sábado, 2 de julio de 2016

1981. DEL DIARIO DE UN JOVEN REVOLUCIONARIO


1981. DEL DIARIO DE UN JOVEN REVOLUCIONARIO


Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarez
1981 comenzó a finales de unas pequeñas vacaciones que, de alguna manera, me compensaron con uno de los mayores regalos que la vida me podía dar  mucho tiempo libre para mis cosas.
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezDe haber permanecido en la buena fe de la infancia, habría ofrecido mis plegarias al Dios que me escuchaba para darle las gracias por haberme ayudado a pesar el mal trago de las navidades. Por no haber tenido que repetir los malos ratos de 1979, cuando, obedeciendo un compromiso acompañé a Romi a una fiesta con amigos suyos de la tradición “combaya” en la que me sentí como si estuviera en otro planeta, aunque seguramente me habría ocurrido lo mismo en cualquier otro lugar. Aquellas danzas y canciones tan genuinamente catalanas me eran algo tan ajeno que ni siquiera tenían el consuelo de haberlas visto en alguna película o documental. Todos estaban tan alegres, y Romi resultaba tan identificada con el jolgorio, que ni tan siquiera escuchó mis ruegos de poner pies en polvorosa. Algunos de los más afines trataron de liarme, pero lo único que consiguieron es que la maldita timidez se metiera todavía más adentro. Al poco rato me apartaba de todos, simulando una borrachera imposible ya que únicamente había bebido un poco de Fanta Naranja. Regresamos tarde, y con Romi visiblemente malhumorada. Lo mostró dándome secamente las gracias antes de echarnos a dormir.
Fue cuando recordé que como candidato a solterón estas fechas eran más fácil de sobrellevar. En casa no se le prestaba mayor atención, y cuando los amigos me invitaban podía excusarme arguyendo que tenía obligaciones con otros. En el momento que se avecinaba las horas fatales ya tenía escogido  mi programa doble, por más que lo dieran en una cine en la otra punta de Barcelona. A ser posible buscaba alguno de los añejos pero infalibles títulos de Jerry Lewis o de los hermanos Marx que en los años setenta volvieron a estar de moda, o en su defecto algunas de aquellas películas que me ayudaban a olvidar más que cuatro botellas de vino juntas. Mi método no debía ser tan particular ya que normalmente el público asistía, quizás por eso no cerraban por la fecha. Si resultaba que lo habían preparado todo para concluir antes de la medianoche, buscaba otros lugares alternativos en los que olvidar sin necesidad de bebidas, quizás el espectáculo gratuito y singular del desfile humano de Las Ramblas o en su defecto el brillar el mar en la intensa oscuridad de Rompeolas, aunque esto ya tenía más inconvenientes. Aquellos eran momentos en los que pensaba que, de tener una compañera como Dios manda, esto no me ocurriría. Claro que la compañera debía de hacer milagros.
El año ochenta había transcurrido entre Romi y yo como una suerte de cursillo de convivencia o coexistencia, y estaba claro que una de las cosas que habíamos aprobado era hablar. Conversar largo y tendido de lo que se nos ocurría. Aquel día fue un tanto especial porque por medio estaba el reproche. Era medianoche de mitad de noviembre, y el silencio en la vivienda era absoluto. No había ninguna película digna de atención en la televisión, el sofá cumplía perfectamente su función relajante, y Romi, con el pretexto de que al día siguiente teníamos que responder en la empresa a las tres opciones de las pequeñas vacaciones de final de año, puso las cartas sobre la mesa. Entonces ya habíamos descartado cualquier posibilidad de repetir el convite del año anterior, “Contigo no pienso ir nunca más”, me dijo, y fueron las últimas palabras sobre el evento. Pero también respondió “Ya veremos, pero lo más seguro es que no”, a las ofertas de otros amigos próximos que insistían en que “ya veréis que bien”, o en que me iban a quitar la “mala folla”. En familia no era cuestión ya que la gente joven se lo hacía por su cuenta, además nosotros ya cumplíamos con todos y cada uno en las visitas del mediodía. Pero ella quería saber, porqué, porqué me ponía tan tenso. Al fin y al cabo eran solo unas fiestas, y se trataba nada más que pasarlo bien, “¿Tan difícil es?, remachó.
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarez
Me dispuse a tratar aquel “mal rollo” porque ella lo pedía, pero maldita la gana. No me tumbé en el sofá pero pude hacerlo como si estuviera en presencia de un psiquiatra, de hecho ya había concedido que lo necesitaba. Me albergaba la sensación de tener que abordar algún secreto inconfensable, pero traté de responder de la mejor manera que sabía, quizás porque, aunque fuera en poca medida, sentía que la conversación también me ayudaba. 
Puestos en esta tesitura, no sé me ocurría otro camino que dar marcha atrás hacia la infancia, y la verdad era que las fechas no me traían ni una sola buena vibración, si acaso haber degustado algunos ricos pestiños. Las escenas que me venían a le mente eran noches de un frío desagradable. Los braseros tiraban poco o y la ropa no era la adecuada. Si hubo algunas alegrías por la ocasión, yo no lo recordaba. Si que cuando alguien preguntaba por ella, lo más propio de papa era una respuesta del tipo: “!Sí, para alegrías estamos”¡, y luego venían las penas, quizás una enfermedad, un fallecimiento. Casi siempre había por medio algún luto o algún disgusto familiar, y no había manera de cumplir con los rituales del regalo. Como si estuviera acosado,  papá no dormía  por eso de las letras que le vencían a final de mes, y ya veremos si para reyes queda algo para comprar regalos. Además, de haberlos, los mejores regalos eran cosas como una camisa o unos calcetines, algo con que reponer los que ya “se caían por los remiendos”, al decir de mamá, que siempre estaba en estas cosas.
-Pero, eso no podía ser todo, me interrumpía Romi.
Tampoco para ella fue Jauja aunque fuese por otros motivos, por ejemplo la muerte del padre, por no hablar de otras cosas. Y a pesar de todo ella no se había quedado ahí. Una línea que llevaba explicitada una pregunta: “¿Pero porqué te has quedado ahí?”. “No veas, como si yo lo pudiera saber”, respondía en mi defensa.
De alguna manera se llegaba a una evidencia que antes no resultaba tan clara. Existía una diferencia de actitud, una manera opuesta de tomarse estos traumas o como se quisieran llamar. Convenimos que los motivos no funcionaban “mecánicamente”, añadía yo con mis ínfulas marxistas. Estaba visto que había gente que superaba estas cosas, y gente que no. Como yo. A las dos horas de conversación, estaba claro que ella estaba entre los primero y yo entre los segundo, y para no abusar, Romi añadió que seguramente ocurría a la inversa en otras materias.
-¿Cómo seguramente?, repliqué.
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarez
“Bueno, pues sin duda”, corrigió ella. Le recordé vengativamente la maldita inseguridad que también la acosaba. Pero el caso era que, al menos en aquel punto ella había olvidado los posibles malos recuerdos. Si le venían por un casual, los combatía justo al revés que yo, o sea entrando todavía más en la fiesta, es más, la necesitaba para no ponerse más triste de lo que le tocaba. Podía estar mal a las once, pero a las doce ya sintonizaba con la gente, y no tenía ningún problema para “xarrar”, reír, bromear, emborracharse, e incluso cantar si se encartaba, “¡con lo mal que lo hacía¡”. Lo tenía claro, Se sentía más viva cuando gozaba de la sensación de habérselo pasado “puta madre”. Claro que para optar por una cosa y no por otra, debía de existir un mecanismo interno que, era evidente, a mi no me acababa de funcionar. Había pasado el tiempo, y cada año la navidad me abrumaba, con gusto me habría largado a la Cochimbamba para regresar después de reyes. Claro que bien mirado, todo parecía cifrarse en un punto. Concretamente el de reconocerme entre extraño, o quizás también el de sentirme yo en medio del jolgorio. Necesitaba estar muy en mi terreno para superar el trago de un insidioso sentido del ridículo, supongo que herencia de mamá. Esto del sentido del ridículo se descubrió como algo importante. Otra cosa a tener muy en cuenta. Desde el momento en que apareció en la discusión, Romi lo adoptó para añadir otro porqué.
