esquife, adquirido con las ganancias obtenidas, le servirá para hacerle sentir el placer de la navegación, recorriendo la amplia bahía. Luego, a los diecisiete años, se enrola de marinero en un buque dedicado a la caza de focas junto a la costa de Japón y en el Mar de Bering.
La precaria situación familiar, con el viejo padrastro saltando de oficio en oficio y una madre neurótica aficionada al espiritismo, obligó a Jack, ya desde niño, a alternar la escuela con el reparto de periódicos en busca de algunos centavos extra que aportar a la casa. Pero pronto sus primeros alardes de hombría le llevarían a continuar su educación entre los golfos del puerto. Es aquí, en los muelles de Oakland, donde a los catorce años se inicia su atracción por el mar, su afición a la bebida y sus contactos con la delincuencia. De ladrón de ostras pasará, no obstante, a colaborar con la patrulla encargada de proteger los viveros que él antes había saqueado. Un esquife, adquirido con las ganancias obtenidas, le servirá para hacerle sentir el placer de la navegación, recorriendo la amplia bahía. Luego, a los diecisiete años, se enrola de marinero en un buque dedicado a la caza de focas junto a la costa de Japón y en el Mar de Bering.
Corren los tiempos difíciles de la depresión y
las ocupaciones son escasas y mal pagadas. A su regreso, tras los duros
trabajos en la fábrica de yute y paleando carbón trece horas diarias en una
central eléctrica, London se une al ejército de desempleados que marcha desde
California sobre Washington en petición de empleo. Esta experiencia, que
concluiría para él en la prisión de Niagara Falls cumpliendo una condena de un
mes por vagabundeo, marcaría uno de los hitos de su vida. Por un lado,
contribuiría a hacer de él un experto conocedor del mundo al margen de la ley,
conocimientos de los que —como se puede apreciar por su libro Los vagabundos
del ferrocarril— se mostraría siempre orgulloso; por otro, estas correrías
sirvieron para iniciar en él un proceso de concientización social. London toma
una decisión: enrolarse en el incipiente partido socialista de Oakland, y se
jura al mismo tiempo que tratará de evitar por todos los medios convertirse en
un trabajador manual. Como consecuencia de esta promesa, decide intentar el
ingreso en la universidad, meta que conseguirá tras casi dos años de intensa
preparación y sacrificios. Al cabo del primer semestre, no obstante, presionado
por necesidades económicas y familiares, y desilusionado por la educación
recibida, dejará sus estudios.
En agosto de 1897, a los pocos meses de
las primeras noticias del descubrimiento de oro en el Klondike, London se
embarca para Alaska. Es la oportunidad esperada; pero la suerte no le
acompañará. A la llegada del invierno, él y sus dos compañeros acamparán en una
cabaña abandonada junto a la desembocadura del río Stewart, a casi ochenta
millas de Dawson por el curso helado del Yukón. Los largos meses invernales los
repartirá entre la solitaria cabaña y el poblado de Dawson, y sus prospecciones
mineras serían escasas e inútiles. El retorno lo efectuará en una balsa durante
el deshielo primaveral, en un intrépido viaje de dos mil millas río abajo;
forzado por el escorbuto, fracasado, y sin haber conseguido ver en sus manos el
preciado metal. Pero es a partir de este momento cuando London decidirá
definitivamente dedicarse a escribir.
Aunque pueda parecer sorprendente a primera
vista lo inesperado de esta súbita vocación, para comprenderla habría que
seguir, a través de los testimonios autobiográficos legados por el autor, la
andadura que le condujo por el camino de la literatura. Desde lo que significó
para él el maravilloso descubrimiento infantil de Los cuentos de la Alhambra en la soledad de
la granja familiar, hasta la voraz lectura de cientos de novelas de la
biblioteca pública de Oakland. Más tarde vendrían las largas jornadas dedicadas
a su formación intelectual y a la adquisición de un estilo, alternando Marx con
Kipling, Spencer con Stevenson, Malthus con Poe o con H. G. Wells. Y ya descubierta
la senda del éxito, la revelación de la filosofía de Nietzsche, la tercera gran
influencia en su vida.
