Pepe Gutiérrez-Álvarez
Jack
London y la huelga general
Jack London escribió sobre
la huelga general desde una opción sindicalista revolucionaria. No en vano fue,
a pesar de sus contradicciones, socialista. Lo demuestra un texto suyo: La huelga general.
Desde muy joven fue un militante
ardoroso, amén de un popular orador y miembro del entonces pujante Partido
Obrero Socialista liderado por eugene v. Debs. Tras leer a Marx había llegado a
la conclusión de que los males que aquejaban a las clases trabajadoras debían y
podían ser cambiados por la lucha social, por las huelgas y las barricadas (y
así lo llevaron a cabo muchos trabajadores, con los “wobblies” del IWW, y la
izquierda socialista militante al frente), actividades que tendrían que
concluir en una revolución social que cambiara un orden social basada en el
neodarwinismo y que convertía el llamado “sueño americano” en una pesadilla
para la inmensa mayoría. Contra lo que se suele creer, el socialismo
revolucionario tuvo una considerable potencia en los Estados Unidos, al menos
hasta la II Guerra
Mundial.
(Luego, la socialdemocracia
norteamericana entró en declive por una suma de factores harto complejos, pero
primordialmente por la capacidad de las clases dominante de combinar
integración (a través de una “aristocracia obrera” sindicada en la “American
Federation Labour”), con la represión
brutal, tanto más legitimada en cuanto se hizo en nombre de la
democracia. No es por casualidad que las
dos fechas más emblemáticas de la historia del movimiento, el 1 de Mayo y el 8
de marzo, se remitan a “gestas” represivas de las clases dominantes del país
del dólar, “gestas” a las que habría que añadir como las que evocan los nombres
de Saco y Vanzetti. Otra cuestión sería la propia fractura del movimiento
obrero, así como su deriva socialdemócrata (que acabará empantanada en el
partido Demócrata), y estalinista, la misma que contribuirá objetivamente a facilitar la famosa “caza de brujas”
liderada por el siniestro Joe MacCarthy y cuya consecuencia será reducir a la
mínima expresión todo actividad social y política situada al margen del
bipartidismo demócrata-republicano, una fórmula que pugna por imponerse en
estos tiempos en Europa).
La toma de conciencia
socialista, y su opción por convertirse en un escritor como los que tanto
admiraba, fue para london una misma cosa. Aunque en principio no era un rebelde
precoz; en realidad, a sus veinte años había vivido lo suficiente como para
tener una experiencia (y una confianza en sí mismo) superior a la de alguien
que le doblara la edad. Completamente convencido de que, a pesar de los
pesares, se tenía que convertir en un escritor profesional como los que tanto
admiraba, Jack escrutaba los relatos que le gustaban, y quitándole horas al
sueño mientras desarrollaba faenas laborales especialmente duras, se dedicaba a
copiarlos a mano para aprender cómo estaban estructurados, y luego, con estos
ejemplos en mente, escribía sus propias narraciones a su manera; nadie le pudo
acusar nunca de plagiar a sus maestros. Enviaba por correo tanto material a las
revistas que tuvo que ordenar un sistema de control con tal de seguirles el rastro. Cierto, las
devoluciones eran continúas, pero al cabo de un año logró vender al Atlantic
Monbly un cuento cuya acción transcurría en la región septentrional, y de
esta manera comenzó su carrera. En 1890 publicó su primera antología de relatos
cortos, The Son of the Wolf y,
fiel a la rauda metamorfosis en la que
la que estaba empeñado, al cabo de sólo cuatro años pasaba a ser el escritor
más famoso del joven país. También pasó a ser el escritor mejor pagado, pero,
para sorpresa de la gente instalada,
nada de eso rebajó su ideario socialista.
Esta combinación sería la
que permitió que allá donde otros se habrían sentido hijos de la fortuna y
habrían tratado de olvidar su origen o su opción social (nuestra historia
reciente ofrece innumerables ejemplos de esta reubicación), London persistió
con su convencimiento, y también con sus contradicciones. En ningún
momento demostró en su densa
correspondencia la menor presunción por el vertiginoso crecimiento de su fama y
de los beneficios de estas. Por el contrario, se sentía que era algo que le
correspondía por su talento y esfuerzo. No le habían dado nada que no hubiese
ganado con su propio esfuerzo. Así pues, se adaptó a la nueva situación con
toda naturalidad. Algo tendría que ver aquí las lecturas de Nietzsche, y su
convicción de que la voluntad era la mayor de las virtudes, la que hacía
funcionar todas las otras. Estaba
convencido de que su vida era como una prueba manifiesta de que era portador de una voluntad enorme,
una voluntad a la que no era en absoluto ajena la indignación social y la
utopía. No era otra cosa lo que siempre aconseja cuando con una paciencia –muy
poco común-, recomendaba a todos los desconocidos que le pedían consejo lo
mismo: trabajar, trabajar, trabajar…
Se encontraba en la cima cuando lo dejó todo para cruzar el
Atlántico y desembarcar en Londres donde volvió a ponerse sus ropas y zapatos
de vagabundos, y se internó en unos de los barrios más miserables de la ciudad
del imperio más poderoso del mundo, todo
para ofrecer su propia investigación sobre la miseria extrema de los últimos, y
de ahí surgió una de sus obras más duras y representativas, Gente del abismo
(4), una obra que figura por derecho propio entre las clásicas de la literatura
revolucionaria;
En sus constantes peroratas como
agitador y propagan dista del socialismo, London fue consecuente con una idea
que aprendió en el Manifiesto Comunista,
y según la cual los socialistas deben de hablar sin ocultar sus objetivos y sus
puntos de vistas. Llevó adelante esta premisa a las calles de las grandes urbes
norteamericanas y a los salones donde los grandes burgueses le invitaron en
honor a su prestigio como literato. Así, en 1905, y delante del "tout"
San Francisco, London proclamó cosas como las siguientes: "¡Nada de una
parte!. Necesitamos todo lo que poséis. No nos conformaremos con menos.
Queremos llevar las riendas del poder y el destino de género humano. ¡Mirad
nuestras manos!. Os quitaremos vuestro gobierno, vuestros palacios y toda
vuestra dorada riqueza, y llegará el día en que tendréis que trabajar con
vuestras propias manos para ganaros el pan como hace el campesino en; el campo
o el botones consumido en vuestra metrópolis. Mirad nuestras manos, miradlas
bien: ¡Son manos fuertes!".
Estas palabras tienen plena vigencia hoy en día, reflejan de
alguna manera el sentimiento y el sueño de millones de seres por que
desaparezca de una vez el sistema capitalista, basado desde su origen en la
injusta explotación del trabajo humano, el ansia de lucro ilimitado y el
expolio destructor de los bienes de la Tierra. Sí esto ha podido ser ocultado por
ocultado en fases integradoras como la última –integración acentuada por la
descomposición del sistema burocrático en el Este, y por la involución de las
viejas izquierdas con las que London se mostrará despiadado en el talón de
hierro-, ahora resulta patente el mal social y ecológico que ha causado. London
representó con potencia una de las alternativas históricas que propugnaban la
llamada a la “revolución social”, y que, después de toda clase de vicisitudes,
acabaría formando parte de la misma enfermedad.
Arruinada por el señuelo del consumismo –en realidad de las conquistas
parciales del movimiento obrero y popular- tras siglos de miseria y, del
sometimiento a los “principios” de la “libre empresa” y de una competitividad
salvaje que con su egoísmo propietario ha llegado a asimilar a una izquierda
gestionaria y más transformada que transformadora, con unos sindicaos en vías
del suicidio…
Hay un London que habló de todo esto, un
militante que sentía que la revolución "aquí y ahora" y que se
despedía en sus cartas con las siguientes palabras: “Con Usted por la Revolución” (5). Se
dice que London se contradijo desde el momento en que dejó de ser un paria, un
vagabundo y un proletario, para ser un intelectual. No creo que se pueda llamar
a eso deserción, aunque el mismo lo apunta en una de sus narraciones,
concretamente en El renegado. El
London escritor se forjó junto con el London
proletario. Fue trabajando en condiciones de semiesclavitud como se
forjó leyendo y reescribiendo la obra de los maestros, así lo cuenta en Martin Eden, cuyo nombre es paradigma
del proletario que accede a las Letras, un lugar muy estrecho en el que caben
muy pocos ejemplares: Máximo Gorki, Panait Istrati, o nuestro Miguel Hernández.