-Tendrías que haber conocido a mi abuelo el Marchenero, y a otros de mi familia, y seguro que hasta me consideraras un extrovertido, me defendí con una sensación inequívoca de criatura.
-No, si extrovertido ya lo eres, pero según donde y cuando...”, precisó ella.
Se había hecho tarde, y parecía que la discusión no daba más de sí. Mañana era sábado, no nos tocaba trabajar,  podríamos hacernos los remolones pero no demasiado, ya que por entonces teníamos unos amigos como huéspedes que no pasaban desapercibidos cuando se levantaban. De momento no había pues solución. Visiblemente cansado, lo único que se me ocurría era que “si acaso”, en momentos así, pues, pues...Pues que no contara conmigo. Que prescindiera. Que bastante problema tenía yo con sentirme fatal, y además, amargarle la vida. Eso es, la esperaría leyendo. Pero esto no la satisfacía, por lo demás, algo así podía afectar a la relación. Salía entonces a relucir un caso de separación conocido, y el problema era que ella se sentía joven y bulliciosa, y él no quería salir de casita. Pero eso no siempre era así, respondí con un toque de angustia. Ella entonces me volvió a acariciar las mejillas. Pero había algo que se hacía presente, estábamos muy bien juntos, solos, pero no tanto cuando había gente por medio. O mejor dicho, me sentía mal  cuando esa gente no pertenecía a mi entorno. Cuando era el revés, el problema ni se planteaba. En estos casos ella relucía sin dificultad, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Entonces, pregunte: “¿Pero, qué hacemos?”. Callé, y esperé la respuesta. Está no parecía existir, o al menos yo no la veía. Ahora no había fuga posible, algún día podía quedarme solo, pero esto no era una solución, la gente que se quiere normalmente no va cada uno por su lado. En aquel momento esta solución le motivaba una nueva preocupación, que yo lo estaría pasando mal solo. Antes de levantarnos me miró sonriendo, y me dijo con sorna: “La verdad es que nunca pensé que me estaba casando con una criatura”. Un poco picado  respondí: “Lo mismo digoooo”..
Le recordé que solo unos pocos días atrás, me había llamado toda alarmada al trabajo porque había encontrado una cucaracha en el pasillo. En la ocasión le respondí que no estaría insinuando que dejara de trabajar para cumplir la misión. Qué habría pensado Trotsky. Como me pidió una solución, le recordé donde teníamos el flic, y donde tenía que apretar. A las tres o cuatro horas después llegué a casa, y para mi estupor me encontré el bichejo desesperado tratando de saltar un círculo de liquido blancuzco, y sin pensar dos veces la aplasté siguiendo un mecanismo espontáneo en el que había por un igual gusto que disgusto.  Igual también saqué a relucir que me había comunicado que soñaba con un largo viaje por el Amazonas desde que leyó La Jangada, de Julio Verne. Poniendo mi mejor cara la contesté que no me la figuraba en medio de la selva donde las cucarachas debían de ser casi como cocodrilos. Tenía como una caja a la que recurría cuando  me abordaba la sensación de que únicamente se hablaba de “mis cosas”.           
El caso fue que después de sortear de la mejor manera posible las malditas navidades cenando en solitario unas acelgas con champán con unos postres dignos de la ocasión, aceptamos para los últimos días del año una invitación en la magnífica casa en las afueras de Dosrrius, propiedad de nuestro amigo común y compañero del ambulatorio, doctor Joaquín Burgués, un otorrino que fue entonces uno de nuestros protectores amén de un señor con su propia paginas en la historia de la medicina en Cataluña. Como si se tratara de algo digno de diagnóstico, yo mismo advertí que durante estas celebraciones sufría trastornos  parecidos a los que se atribuían a los hombres lobos, lo que no causó ni siquiera un pestañeo entre una decena de amistades, algunas ya viejas, y otra, de la ocasión, como fue el caso de un entonces famoso diputado socialista, sobre el que no tardaría en echar pestes, sin duda cuando actuando de portavoz del gobierno de Felipe González declaró que la TVE estaba a la izquierda del país. Si lo llego a saber entonces, la tenemos.
Según consta en una de mis anotaciones, en aquel encuentro se estaba fraguando una separación con su primera señora, una mujer que me causó una excelente impresión, y que dejaba claro siempre que podía que  le repugnaban  todos los éxitos políticos de su señor marido, que, por cierto, ya no era el que había conocido. A pesar de llevaba mi veneno siempre a punto, las conversaciones nunca sobrepasaron el ámbito cortés. El futuro ministro, evadió cualquier colisión ya que evidentemente no era ni el momento, ni el lugar ni yo era nadie para recordarle que la lucha continuaba o algo así. En medio de un ambiente festivo y distendido, demostró que a él no le tenía que enseñar nada sobre la historia del movimiento obrero, incluyendo el libertario, recurso que mostró evocando los espíritus de Marx y Bakunin en unas deliciosas experiencias espiritistas en las que, de andar por allí, debían de haberse mostrado muy cabreados contemplando como habían sembrado dragones y recogido pulgas.

Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezAunque hasta entonces no había dejado de estar presente allá donde quedaran ascuas de pasados fuegos, la agenda certifica que mi actividad más continuada durante aquellos años tuvo lugar como inclasificable cómplice de la vocalía de jubilados y pensionistas bajo la inspiración majestuosa de mi maestro, el todavía romántico hidalgo Francecs Pedra, en la última etapa de una vida confederal plena que había mamado el amor a la libertad y a la causa obrera en la subyugante biografía de su padre que había trabajado codo con codo con Federico Urales. Pedra estaba al final de su enorme aventura militante cuyos orígenes se remontaban a más de medio siglo atrás. Exactamente a mediados los años veinte, cuando encabezó una huelga de aprendices en el ramo del vidrio.
Junto con Pedra destacaba la pequeña pero intrépida Merced Ridaura, una monja seglar que había sido una auténtica "eminencia gris" de "la asociación" mientras dedicaba sus días a ayudar calladamente a los últimos que en el reino de los cielos serían, según promesa del propio Cristo, los primeros. Merced no era muy dada a discutir de acción política, ella secundaba las actividades y en algunos casos las facilitaba, intervenía con prudencia y sentido común, y cuando el PSUC del barrio trató de limpiar el establo de “extremista”, ella no les siguió, ni mucho menos. Cuando se le buscaban contradicciones respondía con mucha soltura, y así fue según recuerdo como estando un día en la puerta del local asociativo, se acercó a ella, creo que Carrasco, uno de los animadores del PSUC, para decirle con “segundas”: "¿Usted hermana, qué hace entre esta gente, no ve que ninguno cree en Cristo?". Y ella le respondió con una sonrisa abierta no exenta de picardía: "Hijo mío, cada uno es muy libre de creer lo que quiera, que yo no me meto, Pero te aseguro que Cristo de estar en alguna parte,  estará con todos los que luchan por los pobres, ¿y no es eso lo que se está haciendo aquí?". Era ciertamente lo que se hacía, y desde numerosas perspectivas, singularmente también la cristiana que, además, era como la segunda piel de gente comunista o anarquista, y en más de un caso, de misa semanal.
