En los años ochenta,
para los “outsiders” de la izquierda se hizo un calvario publicar, no fue hasta
finales de la década siguiente que algo empezó a
camiar.
A lo largo de la década
de los ochenta, tuve el doloroso privilegio de asistir al declive y a la lenta
agonía de periódicos, revistas e editoriales de izquierdas con los que mantuve
algún tipo de relación más o menos activa. Nada más comenzar 1980, se desmoronó
el negocio de Sebastián Auger y desaparecieron las revistas "Mundo" y "Mundo Diario" cuando ya había comenzado a creer posible el sueño de convertirme en un
tribunalista incisivo, cuyos trabajos esperaban mis amigos. A continuación,
llegó el fin de Dopesa y, posiblemente, la mía fue una de las últimas firmas en
cobrar derechos de la colección Conocer, justo cuando andaba como loco
preparando una biografía Deutscher para el que me había puesto en contacto con Tamara,
su viuda, que me respondió muy amablemente a pesar de que no encontró a nadie
para que le tradujese el castellano, ni yo encontré a nadie para que me
escribiera en inglés. Estaba tan ilusionado que ya andaba soñando con un Conocer a Bretón y su obra que no pasó
de ahí, del sueño. Cuando pasé por el banco, y ya tenía el dinero en la mano,
el empleado me dijo: “Ese dinero, si me lo hubieras pedido ahora, ya no podría
habértelo pagado”.
Una de las visitas fue a
la sede de Zero-ZYX, pero no pude entenderme. La persona con la que había
tratado la edición de unas Lecciones sobre la historia del socialismo ya no
estaba y, poco después, Eduardo Rojo me contaba cómo la Iglesia, que había
permitido la trampa por la que se coló la editorial en 1966, acababa de
liquidarla y cómo para ello empleó a unos antiguos izquierdistas —uno de los
cuales declaraba «superada» todas las Internacionales en una entrevista
publicada en Interviú— ganados para un grupo sórdido todavía más a la derecha
del Opus llamado Comunione i Liberazione. En el caso de Fontamara no fue, desde
luego, la Iglesia;
mucho tuvieron que ver las deudas. Su animador José Eugenio Stoute había
interpretado el giro en la situación como coyuntural y se propuso ganar el
mercado en ciencias sociales abandonado por Anagrama. No pasó mucho tiempo en
que el fondo editorial, incluidas las preciosas traducciones de Emili Olcina,
se encontraba entre los saldos, al igual que lo estaba —para mi sorpresa— todo
el fondo de la mexicana ERA, a 500 pesetas los tres volúmenes. Aquellas
memorables biografías de Trotsky y de Rosa Luxemburgo, amontonadas en El Corte
Inglés, me trajeron a la memoria la imagen de los libros saqueados en el
cuartel de Sanidad en Ceuta. Percibí aquello como una muestra diferente de otra
derrota. Hacía tiempo que me había despegado de la editorial especialmente
dolido por el curso que había tomado la editorial que desapareció de un día
para otro, y cuyos fondos se pasearon por lagunas librerías, como L´Eina, que
estaba en calla santa Ana, y que llevaban uno chicos del PCC muy abiertos.
El responsable de
Libertarias incluso decía contar con un ilustre prologuista —Fernando Savater—
que, maldita la gracia, recordaba proclamando que sin libertad no hay
socialismo y que sin socialismo no hay libertad en un programa de TVE de
Fernando Tola, pero que luego veía su trayectoria política como una negación de
esta premisa. Pero al editor de la Huerga le fallaron algunos
títulos y sintió que sobre éste planeaba el peligro de descapitalización. Era
el mismo argumento que me llevaba a divagar sobre las ediciones estatales,
favorables a los libros de consultas, pero éstas fueron las primeras
destrozadas por las picas de la privatización. Josep Termes, que tuvo la
gentileza de tomar parte en la presentación del primer tomo, me contó cómo Nova
Terra había desistido de un proyecto similar y cómo dos historias del
socialismo propiciadas por la victoria electoral del PSOE no concluyeron. «¿A
quién le puede hoy interesar, por ejemplo, Bazard?, decía para indicarme la
escasa vialidad de este tipo de proyectos “románticos”. Como respuesta, me
explicó el nimio interés de sus estudiantes por aquellas lecturas nuestras y
que la mayoría solventaba la papeleta, justo para aprobar, cumpliendo con una
lectura de la fotocopia del apartado del libro recomendado.