Y no muchos más.
Como parte de esa militancia en la que persistió hasta las
vísperas de su muerte, justo después de una renuncia en la que London a pesar
de sus contradicciones, ajustó sus cuentas con una socialdemocracia que no lo
estaba dejando de ser, se insertan obras como las ya mencionadas, como estos escritos que el lector tiene en sus
manos, y también una auténtica pesadilla que tituló El talón de hierro, sobre la que hemos anexado unas consideraciones
de Trotsky escritas décadas más tarde, y que revelan todo lo que London tuvo de
visionario…
Esta obra de London se
puede encontrar en la antología de sus Textos
anticapitalistas editados con el título de Tiempos de ira (Los Libros de la Frontera, Barcelona,
2010), y está dedicada a Eugene Victor Debs (1855-1926), que fue, junto con
Daniel de León, la figura más destacada del socialismo norteamericano, su mejor
orador y su figura humana más notable. Los nombres de Eugene y Victor se lo
pusieron sus padres en homenaje a Eugene Sue y Victor Hugo, unos padres que
cuando se Debs se encontraba encarcelado durante la huelga Pullman, en 1893, le
mandaron el siguiente telegrama: "Mantente en tus principios sin temor a
las consecuencias". Organizador de la American Railway
Unión, el primer sindicato industrial de los trabajadores ferroviarios en 1893
y al frente del cual protagonizó grandes luchas, empezó siendo militante
demócrata de la Asamblea
de Indiana, partidario del movimiento populista y más tarde del demócrata
radical Willian Jennings Bryan.
Debs se convirtió en muy poco tiempo en el líder
más popular del socialismo y se presentó a la Presidencia cinco
veces consecutivas, y durante estas campañas recorrió el país en un tren
llamado el Rojo Especial. Su nombre va asociado a una "época dorada"
del socialismo norteamericano. En 1912, Debs consiguió el seis por ciento de
los votos (897.011), y en 1921, estando preso en Atlanta, 919.799; después de
él, ya nada fue igual. Perteneció siempre al ala izquierda del partido, era un
convencido anticapitalista (el sistema capitalista, dijo, "es nocivo; por
su propia naturaleza es fundamentalmente injusto, inhumano, sin futuro y, por
eso, no puede durar), convencido de las virtudes del sindicalismo
revolucionario (fue uno de los fundadores de las IWW y el único marxista, un
marxismo sin profundización teórica, siempre respetado por los
anarcosindicalistas), de la huelga general (sus ideas al respecto sirvió para
una pequeña obra de Jack London, El
sueño de Debs), y de la acción directa, incluso armada, cuando la
brutalidad del sistema lo exigía.
Su
prestigio fue enorme y los intentos de la derecha no lograron nunca desplazarlo
de la cabeza del partido, encarnaba de una forma natural la unión de las
fuerzas radicales de Norteamérica (populistas, socialistas utópicos, marxistas,
cristianos de izquierdas, sindicalistas revolucionarios, etc). Su humanidad era
tal que al salir de la prisión --en donde estuvo continuamente hasta el final
de su vida--, los presos le escribieron una carta en la que decían: Lamentamos
egoístamente tu marcha al mundo exterior y a los escenarios del trabajo. Tu
presencia aquí ha sido para nosotros como un oasis en un desierto es para el
viajero cansado y hastiado, o como un rayo de sol que aparece entre las
nubes…". Trotsky que lo conoció en 1917, vio en él la única excepción de
un socialismo compuesto por "dentistas prósperos".
En
Debs brillaba todavía la llama del viejo socialismo. Se mantuvo al margen de
las luchas intestinas del partido, su prestigio le permitía prescindir del
aparato y sus posiciones siempre se encontraban muy a la izquierda de éste.
Como diputado son famosos sus discursos parlamentarios, fue quizás el único
socialista que defendió la dictadura del proletariado en el Senado. Durante la Iª Guerra Mundial fue un
internacionalista intransigente y vigoroso, y denunció los intereses bastardos
que se escondían detrás de las grandes palabras. Simpatizó ardientemente con la
revolución rusa, pero aunque apoyó las actividades de John Reed, no tomó
partido por el comunismo. Era ya una figura decorativa en el partido y no se
hizo a la idea de una división. Barrows Dunham lo califica como "el último
hereje americano de los últimos cien años" (Héroes y herejes, T.
II, p. 221, Seix Barral, BCN, 1969).
Jack
London: La huelga general (El sueño de Debs)
Me desperté por lo menos una hora antes que de costumbre. Esto, por sí
solo, era algo extraordinario; y
permanecí completamente despierto, reflexionando sobre ello.
Algo pasaba, algo no iba bien, aunque no sabía qué. Me sentía agobiado
por un presentimiento de que algo terrible había ocurrido o estaba a punto de
ocurrir. Pero ¿de qué se trataba? Traté de orientarme. Recordé que después del
Gran Terremoto de 1906 hubo mucha gente que aseguró que se habían despertado
instantes antes de la primera sacudida, y que habían experimentado en aquellos
momentos un extraño sentimiento de terror. ¿Acaso iba a sufrir San Francisco un
nuevo terremoto?
Permanecí un minuto largo paralizado
y expectante; pero no se sentía temblar o tambalearse las paredes ni estruendo
alguno de derrumbamiento de mampostería. Todo estaba tranquilo. ¡Eso era! ¡El
silencio! No era extraño mi desasosiego. El ruido del tráfago de la gran ciudad
había desaparecido misteriosamente. El transporte de superficie por mi calle a
esta hora del día era de un promedio de un tranvía cada tres minutos; sin
embargo, en los diez minutos siguientes, no pasó ni uno solo. Quizá se trataba
de una huelga de tranvías, fue lo primero que pensé; o tal vez había ocurrido
un accidente y se había interrumpido el suministro de energía. Pero no, el
silencio era demasiado absoluto. No se oía ningún chirrido o traqueteo de
ruedas, ni el golpear de herraduras de caballerías al ascender la adoquinada
cuesta.
Apretando el botón de al lado de mi cama, traté de oír el sonido del
timbre, aun a sabiendas de que era imposible que éste ascendiese los tres pisos
que nos separaban, incluso en el caso de que sonase. Funcionaba, efectivamente,
ya que pocos minutos después entraba Brown con la bandeja y el periódico de la
mañana. Aunque su rostro mostraba la impasibilidad de costumbre, observé un
brillo de alarma e inquietud en sus ojos. Me di cuenta así mismo de que no
había leche en la bandeja.
—El lechero no ha venido esta mañana
—explicó—, ni el panadero tampoco.
Miré de nuevo la bandeja. Faltaban
los panecillos redondos recientes. En su lugar, únicamente unas rebanadas de
pan moreno del día anterior, el pan más detestable para mi gusto.
—No ha habido reparto de nada esta
mañana, señor... —comenzó a explicar Brown en tono de disculpa; pero le
interrumpí:
— ¿Y el periódico?
—Sí, señor, lo trajeron; pero es lo
único, y es la última vez también. Mañana no habrá periódicos. Lo dice el
periódico. ¿Quiere que mande a por leche condensada?