London había emprendido su práctica de
escritor a los diecisiete años, con su temprano y aislado acierto en un
concurso periodístico, al conseguir el primer premio con la descripción de un
tifón, una experiencia vivida durante su labor de marinero en el Sophie
Sutherland. Años después, a su regreso de Alaska, comenzarían los días
agotadores y las noches en blanco, sentado ante la máquina de escribir
alquilada, pugnando por convertirse en un escritor. En Martin Eden (1909), su
bildunsroman autobiográfico escrito ya en la cumbre de su carrera, nos ha
dejado London un cuadro vívido de la dura brega y de las miserias que
acompañaron su iniciación literaria: los repetidos intentos de publicar sus
relatos, los rechazos sistemáticos, la intensa penuria, las horas tesoneras de
trabajo y estudio, la obstinación, los desalientos, los primeros triunfos... Y
al fin, tras el enorme éxito de La llamada de la selva (1903) y de El lobo de
mar (1904), su conversión en uno de los autores más afamados y vendidos de
Estados Unidos.
Seguramente el aspecto más controvertido de
Jack London sea su ideología política y social. Una ideología contradictoria y
a menudo antitética, que haría que, paradójicamente, sus libros fueran tan
apreciados en la Rusia
soviética como —con algunas excepciones— en la Alemania nazi.
London pretendió ser algo más que un escritor
para adolescentes. Para él era evidente que la actitud filosófica, la capacidad
de comentar y generalizar sobre sus personajes en relación con la vida y con la
sociedad, era una condición imprescindible para un autor que pretendiera ser
tomado en serio. Por ello, tras asimilar las técnicas narrativas, trató de
adquirir una filosofía que diera consistencia a su obra. Las lecturas de
Darwin, Ernst Haeckel, Huxley y, sobre todo, del filósofo victoriano Herbert
Spencer, con su aplicación de los esquemas evolucionistas a la estructura
social, le proporcionaron la base de su pensamiento. El principio de la lucha
por la vida, de la supervivencia de los más fuertes y mejor dotados, del que el
sistema de Spencer había hecho un dogma socio-económico y moral, se convirtió
en la piedra angular de la ideología de London. A ésta vendría a incorporarse,
con el descubrimiento de Nietzsche, sus doctrinas del superhombre y de la
glorificación del esfuerzo y la voluntad.
El oro no encontrado...¿o si?
Cuando, a principios del verano de 1898, Jack
London regresaba del territorio del Yukón, lo hacía enfermo de escorbuto y con
las manos vacías. Sin embargo, paradójicamente, había encontrado la veta de oro
que habría de hacerle rico y famoso. La fiebre del oro del Klondike con su
caterva de aventureros en busca de fortuna, junto a las anécdotas oídas —o,
posteriormente, leídas— constituirían un material precioso que el incipiente
escritor metamorfosearía una y otra vez en cientos de páginas de aventuras.
London fue el primero en descubrir las posibilidades literarias de la frontera de Alaska. En una época en la que el Oeste salvaje de Estados Unidos había desaparecido bajo las ruedas del ferrocarril y entre los engranajes de la industrialización, él acertó a encontrar el marco de una nueva frontera, el Gran Norte, donde aún era posible vivir heroicamente. Esta es, pues, la escena. Se trata concretamente de la cuenca del río Yukón, uno de cuyos afluentes ya dentro de territorio canadiense, el Klondike, fue entre 1897 y 1898 el centro de la última fiebre del oro conocida. En este medio geográfico, entre los paralelos 60 y 68 de latitud norte, las condiciones de vida son terriblemente duras. El silencio es impresionante, las temperaturas glaciales y la soledad inmensa. Y es aquí, libre del complejo entramado social y bajo un cielo de metal, donde le es todavía factible al héroe londoniano vivir la aventura desusada.
