viernes, 29 de julio de 2016

Memorias: Amores tardíos



Memorias: Amores tardíos

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Cuando repaso aquel lejano cuaderno distingo con claridad la línea de asteriscos, una abundante suma en forma de estrellas irregulares en las que se registraban aquellas alegres corridas que, con una regularidad apenas contradicha, se sucedían un día sí, con otro de recuperación. El mes de mayo tuvo seguramente, algunos
gramos más de locura. Quizás hubieran sido días sí, días también, pero en épocas que quedaban atrás. Por ejemplo, mientras resistía los agobios del ruin ambiente cuartelero con las lecturas, alegres borracheras en las que nos daba por reírnos del lucero de alba (que por cierto, siempre llevaban galones), y con un imaginario fílmico sumamente apreciado. Una atracción casi descontrolada fue la creada una revista naturalmente francesa en cuyas extensas páginas se ofrecía un "dossier" abundantemente ilustrado de secuencias lésbicas del cine, y de la que, absolutamente todos, quisieron disfrutar. Su libidinoso eco llegó hasta el último rincón del cuartel, hasta el brigada aparentemente más serio y puritano de la compañía, que un día me llamó muy serio a su despacho. Después de efectuar algo parecido a un interrogatorio policial sobre como era posible, que aquello era un cuartel y no un lugar de depravación, etcétera, no pudo más. Entonces cambió de tono, y me rogó encarecidamente con una expresión pícara inusual:
--"Por lo que más quiera, pásamela. Te prometo por mis hijos que no se perderá".
Pero se perdió. No todo iban a ser novelas de Marcial Lafuente Estefanía.
A pesar de mis buenos propósitos, no pude acabar con este cultivo solitario. Había sido mi llama secreta desde el primer día en que descubrí que lo que tenía no era solo para ganar campeonatos de meadas. Me había enamorado precozmente de Cydd Charisse, y desde entonces había mantenido una relación estable con la zona caliente del cinematógrafo. Una zona que se confundía con la realidad, y que combinaba la pantalla con las revistas, y ambas con un imaginario que sustituía unas relaciones directas que parecían mucho más inasequibles. Mientras que estas no fueron más allá de unas burdas tentativas que me provocaban crisis de identidad en las que, probablemente, habría sido aconsejable algún tipo de ingreso psiquiátrico, las colecciones de estrellas verdes ocuparon ampliamente la parte oculta de la biblioteca. No hay duda que obligaron a mamá a hacer sus ejercicios de discreción, "Cosa de hombres", pensaría. Claro, que no sé lo que rumiaría sí, por casualidad, encontró un Interviú con diversos desnudos integrales de Bárbara Rey como anzuelo que papá guardaba bajo siete llaves, y volvió a guardar azoradamente el día en que, sin querer, la dejó al descubierto.
Resultado de imagen de enfermerasCuando descubrí las maravillas de una relación directa que crecía cada día con Romi, me olvidé bastante de ellas. En los meses del descubrimiento apenas sí había lugar para más. Tanto fue así que, en medio del traslado a la casa en que habíamos decidido de vivir juntos, buena parte de estas colecciones, las más aparatosas, fueron castigadas a compartir las basuras de un mugriento containers. No olvidaré la cara de estupor que puso mi hermana pequeña, cuando uno de aquellos voluminosos paquetes se abrió, y descubrió sus fotografías del cuerpo de una Victoria Vera veinteañera enamorando a las cámaras (y daba por supuesto que al fotógrafo). Sin embargo, aquel sacrificio fue parcial, y la tradición se mantuvo a través de aquellas películas, para las que antes tenías que cruzar la frontera, y que ahora se podían ver, compartida con otra película de calidad, en cualquier vetusto cine de barrio como el Bohemio, del barrio de Sants, en el que las ratas se comían las pipas y las palomitas, y además te mordían los cordeles de los zapatos. Aquel día no abandoné la visión de Cuba, de Richard Lester, un remake inconfeso y fallido de Casablanca con una naciente revolución castrista de fondo, no tanto por buena sino por sentido del deber, pero naturalmente no volví por más que volvieron a proyectar películas con Edwige Fenech, y al poco tiempo,  se cerró. Lo mismo ocurrió con los otros cines del barrio.
De tanto en tanto me daba una vuelta nocturna por el más "canaille" de todos, el cine Arenas,  convertido en especialista en lo que se llamó cine "S", y principio de una tradición de cine "gai", una inclinación que ya por entonces empezaba a ser patente. Tanto era así que, para mi mayor sorpresa, descubrí que sus espaciosos lavabos se habían convertido en un espacio incierto, y poco recomendables. Para acceder al urinario necesitabas pedir numerosos "perdone, perdone", ya que en cualquiera de sus rincones te encontrabas parejas de hombres que te ignoraban, empeñados en un furor en el que las portañuelas y las gargantas profundas tendían a confundirse. En una ocasión, un joven me insistió amablemente, y respetando los cánones, le respondí: "No, no, compañero. Conmigo te equivocas". En otro tiempo, le habría echado sapos por la boca.
Este "libertinaje", por encima de otras cosas, se había convertido en una de las características de la democracia, una revolución sin consideramos las cosas que vi y escuché de los años más oscuros de la dictadura. Cuando Triunfo estaba en trance de fenecer,  lo que se cotizaba era el Interviú, una revista que podía correr por las manos más diversas, por supuesto, por tal o cual artículo, que los hubo como los productos de las minuciosas y valientes investigaciones de Xavier Vinader cuyo cuerpo recordaba al de Antonio Gramsci, pero sobre todo, por aquellas páginas verdes que se encontraban un poco por todas partes. Como las de aquel número de Marisol llegaría a ser legendario. No solamente la compré, sino que además caminé raudo hacia mi cuarto u eché todas las llaves como sí me la fueran a robar. Las fotos eran de verdad, y no como aquel Hermano Lobo cuya portada anunciaba fotos de Ornella Mutti "como su madre le trajo al mundo" aprovechando, posiblemente, un cambio de pañales. Esta atracción resultaba tan fatal, que a veces no te podías fiar porque te la quitaban, es lo que me ocurrió el día que compré un ejemplar porque un señuelo llamado Bárbara Bouchet era más fuerte que yo, y que acabó extrañamente extraviado en el trecho de la exigua entrada del ambulatorio de la Torrassa.