Moví la cabeza negativamente, acepté
el café solo y abrí el periódico. Los titulares lo explicaban todo...,
demasiado incluso, porque los extremos de pesimismo a que llegaba el periódico
resultaban ridículos. Una huelga general, decía, había sido convocada a lo
largo y ancho de los Estados Unidos, manifestando a la vez los, presagios más
alarmistas en cuanto al aprovisionamiento de las grandes ciudades.
Leí rápidamente y por encima mientras recordaba muchos de los problemas
laborales del pasado. Durante una generación, la huelga general había sido el
sueño de las organizaciones laborales, un sueño que había surgido
originariamente de la mente de Debs, uno de los grandes líderes sindicales de
hacía treinta años. Recordé cómo en mis años jóvenes había escrito un artículo
sobre el tema para una revista de la Universidad y que titulé “El sueño de Debs”. Pero
debo aclarar que traté la idea con precaución y de manera académica, como un
sueño nada más. El tiempo y el mundo habían seguido su curso. Gompers y la American Federation
of Labor habían desaparecido, y lo mismo había ocurrido con Debs y todas sus
descabelladas ideas revolucionarias; sin embargo, el sueño había persistido, y
aquí estaba al fin convertido en realidad. Pero, conforme leía, no pude menos
de reírme de la visión pesimista del periódico. Mi opinión era otra. Había
visto derrotadas a las organizaciones sindicales en demasiados conflictos. El
asunto se solucionaría en pocos días. Esto era una huelga nacional, y el
Gobierno no tardaría mucho en acabar con ella.
Arroje el periódico y comencé a vestirme. Sería ciertamente interesante
pasear por las calles de San Francisco cuando toda la ciudad estaba de
vacaciones forzosas y totalmente privada de actividad.
—Perdón, señor —dijo Brown,
presentándome mi caja de cigarros---; pero Harmmed quiere verle antes de que
usted se marche.
—Hazle pasar ahora—respondí.
Harmmed era el mayordomo. Cuando
entró me di cuenta de lo alterado que estaba, aunque trataba de dominarse,
inmediatamente fue al grano:
— ¿Qué debo hacer, señor?
Necesitaremos provisiones, pero los repartidores están en huelga. Y han cortado
la electricidad... Deben de estar en huelga también.
— ¿Están abiertas las tiendas?
—pregunté.
—Solamente las pequeñas, señor. Los
empleados de comercio no trabajan y las grandes no pueden abrir; pero los
propietarios y sus familias están atendiendo personalmente en las pequeñas.
—Entonces, coge el coche —respondí—,
vete a ver y haz las compras. Compra en abundancia de todo lo que necesites o
puedas necesitar. Compra una caja de velas..., o mejor, compra media docena de
cajas. Y cuando termines, le dices a Harrison que me lleve el coche al club...,
antes de las once.
Harmmed sacudió la cabeza con gesto
preocupado.
—Harrison ha ido a la huelga con el
sindicato de chóferes, y yo no sé conducir el coche.
—Yaya, vaya! Así que él también,
¿eh? Bien, cuando aparezca por aquí otra vez
Harrison, dígale que se vaya a
buscar trabajo a otro sitio.
—Sí, señor.
— ¿No pertenecerás tú por casualidad
al sindicato de mayordomos, eh, Harmmed?
—No, señor —fue su respuesta—.
Incluso si perteneciera, yo no abandonaría a mi señor en una situación como
ésta. No, señor, yo...
—Está bien, gracias —le dije—. Ahora
prepárate para acompañarme. Yo mismo conduciré el coche. Vamos a proveernos de
un buen montón de provisiones para resistir el asedio.
Era el 1 de mayo y hacía un hermoso día, incluso para como suele hacer
por tales fechas. El cielo estaba despejado, no hacia viento y el aire era
levemente cálido y fragante. Habla muchos automóviles en la calle, pero
conducidos por sus propios dueños. Las calles estaban llenas, aunque
tranquilas. La clase trabajadora, endomingada, habla salido a tomar el aire y a
observar los efectos de la huelga. Todo era tan desacostumbrado y, sin embargo,
tan pacífico que yo mismo me encontraba a gusto en aquel ambiente. Sentía un
ligero cosquilleo de emoción en mis nervios. Era una especie de plácida
aventura. Me crucé con la señorita Chickering, que iba al volante de su pequeño
descapotable. Ella dio la vuelta y vino tras de mí, alcanzándome en la esquina.
— ¡Señor Cerf! —me gritó—. ¿Sabe
dónde puedo encontrar velas? He estado en una docena de tiendas, pero se les
han terminado. Es terrible, ¿no le parece?
Sin embargo, sus ojos brillantes desmentían sus palabras. Como el resto
de nosotros, se veía que estaba disfrutando enormemente. La búsqueda de las
velas era toda una aventura. Hasta que no cruzamos la ciudad y nos metimos en
el barrio obrero al sur de Market Street no fuimos capaces de encontrar
pequeños ultramarinos que no hubieran agotado las existencias. La señorita
Chickering pensó que una caja sería suficiente, pero yo la persuadí para que
comprase cuatro. Mi automóvil era grande, así que cargué con una docena de
cajas. Era imposible saber cuánto tiempo tardaría en solucionarse la huelga.
Asimismo llené el coche de sacos de harina, levadura, botes de conservas
y de todos los artículos de uso corriente que me sugería Harmmed, quien se
afanaba con las compras cloqueando como
una vieja gallina inquieta.
Lo más extraordinario de aquel primer día de huelga fue que nadie
aprendió realmente su gravedad. Se consideró ridículo el anuncio hecho en la
prensa matinal por las organizaciones laborales, según el cual estaban
dispuestos a parar un mes o tres meses. Y sin embargo, aquel mismo primer día
podíamos haber sospechado su verdad a partir del hecho de que la clase
trabajadora no participó prácticamente en la precipitada carrera para comprar
provisiones. ¡Claro que no! Durante semanas y meses, con disimulo y en secreto,
toda la clase obrera había estado almacenando sus provisiones particulares.
Esta era la razón por la que se nos permitía comprar hasta agotar las
existencias de las pequeñas tiendas de sus barrios.
Hasta mi llegada al club aquella tarde no comencé a experimentar los
primeros síntomas de alarma. Reinaba una gran confusión; no había aceitunas
para los aperitivos y el servicio era sumamente deficiente. Los socios en su
mayoría estaban furiosos; y todos estaban preocupados. Una multitud de voces me
saludó cuando entré. En el salón de fumadores, el general Folsom mecía su gran
panza en su asiento junto a la ventana, mientras se defendía de media docena de
alterados caballeros que le pedían que hiciese algo.
— ¿Qué más puedo hacer de lo que he
hecho? —decía—. No hay órdenes de Washington. Si son ustedes capaces de
conseguirme comunicación, yo estoy dispuesto a hacer lo que se me mande. Pero
no veo qué se pueda hacer. Lo primero que he hecho esta mañana al enterarme de
la huelga ha sido llamar a las tropas del Presidio: tres mil soldados. Están
vigilando los bancos, la casa de la moneda, correos y todos los edificios
públicos. No se ha registrado ningún desorden. Los huelguistas guardan una
actitud absolutamente pacífica. ¡No pretenderán que mande disparar contra ellos
mientras pasean por las calles con sus esposas e hijos todos endomingados!
—Me gustaría saber qué está pasando
en Wall Street —le oí decir a Jimmy Wombold, al pasar junto a él. Podía
imaginarme perfectamente su preocupación porque sabía que estaba metido hasta
el cuello en la gran transacción del Consorcio Occidental.
— ¡Oye, Cerf! —dijo Atkinson,
abordándome precipitadamente—. ¿Funciona tu coche?
—Sí —le respondí—, ¿pero qué le pasa
al tuyo?
—Averiado, y los talleres están
cerrados todos. Y mi esposa se ha quedado bloqueada al otro lado de la bahía,
creo que en algún lugar cerca de Truckee. No he podido comunicarme con ella por
más que lo he intentado. Debería haber llegado esta tarde. Puede que esté
muriéndose de hambre. Préstame tu coche.
