1. Lo que la vida significa para mí (*)
Yo he nacido en la clase obrera, En buena hora descubrí el entusiasmo, la ambición, los ideales; y el satisfacerlos llegó a ser el problema de mi vida de niño. Las condiciones en que me crié eran primitivas, duras y frustrantes. Carecía de mirada sobre el exterior, solamente era capaz de ver lo que tenía delante. Mi lugar en la sociedad era en todos los sentidos de baja escala. En este nivel, la vida no ofrecía nada que no fuera sórdido y miserable, tanto para la carne como para el espíritu; ya que tanto la carne como el espíritu se encontraban parejamente hambrientos y torturados.
Por encima de mí se elevaba el colosal edificio de la sociedad, ya mis ojos el único medio de escapar, era ascender. Es por lo tanto en este edificio en el que resolví en buena hora hacerlo. En los pisos superiores, los hombres llevaban trajes negros y camisas almidonadas, las mujeres ropas magníficas. Había también buenas cosas para comer, y con profusión. Esto en lo que se refiere a la carne. También existían cosas del espíritu. Aunque era lejos de donde yo estaba, yo sabía que reinaba la generosidad del espíritu, el pensamiento limpio y noble, una viva intelectualidad. Sabia todo eso porque leía las novelas de la "Seaside Library" en las que, con la excepción de los bribones y los aventureros, todos los hombres y todas las mujeres no tenían más que bellos pensamientos, hablaban un bello lenguaje, y desarrollaban acciones magnificas. Así es, yo admitía como una cosa evidente que por encima de mí todo era bello, noble, amable, que abundaba todo lo que daba respetabilidad y dignidad a la vida, todo lo que hace que la vida merezca ser vivida, todo lo que remunera vuestros trabajos y consuela vuestras desdichas.
Pero esta ascensión no es particularmente
fácil para aquel que pertenece a la clase obrera -en especial para aquel que
además tiene como obstáculo sus ideales y sus ilusiones. Yo vivía en California
en un rancho y me puse enérgicamente a buscar el sitio donde apoyarme para
escalar. En buen momento también me enteré sobre la tasa de interés del dinero
y torturaba mi cerebro de niño en tratar de comprender las virtudes y las
excelencias de esta soberbia invención del hombre, el interés compuesto.
Después, pude informarme del nivel corriente de los salarios para los
trabajadores de todas las edades, y del coste de la vida. Partiendo de estas
informaciones, llegué a la conclusión que si me ponía a trabajar y a economizar
hasta la edad de treinta años, podría entonces dejar de trabajar y ponerme a
participar en buena medida en las delicias y en las bienaventuranzas que se me
ofrecían en un escalón más alto de la sociedad. Naturalmente, me encontraba
firmemente decidido a no casarme, al tiempo que olvidaba completamente
contemplar ese terrible escollo generador de desastres para la clase laboriosa:
la enfermedad.
Pero la vitalidad que poseía me
exigía mucho más que una existencia mezquina de economía sórdida, de
parsimonia. Aunque a la edad de diez años me convertí en vendedor de diarios en
la calle, y me encontré con una nueva manera de mirar las cosas que se
encontraban encima de mí. Estaba siempre rodeado de un ambiente sórdido y
miserable, y por encima de mí se encontraba siempre el mismo paraíso atendiendo
mi escalada; pero la escala y la posibilidad de acceso no eran iguales para
todos. El paso siguiente era la escala de los negocios. ¿Para qué guardar el
dinero e invertir mis economías en fondos del Estado, cuando, comprando dos
diarios por cinco céntimos, yo podía, en un golpe de mano, venderlos por diez
céntimos y doblar de esta manera mi capital? La escala de los negocios era la
escala que me convenía, y ya me veía convertido en un príncipe del comercio
calvo y con éxito.