Mi aspecto todavía juvenil no era en absoluto el propio de la gente que se acercaba al movimiento. Con poco más de treinta años, mi presencia no casaba ni con el sector más "juvenil", compuesto por obreros con diversas enfermedades y lesiones que le impedían ejercer su trabajo habitual. Sin embargo, para mí esto era una minucia, y comencé a tomarle gusto a las actividades, además, Pedra estaba visiblemente contento de contar con mi ayuda, y no dudaba en consultarme todo lo que consideraba necesario. Así es que, de la noche a la mañana me encontré en el ruedo, apareciendo en toda clase de actos. Fuera por prejuicios políticos o por extrañeza, inquirían qué hacía alguien como yo en un sitio como aquel, a lo que uno de los nuestros le contestaba diplomáticamente: "Éste viene con nosotros y es de los nuestros". El enérgico Pedro, un antiguo miliciano que había llegado a capitán con Cipriano Mera, y que habían mantenido intacta la antorcha y el ejemplo, de ahí que presidiera una descendencia muy comprometida, con una hija militando en la LCR del metal, y que se erguía como algo así como el complemento duro del Pedra, se mostraba todavía más expeditivo en este punto, añadiendo si se encartaba un "¿Es que pasa algo?. ¿Tienes algo que alegar?. ¿Es que no te gusta lo que dice?". Yo le correspondía la atención diciendo a veces que Pedro era mi abuelo, y si alguien planteaba alguna duda, respondía: “Bueno, como si lo fuera. Por mí lo es”. Él se reía, y añadía: “Bueno, pues por mí también”.
Por entonces, comencé a coleccionar toda clase de recortes de prensa,  artículos de los medios más variopintos, y finalmente, a adquirir toda clase de libros sobre lo que, llamaban "la tercera edad", un término con el que se trataba de evitar otros que leídos literalmente en el diccionario resultaban deprimentes. Pronto me inventé una consigna muy clara, había que tratar de retirarse de la esclavitud del trabajo, pero nunca jubilarse de la vida. Esto que parecía de cajón desde el punto de vista filosófico, no era en nada fácil para quienes no conocían más que el trabajo desde la infancia, y les costaba  hacer otra cosa en su vida. Este era el caso notorio del abuelo de Romi que el día en que dejó de trabajar,  le aparecieron unos temblores en la mano derecha que nunca más se le fueron. El hombre nunca dejó de comenzar el día con su doble ración de "barretxa", o sean dos copas de orujo, pero aparte de esto y de una buena mesa,  necesitaba sentirse útil. Contar lo que había hecho durante el día, y enfatizar su importancia. Pero la verdad es que ya podía seguir ejerciendo como esforzado patriarca, y además la incansable y entrañable abuela era quien más decidía, entre otras cosas porque era mucho más útil y razonable. No sabía como obligarlo a salir de casa, y que la dejara hacer aquellas faenas en las que no resultaba un estorbo. 
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezA fuerza de implicarme, fui gradualmente afinando mi papel de "intelectual orgánico" de la vocalía tomando el hilo de una escuela en la que el propio Pedra era el primer referente. A mi entender, se trataba sobre todo de darle cobertura y remachar con mayores argumentos lo que el colectivo había acordado, aunque me dejaba de llevar más de lo que quería por los furores mitineros y proclamaba razones perturbadoras que no siempre convencían. La controversia estaba servida cuando arremetía contra la pensión otorgada al President Tarradellas, y en más de una ocasión propiciaba el debate sobre quien tiraba piedra sobre su propio tejado, los que le apoyaban  los que estábamos en contra, llegaba a adquirir tanta fuerza que se imponía el arbitraje y pasar al orden del día. Llevado por la confianza o por la indignación,  podía provocar una tensión añadida, asustando a los más atribulados y conservadores o a las señoras, escandalizadas por recursos oratorios como “hijos de puta” y otras lindezas por el estilo, por lo que Merced no dudaba en obsequiarme con un tirón de orejas, y aconsejarme enfadada un mayor cuidado, no en el fondo pero si en la forma, como se cuidaba de matizar. Recuerdo que en una ocasión me vino una pareja catalanoparlante que empezó felicitándome por lo bien que había hablado, pero dicho esto torcieron el gesto, y me riñeron encolerizados: "!Noi, li has mancat el respecte al President de la Generalitat¡".
Una ocasión singular tuvo lugar durante un debate impulsado desde la sede de la calle Fontanella de "Los Amigos de la ONU" presidido por el incansable Francecs Noguero quien tantos favores les había hecho a las primeras Comisiones Obreras, y en el que un apuesto militar retirado con su bigote de cepillo plateado y su bastón de rigor,  aducía elocuentemente como una argumentación reiterativa, su "gran amistad" con el mismísimo presidente Suárez, amistad que ponía gallardamente al servicio de los reunidos para arreglar las cosas. Parecía que el presidente, nada más que recibiera la notificación de lo mal que el país se portaba con sus mayores, pondría mano a la obra…En estos casos, había que ser prudentes, por eso le correspondió a Pedra lidiarlo que sabía hacerlo elegantemente. Comenzó explicando cuidadosamente que todo lo que hiciera por la causa se lo agradecería, pero sí se lo permitía con todo el respeto del mundo, si quería que le dijera la verdad, él no se lo creía. No por la falta de voluntad del señor militar, que la valoraba. Si no porque el señor presidente tenía mucho más amigos, y le constaba que más poderosos que él. De todos modos, si sé trataba de escribir, pues se escribía y de aquel acto salió una carta redactada por el hidalgo caballero dirigida directamente a la Moncloa, y con un encabezado que decía: “Querido amigo Adolfo”. Al cabo de unos meses llegó una respuesta que podía ser empleada como evidencia de escritura grandilocuente. Como el mucho jabón y reconocimientos pueden esconder las mayores vaguedades.  El señor militar quizás pudo presumir del trato que le daban, pero en realidad no le decían ni media palabra sobre acciones concretas.
Por aquel tiempo, esta "movida", todavía animaba convocatorias con centenares de asistentes, y no había muchas dificultades para proponer tal o cual manifestación. En línea con esta actitud se contaban con elementos con una capacidad extraordinaria, viejos republicanos que mantuvieron la integridad y el fervor militante hasta el final. Como aquel abuelo entrañable que hacía venir a sus hijos que además tenían que ayudarle a caminar. No imagino quien puede recordar a estas alturas su nombre, pero sí que en el acto que se notificó su fallecimiento, hubo un silencio muy profundo. Esto era posible porque todavía se respiraba un ambiente reivindicativo, y porque los partidos institucionales no tenían a la mano una estrategia ni una influencia organizada. Las elecciones municipales estaban todavía por hacer, y las voces más exigentes se confundían con las más moderadas. Al igual que otros grupos que representaban a sectores especialmente marginados, los de la “tercera edad” irrumpían en la escena cuando el franquismo ya tenía los días contados, y no antes. Reflejaba una nueva realidad social, y en Cataluña lo hizo al amparo de los Centros Sociales y Asociaciones de Vecinos. Pedra explicaba siempre que su punto de partida tuvo lugar en  una vocalía del Centro Social de Sants, que conoció un gran éxito en una convocatoria en el cine Gayarre, en la que él estuvo presente. En Pubilla Casas, a los pocos meses de su funcionamiento, la nuestra, era de las que se le hacía el local pequeño. 
