De toros y toreros
Desde que he tenido uso de razón ha
mantenido un rechazo hacia la tauromaquia.
No entendía como era posible que
personajes del calibre de Picasso, Hemingway, Orson Welles, les podía gustar
aquel ambiente en el que se celebraba la muerte de un animal tan noble como el
toro. Ese rechazo se hizo extensible hacia la caza, incluso en el caso africano
a pesar de que me había criado celebrando películas de la estirpe de Las minas del rey Salomón (aunque luego
disfruté mucho más con la lectura del original de Ride Haggar), y me sentí totalmente identificado con el
personaje encarnado por Trevor Howard en Las raíces del cielo (The Roots of
Heaven EUA, 1959) de John Huston…Pero en
el caso taurino estaba además el asunto del Pan y toros, o sea la utilización
del
espectáculo a la manera romana o sea para que la plebe no pensara en sus
propias exigencias porque de pensar pondría en peligro los privilegios.
Pero no siempre fue así. Yo me crié
en casa de mis abuelos paternos, quienes a no tener ya hijos de cuidar me
adoptaron como sí hubiera sido el último. Mi abuelo era un señor respetuoso y
respetado, alguien con una historia muy superior a la de sus hijos (hundidos
por el miedo a no significarse), y a mi abuelo Pepe le gustaba más que nada los
toros. Era alguien que sabía, que a pesar de la pobreza sabía lo que era una
corrida y que pertenecía al “mundillo” que en los años veinte discutía sobre el
arte de Cuchares. Obviamente me contaba estas cosas y durante un cierto tiempo
pensé que le daría una alegría si me convertía en torero.
Esta afinidad explica que la única
vez que me llevó al cine fue para ver Currito
de la Cruz (1949), del nefando Luís Lucía, en una
adaptación de la popular novela de Alejandro Pérez Lugín. Algo tuvo que ver el
hecho de que el abuelo recordara la versión que el propio autor había llevado a
la pantalla allá por 1921. vimos pues la versión de Luis Lucia de 1948 en la
que yo me hice eco de que la pareja de amantes compartían apellido (Jorge y Nati
Mistral), que Pepín Martín Vázquez. Esta afinidad vino igualmente acentuada por
un detalle biográfico curioso: mucha gente decía que yo había nacido “cuando el
miura mató a Manolete” / Linares, Jaén; 29 de agosto de 1947),
lo cual no era cierto ya que más de un año antes, pero no lo era en el sentido
de que nací una segunda vez en estas fechas porque sobreviví a una tuberculosis
gracias al favor de “la señora condesa” que tenía un hijo (“Camilito”) que no
era como ella. Él era bueno con los pobres como nosotros.
Por entonces ya estaba mayor y
enfermo, y lo suyo era rememorar historias del pueblo, cosas de todo tipo,
algunas curiosas, otras extravagantes. Pero las más persistentes eran las de la
guerra cuyas heridas marcaban dolorosamente a parte del vecindario que vivía o
que atravesaba con sus pasos solitarios las aceras durante las largas noches de
invierno aquel rincón de la calle San José que albergó a los abuelos ya
ancianos, a lo largo de los años cincuenta, un tiempo en el llegué a ser como
un hijo añadido al que, ya sin agobios
de los otros, podían dedicar sus mejores atenciones.
El hombre pasaba las horas muertas,
las visitas no eran tan pródigas, además, había el problema de los ataques de
tos, que podían ser terrible. En aquel tiempo leía todo lo que le caía en las
manos. Los hijos le ofrecían lo que tenían a la mano; el “Marca”, a pesar de
que los deportes no le interesaban y también El Caso, al que acabó abominando. Reclamó libros, y la única puerta
posible para ello era un primo, Pedrito Gutiérrez, que figuraba como la
eminencia del pueblo, era el que sabía de cine, de teatro. Incluso montó una
obra, “La Petenera”,
en la que participó mucha gente. Como sí se tratase de un favor especial, el hombre
accedió a prestarle algunos volúmenes de obras de Jules Verne y de Emilio
Salgari cuyas lecturas me animo a compartir lo que hizo como el que descubre
una maravilla hasta entonces oculta.