¡Tanto peor para estas visiones del
porvenir! A la edad de dieciséis años merecía ya el título de “príncipe”. Pero
me lo había concedido un “gang” de borrachos y de ladrones que me llamaban “El
Príncipe de los Ladrones de Ostras”. Fue en este instante cuando subí mi primer
escalón en la escala de los negocios. Era un capitalista. Poseía un barco y un
material completo para ladrones de ostras, y comencé a explotar a mis
semejantes. También poseía un grupo de hombres a mis órdenes. En mi calidad de
capitán y de propietario poseía las dos terceras partes del botín dando a la
tripulación un tercio, aunque esta tripulación había trabajado exactamente y
tan duramente como yo, y habían arriesgado igualmente su vida y su libertad.
No llegué a trepar más alto de esa
escala única en el mundo de los negocios. Una noche efectué un "raid”
sobre los pescadores chinos. Las cuerdas y las redes costaban bastantes dólares
y céntimos. Se trataba de un robo, lo reconozco, pero este era precisamente el
espíritu del capitalismo. El capitalismo se ampara en las posesiones de sus
semejantes por medio de una rebaja, de un abuso de confianza, o bien comprando
los senadores y los jueces delante de la Corte Suprema.
Solamente que yo no respetaba las formas. Esta era la única diferencia. Me
servía de un revólver.
Pero esa noche, mi tripulación estaba
compuesta por esos hombres ineficaces contra los cuales el capitalismo está
acostumbrado a maldecir porque, en verdad, aumentan las despensas y disminuyen
los dividendos. Mi tripulación tenía los dos defectos. En cuanto a su ausencia
de cuidado, era tal que llegó a meter fuego a la gran vela que fue
completamente destruida. No hubo el menor dividendo en esta noche, y los
pescadores chinos se enriquecieron con los cordeles y las redes que nosotros no
habíamos cogido. Me encontré entonces en una mala situación ya que era absoluta
mente incapaz de pagar los sesenta y cinco dólares que eran necesarios para
comprar una vela nueva. Dejé mi barco anclado y partí a bordo de un navío
pirata de la bahía para llevar a cabo un «raid» sobre Sacramento. Durante este viaje,
otro “gang” de piratas de la bahía llevó a cabo un ataque sobre mi barco. Se
adueñaron de todo, incluso de las anclas; ya continuación, cuando recuperé el
casco, llevado a la deriva, lo vendí por veinte dólares. Había resbalado del
único escalón que había logrado alcanzar, y no he tratado desde entonces nunca
más de ensayar ningún ascenso en el mundo de los negocios.
A partir de este 'momento he sido
explotado sin piedad por otros capitalistas. Tenía mis músculos, ellos tiraban
del dinero mientras yo no conseguía para mí más que medios de existencia muy
mediocres. Fui marinero delante del mástil, descargador, mano de obra. Trabajé
en una manufactura de conservas, en las fábricas, en las lavanderías; también
corté el césped, limpié tapices, lavé vitrinas. Jamás obtuve por ello el
producto integro de mi esfuerzo. Miraba a la hija del propietario de la
manufactura de conservas en su coche, y sabía que eso se debía en parte a mis
músculos que contribuían en hacer avanzar este coche y sus ruedas de caucho.
Miraba la hija del dueño de la fábrica que iba a la universidad, y sabía que
mis músculos contribuían, en parte, a pagar el vino que él bebía y las
distracciones que tenía.
Pero esto no me inspiraba ningún
rencor. Todo formaba parte de un juego. Ellos formaban la gente fuerte. Muy
bien, yo también era fuerte. Me abriría camino para encontrar una plaza entre
ellos y para conseguir dinero de los músculos de los demás hombres. El trabajo
no me daba miedo. Incluso adoraba el trabajo penoso. Me sumergiría y trabajaría
más duramente que nunca, y no tardaría en llegar a ser uno de los pilares de la
sociedad. En ese momento preciso, como por un golpe de suerte encontré un
encargado que coincidía con mi estado de ánimo, deseaba trabajar, y llegaba
todavía más lejos del mero de cumplir con mi trabajo. Creía además que
iba a aprender un oficio. En realidad lo que había hecho era reemplazar a dos
hombres. Creía también que estaba a. punto de convertirme en un electricista;
de hecho, yo le hacía ganar cincuenta dólares por mes. Los dos hombres que
había desplazado recibían cada uno cuarenta dólares por mes; hacía el trabajo
de los dos por treinta dólares mensuales. El encargado casi me mató a trabajar.