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarez
La mayoría de sus componentes eran emigrantes tardíos, personas como mis abuelos, que ni siquiera se hicieron a la ciudad, y no digamos a la nacionalidad, a ésta no llegaron ni siquiera mis padres, que parecían rejuvenecer cuando permanecía una temporada en el pueblo. Se les veía por aquellas calles en las que apenas se encontraban algún banco que otro para sentarse, y en las que los coches se estaban ya haciendo los dueños del asfalto.  No olvidaré que la primera zona ajardinada que se colocó en el barrio de La Florida, fue pronto devastada por los niños, y sentí muchas voces clamar por las plazas duras. Desvinculado de su ayer, de lo que habían sido sus normas de vida, incómodos en aquellos pisos, cada vez más desconectados de una vida familiar que se hacía extraña, los abuelos no siquiera tenían el consuelo de ayudar como las abuelas. Esto explica que el abuelo Antonio, a pesar de las preferencias que tenía por vivir con mamá (que lo conocía mejor que si lo hubiera parido, decía), no estuvo mucho tiempo con nosotros. El hombre no se hizo ni a la utilización de aquellos artefactos que ahora llamaban lavabo. Todavía aguantaba menos a la presencia de los novios de mis hermanas en casa, además, no encontraba a nadie a quien explicar sus hazañas de arriero. Lo escuchaban si acaso cuando hacía previsiones sobre el tiempo, pero encerrados entre todos aquellos pisos le costaba mucho apreciar la atmósfera. En general, los ancianos carecían de las más mínimas infraestructuras que los acogieran, y los casos de desamparo aparecían cada vez más a la luz. En invierno se arrimaban ateridos al sol, en el verano a las pocas sombras donde pudieran sentarse sin pagar.
No eran pocos los que vivían solos, algo que no tenía nada que ver con lo que esto podía significar en el pueblo donde, por lo general,  siempre había una hermana, una sobrina o incluso unas vecinas dispuestas y pendientes.  Buena parte de ellos venían a las consultas a contar sus historias, y los encontrabas ya de buena mañana guardando la “tanda” para el médico, incluso para el de la tarde, porque así “echaban el rato”. Habían toda clase de casos, parte de los cuales se nos permitía conocer desde el ambulatorio. A veces se trataba de comedias o simples melodramas, pero también se daban auténticos dramas. Como los de los ancianos que fallecían y el vecindario se percataba cuando les llegaba el olor. Como aquella agradable abuela malagueña que había perdido a su hija, y que no sabía ahora ni como volver a su pueblo. O los casos de los padres-maletas que a veces fallecían en medio de un trayecto, y si no tenían documentación podían acabar en la Morgue porque cada uno de sus muchos hijos de pensaba que estaba en casa de los otros.
Cada vez era más evidente la existencia de un fenómeno que los geriatras llaman desvinculación, según el cual el abuelo resultaba cada vez relegado dentro de las familias. Lo que en el pueblo podía servir como acta de acusación contra los responsables, en la ciudad no importaba a nadie. A veces llegaban al ambulatorio en condiciones lamentables, y cuando preguntabas por la familia ponían los ojos en blanco. No faltaron casos en los que tuvimos que echar mano a la mala uva para llamar la atención a tal hijo o hija porque no se acababan de decidir en recoger al abuelo que se había desmayado. Este tipo de actitudes venía acompañadas por unas buenas dosis de hipocresía. Nuestros amigos del equipo de curas de Pubilla que por aquellos momentos se habían trasladado a ayudar a los sandinistas, nos contaban que ellos "calaban" inmediatamente a los hijos más descastados. Eran precisamente los que a la hora del entierro daban más importancia a las pompas y a todo lo que sé pudiera arreglar a golpe de cartera. Estos se asemejaban a los que aparecían un día en el Ambulatorio con su anciana madre para que le arreglaran todas cosas “enseguida” porque estaba aprovechando un día de libranza, y él no podía permitirse perder más tiempo. Los ejemplos podrían llenar muchas, muchas páginas.
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarez
El nacimiento del movimiento coincidió con primeros hogares, los grandes bancos ya estaban en el asunto con su dudosa filantropía, y en el barrio de La Florida ya se había abierto tiempo atrás, aún en pleno franquismo, un flamante Casal. Dado este carácter pionero, tuvo todavía el privilegio de conocer una gestión burocrática adicta al régimen, contra la cual Pedra tuvo desde el principio sonados altercados, poniendo en evidencia privilegios y autoritarismos destinados a desaparecer. Por más  que en el ambiente todavía pesaba mucho la resignación, a Pedra y a Pedro no les costaba nada alborotar a los más inquietos, y proclamar con unos pocos más: “!Muy bien, mientras el director no quiera escuchar nuestra quejas,  nos sentamos aquí con estas pancartas, y ya dirán ustedes algo¡”. A veces no necesitaban ni siquiera tocar el suelo. Estas  anécdotas le servían a Pedra y a Pedro más que todas las medicinas que pudieran tomar, !como se reían los condenados cuando contaban como aquel bedel que se había puesto borde llamando ruidosamente a su director, encontrándose con la sorpresa de que éste, mucho más “puta”, lo obligaba a tratarlos desde entonces de señor por aquí señor por allá¡. Era entonces cuando Pedro le decía: “No, no, que vá hombre. Si yo soy un compañero como tú. Lo mismo que esos que están ahí”. Entonces les gritaba, “!Y que tenían que tener un poco más de amor propio, y no jugar tanto¡”.
Nada más que se abrió la vocalía en Pubilla, hicieron actos de presencia varios veteranos del PSUC como la tenaz Carmen Martínez, amén de otros antiguos combatientes, entre ellos algunos veterano anarcosindicalistas de fuste. Entre todos, el más impresionante que recuerdo era "el compañero Marín" de Bellvitgue, un minero que escapó de la muerte en 1936 "por chiripa", cuando ejercía como uno de los líderes de la CNT en las minas de Río Tinto, en Huelva. En el 36 el fascismo hizo allí una de sus mayores "escabechinas" de la cual escapó como pudo, sufriendo luego cárceles y vicisitudes sin cuentos que, empero, por su natural modestia, había que sacarle sus relatos casi con sacacorchos, claro que luego había que tomar un descanso. La trama de su huida daba para una gran película, y la de su resistencia ulterior, desarrollada en el exilio interior, para mucho más. Marín era un señor reflexivo y muy curado de dogmatismos, abierto y entrañablemente unitario, que narraba con el mayor número de detalles una suma de experiencias impresionantes y terribles. Sus intervenciones eran cotejadas con otras historias paralelas, las propias de una estirpe de militantes anarcosindicalistas que sobrevivieron los exilios, incluyendo el del interior y que, después de toda clase de vicisitudes, permanecieron en el anonimato tras el fracaso de los “maquis”, con los que buena parte de ellos tuvieron sus conexiones. Todo aquello me producía la sensación de ser amigo de personajes legendarios cuya fidelidad a las ideas chocaba con la venalidad de muchos de aquellos de mi generación que cuando me encontraban, me decían cosas como: “!Ah, pero tú todavía sigues con esas quimeras¡”.
Aquellos encuentros tenían mucho de comunión, y todavía se me eriza la piel cuando recuerdo el trato y la deferencia que me prodigaba aquel abuelo que ya estaba medio ciego, y que no tardó en fallecer. La conexión era muy potente, lástima que entonces mis talentos no dieran para pensar siquiera en una modesta grabadora. Después de asistir a algunas de aquellos memoriales, me sentía frustrado por carecer de una pluma capaz de registrar tantos sacrificios por las ideas. De retratar personajes a los que alguien con un mínimo de talento o profesionalidad les habría dado el debido tono. Otro componente sumamente interesante fue Vicente Nebot, de Coll-Blanch, que era todo un helenista autodidacto, y que había sido uno de los animadores del Ateneo libertario del barrio en los años treinta, y que ahora se mostraba como un ilustrado defensor de una evolución humanista, sin estridencias. Tanto él como Pedra defendieron la participación electoral, ela la Constitución, y una actitud favorable a los socialistas, estableciendo una cierta distinción entre el fervor de los ideales revolucionarios de antaño, y el posibilismo del presente, justificado ante todo para evitar cualquier cosa que pudiera significar un retroceso a todo lo que les había tocado sufrir con la derrota. Con todas sus dudas, Pedra dio apoyo a la candidatura municipal del PSC en las municipales de 1979, y rechazó todas las propuestas de hacerlo por la coalición que yo encabezaba en nombre de la Liga.