—No podrás atravesar la bahía
—intervino Halsted—. Los transbordadores no funcionan. Pero te diré lo que
puedes hacer. Allí está Rollinson, ¡eh, Rollinson, ven acá n momento! Atkinson
quiere pasar con un coche al otro lado de la bahía. Su mujer está atascada en
Truckee. ¿No podrías traer la
Lurlette desde Tiburón para transportarle el coche al otro
lado?
La Lurlette
era una goleta de recreo oceánica de doscientas toneladas.
Rollinson movió negativamente la cabeza:
—No podría conseguir ningún
estibador para subir el coche a bordo, aun en el caso e que lograse traer la Lurlette a este lado,
cosa que ni siquiera puedo, pues la tripulación pertenece al Sindicato Litoral
Marinero y están en huelga como los demás.
—Pero mi esposa puede estar
muriéndose de hambre —pude oír lamentarse a Atkinson mientras yo continuaba mi
camino.
Al otro extremo del salón de fumadores me tropecé con un grupo de socios
furiosos y acalorados en torno a Bertie Messener. Y Bertie los estaba
provocando y aguijoneándolos con su cínico y desapasionado estilo. A Bertie no
le preocupaba la huelga; a él, en realidad, nada le preocupaba demasiado. Todo
le daba igual..., al menos todas las cosas agradables de la vida; porque las
desagradables no le atraían. Su fortuna se valoraba en veinte millones, toda en
inversiones seguras, y jamás en su vida había hecho nada de provecho, pues todo
lo había heredado de su padre y dos tíos.
Había estado en todos los sitios, había visto, todo lo que había que ver
y había hecho todo excepto casarse, y esto último a pesar de los resueltos y
porfiados ataques de cientos de ambiciosas mamás. Durante años habla sido la
pieza .más codiciada; pero, hasta el momento, había esquivado la trampa. Era un
partido escandalosamente deseable. Además de su fortuna, era joven y guapo, y,
como dije antes, decente. Era un gran atleta, un joven dios rubio, capaz de
realizar cualquier cosa á la perfección; salvo el matrimonio. Y todo le dejaba
indiferente. Carecía de ambiciones, pasiones o deseos de llevar a cabo incluso
lo que él podía hacer mejor que nadie.
— ¡Esto es una sedición! —gritaba un
hombre del grupo. Otro lo calificaba de rebelión y revolución, mientras un
tercero lo llamaba anarquía.
—Pues yo no lo veo —dijo Bertie—. He
andado toda la mañana por la calle. Reina un orden perfecto. Jamás he visto una
plebe más respetuosa con la ley. De nada sirve insultarla. No es ninguna cosa
de lo que decís. Es simplemente lo que pretende ser: una huelga general. Y
ahora, señores, les toca a ustedes jugar.
--¡Vaya si jugaremos! —Exclamó
Garfield, uno de los millonarios de la industria de tractores—. ¡Vamos a
enseñar a esas sucias bestias el lugar que les corresponde! Espera a que el gobierno se haga cargo de la
situación.
— ¿Pero dónde está el gobierno?
—Interrumpió Bertie—. Lo mismo podía estar en el fondo del Mar, por lo que a
vosotros se refiere. No sabéis lo que está ocurriendo en
Washington. No sabéis siquiera si
existe gobierno o no.
— ¡No te preocupes por eso! —saltó
Garfield. —Te aseguro que no estoy preocupado —respondió Bertie con languidez—.
Pero me temo que vosotros sí que lo estáis. Mírate en el espejo Garfield.
Garfield no obedeció; pero, de haberlo hecho, hubiera podido contemplar a
un caballero sumamente alterado, con el cabello gris revuelto, el rostro
encendido, la boca hosca y rencorosa y en los ojos un brillo amenazador.
—Os digo que no hay derecho —dijo el
pequeño Hanover; y a juzgar por el tono, pensé que lo habría repetido ya varias
veces.
—Bueno, Hanover, ya está bien
—replicó Bertie—. Muchachos, me aburrís. Todos estáis por la libre empresa. Me
tenéis mareado con vuestro sermoneo constante sobre la libertad comercial y el
derecho al trabajo. Lleváis años con la misma canción. El obrero no está
haciendo nada malo al declarar esta huelga general. No infringe ninguna ley
divina ni humana. Tú no hables, Hanover. Llevas ya mucho tiempo predicando el
derecho divino a trabajar... o a no trabajar, según. Así que no puedes escapar al
corolario.
Todo esto no es más que una pequeña pelea sucia y sórdida. Siempre que
habéis tenido al obrero debajo, le habéis exprimido; y ahora que él os tiene a
vosotros y os aprieta, empezáis a chillar.
Todo el grupo prorrumpió en
indignadas propuestas de que alguna vez se hubiera exprimido al obrero.
— ¡No señor! – Gritaba Garfield-.
Hemos hecho todo por el obrero. Lejos de oprimirlo, le hemos dado la
oportunidad de vivir. Hemos creado trabajo para él. ¿Cómo estaría ahora si no
fuera por nosotros?
—Mucho mejor, sin comparación
—replicó Bertie, burlón—. Le habéis humillado y exprimido cada vez que habéis
tenido ocasión, y hasta os habéis molestado en crear las ocasiones.
— ¡No, no!- respondieron a voces.
—Aquí mismo, en San Francisco,
ocurrió la huelga de camioneros --continuó Bertie, imperturbable—. La Asociación Patronal
fue la que precipitó aquella huelga. Lo sabéis perfectamente. Y también sabéis
que lo sé yo, porque aquí mismo he oído yo conversaciones e informaciones
confidenciales sobre el conflicto. Primero provocasteis la huelga y luego
comprasteis al alcalde y al jefe de policía para que acabasen con ella. Un
bonito espectáculo, vosotros tan filántropos, haciendo morder el polvo a los
camioneros y pisándolos encima.
--- ¡Un momento! Aún no he acabado.
El año pasado sin ir más lejos, la candidatura obrera de Colorado eligió un
gobernador que nunca llegó a tomar posesión. Vosotros sabéis bien por qué. La
manera como lo resolvieron vuestros hermanos filántropos y capitalistas de
Colorado. Fue un caso más de zancadillear al obrero y pisotearle. Al presidente
de la Unión de
.Asociaciones Mineras del Sudoeste lo tuvisteis tres años en la cárcel
valiéndoos de falsas acusaciones de asesinato, y una vez quitado de en medio,
os aprovechasteis para deshacer la Unión. Reconoceréis
que eso se llama oprimir al obrero.
La tercera vez que se declaró
inconstitucional el impuesto gradual fue un acto de opresión. Y lo mismo el
proyecto de ley de ocho horas que rechazasteis en el último congreso.
Pero de todos los continuos actos de opresión inmoral, el de la
destrucción del principio de acuerdo patronal-sindicato fue el colino. Sabéis
perfectamente cómo se hizo. Comprasteis a Farburg, el último presidente de la Federación Norteamericana
de Trabajo. Era vuestro peón..., o el peón de los monopolios y patronales, que
es lo mismo. Provocasteis la huelga sobre el gran acuerdo patronal-sindicato.
Farburg traicionó esa huelga y ganasteis, con lo cual la vieja Federación
Norteamericana de Trabajo se desmoronó. Vosotros la destruisteis, muchachos;
pero, al hacerlo, os buscasteis vuestra propia ruina, porque sobre sus
escombros se construyó la I. L.
W., la organización obrera más grande y más sólida que jamás se haya visto en
los Estados Unidos. Y vosotros sois los responsables de su existencia y de esta
huelga general de ahora. Destrozasteis las viejas federaciones y empujasteis al
obrero a la L. L.