Contra lo que se podía pensar, la responsabilidad no recayó sobre el grupo de celadores que andaba lujuriosamente empeñado en comprar, !en París¡, una muñeca hinchable a la que solo le faltaba hablar, además --decía Juan Valenzuela, el más espabilado y el responsable de una campaña que pronto reunió para comprar no uno, sino dos o tres--, sino en una asistenta social, una mustia y desagradable representación de lo que bajo el franquismo, la sección femenina podía entender como tal, aunque hay que decir que tenía una compañera que era muy diferente. Entre sus hazañas más repulsivas se cuenta aquella en la que se plantó en casa de un terminal de cáncer, con la aviesa intención de desvelar el trágico secreto de una muerte inmediata, rabiosamente guardado por su familia que quería evitarle un trance innecesario. La asistenta "se echó la manta as la cabeza", y aprovechando su cargo, se presentó ante el enfermo, y  decirle la verdad antes de que nadie pudiera reaccionar, porque --declaró--, lo peor que le podía pasar era que falleciera sin confesión, cuando lo peor de verdad, dijeron algunos, fue conocerla a ella. Espero que exista un infierno para gente así…Pero a lo que íbamos.
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La revista se detuvo alegremente en la recepción, y una de las compañeras y amiga cinéfila, Rosa Mª Andorra, descubrió con ironía que entre sus reportajes se contaba uno sobre una singular tribu africana que agrandaban desmesuradamente su pene, con un método simple:  desde pequeño se colgaban una piedra en su extremo, y cuando se hacían adultos estaban en condiciones de actuar en una película "X", aunque quizás lo que más les importaba era que le dejaran tranquilos con sus tradiciones.  Lo último que se supo del ejemplar es que la dichosa asistenta, al descubrir aquellas páginas con "los salvajes", comenzó a musitar, !Oh, Oh¡, !Oh¡ y antes de que nadie pudiera decir nada, dijo que se la llevaba por "un momento". Luego dio mil y una excusa, pero yo me quedé sin Bárbara Bouchet, ya que por supuesto, no atendió mi exigencia de que me comprara otra, y para mí manera de ver las cosas,  tampoco era cuestión de pagarla dos veces.
Resultado de imagen de ronda torrassa 151Insisto que el cultivo de la puerta verde cambió, aunque solo fuera parcialmente. Si nos atenemos a la línea de asteriscos, no es necesaria ninguna lupa para descubrir que al menos dos de cada tres aparecían acompañado con notas como "ayer tarde Romi y yo disfrutamos de lo lindo", "anoche antes de dormir fue el despelote", "volvemos a hacer el amor, !guaaau¡", "nos consumimos en un largo encuentro", "ella me come, yo me la como", "apogeo sexual", "placer de dioses", "amor, amor, amor", "locuras de amor", "hoy ha sido la rehostía", "hoy ñaca-ñaca", "reencuentro fulgurante",  y muchos otros comentarios por el mismo estilo lírico neorrealista. Conviene añadir que estos asteriscos, con sus notas pobretonas, no reflejaban, ni remotamente, lo que en verdad acontecía, pero que, aún y así, contrastan con el mero asterisco, el de los otros ejercicios, cuentas de una periodicidad inapelable, frutos de un hábito digno de todo un capítulo de algún libro escrito por Sheree Hite, aunque entre nosotros el best-seller era el de Alex Comfort, El placer de amar, aunque muchas de sus páginas al menos a mi, me pillaban lejos.
En los otros asteriscos "anónimos", se oculta púdicamente el oscuro objeto del deseo, aunque no hay duda de que me atenía al imaginario mitómano más familiar ya que, también en esto, uno tenía sus reglas y no efectuaba su brindis por cualquiera, so pena que fuese algo fuera de lo común. Resultaban más pródigo cuando la ausencia de Romi era más prolongada de lo habitual, algo que ocurría cuando tocaba a arrebato en vísperas del cualquier examen, aunque también es cierto es que, podía ocurrir que en un momento de la noche le diera por cerrar los libros, archivar los apuntes, y descolgar aquel teléfono con un número tan sencillo que hasta podía memorizar un amnésico. Por cierto, una gentileza de Jordi Dauder que tenía mano en Telefónica, y al que dejé de invitar a casa por un tiempo porque Romi comenzaba a hablar de sus encuentros personales con Marti i Pol, su poeta favorito y el de ella, con unos ojos encendidos  que yo los quería solamente para mí.

Aunque las difusas anotaciones del año anterior, el primero en que estuvimos viviendo junto después de una discreta luna de miel en un apartamento prestado en Premiá de Mar, allá en diciembre de 1979, apenas sí permiten certificar datos, en mi memoria ha quedado patente que en nuestra relación hubo algo así, como un tiempo previo de ensayo que abarcó aproximadamente un año, para llegar luego al inicio de una curva de ascenso que se prolongó gozosamente en los años siguientes…Creo que esto tiene una explicación. Poco a poco nos habíamos encontrado y nos habíamos complementados. Esto no fue posible de la noche a la mañana, ni mucho menos, necesitó su tiempo.
Requirió la superación de no pocas crisis, como las suscitadas por las dificultades de relación con su mejor amiga, Estrella Mazarico, que de estar con ella siempre, pasó a hacerlo claramente con su novio, Jimmy Thomas, un estudiante de medicina norteamericano enamorado de Cataluña y España, y bastante izquierdoso. Romi no entendía que las relaciones de pareja pudieran acabar anulando las grandes amistades, pero la verdad es que dicha amistad acabó siendo cosa de cuatro, y de los cuatro, las relaciones íntimas de dos en dos. También nos perturbaron su presencia temporal como inquilinos, ya que por más que queríamos resultar  hospitalarios y obsequiosos, nuestros tiempos no daba para mayores márgenes, sobre todo cuando yo doblé la faena, trabajando por las tardes-noches en El Diari de Barcelona. A veces, de regreso de una sesión especialmente tensa, cualquier contratiempo como no encontrar nada en la nevera, podía sacarme de quicio. Claro, que pasado el primer momento, no era nada que no se arreglara con una ironía acompañada por un bocadillo en el bar más próximo en el que, una vez comidos, nos reíamos de mis ataques de hambre, y por la que, al decir de Romi, habría sido capaz de posponer hasta la revolución..
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Igualmente nos costó "hacernos" a nuestras respectivas familias, pero, poco a poco, todo fue encajando más o menos, y una vez  solos, a pesar de las numerosas visitas que nos llegaban por todas partes, empezamos a cultivar más y más nuestro tiempo en común como algo a disfrutar. En este trayecto, descubrimos las virtudes del sofá y del buen cine, esto último con tanto entusiasmo que, a pesar de que había que madrugar al día siguiente, nos quedábamos hasta las tantas para acabar de ver algunas de las joyas, como las del ciclo del cine japonés clásico que ofrecieron los domingo por la noche durante varias semanas o con ciclos como el de Roberto Rossellini, que, por cierto, coincidió con una pasada de apagones de la luz en el barrio de Sants que más de una vez me llevaron a caer en actos de cólera, sobre todo cuando no había tiempo de alternativas como la de la casa de la mamá política, para lo cual se imponía una caminata nocturna que, a pesar del frío extremo de aquel invierno, se justificaba por ver Paisa. No nos importaba, como tampoco que al día siguiente pudiéramos ganar un campeonato de bostezos. Y es que todo era bastante mejor que antes, y nuestros caminos iban en la misma dirección, solo teníamos que entregar lo mejor de cada uno, y ser benévolos con lo peor, que lo había, detalles inquietantes como lo podía ser mi manía que inundar de libros y revistas hasta los espacios más recónditos, por no hablar de otros detalles, que también existían en su caso, sobre todo en los relacionados con su tendencia a la incertidumbre y la inseguridad.       