London fue el primero en descubrir las posibilidades literarias de la frontera de Alaska. En una época en la que el Oeste salvaje de Estados Unidos había desaparecido bajo las ruedas del ferrocarril y entre los engranajes de la industrialización, él acertó a encontrar el marco de una nueva frontera, el Gran Norte, donde aún era posible vivir heroicamente. Esta es, pues, la escena. Se trata concretamente de la cuenca del río Yukón, uno de cuyos afluentes ya dentro de territorio canadiense, el Klondike, fue entre 1897 y 1898 el centro de la última fiebre del oro conocida. En este medio geográfico, entre los paralelos 60 y 68 de latitud norte, las condiciones de vida son terriblemente duras. El silencio es impresionante, las temperaturas glaciales y la soledad inmensa. Y es aquí, libre del complejo entramado social y bajo un cielo de metal, donde le es todavía factible al héroe londoniano vivir la aventura desusada.
Calder-Marshall ha llamado a London «el Homero
de la fiebre del oro» por su visión épica de las peripecias alaskeñas. En uno
de sus cuentos, un viejo minero chiflado canta esta absurda canción:
Los nuevos Jasones y Ulises, los Aquiles y los
Agamenón, encuentran en el territorio del Yukón los vellocinos de oro, los
despojos troyanos y el Mediterráneo del hielo. Lejos de la monotonía de la
existencia cotidiana, estos héroes modernos sustituyen el tedio urbano
civilizado por el lugar salvaje al aire libre. Pero no se trata de una
naturaleza benigna o amable. Estamos, por el contrario, ante un entorno
adverso, regido por leyes implacables, activas unas veces, soberanamente
pasivas e indiferentes otras, que trata de destruir a todo ser viviente o
asiste impasible a la suerte fatal de los desvalidos mortales en peligro. Así,
Mason, con el hombro destrozado por el pino caído, ha sido elegido y condenado
al azar por el «silencio blanco»; y el caminante solitario de La hoguera,
traicionado primero por el manantial escondido, acabará siendo derrotado, a
pesar de su obstinada resistencia, por la despiadada temperatura ártica.
Toda armonía preestablecida entre la
naturaleza y el hombre ha desaparecido. De ser una entidad acogedora y amiga,
el entorno natural se ha convertido en un monstruo ferozmente hostil. Cuthfert
y Weatherbee, en En un país lejano, acosados por el largo y negro invierno,
irán despojándose de todo vestigio de humanidad para terminar víctimas de la
locura. La angustiosa lucha por la supervivencia en el mismo inhóspito paisaje
reviste caracteres de pesadilla en Amor a la vida, un relato que —digámoslo
como anécdota curiosa— serviría para entretener las últimas horas de Lenin en
su lecho de muerte.
Es esta naturaleza adversa la que constituye
el terreno de pruebas ideal para el temple de los héroes y para la aventura
violenta. Más aún, ella viene a ser el auténtico antagonista. A veces, no
obstante, toda lucha es inútil. En La Ley de vida, el viejo Koskoosh, ciego e
inservible, siguiendo el código inexorable dictado por el inhóspito entorno, es
abandonado al verdugo en forma de frío y lobos. Es preciso eliminar al
individuo para que continúe la especie.
Otro aspecto importante que destacar en estas
narraciones es el de la reversión atávica. En las tierras del Norte, ante el
conflicto brutal por la supervivencia, el hombre descubre sus rasgos animales
latentes, su herencia ancestral primitiva. Así, los dos protagonistas de En un
país lejano, bajo la influencia del «miedo del polo», se convierten en bestias
rabiosas. Amor a la vida y Diablo muestran cómo lobo y hombre, hombre y lobo,
pierden sus perfiles distintivos en su pugna por sobrevivir. Pero si en el
primero vemos aparecer sorprendentes afinidades entre el extenuado viajero y el
lobo enfermo, en el segundo, motivado por un extraño y feroz odio recíproco,
asistimos a un paradójico intercambio de papeles entre amo y can. Mientras en
Diablo, un interesante anticipo del Buck de La llamada de la selva, se nos
descubre el misterioso grado de inteligencia que puede alcanzar un perro, en
Amor a la vida, por medio de los tres personajes, London reitera la idea de que
ningún sentimiento es capaz de superar el instinto de conservación animal. Es
este instinto el que empuja a Bill a abandonar a su compañero en apuros y el
que lleva al hombre abandonado a enfrentarse al lobo con sus mismos medios.