W., y ahora ésta ha convocado la huelga general, tratando todavía de obtener el
acuerdo patronal-sindicato. Y aún tenéis el cinismo de decirme cara a cara que
nunca habéis humillado ni oprimido al obrero. ¡Vamos, hombre!
Esta vez no hubo protestas. Garfield
prorrumpió en un tono de autodefensa:
—No hemos hecho nada que no nos
viésemos obligados a hacer, si queríamos ganar.
—Respecto a eso, yo no digo nada
—respondió Bertie—. Lo que me molesta es que os estéis quejando ahora porque os
hayan hecho probar vuestra propia medicina.
¿Cuántas huelgas habéis ganado
rindiendo al obrero por el hambre? Bien, los trabajadores han ideado un plan
para rendiros a vosotros de la misma manera. Quieren el convenio, y si lo
pueden obtener haciéndoos pasar hambre, os dejarán sin comida.
—Pues tú también te has aprovechado
de esos actos de opresión de que hablas — insinuó Brentwood, uno de los
abogados más astutos y marrulleros de nuestra compañía— El receptor tiene tanto
delito como el ladrón —comentó, burlón—. No participaste en la opresión, pero
bien te aprovechaste de ella.
—La cuestión no es esa, Brentwood
—respondió Bertie—. Cometes el mismo error que Hanover al introducir el
elemento moral. Yo no he dicho que se trate de algo bueno o malo. Lo que digo
es que es un juego lamentable, y mi única objeción es a que os pongáis a
chillar ahora que estáis debajo y os están pisando. Por supuesto que he sacado
provecho de la opresión, y, gracias a vosotros, sin tener siquiera que
ensuciarme las manos. Vosotros lo habéis hecho por mí... Podéis creerme, no
porque yo sea más virtuoso que vosotros, sino porque mi buen padre y sus
hermanos me dejaron un montón de dinero con el que pagar el trabajo sucio.
—Si pretendes insinuar... —comenzó a
decir Brentwood vivamente.
—Un momento, no te pongas tan
ofendido —le interrumpió Bertie con insolencia—.
De nada sirve hacerse el hipócrita en esta cueva de ladrones. Las palabras
grandilocuentes están bien para los periódicos, las asociaciones juveniles y
las catequesis: eso forma parte del juego. Pero, por el amor de Dios, que aquí
todos nos conocemos. Tú sabes tan bien como yo los chanchullos que se hicieron
en la huelga de la construcción el pasado otoño: quién puso el dinero, quién
hizo el trabajo y quién se aprovechó de ello —Brentwood enrojeció de ira—. Pero
aquí estamos todos metidos en la misma mierda, y lo mejor que podemos hacer es
dejarnos de moralismos. Insisto: hay que jugar la partida, jugarla hasta el
final; pero, por favor, no lloréis cuando os toquen las de perder.
Cuando abandoné el grupo, Bertie había comenzado un nuevo argumento,
atormentándoles ahora con los aspectos más serios de la situación, señalan... do
la escasez de suministros que estaba empezando a dejarse sentir y
preguntándoles qué pensaban hacer para remediarlo. Poco más tarde me lo
encontré en el vestíbulo y lo llevé a Casa en mi coche.
—Ha sido un buen golpe esta huelga
general dijo mientras rodábamos entre el pacífico gentío que llenaba las
calles--. Ha sido un golpe maestro. El obrero nos ha cogido dormitando y nos
han pegado en el sitio más débil: el estómago. Me voy a largar de San
Francisco, Cerf. Sigue mi consejo y márchate también. Vete al campo, a
cualquier sitio. Allí habrá más posibilidades. Hazte con una buena provisión de
víveres y vete a una cabaña, o con una tienda de campaña a cualquier sitio. En
esta ciudad la gente como nosotros pronto pasará hambre.
Nunca me imaginé cuánta razón tenía Bertie Messener. Para mis adentros
pensé que era un alarmista. Por mi parte, estaba dispuesto a quedarme a ver la
fiesta. Después de dejarle, en lugar de ir directamente a casa continué en
busca de más alimentos. Con gran sorpresa, me enteré de que las pequeñas
tiendas donde había comprado por la mañana habían agotado sus existencias.
Extendí mi búsqueda hasta el Potrero, y allí tuve la suerte de encontrar otra
caja de velas, dos sacos de harina de trigo, diez libras de harina sin cernir
(que servirían para la servidumbre), una caja de latas de maíz y dos de tomates
enlatados. Parecía que íbamos a atravesar una temporada de escasez de víveres,
y me felicité por la importante provisión de ellos que había conseguido.
A la mañana siguiente torné el café en la cama como de costumbre, y, más
que la crema, eché de menos el periódico. Era la falta de información sobre lo
que estaba ocurriendo en el mundo lo que más duro me resultaba. En el club
pocas noticias había.
Rider había logrado atravesar desde Oakland en su embarcación, y
Halstead había llegado hasta San José y regresado en su automóvil. Fueron ellos
los que informaron de que en aquellos lugares las condiciones eran las mismas
que en San Francisco. Todo estaba paralizado por la huelga. Las clases
acomodadas habían agotado las existencias de las tiendas de alimentación. Y
reinaba un orden perfecto. ¿Pero qué estaba sucediendo en el resto del país?
¿En Chicago? ¿Nueva York? ¿Washington? Lo más probable era que ocurriese lo
mismo que aquí: esa era nuestra conclusión; pero el hecho de no saberlo con
absoluta certeza resultaba irritante.
El general Folsom tenía algunas noticias. Se había intentado utilizar
telegrafistas del ejército en las oficinas de telégrafo, pero habían cortado
los cables en todas las direcciones. Aquél era, hasta la fecha, el único acto
ilegal cometido por los trabajadores, y el general estaba completamente
convencido de que se trataba de una acción acordada de antemano. Se había
puesto en contacto por radio con la guarnición de Benicia, ya que los soldados
patrullaban allí a todo lo largo de las líneas telegráficas hasta Sacramento.
En una ocasión, durante un instante, recibieron la llamada de Sacramento, pero
los cables, en algún lugar, habían sido cortados de nuevo. El general pensaba
que se estaban llevando a cabo a través de todo el continente intentos
similares de establecer las comunicaciones por parte de las autoridades, pero
se mostró evasivo en cuanto a la posibilidad de que diera fruto el intento. Lo
que le preocupaba era el corte de los cables, pues ello le hacía pensar que se
trataba de una parte importante de la profunda conspiración obrera. Asimismo
lamentaba que el gobierno no hubiera establecido hacía tiempo la proyectada red
de estaciones de radio.
Pasaron los días y por algún tiempo reinó la rutina. No ocurría nada. La
llama del interés parecía haberse apagado. Las calles ya no estaban tan
animadas. La clase trabajadora había dejado de acudir al centro de la ciudad
para ver cómo nos tomábamos la huelga. Y tampoco circulaban tantos automóviles.
Los talleres de reparación y los garajes estaban cerrados, de manera que,
cuando, se averiaba un coche, quedaba completamente inutilizado. El embrague
del mío se estropeó y no pude conseguir que me lo repararan por ningún medio.
Ahora, como los demás, tenía que caminar. San Francisco estaba muerto, e
ignorábamos lo que estaba sucediendo en el resto del país. No obstante, a
partir del hecho mismo de nuestra ignorancia, podíamos concluir que todo estaba
tan muerto como aquí. De cuando en cuando, la ciudad aparecía llena de carteles
con las proclamas de las organizaciones obreras, carteles impresos con meses de
anticipación que evidenciaban la meticulosidad con que la L. L. W. había preparado la
huelga. Todos los detalles habían sido previstos de antemano.
Todavía no se había llegado a la violencia, con la excepción de los
disparos efectuados por los soldados contra unos pocos que cortaban cables;
pero las gentes de los barrios bajos
estaban pasando hambre, y su situación presagiaba tumultos.
