Pequeña historia de una crisis
religiosa
Cuando me
preguntan por la religión no puede tener una respuesta categórica, el concepto
encierra demasiadas cosas, demasiada historia. Resulta necesaria para mucha
gente, se aprovechan de sus miedos y
debilidades, quizás, pero no solamente eso.
debilidades, quizás, pero no solamente eso.
Cierto es que
–repito- hay muchas, muchas más cosas. Desde mi propia experiencia, no puedo entender que jóvenes aparentemente
formados o medio formados, lo ignoren todo sobre la leyenda bíblica, hasta el
punto de darse situaciones como la que me llegó de una pareja de novios que
navega por Internet, conducen y tratarían de catetos a los campesinos de mi
pueblo. Con veinte y pocos años, fueron invitados a cenar a casa de otra pareja
un poco mayor que ella había conocido como dependienta sin contrato en una
tienda. Eran muy simpáticos, pero llegó un momento que le empezaron a hablar de
Yhavé, la Biblia,
y cosas así, o sea de cosas de la que ellos “no entendían ni papa”. Por lo visto, lo habían hablado con otras
amistades, y les había quedado una única palabra: secta. Ninguna otra más,
parecía como sí su desconocimiento les fuese a librar de la secta.
Aunque pueda
parecer una total descreído, lo cierto es que a mi la religión me ha importado,
y lo sigue haciendo. Aunque solo sea porque importa a millones y millones de
seres humanos, sobre todo a los expoliados. Su lugar en la historia es enorme,
y sigue ahí. Las últimas guerras están bendecidas por la Biblia y por Alá.
Personalmente,
la he vivido de muchas formas.
Inicialmente como algo muy intenso que formaba parte del entorno familiar más
íntimo, o sea al de mi abuela Ana Núñez, que en los primeros diez años de mi
vida, ejerció como madre durante mis primeros años. Fui su primer nieto, sus
hijos ya eran mayores, los que quedaban ya tenían un pie fuera de casa. Era
algo así como el último, y al que pudo dedicarle mayor atención porque los
otros vinieron uno tras de otro, y en circunstancias todavía peores que la de
finales de los años cuarenta, cuando los años más malo de “la jambre”,
empezaron a remitir. En las dos casas en la que viví con la abuela Núñez, la
iconografía religiosa estaba presente por todas partes. Tenía escapularios que
llevaba para sus salidas exclusivas a los velatorios, cruces para las tormentas…Las
paredes amenizadas con calendarios piadosos, la que más le atraía era la que
representaba el sagrado corazón de Jesús sangrando. En la buhardilla tenía una
talla de virgen negra, obviamente porque estaba pintada con betún, y un libro
también negro sobre la eucaristía. Cuando yo era más pequeño, en la primera
casa en la que viví, situada en la calle General Mola que todo el mundo para mí
extrañeza seguía llamando calle Sevilla, teníamos unos vecinos más pudientes con
una casa hermosa en cuyas paredes se podían encontrar imágenes santas, tan
grandes a veces como las de las Iglesias. Sin tener todavía idea del porqué de
todo aquello, a mí me impresionaba, como me impresionaba la abuela arrodillada,
rogando por tal o cual persona, o por tal cosa. Pero lo que más impresionaba
era la Iglesia
por dentro, y lo hacía porque tenía entendió que aquellos grandes cielos que se
veían en el camino de Granada, eran los cielos, un lugar que estaba por encima
de todo, y en el que se decía que tendría que estar tal o cual persona que se
lo merecía.
Sin embargo,
la abuela no era más de misa que el resto de una familia en la que la beatería
no estaba bien visto. En nuestro entorno, los que se podían llamar así, eran ya
primos lejanos, como Pedrito Gutiérrez, primo segundo del abuelo, uno de los
personajes más emblemáticos del pueblo, seguramente uno de los cultos en la
época. Se le veía en todas las procesiones, se le veía venir de misa casi con seguridad. Por la singularidad de sus rasgos, su forma
de hablar, su rostro ovalado, su voz un tanto meliflua pero ronca, cierto toque
delicado, lo habrían hecho propicio para que, de haberlo encontrado, Fellini lo
habría parado en la calle, y le habría rogado para unas pruebas. Luego le
conocí otras facultades, para mi es la primera imagen de un cinéfilo.
Tampoco desdeñaba la broma, aunque fuese
picarona, como la de Angorrilla, el ditero, otro personaje pero con más uva.