En aquel tiempo de encuentros y equilibrios, ella estudiaba, yo escribía o leía, ella tenía sus clases y sus tiempos de estudio, yo llevaba a cabo mis reuniones, y ella disfrutaba de sus amistades galenas, yo también me sentía a gusto con mis cenas ilustradas, había tiempo para repasar vademécumes y para hablar…Los fines de semana sobre todo, cumplíamos con las exigencias familiares, pero siempre había un tiempo para comer juntos, para una tarde o noche de cine, para hablar hasta las tantas de la madrugada, para dar un largo paseo por las viejas calles de Sants. Ambos teníamos algo de trajinantes, éramos de los que se "patean" las ciudades cuando las visitaban, y el barrio tenía sus encantos, sus gentes, sus tenderos, como el Pons del ultramarino de enfrente, un gentil anarco de toda la vida, todos con sus ristras de peculiaridades y anécdotas. Daba gusto darse unas vueltas, comentar sus múltiples detalles, quizás algo sobre sus gatos o sobre sus diversos "pirados", sobre tal o cual casa antigua, la vida que podían llevar en aquel bar o aquella pareja de niñas africanas vestidas a lo Carmen Miranda, aparecidas como por encanto a altas horas de la madrugada, en una de aquellas noches de verano en las que huíamos del calor que nos agobiaba. Después de algunas de estas cosas, el encuentro amoroso llegaba como una recompensa, como una necesidad ulterior a un buen estado que se manifestaba en múltiples gestos y detalles.
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Sin ir más lejos: habíamos adelgazado considerablemente. Sorprendentemente, a Romi le cambió radicalmente el metabolismo, de manera que, para sorpresa del ámbito más próximo que la tenía por "gorda", apareció grácil y ligera. Aunque ahora no hacía ningún tipo de régimen, incluso sus comidas están más copiosas, y sin embargo, se adelgazó hasta hacerse casi irreconocible, o al menos, es lo que decía todo el mundo. Esto fue un misterio sobre el que uno de los médicos conocidos, brindó su explicación. Romi se había esforzado antaño con diversos regímenes, pero, a pesar de conocer épocas severas e incluso de hambre, se enfrentaba angustiada con problemas de gordura que, entre otras cosas, resultaron un obstáculo de manera que influyó para que nuestra relación se postergara al menos durante dos años, en los que yo, un panoli influido por otros malos vientos, rehuía cualquier cosa que no fuese pasear o ir al cine, y rechazaba nerviosamente cualquier insinuación o tentativa, a veces con el más peregrino de los pretextos.
Este antes fue deudor de una situación marcada por un desequilibrio emocional muy fuerte. Apenas había dejado de ser una niña pequeña, nieta e hija de "murcianos" provenientes de Almería, habitantes de un húmedo bajo de la Torrassa, que se encontró inmersa, hablando en un catalán inmejorable para su procedencia, en un abigarrado colectivo de cristianos hippies junto con los cuales se implicó en una ardua militancia en el área de los "captaires de la pau"* de la mano del Xirinachs, entonces pastor de la no-violencia. Pero, al mismo tiempo, Romi seguía con un pie doliente en su afligida familia, y teniendo que sacar, a trancas y barrancas, los primeros cursos de la carrera de medicina para la que necesitaba estar muy por encima de la exigencia media para estar mínimamente segura. En resumen, era  su estado de inestabilidad emocional y de preocupaciones lo que le provocaba el sobrepeso. Un sobrepeso que en mis carnes bordeaba los 95 kg. Sin embargo,  quizás por ser varón y bastante alto, casi nadie lo señalaba como algo impropio. "!Qué suerte tenéis los tíos¡", exclamó ella en más de una vez, y tenía toda razón.
Con este "new look", Romi se puso más guapa que nunca. No era, ni lo pretendía, parecer ninguna señora estupenda como la de mis revistas, pero sí era muy regular, en general muy bonita, con un encanto que irradiaba singularmente de su manera de ser. Tanto era así que enamoró a muchos de mis amigos. Me preguntaban por ella, y me hablaban a veces de la suerte que tenía, porque patatin-patatán y recuerdo que a más de uno le tuve que corta el discurso lírico: "Bueno, pero no olvides que es mi compañera".
Mi procesos de adelgazamiento no fueron deudores de ningún misterio. Ni siquiera tuve que pasar por el endocrino, el Dr. Alloza, cuyo nombre  sufría las más alucinantes variantes por parte de los usuarios, y cuya enfermera siguió engordando a pesar de que decía atenerse al estricto régimen que él le había indicado, tomando al pie de la letra las fotocopias sobre el sistema de comidas recomendables. Un tanto extrañado por la paradoja, el hombre aprovechó el final relajado de una consulta para sentar a la enfermera como a una paciente. Cogió la tablilla, y le fue detallando en sus diversas opciones. Por poco se desmaya cuando descubrió que todo era un problema de oído. Donde él había dicho o, ella había entendido y. Así, la carne o pecado se convirtieron en carne y pescado. Naturalmente, yo no tuve estos problemas didácticos. Me lo explicó todo pacientemente, una dietista, Rosalía, amiga íntima de Romi, y compañera de fatigas para el MIR. Luego Romi me controlaba y me ofrecía constantes consejos sobre el precio que se pagaba con el sobrepeso y con las malas costumbres alimenticias, así el día que me enteré que una aceituna tenía más calorías que un yogourth, me olvidé de ellas.
Resultado de imagen de ronda torrassa 151En el curso casero, Rosalía insistió en tres criterios básicos. El primero pasaba por reducir drásticamente la sal, el azúcar, las grasas, el pan, y ante la extrañeza de mamá, que me había educado en la tradición popular panera, reduje la ración de pan a menos de la mitad. El segundo descansaba una pirámide que empezaba por un fuerte desayuno, un plato fuerte que iría aminorando hasta llegar a una cena temprana y ligera. Esto significó el cambio de una merienda de croisands por otra de manzanas, unas hermosas manzanas que, al cabo del tiempo, se harían famosas en mis trabajos tanto por su tamaño como por la puntualidad de su degustación. Tanto era así que los había que, por ejemplo, me llamaban y me decía: "No te llamado antes porque sabía que era la hora de las manzanas". Esto significó la dolorosa renuncia de los flanes del mediodía del restaurante, el mío y el de Romi, pero me ayudó el hecho de que, al reducir en buena medida las porciones de azúcar, la voracidad por lo dulce permaneció como un regalo para los ojos, pero no para el estómago, aunque en esta caso las excepciones me podían a veces.