La afición taurina fue quedando como
vestigio de otros tiempos, al menos entre la gente de a pie, aunque su
presencia en el imaginario popular siguió siendo muy importante. Un buen
ejemplo eran las escenas de toreo que reproducían unos tipos de calendarios que
llamaban poderosamente mi atención. Eran aquellos en los que se ofrecían
diversas variantes sobre uno o varios bisoños “maletillas” que parecían a punto
de ser embestidos por un descomunal miura. Supongo que estos cuadros tenían el
significado de una advertencia, y la verdad es que lo conseguían ya que yo, que
no había visto jamás un toro de cerca, padecía pesadillas de tanto en tanto con
los motivos pictóricos. Algo similar a lo que me sucedía al contemplar las
impresionantes testas de dos miuras disecados que presidían, en la oscuridad, el salón de toreo del chalet de Antonio Fuentes, nuestro
torero más famoso y. el más influyente en la localidad, no es por casualidad
que le hayan dedicado un pequeña museo. A pesar de las historias del abuelo,
ninguno de sus hijos gustó de la tauromaquia y papá tampoco.
El declive del mundo taurino no ha
hecho más que crecer. Además, el rechazo a sus rituales ya no era cosa de un
señor excéntrico como se pensaba que era don Eugenio Noel (18851936), un republicano
que murió en la miseria en una cama alquilada de un hospital barcelonés; al
enviarse su cadáver a Madrid, se extravió en una vía muerta de Zaragoza, lo
encontraron y fue enterrado en el cementerio civil de Madrid. Noel fue autor de
obras como Pan y toros y uno de
sus libros más importantes, Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca.
La capea y Vidas pintorescas de fenómenos, toreros enfermos, diestros y
siniestros de embrutecimiento nacional, y Las siete cucas.
Se puede
hablar pues de una tradición antitaurina expresada también desde el cine, por
películas tan valiosas como Torero (México, 1956) de Carlos Velo, quizás
la mejor por cuanto el cineasta gallego exiliado en México penetra en el miedo
del torero que sin embargo tienen que atender las exigencias de la verdadera
fiera: el público. No menos crítica es El bravo (Irving Rapper, EUA-México, 1956), sobre
la hermosa relación de un niño mexicano y su toro de lidia, que escribió Dalton
Trumbo que firmó como Robert Rich, que no acudió a recoger su Oscar porque no
existía. La lista se complementa con El espontáneo (Jorge Grau, 1º964), que
narra como un muchacho que trata de llegar a más decide lanzarse como tal a la
plaza para morir en manos del toro, el protagonista fue un muchacho, Luis
Ferrin, que consiguió la oportunidad tras pasar las pruebas de una larga cola
de chicos entre los que me encontraba; el parecido físico conmigo era evidente,
claro que él estaba mucho más espabilado, y con El momento de la verdad (1965),
de Francesco Rosi con Miguel Mateo “Miguelin” y rodada en el
barrio de La Florida,
L´ Hospitalet y que describe como detrás del espectáculo funcionan el
despiadado mundo de los negocios.
Pero la visión del toro como un animal o sea como
un compañero de vida en este planeta hermoso y desdichado planeta. Lo que hasta
hace poco resultaba la inquietud de una minoría ilustrada que ofrecía una visión
distinta –en la buena tradición franciscana- del trato de los animales, de sus
derechos, está resultando un movimiento con activista muy comprometidos que
cuenta con un apoyo muy extenso, perfectamente visible en las redes sociales. Rituales
sangrientos que hasta ayer parecía mera tradición –la lepra, la monarquía, la beatería
son también tradiciones que no merecen ninguna continuidad-, hoy resultan cada
vez más insoportable para una masa crítica en crecimiento. En poco tiempo, el
declive taurino se ha convertido en un conflicto abierto entre aquellos que quieren
para los animales unos derechos a una vida y a una muerte digna, y los que no. Los
que anteponen sus negocios y sus gustos. Señores como ese tal Rajoy para que la
destrucción de una nación como Irak es algo que no interesa a nadie, pero que
trata de sacar rendimiento moral a la muerte de los suyos. Esta moral oceánica
en la que únicamente cuentan unos pocos no puede seguir.
Otra cosa es que
estamos en un debate entre ilustración y humanismo de un lado, y tradiciones bárbaras
por otro y lo importante para los primeros es convencer con razones y
argumentos. Los sectarios lo único que hacen es dar balas al enemigo.
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