«Cuando un hombre viaja a un país lejano [nos
dice London al principio de En un país lejano], debe prepararse para olvidar
muchas de las cosas que ha aprendido... Debe abandonar..., y, a menudo, debe
invertir los mismos códigos por los que se ha afirmado su conducta... Para el
hombre que no sabe adaptarse al nuevo surco sería mejor volver a su país, pues,
si lo retrasa demasiado, es seguro que muera.»
Malemute Kid, protagonista de una serie de cuentos alaskeños aparte de El silencio blanco, es el prototipo del héroe tranquilo y eficiente de la narrativa londoniana. Capaz de reprimir sus impulsos y sentimientos y dotado de una férrea disciplina, sabe adaptarse a las condiciones más adversas. Lo mismo ocurre con el personaje de El filón de oro, apto para afrontar una situación al límite de sus nervios. Por su parte, Subienkov, en El Burlado, perdida toda esperanza de salvar la vida, conservará su sangre fría para procurarse un final rápido con el ingenioso engaño al jefe indio.
Malemute Kid, protagonista de una serie de cuentos alaskeños aparte de El silencio blanco, es el prototipo del héroe tranquilo y eficiente de la narrativa londoniana. Capaz de reprimir sus impulsos y sentimientos y dotado de una férrea disciplina, sabe adaptarse a las condiciones más adversas. Lo mismo ocurre con el personaje de El filón de oro, apto para afrontar una situación al límite de sus nervios. Por su parte, Subienkov, en El Burlado, perdida toda esperanza de salvar la vida, conservará su sangre fría para procurarse un final rápido con el ingenioso engaño al jefe indio.
Si lo inesperado, que sirve de título a uno de
los cuentos, es frecuentemente un elemento común en la trama de estas
aventuras, la broma, la burla o la jugada del destino son, por otro lado,
motivos determinantes en varios de ellos. Es un humor peculiar el que se
refleja en estas historias, un humor que recuerda en cierto modo el de las
fábulas morales clásicas. Así, en Demasiado Oro resucita London el viejo tema
del estafador estafado. El hombre de la cicatriz ejemplifica con humor y
suspense el castigo de la avaricia. El ardid del cosaco de El Burlado viene a
ser una réplica macabra de la astucia del zorro. En cuanto a Las mil docenas,
nos devuelve al mito folklórico con una cruel y dramática versión del cuento de
la lechera. En éste —habría que añadir— la lucha por la vida ha sido sustituida
por la realización de una idea obsesiva. Rasmunsen, el protagonista, con una
obstinación análoga a la del personaje de Amor a la vida, sufrirá las más duras
penalidades para llevar a cabo su lucrativa especulación.
Los buenos tiempos
Había llegado la época del cuento nuevo, vigoroso, simple y pintoresco, centrado en una anécdota única y lleno de acción. A menudo, se trataba incluso del cultivo de especialistas dedicados casi exclusivamente a esta tarea.
Primero Bret Harte, con sus bocetos coloristas
sobre la vida en el lejano Oeste, luego Kipling, que había aprendido mucho del
escritor afincado en California, y por fin, London, fueron los hitos entre toda
una floresta de autores que crearon en el lector el gusto por este producto.
Es evidente que Jack London gusta de los
episodios dramáticos, de las escenas cuidadosamente preparadas y resueltas con
la máxima tensión. Pero si sus historias cautivan al lector, si le obligan a
leerlas con el alma suspendida de un hilo, no es sólo porque describan
episodios únicos, momentos no corrientes, aventuras insólitas, sino a causa de
la peculiar manera en que están contadas. Su estilo, frecuentemente poético en
la descripción paisajística, se hace, llegado el momento, directo, enérgico y
efectivo. London sabe cómo alcanzar el punto climático adecuado, llevarlo a una
situación límite y conservar el suspense, dosificándolo hasta el instante
final. Salvo en algún caso aislado, su prosa se halla despojada de digresiones
inútiles o de cualquier retórica enfadosa. Acción y peligro son rasgos
característicos de estos relatos. Y en los momentos críticos, su autor tiene la
facultad de hacemos oír, ver y sentir lo que el personaje oye, ve y siente, con
una nitidez admirable. Así, hay instantes que van acompañados de memorables
rasgos visuales.