A un hombre le pueden gustar las ostras, pero demasiadas ostras le pueden
quitar ese gusto particular. Igual ocurrió conmigo. Tanto trabajo me hastiaba.
Llegué a no querer oír hablar más de trabajo. Dejé entonces el mío. Me convertí
en un vagabundo y mendigaba de puerta en puerta el medio para continuar mi
camino, recorriendo todos los Estados Unidos, sudar sangre y agua en los
tugurios y en las prisiones.
Yo había nacido entre la clase
laboriosa y a la edad 18 años, me encontraba por debajo de mi punto de partida.
Me encontraba en los sótanos de la sociedad, en los profundos subterráneos de
la miseria de los que no resulta ni agradable ni conveniente hablar. Estaba en
la fosa, en el abismo de la fosa de desahogo humano, en los mataderos y los
desagües de nuestra civilización. Todo esto formaba parte del edificio de la sociedad
que la propia sociedad había escogió ignorar. La falta de plaza me obliga aquí
a ignorarlo también pero diré solamente que lo que he visto me ha causado miedo
terrible.
Tenía miedo a pensar. Veía al
desnudo los elementos simples de esta civilización complicada que me había
tocado vivir. La vida era para mí una cuestión de comida y de cobijo. Con el
fin de obtener comida y abrigo, el hombre vende cosas. El mercader vende
zapatos, los politiqueros venden su virilidad, el representante del pueblo con,
naturalmente, las excepciones de rigor, vende la confianza que logra inspirar;
al mismo tiempo, casi todos venden igualmente su honor. De la misma manera, las
mujeres, sea en la calle, sea por los vínculos sagrados del matrimonio, tienen
tendencia a vender su cuerpo. Todas estas cosas son mercancías, todo el mundo
compra y vende. La única mercancía que el trabajo tiene para vender son sus
músculos. El trabajador sólo tiene músculos a la hora de vender.
No obstante, hay una diferencia, una
diferencia vital. Los zapatos, la confianza, el honor, tienen sus medios para
renovarse. Cuentan con “stocks” imperecederos. Por el contrario, los músculos
no se renuevan. En la medida en que el comerciante vende sus zapatos, renueva
su “stock”. Pero no existen medios para renovar el "stock" de fuerza
muscular del trabajador. Mientras más lo vende, menos le queda. Es su única
mercancía y cada día su “stock” disminuye. Al final, si la muerte no le llega
antes, al trabajador no le queda nada para vender y debe cerrar su tienda. Si
le fallan los músculos no le queda más que descender a los sótanos de la
sociedad para morir miserablemente.
Aprendí a continuación que el
cerebro era también otra mercancía. El cerebro es diferente a los músculos. Uno
que venda su cerebro se encuentra todavía en su primera juventud cuando no
tiene más que cincuenta o sesenta años, y sus salarios alcanzan entonces las
tasas más elevadas. Pero un trabajador se encuentra agotado o roto a los
cuarenta o cincuenta años. He estado en los sótanos de la sociedad, y no me
gusta ese lugar para vivir. Las cañerías de las aguas y de las letrinas no son
saludables, y el aire no es bueno para respirar. Si yo no puedo vivir en el
piso en el que se entra en la sociedad, puedo en todo caso mirar de hacerlo en
el granero. Es verdad, en éste el régimen de comida es poco abundante, pero al
menos el aire es puro. Aunque yo había decidido no vender mis músculos y llegar
a ser un buen vendedor del cerebro.
Desde entonces comencé una
persecución frenética por el saber. Volví a California para abrir los libros.
De esta manera intenté equiparme para llegar a ser un cerebro a un buen precio,
y era inevitable que me metiera a investigador sociológico. En este terreno
encontré, expresado de una manera científica y en una cierta categoría de
libros, los conceptos ideológicos simples que ya había descubierto en cierta
medida por mi mismo. Ya antes de mi nacimiento, otros espíritus más
desarrollados que el mío, habían expresado todo lo que yo pensaba y se habían
adelantado a su tiempo. Fue entonces cuando descubrí que era socialista.