Durante años, trabajé
día a día, de lunes a lunes, en el magno proyecto enciclopédico que me llenó la
casa de libros y de revistas, extrayendo de todos los estudios y lecturas, los
materiales para artículos y charlas que se hacían prolíficas en las efemérides.
Así, en el 68, pude viajar por el Cantábrico y vivir en Asturias unas jornadas
memorables en compañía de Alain Krivine. Ya no publiqué ningún libro más en una
editorial importante y tuve que conformarme con algunos trabajos propios y con
otros de labor de edición —traducción, notas y prólogos, a veces con seudónimo—
para empresas tan caseras como Hacer —con una colección de historia del
socialismo utópico— y Río Nuevo, que animaba un hedillista sumamente original y
que estaba, como yo, enamorado de Jack London, y con el que publiqué media
docena de antologías que no tardaron en aparecer en los libros de saldos.
Igualmente produje una antológica de Nelson Mandela, así como una reedición de
Los cardos del baragán, de Panait Istrati.
Todavía al borde de los
90, fui protagonista de dos cierres más: en Lumen, de una colección el estilo
de Conocer, y en Versal, de otra colección de biografías singulares que, en su
último catálogo, llegó a anunciar una propuesta mía sobre las relaciones entre
Trotsky y Bretón en la que aparecían, además, Diego Rivera, Frida Kahlo, David
Alfaro Siqueiros, Benjamín Peret, Remedios Varo y Víctor Serge, sobre el que
publicamos en la
Fundació Andreu Nin un par de antológicas, obra especialmente
de Francesc de Cabo que guardaba un enorme material incluyendo cartas
personales, siempre atentas y calurosas. Víctor Serge era un tipo que habría
dado algo por conocer. Esta fue una fase especialmente activa de la Fundación Andreu
Nin, en la que aparte de de Cabo, Vincenç Ballester, estábamos Andy Durgan, Francesc
Tubau, Luís Llaneza, y el que escribe. La FAN tuvo una importante actividad y alguna cancha
en la prensa, un favor que incluso llegó a molestar al muy insigne Baltasar Porcel, preocupado por el hecho de
que un bolchevique pudiera tener buena prensa, lo que entre antiguos izquierdistas
se había convertido e algo intolerable.
Para mí estaba claro que
había llegado tarde a un oficio que, diez o 20 años atrás, me hubiera reportado
muchísimas más alegrías, mientras que ahora más bien parecía el representante
de una especie en extinción, un megaterio, por emplear una terminología
que Fernando Savater esgrimía
insidiosamente desde el carro de los vencedores ilustrados contra Ernest
Mandel, cuyas últimas obras se pasearon, también, por diversas editoriales
escarmentadas por otros fracasos. No
había duda: estaba en el carro de los perdedores, algo que para un megaterio
además de segunda, sin avales notorios,
pero era el que había escogido, y sería indigno lamentarlo, sobre todo cuando
dicha condición comportaba unas adquisiciones sociales que, personalmente,
hacían la vida bastante llevadera por más que la indignación moral no dejara de
visitarme ni un solo día.
Pero ya empezaba a tener
claro que había que esperar la llegada de una nueva generación capaz de tirar
de nuevo del carro. Una generación cuyos primeros componentes no empezaron a
aparecer hasta la segunda mitad de los años noventa.
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