Podría hablarse de realismo si no fuera porque
la idea está asociada con lo estadísticamente probable, mientras que las
aventuras londonianas se basan en lo insólito. London manifestó una vez que su
método consistía en «descubrir la auténtica maravilla de las cosas». No
obstante, como buen poeta de lo maravilloso, sabe cómo hacer suspender la
incredulidad del lector. ¡Qué duda cabe que sus situaciones son hiperbólicas,
sus héroes a veces excesivamente eficientes, y sus peripecias, en fin,
demasiado alejadas de nuestra experiencia cotidiana! ¿Pero no es esto lo que
nos atrae en London, esta especie de equilibrio entre la aventura romántica y
el sutil tratamiento realista de la acción?
Tal vez se trataba de una de sus boutades
cuando afirmaba que él había aprendido a contar cuentos en sus tiempos de
vagabundo por Estados Unidos, cuando se tenía que granjear la voluntad de la
mujer que le abría la puerta para que le diera algo de comer. Una historia que
sonase falsa, un error en la manera de contarla, y podía encontrarse con un
portazo en las narices, un agresivo perro azuzado contra él y nada con que aplacar
su hambre. Quizá sea acertada la idea de que London cuenta sus anécdotas como
un vagabundo. Pasada la impresión del relato, el lector descubre la falla
esencial del mismo. Si es realismo, es un realismo puramente imaginativo,
intensificado hasta desconectarlo de la auténtica realidad. La intriga está
demasiado bien estructurada, demasiado bien dosificada, demasiado nítidamente
resuelta para ser verdad. Su simetría no se corresponde con el caos natural de
las cosas.
Y sin embargo, éste es paradójicamente su
acierto. Es su distribución del tempo dramático lo que nos mantiene en vilo en
todo momento. Su prosa directa, sobria y ordenada está en perfecta consonancia
con la pintura de violencia y la acción física dentro de la narración breve.
Pero queda un aspecto capital que destacar. El
logro principal de London está en su facultad para intuir en los momentos
claves —acción o inacción—, el estado emocional de sus personajes. Sean los
instantes finales de Cuthfert o Rasmunsen, la angustia del peligro inminente
del minero en el hoyo, o el horror de la muerte por congelación del caminante
solitario de La hoguera, el auténtico triunfo del estilo londoniano está aquí.
En este terreno, nadie como London —ni Bret Harte ni Kipling— es capaz de hacer
experimentar al lector tan intensamente la sensación de ansiedad, peligro o
desesperación: son esos instantes trascendentales en los que sus personajes,
enfrentados a una situación límite, buscan una salida hacia la muerte o hacia
la ansiada supervivencia.
Pocas vidas tan apasionantes como la del
escritor Jack London. “Vida de Jack London” nos lleva desde las paradisíacas
islas de los mares del sur hasta las gélidas tierras de Alaska, y nos describe
las peripecias de London como corresponsal de guerra en Asia y cronista de la
revolución mejicana; cabecilla en la marcha de los desheredados; mendigo y
millonario, atleta y alcohólico, ballenero y pionero del cultivo ecológico.
La escuela de la vida
Como en Martin Eden, su alter ego, el intento de escapar de una posición de clase inferior en un clima de fuerte competición capitalista, llevó a London a aceptar como una revelación tanto el darwinismo social, tan en consonancia con su propio entorno, como la ideología de Nietzsche, con la que su temperamento de luchador individualista se sentía plenamente identificado. Evidentemente, su propia experiencia vital ejemplarizaba ambas ideologías a la perfección. Las penurias económicas de un hogar de clase media constantemente rozando el proletariado, el duro trabajo ante la máquina durante su adolescencia, sus contactos con los desheredados de la sociedad industrial, y, finalmente, su triunfo como escritor gracias a su inmenso tesón, constituían la más perfecta corroboración práctica de las teorías de Spencer y de Nietzsche. La escuela de la vida de Jack London era rica en datos empíricos con los que contrastar y armonizar las ideas que iba adquiriendo en el proceso de su autoeducación intelectual.