La tercera medida era quedarte en la meta de una dieta estable, y quizás aquí tuvo algo que ver mi disciplina "bochevique", ya que muchos amigos nunca lo consiguieron.
Imperceptiblemente, ambos nos hicimos también un punto más coquetos, sobre todo ella. resultaba que a la hippie le gustaba mirar y volver a mirar cada cosa que quería ponerse, siempre dentro de la sencillez y del tono ligeramente hippie que también incardinada con aquel carácter que le lleva a que nadie le pudiera mirar con mal ojo, casi lo contrario que a mí, tildado de "tío muy serio" e intransigente por doquier. Este contraste fue evidente un día cuando Romi todavía ejercía de enfermera en las consultas, una tarea que tuvo que dejar cuando empezó a estudiar medicina porque los doctores, sobre todo sí eran noveles y suplentes, se podían muy nerviosos. Un poco diferente fue lo que ocurrió estando ella en la consulta de uno de aquellos médicos comandantes, el doctor Mato que se distinguía además por su pelo raso y su bigote de cepillo. Un día interrumpí en ella después de llamar a la puerta, para avisarla que los del comité de empresa en el que ambos estábamos implicados, la esperábamos en la Granja. La reacción del comandante fue dura. Con muy mala cara la advirtió: "Tenga cuidado con ese que es el jefe de los comunistas de aquí". A lo que Romi respondió con su mejor sonrisa: "Dígamelo a mí. Es mi marido". El hombre no pudo por menos que echar la risotada, y la verdad es que siempre se mostró muy respetuoso…
Aquella aplicación personal para el vestuario, Romi la tradujo también conmigo que lo mismo me daba ocho que ochenta con tal que no me molestara ni llamara la atención. La consecuencia fue que hasta mi madre, tan exigente con estas cosas, llegó a manifestarse modernamente satisfecha. Mamá nunca cedió en su ideal de elegancia para mí, pero al final, todas las corbatas que me regaló, se pasearon por muchos sitios, pero jamás por mi cuello.
Claro que todas estas era cosas menores, pero quizás no tanto porque revelaban un bienestar. Un bienestar y una alegría que se manifestaban en detalles sencillos como lo podía ser una buena comida. Por ejemplo los días en que nuestro pescatero Carlos Gálvez, me facilitaba un lote de gambas a buen precio, o nos servíamos un buen postre con fresas de ocasión con nata, o en las fiestas íntimas con las acelgas del régimen y champán (regalado). Los numerosos amigos y amigas que compartían con nosotros a veces estas pequeñas alegrías, las retenían como momentos muy especiales. Un sentimiento de buen gusto de boca que se traslucía cuando coincidían con nosotros en tal o cual manifestación, a las que, normalmente, nunca faltábamos. Quizás porque nos conocimos en una, concretamente en aquel esplendoroso 11 de septiembre de 1977, el día de tantas esperanzas (olvidadas) en que, según contaba Romi, había sentido hablar de servidor al locuaz y entusiasta "tovarich" Ramón Espuny, quien, en plan proselitista, presumía de que la Liga tenía un obrero autodidacta con mucha historia y que casi lo sabía todo. Romi entonces le preguntó: "¿Y donde está esa perla?". Entonces descubrió que éramos compañeros de trabajo, aunque nunca se le habría ocurrido que yo pudiera ser ninguna perla. Por aquel entonces, yo seguía mariposeando con alguna que otra compañera, por ejemplo con Amparo, una sonriente enfermera valenciana que era como un torbellino, pero siempre en los límites propios de las bromas pícaras y el escarceo tontuelo.
Romi creyó ver en mí alguien muy seguro, capaz de decir las verdades a cargos a los que ella temía, como su jefa de enfermería, una señora que consiguió su título en la guerra y militarmente podía gritarle a cualquiera estentóreamente por una cofia ladeada, pero que, una vez le plantabas cara, no resultaba tan fiera, antes al contrario.  Seguro pero al mismo tiempo tímido y frágil, aparecía como alguien que cumplía lo que necesitaba, al tiempo que requería y mucho, sus cuidados. Después de un largo  acoplamiento, podíamos teorizar que más que llamarnos pareja, que no nos convencía, de contrarios, que resultaba exagerado, podíamos definirnos como complementarios y a veces, aunque menos, también como enemigos. Cada uno jugaba, primordialmente, una función, la mía era claramente protectora, de padre y amante, la suya era mucho más abierta. Crecía y tenía mucho que dar, amén de una dulzura ilimitada y un "savoir faire" con la gente, una chispa que iluminó mi talante distante y severo. Podíamos caminar paralelamente, para luego gozar de los encuentros que limaban todas las contradicciones.
Cuando le preguntaba, Romi no sabía responder sí estaba o no, enamorada. Reconocía que lo había estado y mucho, pero era cuando yo no la hacía caso, sí me descuido un poco más, ya me habría archivado. Esto era algo que, lo menos que se puede decir, no dejaba de sorprenderme, porque yo me sentía cada vez más entusiasmado, en particular cuando permanecía unos días fuera: los siguientes eran de miel. Sin embargo, en tiempos y ocasiones la duda parecía cobrar cuerpo en una actitud suya más distante, como de incerteza. Aquí tenía mucho que ver su historial de dolores familiares no era precisamente pequeño, y durante un tiempo fue presa de ataques de piedra, pero, afortunadamente, se le pasaron sin mediar ninguna explicación. A veces le sobrevenían agudos ataques de angustias que movilizaban al colectivo médico más próximo, pero también se le pasaron. Yo estaba allí, siempre pendiente, atento al detalle, intranquilo hasta que todo pasaba. Esta atención fue intensamente recíproca. Lo único que nunca acepté es hacerle de recadero del maldito tabaco, así es que sí le faltaba estando mal,  tenía que esperarse hasta ponerse bien. El tabaco era quizás el síntoma más patente de una inseguridad desde la que, con muchas dificultades, Romi estaba saliendo dando  grandes pasos hacía adelante.