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarez
Me ha quedado grabada la imagen viva de otro ácrata llamado Pliego que hablaba con un acento andaluz inequívoco, y con un gracejo que te motivaba para imitarlo, una característica mía que también reproducía cuando hablaba con los latinoamericanos. Pliego era de un moreno curtido por el Dios Sol, Nuestro Padre, y era poseedor de unas maneras de actuar en todo muy reposadas. Siempre reclamaba su tiempo, y cuando explicaba algo decía, “Tranquilo muchacho, que no hay fuego. Tu escucha que no te hará mal”. Entonces tenía al punto alguna reflexión filosófica que a veces trufaba con una anécdota con personajes como Hipócrates, su modelo, como aquella en que le dijo a Alejandro que se apartara porque le quitaba el sol, ¿”Qué era Alejandro al lado del Sol?. Nada, apenas polvo. Tanto Alejandro y tanto fuste, y se murió antes de saber algo serio de la vida”. Pliego no perdía ocasión para contarnos los alicientes de los alimentos vegetarianos, y podía considerarse todo un teórico de las virtudes de las hortalizas, de los milagros del ajo y el limón, amén de un crítico acerbo del sacrilegio que significaba sacrificar a los pobres animales, nuestros compañeros en el planeta y de los que hablaba como si fueran amigos. Se le encontraba esporádicamente en casa de Pedra para comer y dormir en “cualquier rincón”, que, como era de prever, siempre había alguien que decía que no podía ser de más de medio metro porque la casa de los Pedra era un “caja de cerillas”. O en algunas reuniones donde intervenía con mucho ingenio y con una salsa propia, pero un día no volvió. Lo único que sabía Pedra era que, días antes, le había contado que quería volver a Andalucía de la misma manera que llegó aquí, o sea caminando. Claro que habían pasado no menos de tres décadas desde entonces.
En el mismo ámbito pero con otro signo, recuerdo también ásperas polémicas anarco-marxistas con y contra de Félix Carrasquer que nos visitó con su ceguera santa y solemne y su piñón fijo, amén de una todavía más agria con Severino Campos, una de las leyendas vivas de las jornadas de julio del 1936 en Atarazanas para el que la CNT era la depositaria de las verdaderas esencias, y ante el cual consideré con cierta malignidad que detrás del abecedario podía haber toneladas de entrega y coraje, pero muy escasa materia gris, sobre todo por su empeño en considerar como verdad lo que ni siquiera significaba una pequeña reflexión crítica. Cuando asistía a estos debates, Pedra se mostraba bastante dividido. Por un lado tenía claro que estimado tanto sus ideales como su propia existencia, y cuando decía esto siempre mencionaba a su padre, como si el acto darle la vida y las convicciones ideológicas, fueran una misma cosa. Pero por otra tenía miedo de no haber estado ni seguir estando a la altura que exigían. Esto lo decía anotando que ese temor le sobrevenía especialmente cuando se encontraba con compañeros sobre los que tenía la mejor opinión por lo que habían hecho a lo largo d su vida, pero a los que ya hacía mucho tiempo se les había parado el reloj.  Él tenía claro que la historia había recibido un corte brutal. Que no se podía seguir diciendo aquello de Fray Luis de León, “Como decíamos ayer...”.
 “Ayer fue ayer, y hoy es hoy. Esto puede parecer muy sencillo, pero no lo es”, aseguraba. A veces trataba de hacer extensible la reflexión hacia el marxismo, o los “trotskos”, con cierto aire bromista. Pero si me ponía fuerte, y le respondía: “!No me joda, Cisco. Tú sabes que aquí siempre nos hemos preocupado de dar alternativas a las situaciones y no de sentar cátedra”, asentía bienintencionadamente que sí, que sí. Y si mi intervención merecía la pena, no deja pasar la ocasión para remarcar otra vez que en esto de las ideas yo era como su hijo, que me enseñó a pensar, y que yo había escogido mi propio camino. Y en esto él me respetaba igual que yo lo respetara a él. En alguna ocasión añadía que en el fondo, yo seguía los principios y finalidades del anarcosindicalismo. Era cuando le respondía, “Bueno, no tanto. No te pases”.
    
Sin embargo, hay que decir que, incluso en los momentos de auge, eran unos pocos los que mostraban una capacidad organizativa, el grueso de los abuelos que se movían carecía de la menor experiencia en este sentido, y no resultaba en nada fácil crear, y sobre todo mantener una dinámica más allá de alguna acción solidaria puntual. Gestos magníficos cuyo hilo inicial partía del despacho de la Merced Ridaura, que estaba al tanto de muchas realidades que los demás no sospechábamos. Hubo casos aleccionadores. En uno por ejemplo, se logró que con la movilización y la solidaridad  echar para atrás un infame mandato de desahucio dictado para desproveer de su ridículo pisito a una inocente pareja de abuelitos temerosos de todo y agradecidos a la asociación hasta las lágrimas, y un día la señora nos trajo unos pastelitos que los de la Junta nos supo a gloria.  En otros gesto se exigió al Ayuntamiento medidas concretas de ayuda, algo para lo que la Merced se las pintaba sola. Aunque a veces tenía que enfatizar que, sí no tenía más remedio, pondría el caso en manos de "la asociación", y contaba esto con una risa picarona: “I van posaaat una caraa¡”.
No obstante, a pesar de esta capacidad de soporte, la verdad era que pocos asumían responsabilidades, es más, buena parte de ellos todavía seguían marcados por los estragos del gran terror franquista, tanto era así que con ocasión de las primeras elecciones democráticas, corrió el rumor de que, sí no votaban a la UCD, les podían quitar la pensión o causarle muchos problemas. Como si lo que le daban fuese un favor que le podían retirar, un sentimiento para el que no faltaban referencias en los años más duros del régimen pasado. Un disparate obvio para la gente más joven pero que, para mi sorpresa, papá y mamá creían perfectamente verosímil. Cuando les discutí que eso pudiera ser, papá repetía aquello que yo no me había enterado todavía lo que era capaz de hacer “esta gente”, y mamá me advirtió que a ver si con tanto meterme con los que manda iba acabar en la calle en mi trabajo.
Con su capacidad innata de tomar el pulso de lo que sucedía en los hogares, Pedra y el Pedro llevaron a cabo una campaña particular, y contaban anécdotas que confirmaban la existencia de un pozo de miedo e ignorancia de cuya proporción y alcance no siempre éramos suficientemente consciente los jóvenes que, por lo general, medíamos el curso histórico por el ambiente de nuestros propios entusiasmos. 
