En los años ochenta,
para los “outsiders” de la izquierda se hizo un calvario publicar, no fue hasta
finales de la década siguiente que algo empezó a
camiar.
A lo largo de la década
de los ochenta, tuve el doloroso privilegio de asistir al declive y a la lenta
agonía de periódicos, revistas e editoriales de izquierdas con los que mantuve
algún tipo de relación más o menos activa. Nada más comenzar 1980, se desmoronó
el negocio de Sebastián Auger y desaparecieron las revistas "Mundo" y "Mundo Diario" cuando ya había comenzado a creer posible el sueño de convertirme en un
tribunalista incisivo, cuyos trabajos esperaban mis amigos. A continuación,
llegó el fin de Dopesa y, posiblemente, la mía fue una de las últimas firmas en
cobrar derechos de la colección Conocer, justo cuando andaba como loco
preparando una biografía Deutscher para el que me había puesto en contacto con Tamara,
su viuda, que me respondió muy amablemente a pesar de que no encontró a nadie
para que le tradujese el castellano, ni yo encontré a nadie para que me
escribiera en inglés. Estaba tan ilusionado que ya andaba soñando con un Conocer a Bretón y su obra que no pasó
de ahí, del sueño. Cuando pasé por el banco, y ya tenía el dinero en la mano,
el empleado me dijo: “Ese dinero, si me lo hubieras pedido ahora, ya no podría
habértelo pagado”.
Lo de El Diario de Barcelona,
Brusi ya comportó el fin del proyecto
Marxa, al que le dedicamos innumerables reuniones junto con un plantel de periodistas
e intelectuales en que habñía una buena representación de la disidencia
cultural en Cataluña, obviamente a la izquierda de la izquierda (PSUC. PSC) .
Pero, a mediados de 1981, una suma de publicaciones de las que el diario dio
cumplida reseña insufló nuevos vuelos a la creencia de que existía un espacio
para mis trabajos. Recuerdo un día de trabajo en el que sobre la mesa de
cultura coincidieron de golpe el número de Tiempo de Historia con mi trabajo
sobre el asesinato de Trotsky que comprendió portada; un número de Historia 16
con una semblanza mía de Panait Istrati; la efímera y ambiciosa revista
sudamericana Contraviento, en que se inscribía un largo trabajo mío sobre César
Vallejo, al lado de un buen número de revistas ilustres. Pero, aunque todavía
subsistió un poco, Tiempo de Historia tuvo que cerrar y, antes, desapareció
Triunfo, precisamente cuando estaba fraguando con la mano derecha de Haro
Teglen un viaje a Madrid para entrevistarme con ellos. En aquel viaje, visité
la sede de varias editoriales que ya estaban con la soga al cuello y después de una interesante entrevista pacté
un plan de trabajo con Antonio Amorós, de “Gaceta del libro”, para el que escribí una largo ensayo sobre
Víctor Hugo con tanta fortuna que cuando cerró, ni siquiera quedó alguien a
quien reclamarle los originales enviados.
Una de las visitas fue a
la sede de Zero-ZYX, pero no pude entenderme. La persona con la que había
tratado la edición de unas Lecciones sobre la historia del socialismo ya no
estaba y, poco después, Eduardo Rojo me contaba cómo la Iglesia, que había
permitido la trampa por la que se coló la editorial en 1966, acababa de
liquidarla y cómo para ello empleó a unos antiguos izquierdistas —uno de los
cuales declaraba «superada» todas las Internacionales en una entrevista
publicada en Interviú— ganados para un grupo sórdido todavía más a la derecha
del Opus llamado Comunione i Liberazione. En el caso de Fontamara no fue, desde
luego, la Iglesia;
mucho tuvieron que ver las deudas. Su animador José Eugenio Stoute había
interpretado el giro en la situación como coyuntural y se propuso ganar el
mercado en ciencias sociales abandonado por Anagrama. No pasó mucho tiempo en
que el fondo editorial, incluidas las preciosas traducciones de Emili Olcina,
se encontraba entre los saldos, al igual que lo estaba —para mi sorpresa— todo
el fondo de la mexicana ERA, a 500 pesetas los tres volúmenes. Aquellas
memorables biografías de Trotsky y de Rosa Luxemburgo, amontonadas en El Corte
Inglés, me trajeron a la memoria la imagen de los libros saqueados en el
cuartel de Sanidad en Ceuta. Percibí aquello como una muestra diferente de otra
derrota. Hacía tiempo que me había despegado de la editorial especialmente
dolido por el curso que había tomado la editorial que desapareció de un día
para otro, y cuyos fondos se pasearon por lagunas librerías, como L´Eina, que
estaba en calla santa Ana, y que llevaban uno chicos del PCC muy abiertos.