En el 80, pasamos medio mes en Menorca muy idílicos, pero casi como amigos que paseaban alegremente, descubrían pueblos y calas, comían con gula, y charlaban con toda clase de personas, camareros, turistas, etc. Durante un par de días acompañamos a unos educadores que dirigían un colectivo de muchachos con diversas deficiencias, y con los que casi nadie quería trato, y con los cuales descubrimos lo que significaba el término "balearización": la destrucción de la costa (!ay la cala Galdana con su hotel plantado en medio de la playa¡) en el altar del turismo más cretino y consumidor. Pero todo transcurrió sin ninguna relación sexual digna de mención. Esta situación se reproducía en épocas agobiantes, como cuando el calor nos convertía en babosas pensantes que deambulaba sudorosas por aquellos estrechos pasillos calentados por la mañana por un parte, y por la tarde por la otra. En la antesala de los exámenes, el malestar general se intensificaba. Pero por lo general, este temor se mostró infundado, y siempre aprobó, muy por encima de la media, aunque nunca la vi presumir. Decía que era su única manera. Una manera que le llevaba darle vueltas a una duda hasta que todo quedaba aclarado. Yo lo interpretaba  todo como una consecuencia de las tensiones a las que veía sometida, y raramente a desavenencias que, cuando aparecían puntualmente, solían concluir sin mayores dificultades con un "mea culpa", porque, normalmente, provenían de "mis cosas".
En muchos de estos casos, por no decir en la mayoría, las tensiones se derivaron de mis notables "mancanças". Cuando estaba claro que era así, llegaba un momento en el que se imponía una larga y prolija discusión, al final de la cual llegaba una explicación liberadora en la que, cuanto menos, trataba de ofrecer una explicación derivada de mis partes oscuras e incontroladas que me hacían ser responsable y víctima al mismo tiempo. A veces le parecía extremadamente abstraído por mis ocupaciones, las mismas que en época de idilio le llevaron a firmar una bella edición de las Poesías completas de Miguel Hernández, dedicada "Al hombre mejor ocupado que conozco", pero a veces le parecían excesivas. Aunque lo peor sucedía cuando el carácter se me embotaba por un ataque agudo de timidez,  sobre todo en presencia de sus amigos, y en particular en casas extrañas. Aunque trataba de disimular, había momentos en los que no sabía donde meterme. Algo me atenazaba por dentro, creando una situación tensa, y ella sufría. Más de una vez me dijo que se lo pasaba muy bien conmigo a solas, pero raramente acompañados. A veces los desencuentros se prolongaban, incluso algunos días en los que no encontrábamos huecos para una sesión de diván en el sofá o en la cama. Cuando el problema lo vivía ella, se refería a sus dificultades para tomar una decisión, a mí me tocaba ser por lo menos igual de paciente y de reparador.
En una de estas conversaciones hizo notar mi olímpica indiferencia por la gente que no me interesaba, simplemente las trataba correctamente, pero en el fondo lo ignoraba todo sobre ellas, y entonces citó el caso concreto de una compañera en el ambulatorio. No había contado con mi memoria y capacidad de observación. Para no saber nada le ofrecí un retrato personal en el que abundaba los detalles que ella misma, tan calurosa y tan próxima a esta persona, ignoraba. Sin embargo, esto no le quitaba su parte de razón, ella se implicaba personalmente, yo solo cuando la situación me requería. Solo entonces demostraba que había aprendido a actuar en problemas difíciles viendo películas.
              Aquella parecía una relación de conveniencia, de ósmosis, como las que llevaban a veces algunos animales, y eso algo tan claro que cuando veíamos un documental en el que se ofrecían ejemplos, era muy propio realizar irónicamente el comentario, "Mira, como nosotros". Hasta los más lejanos percibían lo que ella me daba a mí. Yo era la coraza protectora  pero ella actuaba en mí por dentro, ambos sabíamos que el otro estaba allí, para lo que fuera. Era la que abría todas las puertas con la gente, la que entraba con la mayor naturalidad en lugares donde yo me sentía envarado. Descubrí que me estaba desprendiendo de mi imagen puritana y jacobina mostrando con naturalidad un tono más relajado, amén de un acercamiento alborozado hacia un cuerpo, el suyo, algo que nunca había entrado en mis parámetros educativos. Romi lo agradecía profundamente, le encantaba que yo mostrara que estaba contento en su compañía. Mi papel crecía  -creo que discretamente-- en los momentos en que ella sentía confusa y atribulada.
Esto era notorio en sus tiempos de incertidumbre. Fueron muchos, pero quizás el ejemplo más revelador de su tendencia a la indecisión tuvo lugar cuando optamos por llevar una vida en común. El dilema bailó con nosotros durante semanas mientras íbamos o volvíamos de nuestros programas dobles en la Filmoteca o en el cine Maldá, mientras degustábamos sus espinacas gratinadas, o desayunábamos como reyes. Habíamos barajado los pros y de los contras hasta el milímetro, y en su fase final, durante varias horas, hasta que en un momento dado recapitulé como sí se tratara de una moción de congreso, y votamos rotundamente, sí. Celebramos la conclusión final con una tarde de amor loco, la mejor de todas las que habíamos tenidos, y permanecíamos sobre el lecho con grandes muestras de jolgorio, cuando alguien llamó a la puerta. Era Dolors, una de sus amigas más cercanas del grupo hippie de la calle Hospital, con la que había viajado sufriendo los rigores extremos del calor en un agosto ateniense, y un opción de hambre o dormir hotel en Ámsterdam. Estaba al tanto. Además lo que vio le impulsó a hacer la pregunta que todos tenían en la boca: "¿Qué pensáis hacer?". Su respuesta fue tan titubeante que daba la sensación que lo teníamos todo por hablar. Mi indignación fue homérica, y claro, la duda ya no se volvió a reproducir.
Menda también era su contrapunto en una relación familiar marcada por la tragedia, su escudo ante el autoritarismo del abuelo que sustituía al padre, prematuramente fallecido cuando ella tenía nueve años. Un domingo se fueron a la playa a Castelldefels, y el hombre se bañó después de comer, y ya no salió del agua vivo.  Unos años antes, su hermana gemela, Adela, se quedó inválida por una poliomielitis a la que no llegaron a tiempo por un error en el diagnóstico, quizás fue por eso que ella escogió la medicina. Adela hacía todo lo posible por tener una vida propia, sin "la piedad peligrosa" de la que hablaba mi Stefan Zweig, sin la abrumadora sobreprotección familiar. También estudiaba, y era capaz de vivir su vida. Igualmente realizó en silla de ruedas su periplo griego siguiendo las lecturas de Lawrence Durrell. Pero, a pesar de esta voluntad contra el mundo,  el cuadro convocaba a la recreación de un cierto sentimiento trágico de la vida, una tendencia hacia el sentimiento depresivo  sobre el que trataba de imponerse el entusiasmo por crecer y vivir de ambas hermanas en un ambiente en el que lo importante era la supervivencia, el ir tirando. Claro está, este sentimiento superador no pasaba, difícilmente lo podía ser, por una autopista, y la complicidad solidaria próxima se hacía necesaria, y a veces, incluso urgente. Muchas veces, encontré que Romi se deshacía en llantos sin motivos aparentes, pero detrás de todo estaba el cuadro de dolor, y para encontrar el canal de las lágrimas, solo bastaba detenerse un poco en los recuerdos de que pasó ayer.