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezNo fue éste el único caso que puso en evidencia la existencia de "malos rollos" con los "vejestorios", entre los que, naturalmente, los había con actitudes y costumbres muy poco pulidas y muy "de campo", propensos por ejemplo a soltar su colección de esputos sin demasiados miramientos (“No querrá usted que me lo trague y me muera”, me contestó una vez uno que lo acababa de soltar ruidosamente en un ascensor público) o de mearse en cualquier rincón, tampoco todos los viejos verdes eran caballerosos. A la entrada de Ambulatorio alguien le llamó “el paseo de las joyas”, porque a veces se encontraba plegado de esputos verdosos. Pero esto que para nosotros apenas era una mera anécdota que podíamos ampliar con otras muchas, resultaba intolerable para parte de la gente que se había instalado en los rascacielos llamados Tres Torres, próximos la boca del metro de Pubilla Casas, que, al parecer, ya se sentía mal en aquellos barrios que estimaban de poca categoría, y sobre el cual pretendían subrayar su superioridad social. Esta amplia zona había sido antes los terrenos del campo de fútbol del barrio, hasta que el urbanismo franquista la clasificó impunemente como terreno edificable, a pesar de que ser quizás la penúltima posibilidad de parque y zona verde en un barrio cuya densidad de población le aproximaba a las mayores del mundo. Pero a lo que íbamos...
Nuestra sorpresa fue mayúscula cuando nos enteramos que un sector inesperado del vecindario de la zona, rechazó la apertura del local de los jubilados en los bajos de uno de sus edificios, gritando despectivamente. Los testigos estaban fuera de sí, algunos aseguraban que, de no haberlo visto no se lo hubieran creído.  Entre los componentes de la turba, incluso los hubo tan expeditivos que empujaron y escupieron a los abuelos. Uno de ellos incluso empujó de mala manera a Pedra cuando éste se interpuso, poniendo en evidencia que el hombre ya padecía serios achaques, por lo que el incidente le afectó doblemente, en su orgullo y en su conciencia de no ser físicamente ya lo que era. Fue solo un momento, pero la noticia corrió como un reguero de pólvora, causando la reacción lógica…Afortunadamente, antes de que el asunto se enrareciera más. el sector más presentable de los propios vecinos reaccionó positivamente, y emergió ofreciendo sus disculpas actuando para encontrar una solución mejor, algunos además, se sumaron con interés a las actividades de la Asociación. El asunto pasó rápidamente por el Ayuntamiento, por todo lo cual, como la situación lo requería. Apareció entonces un local nuevo, el definitivo que, ciertamente, era muchísimo mejor, y en el que pronto nos pusimos a trabajar, entre otras cosas,  por crear una copiosa biblioteca.
Después de llegar a un acuerdo con la vocalía con Pedra al frente, me puse a repasar a los novelistas más populares. Un buen pretexto para entregarme a una lectura voraz que me llevó por las librerías de segunda mano para recuperar colecciones enteras de Verne, Salgari o H.G. Wells guiado por la primera edición del deslumbrante ensayo de Fernando Savater La infancia recuperada, devoción que sustituyó por un tiempo a otras lecturas más politizados como libro de cabecera, aunque también es verdad que descubrí indignado algunas estimaciones reaccionarias en las que el autor de presunción libertaria, en el tema colonial se manifestaba mucho más próximo a Rudiard Kiplyng que a Frantz Fanon.
Semejante tentativa didáctica encontró con el tiempo, su curso natural a través de los servicios municipales, y dio pie a una campaña de divulgación, paralela a las que el incansable Eduardo Rojo realizaba con sus diapositivas en sus amenas charlas sobre los misterios del legado Gaudí. La idea era cubrir las estanterías con títulos claves de la literatura popular en la que incluían hermosas reediciones de los clásicos de la novela popular como las de Legasa, que ofrecían numerosas ilustraciones. A continuación desarrollamos varios ciclos de charlas comenzando con la evocación de La vuelta al mundo en 80 días. El caso es que, sí bien saqué provecho para largas y sorprendentes discusiones, la literatura, se quedaba siempre de mi lado. Había debate, pero se hablaba de un totum revolutum, en el que contaban más las vicisitudes de tal o cual de los presentes. Por ejemplo, una tarde un anciano gallego nos deleitó con una conferencia improvisada sobre sus sugestivas peripecias con las abejas. Eran notas llenas de detalles e incidencias que daban para un documental tipo National Geographie o mejor para un hermoso cuento de haber alguien para escribirlo. Ignoro sí al final hubieron algunos abuelos a los que les diera por leer, pero lo cierto es que, a pesar de que mantuve una estrecha colaboración con la vocalía en los años siguiente, Pedra, que era muy detallista en estas cosas, nunca me presentó a nadie interesado en los libros, ni siquiera por los de Julio Verne. Pronto quedó claro que la biblioteca era la atracción menos transitada del Hogar.
Mucho más que los libros eran el dominó y otros juegos lo que hacían furor hasta el punto que cuando se interrumpían para presentar otra opción, se creaba un sordo rumor de protesta. Además, estaba la dichosa “caja tonta”. Por otro lado, las mujeres ya tenían sus puntos y manualidades.
Lástima porque, a mi entender aquellos libros habrían significado, al menos para algunos, una posible recuperación de los sueños liberadores y fantásticos de la juventud, una posibilidad que siempre evocaba contando con entusiasmo la historia particular del abuelo Pepe “Pichori” quien cansado ya de la mediocre y reiterativa prensa deportiva y de los tremendismos de El Caso, sobre el que decía que estaba mejor cuanto más atrocidades contaba, se empeñó por conseguir “buenos libros”, yj he aquí, que el hombre encontró en el último tramo de su vida la fascinación por la literatura llevado de la mano de la imaginativa pluma de Verne y Salgari. Todo ello, gracias a una colección excepcionalmente ilustrada prestada como un favor muy particular dado el estado del abuelo, por el primo Pedrito Gutiérrez, el “intelectual” del pueblo entonces, quien unos pocos años después fallecería dejando la biblioteca a merced de las ratas y el polvo. Para el abuelo, que tenía unas bases culturales que no reprodujeron ninguno de sus hijos, aquello fue tal revelación que apenas si dormía. Descubrió maravillado que existían otros mundos, otra forma de vivir el tiempo, cosas que aprender que colmaban su sentimiento todavía vivo por saborear la cultura y su magia. Aún tuvo oportunidad para hacerme cómplice de su devoción, y durante semanas me olvidé de corretear por las afueras e incluso de tanto jugar al fútbol. La cultura, me reiteró siempre que pudo. era el mejor camino posible, lejano de lo que, económica y físicamente, había arruinado su vida. Claro, que entonces no había llegado la “caja tonta” ni otros inventos de vaciar el tiempo mental.
Con estas historias uno podía estar perfectamente una hora “largando”, para acabar ofreciendo aquel espacio de libros, ahora al alcance de todos, con la garantía de que, si iniciaban en su lectura, no lo podrían dejar fácilmente. Pero era mi principal referencia, aunque también contaba como mamá, que nunca había leído ninguno, se entusiasmó con Oliver Twist.  También citaba otros ejemplos como el de Una jornada particular, donde una ama de casa (Sofia Loren) que cambiaba su punto de mira de ama de casa estrecha y oprimida bajo el fascismo de Mussolini en, el mejor Ettore Scola, gracias a un "gai" (Marcello Mastroianni) que le brindaba la lectura de Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, mediante la cual comenzaba una historia que le permitía ver la vida con otros ojos, y a cuestionarse su papel social en un momento en el Hitler y Mussolini se encuentran en Roma en loor de muchedumbres.
Yo pensaba que el problema de fondo era que antes la inmensa mayoría no había tenido los libros a su alcance, y que cuando lo tuvo, como durante la República el lector obrero se hizo dominante para estupor y miedo de gente como Ortega y Gassett, tal como indica en su célebre obra La rebelión de las masas, se atrevió a pensar, y a tener criterio propio, algo que los amos no podían soportar, de ahí que el “Movimiento” arremetió contra los maestros y contra los libros, los quemó en las plazas, y los tomó como pruebas a la hora de llevar a cabo sus razzias por los pueblos.