También a principios de
la década, mantuve relaciones con Planeta —Rafael Borrás—, recomendado por Pons
Prades, y con Bruguera, recomendado por Juan Eduardo Zúñiga, que —al igual que
Jaume Vidal Alcover— me había escrito una bellísima nota animándome en mi
empeño por dar a conocer a Panait Istrati. Con ambos traté la posibilidad de
una reedición de bolsillo de la prestigiosa trilogía de Deutscher sobre
Trotsky, al tiempo que les presenté el bosquejo de un amplio dossier llamado La
cuestión trotskista, en el que se recogía una vastísima documentación sobre el
personaje y el movimiento. Borrás no tardó mucho tiempo en adelantarme su
negativa, pero mi interlocutor de Bruguera se mostró muy interesado en mi
oferta hasta que en una tercera y cuarta reunión me detuvo en la puerta de su
despacho para comunicarme que no valía la pena continuar. También cerraban. El
mismo fin siguió la revista Destino, que reapareció efímeramente y en la que, a
través de María Ángeles Arreguí, conseguí colocar algunos trabajos. Tiempo
después, concluía el último empeño de una revista local Ciutat, editada por el
Ayuntamiento de L´Hospitalet, con Germán Pedra al frente del Patronato y con el ya
flamante escritor Javier García Sánchez como director. Esto significó
prácticamente el fin de mi relación cultural y política con el que había sido
mi segundo pueblo.
Durante buena parte de
1983, tuve un original sobre Orwell y los escritores británicos en la Guerra Civil española
en Argos & Vergara que, por el volumen de edición, parecía una de las grandes del ramo. Todas las
visitas y las llamadas insistían en el interés, me daban plazos de edición,
pero se negaban a firmar ningún acuerdo. Un día, me presenté en el despacho de
mi interlocutor con la duda de que dicho interés fuera cierto y el señor, que
me trataba como a un amigote por su relación con Gerard Romy, hizo algo que
—según decía— no se debía hacer: me enseñó el informe de su experto. La lectura
resultó un buen tonificante para la vanidad y un mal trago para mi modestia.
Explicaba, con algunos adverbios, mi capacidad de contar cosas muy complicadas
de una manera muy sencilla, o sea, de hacer asequible a cualquier lector temas
y problemas enrevesados, pero al concluir extendía su admiración al hecho de
que alguien tan didáctico fuera tan escolar en su redacción. Dejé el asunto más o menos tranquilo, pero mi insistencia
—se acercaba 1984— acabó obligando al editor a confesarme que las maniobras
financieras que antes le preocupaban estaban al punto de dar al traste con la
editorial. Aquel mismo día, llamé a Mauricio Wazquez, que dirigía para
Barcanova una colección similar a Conocer y se mostró muy positivamente
abierto. A la semana, con el original en la mesa, me puso dos condiciones para
su edición: debía de reducirlo a la mitad —o sea, a Orwell— y aceptar cobrar
sin adelanto alguno. Wazquez me sorprendió con dos opiniones, a mi juicio,
contradictorias: recordaba con entusiasmo su mayo del 68, al tiempo que tildaba
a Carlos Altamirano de ser un «provocador» de Pinochet.
Con un espacio cada vez
más restringido, con un cuerpo de lectores que iba desplazando sus libros de
los 60-70 hasta las estanterías más altas —hasta el punto de que, para mi estupor,
las últimas ediciones de obras de Mandel, de Krivine y de Trotsky pasaban
desapercibidas hasta para nuestras propias huestes—, me refugié en el trabajo
divulgativo en nuestra prensa, sobre todo, en Combate, donde sustituí al
inolvidable Eduardo Haro Ibars, uno de nuestros intelectuales que se mantuvo en
línea en medio de la desbandada —uno de ellos, Julio Rodríguez Aramberri,
sirvió como modelo de revolucionario reciclado para un artículo de Julio
Cebrián, en el que le describe besando respetuosamente la mano de Tita Cervera,
señora de Von Thyssen, cuya fortuna tuvo su idilio con el III Reich, pero esto
son cosas para el olvido, como corresponde— y cuyo suicidio llegué a sentir
como algo muy cercano, y salió en las diversas revistas especializadas. Seguí
imaginando grandes proyectos como una colección cuidadosa de clásicos de la
literatura revolucionaria o una serie de diccionarios biográficos del
socialismo en cinco volúmenes que únicamente se publicó en Hacer el primero,
hasta Marx y Engels, mientras que un segundo volumen, Libertarios, se paseó por
Anthropos, Hacer y Libertarias sin conseguir atravesar su estado de “apunto”.