Don Pedro llegó ser el mejor y el único autor teatral de la localidad, no hace
tanto que todavía se representaba “La Petenera”, su obra más conocida. Pero aún y así,
se decía de él que era un avaro, incapaz de ofrecer al pobre que se le acercara
algo más que calderilla. Gracias a él,
mi abuelo paterno, Don Pepe, pudo gozar de Julio Verne y de Emilio Salgari
antes de morir, aunque por lo que sé, le tuvo que rogar mucho. Contarle una y
otra vez que ya estaba cansado de El Caso –“que solo contaba tragedias y
desgracias”-, y que las horas se le hacían muy largas. El beato falleció sin
herederos directos, y en uno de mis regresos pude ver su antigua casa abandonada,
y desde una ventana, lo que debió ser la biblioteca, totalmente abandonada.
Los beatos
eran gente que no se solía mencionar en la familia sin la compañía de algún
sarcasmo. El sentimiento de que una cosa era predicar y otra dar trigo, me
llegó muy pronto. Lo que la familia tenía que agradecer de “aquellos años tan
malos” que siguieron a la guerra, no tenía nada que ver con los familiares
beatos, sino con la gente buena. Esa fue la explicación de uno de los misterios
de mi infancia, a saber porque se hablaba alegremente de un “primo” que lo era pero lejano, y apenas sí se hablaba de
los más próximos. De los que pudiendo no dieron, y en se punto en casa se
citaban hermanos del abuelo y hermanas de la abuela. Esta era por descontada,
la más beata, pero dada convicción según la cual una buena mujer no debe salir
de casa más que lo justo, y lo justo para ella eran los velatorios y de noche.
Pero lo cierto es que cuando se decían cosas sobre la Iglesia, la abuela se
limitaba a diferenciar, una cosa eran las cosas de Dios y otra lo que hacía la Iglesia.
Pero estas
percepciones me fueron llegando con el tiempo, y en mis años escolares la Iglesia me atrajo
muchísimo. No solamente asistía con total regularidad a misa, era también de
los que permanecían quietos y en silencio. En un pueblo donde una casa con tres
pisos sobresalía de las otras, existían dos grandes edificios que se mantenían activos
casi a diario por un motivo u otro. La gente importante estaba poco menos que
obligada a la misa dominical, a veces para ostentar sus buenas vestimentas. El ambiente
interior de cualquier santuario me sobrecogía. La inmensa bóveda de la iglesia,
el campanario, incluso las procesiones cuando se montaban a lo grande, con
música y todo lo demás, me parecían cosas muy serias que yo tenía que respetar
y reconocer. Pero todo empezó a cambiar, de entrada con la sesión del cine
infantil que pasó por encima de cualquier otra cosa, luego con la propia
atracción hacia la gran pantalla y todo lo demás, y finalmente, con todos los
comentarios descreídos que me llegaban en el bar de papá en la calle La
Cruz. El caso es que me fui distanciando de
la Iglesia, contesté un no cuando papá me dijo sí quería
estudiar en un seminario, algo que en realidad me podría quizás haber ido muy
bien, luego lo dejas como tal, me decían, pero entonces yo no entendía de esos
matices.
Compartí con
los mayores que más me llamaban la atención, una decepción radical hacia la Iglesia, y desde los doce
años que no he vuelto a poner el pie en ningún acto religioso. Ni tan siquiera me presenté a la misa de
mamá, y cuando he asistido a una velatorio, sí había misa, me quedaba en la
puerta hasta que acababa. En septiembre del 2007, permanecí dentro en el
sepelio de un amigo y un luchador nato de mi generación, Víctor Rodríguez
“Iñaki”, víctima de una depresión
acelerada que le llevó al suicidio. El recogimiento era muy fuerte, y me pareció
que podía parecer irrespetuoso con su compañera, que podía entenderlo de otra
manera. No había nada preparado, y fue
el propio capellán el que nos invitó a decir algo. No negaré que estas cosas
siempre me causaron un considerable impacto en el cine, sobre todo cuando se
respira autenticidad. Aprendí a hablar en nombre de los demás, y aquel día no
pude olvidar que Víctor habría con toda su buena voluntad –y sus torpezas como
orador reiterativo-, dicho algo sobre la misa. No era cuestión, pero al hablar de la clandestinidad contra la
dictadura franquista, señalé que esta gobernó bajo el ampro de los poderosos
y bajo el palio de la Iglesia. Ha sido la única
excepción que recuerdo….
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