Los socialistas eran
revolucionarios, en la medida en que luchaban para transformar la sociedad tal
como existe actualmente, y con otros materiales, construir una nueva sociedad.
Yo también era socialista revolucionario. Me había adherido a los grupos de
obreros revolucionarios e intelectuales, y tomé contacto por primera vez con la
vida intelectual. Encontré inteligencias penetrantes y brillantes espíritus; ya
que había entrado en relación con miembros de la clase obrera que, aunque
tenían las manos callosas, poseían un cerebro sólido y alerta. Se trataba
también de predicadores que habían colgado sus hábitos y que tenían una
concepción demasiado amplia del cristianismo como para formar parte de ninguna
congregación de adoradores de Mamón, ni de profesores víctimas del
avasallamiento de la
Universidad por parte de la clase dirigente y habían sido
expulsados de ella porque pensaban demasiado en extender sus conocimientos
ensayando su aplicación al servicio de la humanidad.
También encontré entre ellos una fe
calurosa en el idealismo humano y radiante, el dulzor del altruismo, del
renunciamiento y del martirio, en suma: todo lo que hay de espléndido y
estimulante en el espíritu. Entre ellos la vida era limpia, noble y en
movimiento. La vida se rehabilitaba, llegaba a ser maravillosa y gloriosa; me
encontraba muy feliz de estar entre los vivos. Estaba en contacto con grandes
almas que ponían su carne y su espíritu por encima del dinero, y que sentían el
débil grito lastimero del niño del suburbio que moría de hambre como algo que
tenía mucha más importancia que todos los ambiciosos problemas de la expansión
comercial y de la supremacía mundial. Alrededor de mí, no existían más
cuestiones que la de los nobles objetivos a lograr, que las de los esfuerzos
valerosos, y mis días y mis noches eran fuego y rocío, soles y estrellas
rutilantes, objetos que brillaban radiantes sin cesar ante mis ojos que
contemplaban el Santo Grial, el Grial de Cristo, una humanidad calurosa que
después de tanto tiempo de sufrimientos y malos tratos, convenía socorrer y
salvar.
Y yo, pobre loco, tomaba todo eso
como un simple anticipo de las delicias que encontraría más allá, por encima de
mí, en el porvenir. Había perdido todas las viejas ilusiones de la época en que
leía las novelas de la “Seaside Library” en un rancho de California. Todavía
debería de perder muchas más ideas de las que todavía conservé.
Como vendedor de ideas conseguí
éxito. La sociedad me abrió entonces sus puertas, todas ellas grandes. Entré
directamente en el piso del salón, y mis desilusiones hicieron un progreso
rápido. Comí con los señores de la alta sociedad, con las esposas y las hijas
de esos señores. Las mujeres estaban magníficamente vestidas, lo reconozco;
pero fui ingenuamente sorprendido al encontrarme que eran de la misma arcilla
que todas las demás mujeres que había conocido en la baja escala, en los
sótanos. «La mujer del coronel y Judy O'Grady eran hermanas bajo sus pieles y
sus vestidos».
No era tanto eso como su
materialismo lo que más me chocaba. Ciertamente, esas magníficas mujeres,
ricamente vestidas cotorreaban sobre pequeños ideales y sobre pequeños
problemas morales; pero al margen de sus habladurías, la nota dominante de su
vida era materialista, ¡en el orden sentimental eran tremendamente egoístas!
Participan en toda suerte de hermosas pequeñas obras de caridad que luego hacen
saber a todo el mundo, al tiempo que lo que comen y la magnífica ropa que
llevan, están pagadas por dividendos manchados por la sangre vertida por la
mano de obra infantil, fruto del trabajo a destajo, e incluso de la
prostitución. Sin embargo, cuando yo anunciaba estos últimos hechos, creyendo
en mi inocencia que estas hermanas de Judy O' Grady irían con sus cederías y
sus joyas ensuciadas de sangre a conocer la verdad sobre el terreno, por el
contrario, se enervaban, se irritaban, y me leían las tesis sobre la ausencia
de espíritu económico, el alcoholismo y la depravación que se encuentran en el
origen de todas las desdichas de los sótanos de la sociedad. Y cuando yo
respondía que no veía muy bien como la ausencia de espíritu de comercio, la
intemperancia y la depravación de un niño de seis años y medio muerto de hambre
le hacen trabajar todas las noches durante doce horas en una hilandería de
algodón de los Estados del sur; estas hermanas de Judy O'Grady atacaron
entonces mi vida privada y me han tratado de “agitador” como si esto, de alguna
manera, pusiera fin a todas las discusiones.