Los hombres de negocios, los millonarios y la clase profesional
convocaban asambleas y presentaban propuestas, pero no había manera de hacer
éstas públicas. Ni siquiera podían imprimirlas. Uno de los resultados de estas
asambleas, no obstante, fue el persuadir al general Folsom para que el ejército
ocupase todos los almacenes y depósitos de harina, grano y víveres. Era una
medida que se había hecho esperar, ya que las penalidades se estaban dejando
sentir en las casas acomodadas, y las colas de pan se hacían necesarias. Sé que
mis criados comenzaban a andar cariacontecidos, y eran sorprendentes los
estragos que hacían en mis reservas de alimentos. De hecho, como deduje
posteriormente, cada uno de los sirvientes se dedicaba a robarme para acumular
en secreto su propio acopio de provisiones.
Pero con la creación de colas de pan vinieron nuevos conflictos. La
reserva de alimentos en San Francisco era limitada y, en el mejor de los casos,
no podía durar mucho. Sabíamos que las organizaciones obreras tenían sus
propios suministros; sin embargo, todos los obreros se pusieron a hacer colas.
De este modo, las provisiones que el general Folsom había expropiado
disminuyeron con peligrosa rapidez. ¿Cómo iban a distinguir los soldados entre
un modesto individuo de la clase media, un miembro de la I. L. W. o alguien de los
barrios bajos? Tanto los primeros como los últimos tenían que ser alimenta-
dos; pero los soldados no conocían a todos los hombres de la sindical, y mucho
menos a las esposas, hijos e hijas de éstos. Con la colaboración de los
patronos, algunos sindicalistas fueron arrojados de las colas; pero eso y nada
era lo mismo.
Para empeorar las cosas, las lanchas gubernamentales que habían estado
acarreando alimentos desde los depósitos del ejército en la isla Mare hasta la
isla del Ángel, se encontraron con que ya no quedaba nada que transportar.
Desde entonces, los soldados recibieron sus raciones de las provisiones
confiscadas, y eran ellos quienes las recibían en primer lugar.
El
principio del fin estaba ya a la vista. La violencia comenzaba a mostrar su
terrible semblante. La ley y el orden empezaban a desaparecer; t desaparecían
precisamente entre los más pobres y las clases acomodadas. Los obreros
organizados continuaban guardando un orden perfecto. Verdad es que se lo podían
permitir, pues tenían comida en abundancia. Recuerdo la tarde en que sorprendí
a Halsted y a Brentwood cuchicheando en un rincón del club. Aceptaron mi
participación en la aventura. El auto de Brentwood todavía funcionaba, y tenían
intención de ir a robar ganado. Halsted tenía una gran cuchilla de carnicero y
un machete. Salimos a las afueras de la ciudad. De trecho en trecho se veían
vacas pastando, pero siempre guardadas por sus dueños. Continuamos nuestra
búsqueda, circundando la ciudad hacia el este, y en las colinas cercanas a la Punta del Cazador nos
encontramos con una vaca vigilada por una chiquilla. Junto a la vaca había
asimismo un pequeño ternero. No perdimos el tiempo en contemplaciones. La chiquilla
se escapó corriendo mientras nosotros matábamos a la vaca. Omito los detalles
por no ser éstos muy agradables. No estábamos habituados a tales menesteres e
hicimos un trabajo lastimoso.
Pero cuando estábamos en medio de él, con la prisa del miedo, oímos
gritos y vimos venir corriendo hacia nosotros un grupo de hombres. Abandonando
el botín, pusimos pies en polvorosa. Con gran sorpresa por nuestra parte, no
nos persiguieron; pero al mirar hacia atrás vimos cómo los hombres despedazaban
al animal. Su objetivo era el mismo que el nuestro. Decidimos que había
bastante para todos y volvimos corriendo. La escena que siguió fue
indescriptible. En el reparto, disputamos y peleamos como salvajes. Recuerdo
que Brentwood se comportó como una perfecta bestia, rugiendo enseñando lo
dientes y amenazando con matar a alguien si no nos llevábamos nuestra parte.
Y cuando estábamos a punto de conseguirla, una nueva intervención tuvo
lugar en la escena. Esta vez se trataba del temido servicio de orden de la I. L. W. La niña les había
traído. Iban armados de trallas y garrotes, y eran una veintena. La chiquilla
daba saltos de furia, y con lágrimas rodándole por las mejillas, gritaba: —
¡Dadles una paliza! ¡Dadles una paliza! ¡Ese de las gafas, ese fue! ¡Partidle la
cara! ¡Partidle la cara!
El de las gafas era yo, y me partieron la cara, por cierto, aunque tuve
la suficiente serenidad para quitarme antes los lentes. ¡Caramba! La verdad es
que nos dieron una buena zurra mientras huíamos en desbandada. Brenwood, Halsted
y yo corrimos en dirección al auto. Brenwood sangraba por la nariz, en tanto
que Halsted mostraba en su mejilla una cortadura escarlata provocada por un
tremendo latigazo.
Pero he aquí que, terminaba la persecución y cuando habíamos ya
alcanzado el coche, nos encontramos con el asustado ternero escondido detrás de
él. Brentwood nos pidió que vigilásemos con cuidado y como un lobo o un tigre,
se acercó sigilosamente al animal. Habíamos perdido el cuchillo y el machete,
pero a Brentwood le quedaban aún las manos, y rodó varias veces por el suelo
abrazado al pobre ternerito mientras lo estrangulaba. Lo arrojamos muerto
dentro del auto, lo cubrimos con un abrigo e iniciamos el regreso. Pero
nuestras desgracias no habían hecho más que empezar. Se nos reventó un
neumático. No había manera de repararlo y la noche se echaba encima.
Abandonamos el vehículo. Brentwood caminaba por delante jadeando y
tambaleándose, con el ternero cargado a hombros, cubierto con el abrigo. Nos
turnábamos para llevar el animal, el cual estuvo a punto de acabar con
nosotros. Luego nos perdimos. Y, finalmente, después de andar sin rumbo,
agotados, nos tropezamos con una pandilla de matones. No eran de la I. L. W., y supongo que
estaban tan hambrientos como nosotros. De todos modos, ellos se llevaron el
ternero y nosotros nos quedamos con la paliza. El resto del camino, Brentwood
vino rabiando como un loco furioso, cosa que además parecía, por sus ropas
destrozadas, su nariz hinchada y los ojos amoratados.
Después de aquello se acabaron los robos de ganado. El general Folsom
mandó confiscar todo el ganado a sus soldados, y éstos, ayudados por la milicia
nacional, se comieron la mayor parte de la carne. Pero la culpa no era del
general. Su deber era mantener la ley y el orden, y como los mantenía por medio
de los soldados, estaba obligado a alimentarles a ellos en primer lugar.
Fue por entonces cuando se produjo el gran pánico. Las gentes acomodadas
emprendieron la huida; luego, los habitantes de los barrios bajos se
contagiaron y huyeron alocados de la ciudad. El general Folsom estaba
satisfecho. Se calculaba que por lo menos doscientas mil almas habían
abandonado San Francisco, y en esta misma proporción se había resuelto su
problema de alimentarlos. Aún recuerdo aquel día. Por la mañana había comido un
mendrugo de pan. Me había pasado media tarde de pie en la cola del pan, y había
regresado a casa de noche, cansado y abatido, llevando poco más de un kilo de
arroz y una loncha de jamón. Brown me recibió a la puerta con gesto cansado y
asustado. Me informó que todos los sirvientes habían huido. Sólo él se había
quedado. Me sentí conmovido por su fidelidad, y cuando me enteré de que no
había comido nada en todo el día, compartí con él mis provisiones. Nos comimos
la mitad del arroz y la mitad del jamón, dividiéndolo a partes iguales y
reservando la otra mitad para el día siguiente.
Me fui a la cama con hambre y no pude conciliar el sueño en toda la
noche. Por la mañana descubrí que Brown me había abandonado y, para mayor
desgracia, me había robado lo que quedaba del arroz y del jamón.