El responsable de
Libertarias incluso decía contar con un ilustre prologuista —Fernando Savater—
que, maldita la gracia, recordaba proclamando que sin libertad no hay
socialismo y que sin socialismo no hay libertad en un programa de TVE de
Fernando Tola, pero que luego veía su trayectoria política como una negación de
esta premisa. Pero al editor de la Huerga le fallaron algunos
títulos y sintió que sobre éste planeaba el peligro de descapitalización. Era
el mismo argumento que me llevaba a divagar sobre las ediciones estatales,
favorables a los libros de consultas, pero éstas fueron las primeras
destrozadas por las picas de la privatización. Josep Termes, que tuvo la
gentileza de tomar parte en la presentación del primer tomo, me contó cómo Nova
Terra había desistido de un proyecto similar y cómo dos historias del
socialismo propiciadas por la victoria electoral del PSOE no concluyeron. «¿A
quién le puede hoy interesar, por ejemplo, Bazard?, decía para indicarme la
escasa vialidad de este tipo de proyectos “románticos”. Como respuesta, me
explicó el nimio interés de sus estudiantes por aquellas lecturas nuestras y
que la mayoría solventaba la papeleta, justo para aprobar, cumpliendo con una
lectura de la fotocopia del apartado del libro recomendado.
Durante años, trabajé
día a día, de lunes a lunes, en el magno proyecto enciclopédico que me llenó la
casa de libros y de revistas, extrayendo de todos los estudios y lecturas, los
materiales para artículos y charlas que se hacían prolíficas en las efemérides.
Así, en el 68, pude viajar por el Cantábrico y vivir en Asturias unas jornadas
memorables en compañía de Alain Krivine. Ya no publiqué ningún libro más en una
editorial importante y tuve que conformarme con algunos trabajos propios y con
otros de labor de edición —traducción, notas y prólogos, a veces con seudónimo—
para empresas tan caseras como Hacer —con una colección de historia del
socialismo utópico— y Río Nuevo, que animaba un hedillista sumamente original y
que estaba, como yo, enamorado de Jack London, y con el que publiqué media
docena de antologías que no tardaron en aparecer en los libros de saldos.
Igualmente produje una antológica de Nelson Mandela, así como una reedición de
Los cardos del baragán, de Panait Istrati.
Todavía al borde de los
90, fui protagonista de dos cierres más: en Lumen, de una colección el estilo
de Conocer, y en Versal, de otra colección de biografías singulares que, en su
último catálogo, llegó a anunciar una propuesta mía sobre las relaciones entre
Trotsky y Bretón en la que aparecían, además, Diego Rivera, Frida Kahlo, David
Alfaro Siqueiros, Benjamín Peret, Remedios Varo y Víctor Serge, sobre el que
publicamos en la
Fundació Andreu Nin un par de antológicas, obra especialmente
de Francesc de Cabo que guardaba un enorme material incluyendo cartas
personales, siempre atentas y calurosas. Víctor Serge era un tipo que habría
dado algo por conocer. Esta fue una fase especialmente activa de la Fundación Andreu
Nin, en la que aparte de de Cabo, Vincenç Ballester, estábamos Andy Durgan, Francesc
Tubau, Luís Llaneza, y el que escribe. La FAN tuvo una importante actividad y alguna cancha
en la prensa, un favor que incluso llegó a molestar al muy insigne Baltasar Porcel, preocupado por el hecho de
que un bolchevique pudiera tener buena prensa, lo que entre antiguos izquierdistas
se había convertido e algo intolerable.
Para mí estaba claro que
había llegado tarde a un oficio que, diez o 20 años atrás, me hubiera reportado
muchísimas más alegrías, mientras que ahora más bien parecía el representante
de una especie en extinción, un megaterio, por emplear una terminología
que Fernando Savater esgrimía
insidiosamente desde el carro de los vencedores ilustrados contra Ernest
Mandel, cuyas últimas obras se pasearon, también, por diversas editoriales
escarmentadas por otros fracasos. No
había duda: estaba en el carro de los perdedores, algo que para un megaterio
además de segunda, sin avales notorios,
pero era el que había escogido, y sería indigno lamentarlo, sobre todo cuando
dicha condición comportaba unas adquisiciones sociales que, personalmente,
hacían la vida bastante llevadera por más que la indignación moral no dejara de
visitarme ni un solo día.
Pero ya empezaba a tener
claro que había que esperar la llegada de una nueva generación capaz de tirar
de nuevo del carro. Una generación cuyos primeros componentes no empezaron a
aparecer hasta la segunda mitad de los años noventa.
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