Mi trato personal con los señores no
fue mucho mejor. En un principio esperaba encontrarme con un hombre limpios
vivos, con ideales propios, nobles... Sin embargo me encontré entre gente que
ocupaban puestos elevados: predicadores, politiqueros, hombres de negocio,
profesores, periodistas. He comido y bebido con ellos. Cierto es que he
encontrado algunos que eran limpios, y nobles, pero, salvo algunos que formaban
una rara excepción, no estaban vivos. Creo que podría contar estas excepciones
con los dedos de mis dos manos. Se trataba simplemente de muertos sin enterrar.
Entre la gente que he encontrado quizás deba de hacer una mención especial de
los profesores, esos hombres que realizan ese ideal de la Universidad decadente,
“la búsqueda sin pasión de una inteligencia sin pasión”.
También he conocido hombres que
invocaban el nombre del Príncipe de la
Paz en sus diatribas contra la guerra, y que ponían los
fusiles en manos de los detectives privados para que se sirvieran de ellos
contra los huelguistas de sus propias fábricas. He conocido hombres conmovidos
de indignación delante de la brutalidad de los combates de boxeo que
participaban en la falsificación de alimentos que matan cada año más niños que
el propio Herodes el sangriento.
He hablado en los hoteles, en los
clubs, en las casas particulares, en los compartimentos de los trenes, sobre
puentes de los paquebotes con capitanes de la industria y me he podido
sorprender del escaso camino que habían recorrido en el reino del intelecto.
Por contra, he descubierto que su inteligencia, en lo que se refiere a los
negocios, era enormemente desarrollada. Igualmente descubrí que su moralidad,
cuando se trataba de negocios, era nula.
Ese “gentleman” delicado, con el
físico aristocrático era un director que hacía de “hombre de paja”, era un
juguete entre las manos de las empresas que robaban secretamente a las viudas y
a los niños. Ese señor, que coleccionaba bellas ediciones y que era un mecenas
literario, sufría el chantaje de un patrón mofletudo que fruncía unas tupidas
cejas y se dedicaba a la política municipal. Ese hombre publica un diario
insertando publicidad sobre especialidades farmacéuticas, y no osa imprimir la
verdad sobre esos productos por miedo a perder sus clientes. Me ha tratado de
bribón demagogo porque yo le había dicho que su economía política databa de la
antigüedad y su biología de Plinio.
Ese senador es el juguete, el
esclavo, del jefe de una importante agrupación política sin ninguna educación,
una marioneta en su mano. Ese gobernador y ese juez de la Corte Suprema se
encuentran en el mismo caso. Los tres viajaban en un tren con billetes de
transporte gratuitos. Ese hombre, que habla con sobriedad y seriedad de las
bellezas del idealismo y de la bondad de Dios, apenas acababa de traicionar a
sus camaradas en la reciente conclusión de un negocio. Ese hombre, pilar de la Iglesia e importante
sostén de misiones extranjeras, hacía trabajar durante diez horas por día a
unas señoritas en unos almacenes por un salario de hambre, y de hecho animaba
la prostitución. Ese hombre que subvencionaba cátedras de la Universidad, perjura
delante de los tribunales por una cuestión de dinero. Y ese magnate de los
ferrocarriles ha traicionado su palabra de “gentleman" y de cristiano
acordando una rebaja a un capitán de industria que se había comprometido con
otro capitán de industria con el que estaba empeñado en una lucha a muerte.