El puñado de socios que se reunió aquella mañana en el club presentaba
un aspecto abatido. No quedaba rastro de la servidumbre. Todos los empleados
habían desaparecido. Pude observar así mismo que el servicio de plata había
desaparecido, y me enteré del cómo y- el dónde. No lo habían cogido los
sirvientes, por la sencilla razón, supongo, de que los propios socios del club
se habían anticipado. La manera de utilizarlo era simple. Al sur de la calle
del Mercado, en las viviendas de los I. L. W., las amas de casa habían
suministrado abundantes comidas a cambio de él. Volví a casa. Efectivamente, toda la plata labrada había
desaparecido excepto un pesado jarrón. Lo envolví y me dirigí con él al sur del
Mercado.
Después de la comida me sentí mejor y regresé al club para enterarme si
había habido algún cambio. Hanover, Collins y Dakon se marchaban en aquel
momento. No quedaba nadie dentro, me
dijeron, y me invitaron a unirme a ellos. Se proponían abandonar la ciudad
utilizando los caballos de Dakon, y había uno para mí. Dakon poseía cuatro
hermosos caballos de tiro que quería salvar, pues el general Folsom le había
confiado que a la mañana siguiente serían confiscados todos los caballos que
quedaban en la ciudad para servir de alimento. No quedaban ya muchos porque
habían soltado a miles y miles de ellos por el campo cuando el heno y la cebada
se acabaron en los primeros días. Recuerdo que Birdall, que tenía un negocio de
transportes, soltó trescientos caballos de tiro. A un promedio de quinientos
dólares cada uno, la cifra había alcanzado los 150.000 dólares. Al principio
mantuvo la esperanza de recobrar la mayoría cuando acabase la huelga, pero al
final no recuperó ni uno. Se los comieron todos las gentes que huyó de San
Francisco. En este sentido, los caballos y mulas del ejército ya habían
empezado a ser sacrificados para servir de alimento.
Por suerte para Dakon, él tenía almacenado su establo heno y cebada en
abundancia. Conseguimos cuatro sillas de montar y encontramos a los animales en
excelentes condiciones, aunque no habituados a la montura. Mientras
cabalgábamos por las calles me acordé del San Francisco del Gran Terremoto;
pero el aspecto de este San Francisco era mucho más lamentable. Esto no había
sido causado por ningún cataclismo natural, sino por la tiranía de las
asociaciones obreras. Bajamos por Union Square y pasamos por las zonas de
teatros, hoteles y comercios. Las calles estaban desiertas. Aquí y allá se
veían automóviles, abandonados en el mismo lugar donde se habían averiado o
donde se les había acabado la gasolina. No se observaban señales de vida salvo
por algún policía o grupos de soldados que, de trecho en trecho, vigilaban los
bancos y edificios públicos. En una
ocasión nos encontramos con un obrero de la I. L. W. pegando la última proclama, y nos
detuvimos a leerla. Decía así: «Hemos mantenido una huelga disciplinaria y
mantendremos el orden hasta el final.
El final llegará cuando se satisfagan nuestras reivindicaciones, y
nuestras reivindicaciones serán satisfechas cuando hayamos rendido por el
hambre a nuestros patronos, del mismo modo que nos han rendido a nosotros
muchas veces en el pasado.»
—Las mismas palabras de Messener
—dijo Collins—. Yo, por mí, estoy dispuesto a rendirme con tal que me den la
oportunidad. Hace un siglo que no como una comida decente. Me pregunto cómo
sabrá la carne de caballo.
Nos detuvimos a leer otra proclama:
“Cuando creamos que los patronos estén dispuestos a rendirse, abriremos
los telégrafos y pondremos en comunicación a las asociaciones patronales del
país. Pero únicamente se les permitirá enviar mensajes relativos a las
condiciones de paz.» Continuando nuestro camino, atravesamos la calle del
Mercado y, poco más tarde, cruzábamos los barrios obreros. Aquí las calles no
estaban desiertas. Apoyados en los quicios de las puertas o en grupos estaban
los obreros de la I. L.
W. Chiquillos bien alimentados y contentos se entretenían con sus juegos,
mientras robustas comadres cotorreaban sentadas a las puertas. Todos sin
excepción nos miraban burlonamente. Algunos chiquillos, corriendo tras nuestros
caballos, gritaban:
— ¡Eh, amigo!, ¿no tiene hambre? Y
una mujer que estaba dando de mamar a una criatura gritó a Dakon:
—Oiga, gordito, le doy una comida
estupenda cambio de su penco: jamón, patatas, gelatina de frambuesas,
mantequilla de lata y dos tazas de café.
— ¿Te has dado cuenta —me comentó
Hanover- de que en los últimos días no se ve ni un perro perdido por las
calles?
Me había dado cuenta vagamente, pero
sin reparar en ello. Ya iba siendo hora de abandonar la infortunada ciudad.
Finalmente logramos alcanzar la carretera de San Bruno, por la cual nos
dirigimos hacia el sur. Nuestra meta era mi casa de campo, cerca de Mento. Pero
en seguida empezarnos a descubrir que el campo estaba peor y era mucho más
peligroso que la ciudad. En ésta, los soldados y la I. L. W. guardaban el orden;
en el campo, en cambio, reinaba la anarquía. Doscientas mil personas habían
huido de San Francisco en dirección sur, y ante los ojos teníamos incontables
pruebas de que su huida había tenido el efecto de una plaga de langostas. Todo
lo habían barrido a su paso. Había habido pillaje y violencia. Aquí y allá se
veían cadáveres al borde de la carretera y las ruinas ennegrecidas de las
granjas incendiadas. Las vallas habían sido derribadas y las cosechas
pisoteadas por la multitud. Las hordas hambrientas habían arrancado todas las
parcelas de hortalizas. Todos los pollos y animales de las granjas habían sido
sacrificados. Y lo mismo se podía decir de todas las carreteras principales que
partían de San Francisco. En algunos sitios distantes de la carretera, los
granjeros se habían defendido con escopetas y revólveres, y aún se mantenían
vigilantes. Nos advirtieron que no nos acercásemos y se negaron a parlamentar
con nosotros. Todos los actos de violencia y pillaje habían sido cometidos por
los habitantes de los barrios bajos y por las clases altas. Los miembros de la I. L. W., con abundancia de
víveres, estaban tranquilamente en sus casas de la ciudad. Aquella mañana
tuvimos pruebas concretas de lo desesperado de la situación. A nuestra derecha
oímos gritos y disparos de rifle. Algunas balas nos pasaron silbando
peligrosamente cerca. Se oyó un ruido entre la maleza; a continuación, un
magnífico caballo negro de tiro atravesó la carretera delante de nosotros y
desapareció Apenas nos dio tiempo de observar que estaba cojo y ensangrentado.
Tres soldados iban en pos de él, y la persecución continuó entre los árboles de
la izquierda. Podíamos oír a los tres soldados llamándose a voces unos a otros.
Un cuarto soldado surgió cojeando por la derecha de la carretera, se sentó en
una piedra y se enjugó el sudor de la cara.
El hombre nos dirigió una sonrisa y nos pidió fuego. Al preguntarle
Dakon qué pasaba, nos informó de que los de la milicia estaban desertando.
—Se acabó la comida —nos explicó—.
Se la están dando toda a los regulares.
Por él nos enteramos asimismo de que
los prisioneros militares de la isla de Alcatraz habían sido puestos en
libertad porque ya no podían alimentarles.
Nunca olvidaré el espectáculo que vimos a continuación. Nos tropezamos
con él abruptamente tras un recodo de la carretera. Los árboles formaban una
bóveda por encima, y el sol se filtraba entre sus ramas. Las mariposas
revoloteaban alrededor, y de los campos llegaba el canto de las alondras. Allí
en medio había un potente automóvil. Y tanto dentro como a su alrededor yacían
varios cadáveres. La explicación era evidente.