Hasta entonces, su marcha de casa se había entendido como una fuga, para el abuelo, uno de la CNT totalmente derrotado, y muy dado a las tradiciones de la tierra, era poco menos que una pérdida. En el momento de plantearse la unión, ella pensaba que las reacciones duras vendrían por parte de mi familia, pero por la suya, ellos, creía, no le daban tanta importancia a los sacramentos. Sin embargo, cuando lo planteó se encontró con maremoto. Los abuelos y la madre no descansaron aliviados hasta que firmamos los papeles. Fue una ceremonia muy singular. Dijimos que solo los padrinos, Estrella Mazarico, su amiga del alma entonces, y mi "compa" de la Liga en l´Hospitalet, Manel Barranco. Pero, solo en mi casa cumplieron la consigna. Improvisadamente, se presentaron a la ceremonia un montón de compañeras de su facultad con sus paquetes de arroz, amén de su atribulada madre y su severo abuelo. Cuando el juez me preguntó en medio de un larga retahíla "sí persistía" en mi voluntad de tal o tal, respondí muy serio que no. Volvió entonces a preguntar lo mismo, y repetí otro "no" aún más rotundo. El abuelo se puso lívido, pero Romi se reía a mandíbula batiente. Todo se aclaró, yo había entendido que me preguntaba "sí desistía". Mi "compa" Manel, no pudo menos que sentenciar: "Macho, no sirves ni para casarte".
Romi no se parecía en nada a ninguno de mis amours fous **, pero estos únicamente existieron en la parte más quimérica de mi cerebro, lo cual ya es decir. Ella no tenía nada de quimera aunque era una persona sumamente singular,   alguien concreto, con una vida y una personalidad propia, con unas exigencias, con unos propósitos, con una inmensa capacidad de dar, y la verdad es que, como se traslucen en las notas, la historia funcionó como una negación de los años perdidos de soledades y sequía sentimental.              La suma de asteriscos son una prueba fehaciente de ello. Romi no era ajena a mis perturbaciones cinéfilas. Las descubrió fortuitamente en las primeras semanas, revolvió un cajón y allí se escondían como un pecado infantil.  El hallazgo le costó un momento de furor y lágrimas. Luego lo integró como algo que no afectaba directamente a la relación, igual que no tenían porque afectar las numerosas experiencias que ella había vivido, un disloque comparadas con las mías, que quedaron todas por hacer. Es más, seguramente esta conciencia le permitió exigir sus propias cuotas de libertad y las tuvo, también en este terreno.
Precisamente, allá por febrero de aquel año apareció por casa, Jordi Gasch, un artista que desde el primer día mostró que estaba por ella. Con este sentimiento marcando el ambiente cenamos juntos, hicimos un viaje de fin de semana al Ampurdám, un territorio que Romi me enseñó a descubrir y que formaba parte de su paisaje electo como excursionista y montañera amateur, y gozamos de algunas veladas cinematográficas más o menos golfas. La señal de alarma sonó cuando Romi en tono de broma, me enseñó las fotos que el amigo le había mandado. Era sin duda fotos con vocación artística en las que el mismo interpretaba a un fauno especialmente dotado. Desde luego en ese terreno yo no me presentaría en ninguna competición, pero tampoco era ese el premio que Romi buscaba. Bastaron algunos días arrebatadores para que el Jordi fuera disipándose.
Algo así fue un descubrimiento para ambos. Hasta entonces mis relaciones con las mujeres podían haber sido sumariamente calificadas como un desastre. Aparte del idealismo de ecos surrealistas, siempre había prevalecido el desconcierto y una desconfianza que era más propia que ajena.  Con Romi. como manifiestan torpemente    las anotaciones del diario, conseguí alcanzar las mayores satisfacciones sexuales, aunque al principio lo tuve que aprender casi todo. Esto no es ninguna exageración. En solitario, con el imaginario fílmico bien alimentado, el único problema era la intimidad, pero con toda su gloria, esta era una satisfacción muy parcial, dejaba vacía unas necesidades más auténticas cuya ausencia incidían en abismos depresivos que me asustaban. Cuando comenzamos a tantear en este terreno, Romi ya tenía aprobadas varias asignaturas superiores, en tanto que yo todavía no había llegado a la primaria. Por ejemplo, ni siquiera me había hecho la fimosis, es más, ni siquiera era consciente de que algo así significara un problema, hasta que la desazón y los agobios llevaron a Romi a buscarme una solución. 
Dadas sus relaciones en el ámbito de la medicina, la alternativa se presentó a través de un urólogo amigo que operaba en el Hospital del Vall d´ Hebrón. Era un tipo campechano cargado de hijos, con tan peculiar fortuna que todavía tuvo otro después de hacerse la vasectomía. El acuerdo consistía en que yo tenía que pasar por el hospital, y el me operaría aprovechando una breve coyuntura. Me desvestí de cintura para abajo en un vestuario cercano, y guiado por un enfermero me instalé en la mesa de operaciones. Las promesas de que todo iba a ser coser y cantar, no fueron ciertas. Nuestro amigo tuvo que repetir muchas más veces de la prevista las inyecciones de anestesia local en el prepucio porque el dolor era, por decirlo de alguna manera, bíblico, mucho peor que cualquier inyección. En un momento en el que la anestesia me invadía, sentí que el jovial urólogo pedía a alguien que acababa de entrar. "Amparo, por favor. Coge aquí". Se trataba de coger un trozo de la piel, y cuando sentí la mano que me estiraba, abrí los ojos. Me encontré con una sonrisa de oreja a oreja. Era la de Amparo, la enfermera valenciana que no perdió la ocasión para comentar: "Muchacho, que pequeño es el mundoooo". No sé sí entonces me desmayé. Pero no terminó aquí la odisea. Seguí el consejo de descansar un momento dado mi estado. Luego, cuando me encontrara mejor, tenía que seguir la indicación:: "Ves, el vestuario está detrás de aquella puerta". Durante una media hora permanecí literalmente "colgado" con el reducido delantal transparente que me tapaba las vergüenzas, y cuando consideré que ya era suficiente, camine tambaleante hacia "aquella puerta". Seguro que me equivoqué, y así lo presentí cuando de "aquella puerta" salieron una docena de personas. No haba duda, era un ascensor de planta. Menos mal que entre los espectadores sorprendidos apareció un celador, que salvó la situación. Cogido de la mano,  me acompañó por otra puerta que estaba, pues justo al lado. Luego no sé como, supongo que con la pinta de un "drogata", conseguí llegar a casa. Una vez en ella, dormí desde las dos o las tres del mediodía hasta el día siguiente. Está claro que se pasaron con lo de la anestesia.