Pero este era un camino demasiado terrible, y raramente lo invocaba. Privilegiaba otro más transitable, el que me llevaba al terreno de la herencia oral, del encuentro generacional entre los abuelos y los nietos. Recuerdo que un día un camarada, me preguntó: “¿Tú también tuviste un abuelo formidable que te enseñó?”. Su caso era todavía más notable, el abuelo fue un antiguo republicano, quizás anarquista, que contó a su nieto las historias que no se había atrevido a explicar a sus hijos, y le abrió los ojos en una época en que esto era más factible. Mi caso no era tanto, pero yo me sentía heredero de una tradición, de una continuidad, de unas maneras de ver las cosas, parte de un rico imaginario que me sirvieron luego para situarme ante las cosas de este mundo. Claro que también estuvo el cine, la literatura, y gente como Pedra, pero el punto de partida fueron los abuelos paternos.  Siguiendo por este hilo recalcaba hasta la saciedad mi agradecimiento a mis abuelos por haber tenido todavía la ocasión de hacerme las primeras ideas sobre la vida escuchándolos en el invierno alrededor del brasero o durante el verano con una manta tirada en el suelo, y de haber sentido partícipe y prolongación de sus propias historias en un tiempo en los que los artefactos tecnológicos no habían llegado para desconectarte de "lo antiguo", e instaba a los presentes en no desistir en "contar batallas" a sus nietos. En los mejores momentos de la vocalía, Pedra, siempre situado en la onda, organizó con  maestros inquietos diversos encuentros entre abuelos y niños que provocaron el entusiasmo de unos y otros, pero que carecieron de continuidad. Quizás porque Pedra era un punto y aparte, alguien cuyo entusiasmo utópico había conseguido una personalidad viva y creativa, capaz de animar hasta el auditorio infantil con sus pequeñas historias sobre como su padre quiso enseñarle y él trató de aprender. El resto, incluyendo los que más apoyaban, carecían de la suficiente inquietud y personalidad como para promover situaciones, y de plantearse nuevos horizontes.
En mi opinión, se estaban rompiendo los últimos tramos del puente que secularmente había existido entre un tiempo y otro, y cuyo componente supongo que idealizaba, aunque quizás no tanto, y esto lo digo desde el presente, cuando esta desconexión está mostrando más claramente sus consecuencias a través de la estúpida prepotencia tecnológica, por la absurda pretensión de las generaciones que emergían de estar en la última ola. También en este terreno la suma entre la TV, el tipo de vivienda y de ciudad, la apatía de la satisfacción consumista y la abulia intelectual generalizada, acabaron entre otras muchas cosas cortando un diálogo que sé ya había dejado de realizar en casa. Los viejos se preparaban para despedirse sin molestar demasiado, arrumbados en sus hogares ahora acomodaticios, mientras que los nietos, con sus consolas y demás artefactos deshumanizadores, creían que el mundo comenzaba con ellos, y casi nadie se cuestionaba nada. La conciencia crítica, sí existió, había sido mortalmente herida con la barbarie franquista o en aquella larga posguerra en la que se afianzó la ley del más fuerte, en la que todo estaba ordenado para el sometimiento. Esta reacción contra la acción colectiva se hacía notar un poco en todas partes, por ejemplo con expresiones como "no es mi problema", o aquella  otra de "!Y a mí que me cuentas¡", o el sempiterno "no hay nada que hacer" que se había instalado precisamente ahora, justo cuando, en teoría,  las libertades tendrían que posibilitar sueños que antes parecían irrealizables por la dictadura. Por otro lado, las pequeñas exigencias fueron perfectamente asimiladas por los ayuntamientos o por la Generalitat.
Era pues evidente que, a pesar de los primeros destellos reivindicativos o personales de unos pocos, entre la mayoría primaba una actitud de repliegue individual, cuando no de arrinconamiento. Estas tendencias comenzaron a cobrar cada vez mayor peso desde el momento en que se concretaron unos primeros logros, hogares, ventajas y descuentos diversos, sin olvidar algunas que otras mejoras en comedores públicos o de atenciones médicas y sanitarias más particularizadas como la de los podólogos, o algunos casos de asistencia a domicilio, contadas, unos logros que  ilustraban aquella frase marxiana según la cual en los países llanos las colinas parecen montañas.

Observando entre mis seres más próximos, era obvio el predominio de las actitudes más conservadoras y personalistas, este terreno en el que se situaban papá y mamá que únicamente alcanzaba a manifestarse con “los nuestros”, o sea con la familia, lo que no significaba que si, puntualmente, se podía hacer un favor, se hacía pero sin complicarse más de la cuenta. Se habían habituado a sentirse al margen y no querían ni oír hablar de ninguna clase de asociación, y mucho menos de jubilados, viejos al decir recalcado de mamá, ni saber nada de excursiones o algo parecido.
Cuando descubrieron que fulanito o zutanito frecuentaban los bailes con otras personas mayores, creían que estas habían perdido el sentido del ridículo. A mamá en particular no le entraba en la cabeza que algunos buscaran alternativas a una viudedad solitaria, que convertía al hombre en un extraño en su casa, y a la mujer en alguien reacia a salir por su cuenta. Mucho menos soportaba las “cochinadas”, la más mínima insinuación sobre la sexualidad. Ella pues, se situaba en las antípodas de actitudes como la de la duquesa de Metternich, que cuando le preguntaron sobre cuando concluía la vida sexual, respondió: "¿Y a mí que me explican, yo sólo tengo ochenta años?". A Pedra por el contrario, le encantaban las anécdotas verdes, la evocación de posibles  amores tardíos como los de Víctor Hugo o Picasso. Seguía ahíto de besos, y quería a Lola como el primer día sino más, y no perdía su ocasión de jugar, al menos de palabra. Ella reía cuando le escuchaba presumir de estas cosas, y respondía socarrona: "Menos lobos". 
El pase de papá de trabajador a pensionista tuvo lugar aquel mismo mes. Desde hacía cierto tiempo, su empresa, la Comercial Ebro, en la que había trabajado desde principios de los años sesenta con un sentido de la responsabilidad exacerbado, comenzó a reducir plantilla. A aquellos pulcros empresarios yanquis ligados a tradiciones protestantes integristas, muy amantes de una jerarquización extremadamente minuciosa que creaba salarios diferenciados hasta entre trabajadores que prácticamente hacían lo mismo,  no se les ocurrió nada mejor que echar mano a los métodos de la escuela de Chicago que entonces conocía sus años del esplendoroso ensayo de economía neoliberal en el Chile de Pinochet. Contrataron a un contramaestre al que los trabajadores, en buena parte ya mayores como papá, no tardaron en tildar de "negrero". Estaba clara que la intención de precipitar la marcha "voluntaria" de los que les estorbaba para sus piadosos beneficios. De carácter pusilánime, siempre temeroso de lo que podía pasar,  papá había estado durante años efectuando una misma faena revisando metros y metros de tela para detectar las posibles taras. En los últimos años, comenzó a tener problemas con la vista, una dificultad que fue aprovechada por el "negrero" para amargarle más la vida. Cada vez que éste le sacaba a relucir despóticamente las taras que le habían pasado inadvertidas, papá regresaba a casa deshecho. Inmerso en un ataque de tensión histérica que trasladaba en no poca medida a mamá. En algunos momentos pareció estar al borde de una depresión, y de eso me habló el médico de cabecera que lo atendió. Durante un tiempo porfié en acompañarle, y encararme yo mismo con el "negrero", pero papá no quería ni oír hablar de nada parecido. 