En su huida de la ciudad, los
ocupantes habían sido atacados y saqueados por una banda de criminales de los
barrios bajos. El hecho había ocurrido no hacía ni veinticuatro horas. Latas de
carne y de frutas recién abiertas explicaban la razón del ataque. Dakon examinó
los cuerpos.
—Me lo imaginaba —nos informó—.
Conozco el coche. Era Periton... toda la familia.
Tendremos que andar con cuidado en
adelante.
—Pero nosotros no tenemos comida que
les incite a atacarnos —objeté yo.
Dakon señaló mi montura y comprendí.
Por la mañana, el caballo de Dakon había perdido una herradura. El delicado
casco se había abierto y, al mediodía, el animal cojeaba. Dakon no quería
seguir montándolo ni tampoco abandonarlo. Así pues, a petición suya, nosotros
continuamos. El llevaría el caballo de la brida y se reuniría con nosotros en
mi casa. Fue la última vez que lo vimos, y nunca supimos su fin.
A la una llegamos al pueblo de Menlo, o más bien a lo que había sido su
emplazamiento, ya que estaba en ruinas. Los cadáveres yacían por doquier. La
zona comercial, así como la residencial habían sido totalmente arrasadas por el
fuego. Aquí, y allá alguna residencia resistía todavía; pero no había manera de
acercarse a ellas. Cuando nos aproximábamos demasiado, disparaban contra
nosotros. Encontramos a una mujer rebuscando entre las ruinas humeantes de su
casita. Primero habían asaltado los almacenes, nos contó; y mientras hablaba,
podíamos imaginarnos a aquella hambrienta turba, salvaje y enloquecida,
arrojarse sobre el puñado de habitantes del pueblo. Ricos y pobres habían
luchado codo con codo por la comida, y luego unos contra otros cuando la habían
conseguido. Nos enteramos de que el pueblo de Palo Alto y la Universidad de
Stanford habían sido saqueados de modo similar. Ante nosotros se extendía una
desolada tierra devastada, y creímos prudente tomar una desviación hacia mi
casa. Esta se hallaba a tres millas al oeste, agazapada entre las primeras
lomas al pie de las montañas.
Pero conforme avanzábamos vimos que la devastación no se limitaba a las
principales rutas. La vanguardia de la huida había seguido las carreteras,
saqueando a su paso los pequeños pueblos, mientras que los que venían detrás se
habían dispersado y barrido toda la campiña como una gigantesca escoba. Mi casa
estaba construida con hormigón, mampostería y tejas y por ello se había librado
del fuego, aunque, el interior estaba completamente destruido.
Hallamos el cadáver del jardinero en el molino de viento, rodeado de
cartuchos vacíos de escopeta. Se había defendido con bravura. Pero no vimos
rastro alguno de los dos braceros italianos ni del ama de llaves y su marido.
No quedaba bicho viviente. Terneros, potros, aves de corral y los pura sangre,
todo había desaparecido. La cocina y la chimenea donde la chusma había cocinado
eran una ruina, en tanto que los abundantes restos de hogueras en la parte de
fuera atestiguaban la gran cantidad de gente que había comido y pasado allí la
noche. Y lo que no habían consumido se lo habían llevado consigo. No quedaba ni
un solo bocado para nosotros.
Pasamos el resto de la noche esperando en vano a Dakon, y por la mañana
ahuyentamos con nuestros revólveres a media docena de merodeadores. Luego
sacrificamos uno de los caballos, guardando para el futuro la carne sobrante.
Por la tarde Collins salió a dar un paseo y no regresó. Esto fue demasiado para
Hanover.
Estaba decidido a huir inmediatamente, y a duras penas pude convencerle
de que esperase hasta el amanecer. Por mi parte, convencido de que el fin de la
huelga estaba cerca, resolví regresar a San Francisco. Así pues, a la mañana
siguiente nos separamos, y mientras Hanover se dirigía al sur con cincuenta
libras de carne atadas sobre su montura, yo, con una carga similar, me dirigí
hacia el norte. El pequeño Hanover logró salir indemne, y hasta el fin de sus
días sé que continuará aburriendo a todo el mundo con el relato de sus
peripecias.
En cuanto a mí, volviendo a la carretera principal, logré llegar hasta
Belmont, donde tres milicianos me robaron la carne que llevaba. La situación no
había cambiado, me dijeron, sino que iba de mal en peor. Los de la I. L. W. tenían escondidas
provisiones suficientes para resistir meses todavía. Cuando conseguí alcanzar
Baden, un grupo de doce hombres me despojaron del caballo. Dos de ellos eran
policías de San Francisco y los demás soldados regulares. Esto era mala señal.
La situación debía ser extremada para que los regulares empezasen a desertar.
No había hecho más que reanudar mi camino a pie, cuando ya tenían ellos una
hoguera encendida y el último de los caballos de Dakon yacía en el suelo
muerto.
Quiso el destino que me torciese un tobillo y sólo llegara a alcanzar la
zona sur de San Francisco. Allí pasé la noche, en un cobertizo, tiritando de
frío y ardiendo de fiebre al mismo tiempo. Dos días pasé tendido en aquel
lugar, demasiado enfermo para moverme, y al tercero, mareado y tambaleante,
valiéndome de una muleta improvisada, me dirigí con paso vacilante hacia San
Francisco. Estaba débil también, pues llevaba ya tres días sin probar bocado.
Fue un día de tormento y pesadilla. Como en un sueño, me crucé con cientos de
soldados regulares que marchaban sin rumbo en dirección contraria, y muchos
policías con sus familias, organizados en caravanas para protegerse mutuamente.
Al entrar en la ciudad recordé la casa del obrero en la que había
cambiado el jarrón de plata, y en aquella dirección me guió el hambre. Estaba
oscureciendo cuando llegué al sitio. Di la vuelta por el callejón y al subir a
gatas los escalones de la puerta de atrás me desplomé: Con la ayuda de la
muleta logré golpear la puerta. Luego debí desvanecerme, porque volví en mí en
la cocina. Tenía la cara mojada de agua y un trago de whisky corría por mi
garganta Me atraganté y balbuceé tratando de hablar.
Comencé a decir algo acerca de que no me quedaban más jarrones de plata,
pero que les pagaría después si me daban algo de comer. Pero el ama de casa me
interrumpió:
— ¡Pero hombre de Dios! —exclamó—.
¿No se ha enterado? La huelga se ha terminado esta tarde. Claro que le daré
algo de comer.
Y se
dispuso a abrir apresuradamente una lata de bacón y a freírlo.
—Déme un poco para comerlo ahora
—suplique y mientras comía la carne cruda sobre una rebanada de pan, el marido
me explicó que habían sido aceptadas las reivindicaciones de la I. L. W. Se habían abierto
los telégrafos poco después de mediodía, y las asociaciones patronales se
habían rendido en todo el país. Aunque no quedaba ningún patrono en San
Francisco, el general Folsom había hablado por ellos. Los trenes y barcos
comenzarían a funcionar por la mañana, y lo mismo ocurriría con todo lo demás
tan pronto como pudiera restablecerse la red.
Y así acabó la huelga general. No quiero volver a ver nunca otra. Fue
peor que una guerra. La huelga general es algo cruel e inmoral. La mente humana
debiera ser capaz de organizar la industria de una manera más racional.
Harrison continúa siendo mi chofer. Una de las condiciones de la I. L. W. fue que todos sus
afiliados fuesen reintegrados a sus anteriores empleos. Brown nunca volvió,
pero el resto de los sirvientes continúan conmigo. No tuve el valor de
despedirlos. Todos se han inscrito en la I. L. W. La tiranía de las organizaciones obreras
se está convirtiendo en algo humanamente insoportable. Hay que hacer algo.
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