Ideales de un viajero
Más difícil de armonizar con su temperamento y experiencia, pero mucho más atractivo, más romántico y más sensacional, era el otro ingrediente esencial —el primero, en orden cronológico— de la filosofía londoniana: su socialismo. El darwinismo social, a pesar de adecuarse con su temperamento y experiencia, tenía el inconveniente de ser una ideología conservadora aceptada y aclamada en Norteamérica desde la Guerra Civil. Más aún, era el credo del Establishment, la filosofía de las clases a las que él deseaba acceder pero a las que, en el fondo, despreciaba. Por el contrario, el socialismo, del que London oyó por primera vez entre los vagabundos y conoció después por la lectura del Manifiesto comunista y partes de El Capital, perseguido y denigrado por las clases dirigentes, constituía algo espectacularmente subversivo e iconoclasta para el joven rebelde en busca de una educación. Derribar violentamente el formidable edificio del Capital, sobre todo en el papel de líder, era para London la principal atracción de la ideología marxista.
Libros suyos como El pueblo del abismo (1903), Guerra de clases (1905) o Revolución y otros ensayos (1910), nos muestran al London preocupado por las cuestiones sociales, en un análisis marxista romántico del conflicto de clases y de la ineficacia capitalista. Pero en esta línea ideológica, su cima la alcanzará con esa extraña fábula de anticipación política, El talón de hierro (1908), donde, a partir de los conflictos sociales americanos y de la frustrada revolución rusa de 1905, London, con una gran imaginación, intuiría proféticamente ciertos aspectos de lo que habían de ser los fascismos europeos de casi veinte años después.
Que su pensamiento socialista era sumamente
ambiguo y contradictorio, es algo en lo que sus críticos y biógrafos coinciden
de manera casi unánime. Tanto sus incendiarios ensayos y conferencias públicas
sobre política, como la famosa frase de despedida con que concluía sus cartas a
miembros y simpatizantes del partido, «Tuyo para la Revolución, Jack
London», obedecen más a su gusto por las actitudes exhibicionistas y arrogantes
que a convicciones realmente sentidas. De ahí que Kevin Starr manifestara que
«el socialismo de London siempre llevó dentro una vena de elitismo y mucho de
pose. Le gustaba representar el papel de intelectual de la clase trabajadora,
cuando convenía a sus propios intereses».
¿Era London consciente del laberinto de
contradicciones e incongruencias? Obviamente, sus conflictos ideológicos
surgieron de la confluencia de su experiencia existencial con la apresurada
formación autodidáctica, al pasar ambas por el filtro de un ambicioso
temperamento individualista. El resultado, como señala Lloyd Morris, sería «una
profunda fisura en su naturaleza moral... que determinó una alarmante
inconsistencia en su vida y en su obra». En este sentido, su último biógrafo, el
británico Andrew Sinclair, ha ahondado en ese sentimiento de degradación que se
apoderó del escritor en la última etapa de su existencia.
En sus últimos años los protagonistas de sus obras, llenos de orgullosa vitalidad, comienzan a vacilar respecto a la superioridad de la raza anglosajona. Tal vez, después de todo, estén condenados a desaparecer ante la mayor resistencia de las razas del sol. Tal es la pregunta que se hace el personaje central de El motín del «Elsinore» (1914). Jack London, en la cumbre de una fama oscilante, se pone a dudar de la validez de su triunfo. En vano tratará de camuflar sus problemas existenciales y su declive artístico con su prurito agronómico y su insaciable ansia de más y más tierras con que ensanchar su rancho. Las obsesiones suicidas reaparecen. La visión del Colt 44 colgado de la pared de su estudio le tienta. Y el escritor —de nuevo la paradoja de la realidad imitando al arte— parece seguir los pasos de su héroe Martin Eden. ¿Por qué?, ¿para qué?, parece preguntarse.
Todos los intentos de salvar su vida fueron
inútiles.
(Continuará)
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