 
Gracias a todas mis lecturas y divagaciones sobre la revolución sexual (hablaba de Kingsley, de Master y Johnson, de Reichs, bla, bla, bla) podían quizás parecer brillante y "enterao" en nuestras tertulias. Pero, lo cierto era que me seguía moviendo dentro del espacio de la tradición y la educación que había recibido. No fue otra cosa lo que me ocurrió en las enojosas cuestiones caseras siempre resueltas por mamá o por mis tres hermanas. Pero en este caso,  encontramos una solución. Romi lo consideró como algo obviamente común (lo dejó claro el primer día que le dije "¿te ayudo?", nunca la había vista tan encolerizada), y por lo tanto, más mal que bien, siempre quedó claro que yo tenía que cubrir mi parte, y más que ella ya que, además de tener el mismo horario, estudiaba. Lo demás lo puso mamá por un tiempo, y luego una asistenta que nos venía al menos una mañana a la semana, y a la que no dejamos de pagar aunque para ello tuviéramos que pedir dinero prestado. Claro, que no todo relucía. Cuando visitábamos a mamá, y ésta decía aquello tan suyo: "Como nos me habíais dicho nada, tengo la casa hecha una porquería". Romi me miraba con ojos cómplices, y me decía al oído: "Si esta es una porquería, ¿que no será de la nuestra?". 
En nuestras diatribas sesentayochistas contra la miseria sexual imperante, arremetíamos contra la idea de que el sexo era mera reproducción, argumentando que, por el contrario, era un fin en sí mismo, que más que pecado se trataba de un ejercicio necesario para el humor y la buena salud. Era, lo es, muy común afirmar que fulanito o fulanita parecían gente amargada porque estaban mal follados o mal folladas, un diagnóstico que, tío, nunca falla, al decir de Jesús Sánchez, uno de mis amigos más pantagruélicos y carnales. También nos reíamos de la llamada postura cristiana, y el que más y el que menos ya estaba al tanto de las numerosas posiciones catalogadas, o presumía estarlo aunque fuese a nivel de chistes como el de Forges en el que una especie de fontanero castizo llama a la puerta de una pareja increíblemente liada, y decía: "Buenas, ¿han llamado ustedes al kamasutrero?". Todo eso estaba pues, claro, y requeteclaro. Pero debían de haber muchas más cosas porque muchos y muchas de aquellas tertulias, conocieron una vida sentimental y sexual apenas mejores que las presumían de sus padres. De hecho en mi opción por Romi, tuvo mucho que ver mi percepción de que me estaba quedando como algunos de ellos, arrinconado con las angustias en el amplio club de amargados, que no fueron pocos, ni pocas.
Con todo pues, yo no dejaba ser hijo y nieto de los míos, y la conciencia teórica no era, en el mejor de los casos, más que una reforma parcial de una tradición opresiva. En casa, la sexualidad era algo de lo que nunca se hablaba, tanto es así que mis hermanas se enteraron de los problemas de menstruación gracias a sus amigas. En nuestro paisaje más próximo, los varones adultos podían echar una canita al aire, pero las mujeres tenían que permanecer en casa. Esto estaba tan plenamente interiorizado que ellas mismas sospechaban de las que hicieran lo contrario. Nuestros mayores resultaban tan patéticos en este aspecto que ni mis hermanas ni yo pudimos nunca contemplar un abrazo, y mucho menos algún beso. La única ocasión en que papá abofeteó a mamá en plan Glenn Ford en Gilda, lo motivó un beso a un primo hermano al que no veía desde hacía muchos años.
Aparte del secreto de tumba sobre el sublime pajar de La Puebla en el que tuvo origen de mi nacimiento, un acto irrepetible de inauguración mutua y de desesperación romántica que no dejaba de tener un sentido práctico, ya que fue la única manera de que mi abuelo materno consintiera en "dejar a su hija a un hombre", según sus propias palabras, el único vestigio pasional que me llegó de mis padres, tuvo lugar una noche allá a principios de los años setenta. Era más bien tarde, y estábamos mi hermana Ana  y yo disfrutando de con uno de aquellos grandes clásicos del cine en un ciclo en la TVE, cuando se oyó balbucear despectivamente a  mamá: "!Quítame las manos de encima, zo baboso¡". Sin ser religiosa, mamá había heredado la idea de que el sexo era algo repulsivo, y era un peligro acercarse con ella a una piscina o a la playa. No se podía contener verbalmente y comenzaba a proclamar que ya no había vergüenza, que las mujeres de hoy eran unas putas, etc. Lo mismo le ocurría a la mamá de Romi, como pude comprobar una mañana de domingo en una piscina pública, cuando tuvimos que callarla apresuradamente porque algunos de los acompañantes de aquellas "putas" se estaban mosqueando con razón.
Con esta combinación de factores, tardé en hacerme a una relación corporal. De alguna manera intuía que necesitaba una reparación en toda la línea. Esto comenzó en la parte de los besos y las caricias, en esta antesala la cosa cobró desde un primer caracteres de descubrimiento enaltecedor. A veces no podíamos parar, era como una borrachera con el mejor licor jamás inventado. Una sonrisa suya en directo, a unos milímetros, para mi sorpresa, me podía hacer temblar literalmente. En estos momentos me embargaba una sensación eufórica,  como sí Romi tuviera una dimensión maravillosa única, un halo que antes ni tan siquiera había sospechado. La atracción era tan potente que hasta nos sobreponíamos al pudor. Por la proximidad, y por ser el único próximo en nuestros aledaños, nos hicimos habituales en el Parque de la Marquesa, en Coll-Blanch. Allí nuestro frenesí llamó la atención del guardia, toda una institución en la zona. El hombre  comenzó a dar vueltas por nuestros alrededores para indicarnos que nos pasábamos de castaño oscuro. Un día no pudo más, y se acercó para llamarnos la atención.  Romi se sintió acharada, pero yo me puse reivindicativo, descarado. Pero, oiga, sí lo que hacemos es lo debería hacer todo el mundo. ¿Qué damos mal ejemplo a los niños?, pues oiga !ojala yo hubiera contemplado muchas escenas tan hermosas de pequeño¡. Que las madres se habían quejado, pues oiga, que vengan y me lo digan a mí. Al final, el hombre dio un paso atrás. No, no, sí hay cosas peores. Querrá usted decir que hay pocas cosas mejores, porque no me dirá usted. Luego, casi nos hicimos amigos suyo, pero a ella le dio reparo volver.
Romi siempre temía la presencia de alguien conocido. Sin embargo, con todo, la pasión atravesó las paredes de las consultas. En los intervalos hablamos por teléfono aunque estábamos a solo unos metros. A veces yo tenía que cortar, para atender al público. Lo que más me gustaba era cuando, después de decirle, "espera un momento, que hay gente",  me metía sigilosamente por otra puerta, y la sorprendía pegada al aparato. Entonces era el descontrol, pero los dioses nos acompañaban, y sus miedos a ser sorprendidos por alguien nunca se confirmaron, aunque no faltó algunas sonrisas burlonas como la transparente de Montse Tomás, que estaba en el "ajo".