Es igual por todas partes, crimen y
traición, traición y crimen -entre hombres que están vivos, pero que no son ni
limpios ni nobles, entre hombres que lo son pero que no están vivos. Empero,
existe actualmente una gran masa, la de los desesperados; que no es noble ni
está viva, pero si simplemente limpia. Ella no peca activamente, ni
deliberadamente. Aunque sí lo hace por su pasividad e ignorancia aceptando la
inmoralidad general, aprovechándose a su manera. Si fuera noble y viva, no
sería ignorante, y se negaría a tomar su parte en los beneficios de la traición
y el crimen.
Me di cuenta de que no me gustaba tampoco, vivir en el piso de la alta sociedad. Intelectualmente yo era un inoportuno. Moral y espiritualmente, era un inconformista. Prefería a mis intelectuales y mis idealistas, mis predicadores que habían colgado los hábitos, mis profesores despedidos, y los trabajadores con el espíritu claro, poseedores de una conciencia de clase. Me acordaba de mis días de sol y de mis noches de luminosas estrellas, donde la vida era una maravilla salvaje y dulce, un paraíso espiritual de aventura altruista y novelesco-moral. Y he visto delante de mí, siempre brillante y esplendoroso, el Santo Grial.
Me di cuenta de que no me gustaba tampoco, vivir en el piso de la alta sociedad. Intelectualmente yo era un inoportuno. Moral y espiritualmente, era un inconformista. Prefería a mis intelectuales y mis idealistas, mis predicadores que habían colgado los hábitos, mis profesores despedidos, y los trabajadores con el espíritu claro, poseedores de una conciencia de clase. Me acordaba de mis días de sol y de mis noches de luminosas estrellas, donde la vida era una maravilla salvaje y dulce, un paraíso espiritual de aventura altruista y novelesco-moral. Y he visto delante de mí, siempre brillante y esplendoroso, el Santo Grial.
Sí, volví a la clase obrera, en la
que nací y a la que pertenezco. Ya no me preocupé más por ascender. El
importante edificio de la sociedad que se levanta por encima de mi cabeza no
oculta para mí nada deleitoso. Es la fundación de este edificio lo que de
verdad me interesa. Aquí me contento con trabajar con la palanca en las manos,
codo con codo con los intelectuales, los idealistas, los trabajadores con
conciencia de clase, y con ellos organizar una acción sólida para sacudir todo
el edificio. Luego, un día, cuando hayamos podido trabajar, con muchas manos y
muchas palancas, lo transformaremos, al mismo tiempo que cambiaremos a todos
esos vivos podridos ya todos esos muertos sin sepultura. Entonces, limpiaremos el
sótano y construiremos en su lugar una nueva habitación para la humanidad, en
la cual no habrá ningún piso de salón: todas las piezas serán claras y
ventiladas, y el aire que respiraremos será limpio, noble y humano.
Estas son mis perspectivas. Aspiro al
nacimiento de una nueva época donde el hombre realizará el mayor progreso, un
progreso más elevado que el de su vientre, y en el que el aura para animarlos
para nuevas acciones será mucho más estimulante que la actual derivada de su
estómago. Guardo intacta mi confianza en la nobleza y excelencia de la especie
humana. Creo que la delicadeza espiritual y el altruismo triunfaran sobre la
glotonería grosera que reina hoy en día. En último lugar quiero hacer constar
mi confianza hacia la clase obrera. Como ha dicho un francés: "En la
escalera del tiempo resuenan sin cesar el ruido de los zuecos que suben, y de
los zapatos barnizados que descienden”.
(*) "Whay life to
me"; articulo publicado en marzo de 1906 en el "Cosmopolitan
Magazine". Publicado en forma de folleto por el «The Intercollegiate
Socialist Society, Princenton, New Jersey. Fue también incluido en el volumen Revolution
And Other Essays, New York, The Macmillan Co., marzo, 1910. Publicado por
Francis Lacassin en su recopilación de escritos socialistas de London, Yours for the Revolution, Ed. 10/18,
Paris, 1977 (Ed. 99 publicó una antología, “Con Usted por la Revolución”,
Barcelona, 1987, edición de Pepe
Gutiérrez-Álvarez). .
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