Fue cuando, después de una de sus mayores crisis, me reuní con dos amigos sindicalistas bastante fornidos y decididos. No hubo mucho que contar. Entonces ideamos una de aquellas medidas de salud laboral que la CNT de los años heroicos había adoptado como un método lícito de lucha. El plan era sencillo, yo señalaría al "negrero" al final de una jornada, y ellos le montarían un "número" fuerte en un escenario adecuado. Allí le enseñarían a respetar a los más débiles. Todo estaba en marcha cuando, después de una visita de papá al oculista, éste me comunicó que, con las cataratas que tenía, no estaba obligado a trabajar, y menos revisando taras en la ropa. 
Lo llevé también a un cardiólogo. Éste detectó un pequeño soplo en el corazón, nada grave siempre que no estuviera expuesto a grandes emociones. Entonces apareció la solución, una baja de larga enfermedad. Luego, un tiempo en el paro, y al final, una jubilación relativamente prematura que sería (y fue) como una justa recompensa de tantos años de fatigas. Claro que, al principio casi me arrepentí. El hombre no paraba de darle vueltas y más vueltas sobre si le correspondía tal cosa o no. Cuando le aclarabas tal concepto, reaparecía al día siguiente con que había encontrado a alguien que le "decía" algo diferente, aunque se tratase de un ramo, convenio o situación totalmente extraña a la suya. Era cuando volvía a darle vueltas a lo "le quedaría", y después de cada respuesta, persistía con la misma cantinela. Tanto fue así que llegó a agobiar de verdad a nuestro consejero, el flemático y encantador señor de la Rosa, el más amable y bromista de los funcionarios de la Agencia de la Seguridad Social que gestionaba su caso. Ambos celebramos con jubilo cuando a papá le llegó la primera pensión, y comprobó que era más de lo que esperaba. Fue cuando coincidimos que en algunos momentos habíamos tenido sobrados motivos para estrangularlo en legitima defensa por lo pesado y reiterativo que llegó a ser.
Aquello fue lo mejor que le pasó en la vida, también a mamá, que tardó todavía unos años en dejar de hacer faenas como señora de la limpieza

De entre mis notas de este mes destacan algunas como las dedicadas a un viaje al Montseny para disfrutar melancólicamente de los paisajes y saludar a los colegas del VI Congreso de la LCR, y por el que levanté ni un dedo por participar. Mi cabeza estaba en otra parte, y de ahí que mis encuentros fuesen más bien entrevistas sobre posibles actividades editoriales o sobre mis crónicas para Combate, que, sí no recuerdo mal, todavía era semanal, claro que el Rouge francés era ya diario, entre otras cosas, gracias a la ayuda inapreciable de Leopold Trepper, el legendario jefe de la “Orquesta Roja” infiltrada en el ejército nazi pero al servicio de la URSS, y que había invertido en el proyecto parte de los beneficios del éxito editorial de unas memorias en las que efectuaba un medido e impresionante reconocimiento de la oposición trotskyana al estalinismo durante la medianoche del siglo.
En el día 25 se evoca  lo bien que me lo pasé contemplando (en el cine Diagonal) La vida de Brian, tanto fue así que Romi me tuvo que recoger del suelo más de una vez. Hacía tiempo que no me reía tan exageradamente, y en ello tenía que ver mi propia identificación de antiguo creyente con aquel Ben-Hur al revés, pero también la discusión que mantuvimos en Dosrrius durante las navidades mencionadas, y en las que resultó ser la excepción “fachosa” entre unos invitados más bien izquierdosos. Se trataba de una señorita “pija” de menos de treinta años y devota del ascendente Opus Dei que presumía de rutilantes apellidos de familias que habían actuado de ministros de Franco. Como no era cuestión de actuar ásperamente, interpreté el papel de alguien que prestaba mucha atención a lo que decía, aunque creo que una vez le pregunté como el que no sabe la cosa si conocía al cardenal Pinochet. Entre sus desafectos más obsesivos se contaba el de repetir los anatemas eclesiásticos contra la sátira, de manera que Romi y yo nos prometimos ir a verla nada más poner los pies en Barcelona.  Dicho y hecho, y la combinación fue explosiva. Con su imagen en la cabeza, los disparates de los Monty Pyton, me parecieron doblemente geniales, incluso me reí a mandíbula batiente con los debates sectarios del grupo izquierdista que se peleaba por el orden de las mismas siglas. Seguramente, los guionistas tenían en aquel momento en mente la parte más absurda de la historia trotskista, baste recordar que la sección británica de la Cuarta sufrió una crisis mientras debatió la actitud a tomar...en las elecciones españolas de junio de 1977.
A finales del mes hay un registro significativo de mi pertinaz negativa en acompañar a unos amigos que se habían empeñado a llevarme a una discoteca de Cornellá un sábado noche, después de una abundante cena que invitaba a aligerar un poco el cuerpo con el ejercicio de la danza. Estos amigos pertenecían a una familia bis. Dos matrimonios entre hermanos, los Barreto-Sánchez y los Sánchez-Barreto, que más de una vez ya lo habían intentado antes vanamente. La discusión duró más de una hora, durante la cual enumeré una y otra vez mis propias razones: "a) tengo sueño; b) odio un lugar con una música que no me gusta y lo anula todo, y c) no me hace maldita gracia tener dolor de cabeza el día siguiente…". Sin embargo, con el apoyo cómplice Romi consiguieron convencerme,  y les acompañé porque no se dijera que no lo había intentado.  Luego, la verdad es que no fue para tanto aunque seguí sintiéndome condenado a ser un "patoso", un sentimiento que conectaba plenamente con el que me llevaba a huir radicalmente de las navidades y fiestas similares, y seguí sin entender porque se pagaba por permanecer en un lugar con aquellos ruidos. Tardé años en volver.
Es verdad, que uno en estas cosas uno era de un rancio consciente y quizás un tanto deliberado, aunque con la música seguramente también se daba algún problema de oído con la música un poco estruendosa. Este detalle me lleva a otra nota en la que se registra un encuentro con algunos jóvenes ligueros en el marco del citado congreso. Mientras debatía informalmente con ellos, el más conocido tuvo a bien preguntarme qué música prefería, Respondí con unas buenas dosis de provocación: "Para mí desde que murió Antonio Machín, nada vale ya la pena", y los demás me miraban como diciendo, “Pero. ¿de donde se ha escapado éste tío “carca”?”. La verdad era que exageraba un poco, pero no demasiado, mi tiempo era el de los cantautores y el del flamenco, pero los que  de verdad me gustaban eran Machin y Nat King Cole, y también lo era que se sentía hostil a las músicas que por su potencia agredía mis delicados oídos. Por lo tanto, en este aspecto, me quedé generacionalmente muy fuera de todas las ondas.
     El día 30 participé mucho más a gusto en una fiesta en solidaridad con El Salvador celebrada en el Pueblo Español de Montjuich, y en que coincidían todos los rojos. Se vivía entonces el momento álgido de una insurrección popular que resucitaba la sombra gigantesca de un líder comunista, Farabundo Martí, que como Sandino, no se rindió a la colonización norteamericana. Se vivía pues el auge guerrillero contra la impunidad secular y el crimen organizado por los poderosos desde un Estado en el que la CIA tenía un peso capital. La nueva derecha internacional, con los “nuevos filósofos” lanzados como una reacción a la tradición del intelectual comprometido con los de abajo –comprometidos contra el compromiso, declaró Ionesco, un genial reaccionario-, trataban de ensuciar esta lucha, por ejemplo, acusando a toda la guerrilla del asesinato del poeta Roque Dalton, víctima del estalinismo en unas circunstancias terribles. Aquella noche lució una buena temperatura, y daba gusto pasear por el lugar, hablando y bromeando con gente conocida, con mucha de la cual había perdido la pista en los últimos tiempos, y más que perdería en los siguientes.


    

No hay comentarios:

Publicar un comentario