Pero en la intimidad, la suma de factores ya no era el mismo. Entonces era yo el que se sentía muy inseguro, la desnudez me provocaba malas vibraciones, un extraño sentimiento entre el ridículo y el pudor. El primer día que nos metimos en su litera, ella descubrió entre risotadas que yo no me liberaba de mis calzoncillos. Como era posible, por dios, quítate eso que ya eres mayor. Sin embargo, la cosa no era tan fácil. Aquel mismo día, mientras descansaba profundamente, tuve un sueño muy intenso que luego reproduciría muchas otras veces. No eran un sueño de aquellos complejos ni fantásticos, como los que me visitaban a veces, volando por paisajes increíbles, o entrando en lo que parecía parecer una película que quizás era deudora de muchas. Este del calzoncillo ocurría mientras realizaba actividades diarias, los presentes era gente conocida, todo era identificable. Caminaba por los pasillos del metro o hacía mi trabajo de cada día solo que permanecía desnudo de cintura para abajo, una sensación percibida como real porque, de hecho,  así  y no de otra manera era como permanecía debajo de las sábanas.  En dicha intimidad, las primeras veces no fueron lo que se dicen gloriosas, frenillo aparte. Mentalmente no me hacía al manejo de mi cuerpo ni del suyo, todo era más bien mecánico. Todo pues resultaba complicado. Ponte así, cambia para allá, y al final se imponía por su parte un, "bueno, bueno, en la próxima saldrá mejor". Claro que luego teníamos baterías para las bromas y las risotadas.
Durante un tiempo, normalmente no fue mucho mejor, no solamente por lo dicho, también ocurría que mi impulso natural pasaba por el desahogo impetuoso. Me dejaba llevar por una compulsión, como sí se tratara de ganar en un sprint ciclista. Una y otra vez, Romi me sosegaba, "No tengas prisa, tranquillo", "Espera, hay tiempo para todo",  "Déjate llevar", "!No seas tan compulsivo¡" y cuando no era así, no podía disimular su malestar. Sin embargo, poco a poco llegué a hacerme a su cuerpo. Empecé a apreciar y a disfrutar incluso con sus partes que menos apreciaba estéticamente. Descubrí que podía haber maravillas como aquellos hombros finos y blancos, lo mismo que con otras partes de su cuerpo, vistos desde una percepción muy distinta a la que me hacía admirar las bellezas del cine. Eran algo querido, hermoso por la propia magia de la relación. Partes que se resaltaban, y partes que , como los labios o las mejillas amanzanadas, me gustaron desde el primer día. Aparte de los encuentros ardorosos en momentos imprevistos, que eran de órdago (un día hicimos añicos una silla del comedor), los actos programados comenzaron a  hacerse tranquilos, prolongados. En una suerte de ritual en el que las palabras y las bromas le daban un sentido festivo, desacralizado. Producíamos chispas, y repetíamos esos momentos únicos que se recogen sintéticamente en las notas del diario junto con evocaciones como la siguiente: "1971: Muere en Budapest el filósofo húngaro Georg Lukacs", unas líneas que me ayudaron a pensar en que la década era un buen motivo para escribir algún que otro artículo en los que la palabra más subrayada fue "ambivalencia".
Su lógica interna era muy diferente a la mía. A ella, le costaba mucho empezar, pero luego no quería terminar, tanto es así que le costó asimilar que a mi me invadiera inmediatamente después el sueño. Un día me lo comentó con un mal humor apenas disimulado, y le conté que en una de las películas del inspector Clousseau, la beldad germana Elke Sommers apuñalaba a su amante, según su personaje  porque después del acto de amor, al tío lo único que se le ocurría era fumarse un pitillo, y Romi la comprendió. Supongo que yo la compensaba por la primera parte, animándola cuando a ella, maldita la gana que tenía después de tal o cual tensión o preocupación. Al acabar los malos espíritus ya se habían disipado. Tengo anotado un día en que se lo montó por sí misma porque yo la había dejado a medias, igual hubieron otros. Pero por lo general, la coincidencia era plena, sobre todo cuando era ella la que mostraba la predisposición inicial, entonces se hacía a su manera, o sea durante buena parte de la mañana o la tarde. Era cuando el medio era el fin. No se trataba de llegar a ninguna parte, sino de estar. De esta manera nos podíamos estar dándonos besitos no se sabe cuanto. Quizás era cuando más me enamoraba, cuando me parecía plenamente hermosa, de una belleza que irradiaba de su límpida mirada amorosa y que le daba uno sé qué sublime. Se ponía encima mía y el tiempo se detenía. Ni tan siquiera mi periódica tendencia a la eyaculación precoz, lo estropeaba del todo, y sí hubo algún rencor, la verdad es que nunca lo noté más allá, claro está, de la nota irónica, dicha con la debida dulzura.
Quizás sea porque estas cosas tendrían que ser contadas a dúo, o porque, pasados veinte años largos, mi memoria tiende a ser selectiva, al menos en estos aspectos que, en aquellos tiempos, tuvieron el significado muy especial, algo como el descubrimiento de un continente que creía perdido.
En mayo apareció mi primera editorial en el "Brusi", un elogio histórica al Primero de Mayo y al ideal de las tres ocho, ocho horas para trabajar, ocho para descansar y ocho para el ocio creativo, inmediatamente escribí otra sobre la crisis del IV Congreso PSUC a favor de las libertades dentro de los partidos; en la portada de Tiempo de Historia, apareció mi trabajo sobre el asesinato de Trotsky con numerosos detalles sobre Ramón Mercader y sus cómplices, antes había aparecido otro sobre Flora Tristán; como reportero cubrí la información de una huelga de hambre en Cornellá en solidaridad con Marinaleda; tomó parte en sendos actos en el marco del II Congreso sobre la cultura catalana, uno junto con Candel, y en otro con María Mercé Marsal; sigo en TV2 un ciclo sobre François Truffautt; publicamos una página entera firmada por Pelai Pagès dedicada el ya legendario Juan Andrade, editor, cofundador del PCE, de la Izquierda Comunista y del POUM que acababa de fallecer; tienen lugar los acontecimientos del asalto al Banco Central que El Diario de Barcelona cubre desde un comité específico del que hago de coordinador, y que se orienta hacia la entrevista con la gente y efectúa las preguntas que están en el aire, en una entrevista que le hicieron a Jordi Pujol sobre una noticia aparecida en el diario, este evadió la respuesta, diciendo ambiguamente:, "¿El Brusi?. Deu n´hi do", pero que nosotros interpretamos como "!Vaya tela¡". Estaba claro que éramos los más feos…En la redacción, la situación es insostenible, y no hay manera de descansar, las discusiones y los problemas me persiguen en las pocas horas de sueños en forma de pesadillas, algo que ya me había ocurrido durante los grandes conflictos militantes….

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