Como es sabido, “liberal” en los Estado Unidos
es un equivalente a “rojo” aquí. Considerando que “rojos” fueron tanto Azaña
como Durruti, cabe pensar que algo no muy diferente sucede en el Imperio donde
la reacción neoliberal estableció en los años ochenta una distinción entre una
“izquierda dura” y otra “izquierda blanda”, criterios que en ámbito profesional
del cine conviene matizar con tendencias. Esto quiere decir que, por citar un
ejemplo, Dalton Trumbo, el inolvidable autor de Johnny cogió su fúsil, fue también el guionista de una monumento a
la infamia llamado Éxodo (USA, 1960)…
Otra consideración a tener en cuenta es que
visto desde aquí y en pleno franquismo, el concepto “liberal” adquirió una
dimensión especial, sobre todo teniendo en cuenta que estamos hablando de
películas de serie A protagonizada por actores famosos…Tal como expresábamos en
el artículo anterior, ninguna otro estrella se mostró tan implicada con
“mensajes radicales” como lo estuvo Burt Lancaster.
Estamos hablando de una opción personal
desarrollada también en su doble faceta de actor y productor, pero también en
su implicación con la marcha y los contenidos de las películas. Aunque estas
cosas no han sido estudiadas, puedo ofrecer cuanto menos mi testimonio generacional del impacto mortal e ideológico
que llegaron a tener algunos filmes “liberales” de primera categoría…
Mi ejemplo más fehaciente fue El hombre de Alcatraz
(1962), cuyo contenido
encajaba como un guante con mis preocupaciones. Evoca la dura
trayectoria de un convicto (Robert Strout),
un desgraciado violento se rebela ciegamente contra las autoridades, y
que es condenado a cadena perpetua para redimirse; que se esfuerza por superar
el foso carcelario gracias a su tenacidad y su amor por los pájaros, y me
cautivó. Era un ejemplo rotundo de alguien que le da la vuelta a sus desdichas,
y que acaba encontrando otra dimensión en la vida. No fue hasta la tercera o cuarta visión que
me percibí que se trataba de una película muy larga, porque en ningún momento
me sentí fatigado, claro que por entonces podía estar muchas horas sin vaciar
la orina. Pero ver esta película ya no era un ejercicio más de un enfermo de
cine, era una manera de entrar en el terreno de mi carácter y de lo que quería
ser, alguien que aunque lo metieran en una celda de por vida, buscaría algo a
través de lo que realizarse.
Las otras colaboraciones de Burt con John Frankenheimer,
Siete días de mayo (1964) y El tren (1965) acentuaron tales
afinidades. La primera por cuanto apunta hacia la existencia de un
militar-fascismo en los Estados Unidos (y coherentemente, Burt interpreta a un
fascista en una película antifascista), la segunda porque se acerca mucho más
rigurosamente a lo que significó el nazismo, y lo que fue la resistencia con un
ferroviario como héroe que lucha por la cultura.
En este cuadro se inscribe su encarnación del pastor
místico y sensual de Elmer Gantry (1960), una obra maestra en la que Burt estuvo implicado desde todos los niveles y que le reportó
uno de los Oscar más merecidos que se recuerda, pero como no podía ser de otra
manera, aquí se estrenó tarde. No era lo
que se dice una película comercial sino un verdadero trabajo de orfebrería
cinematográfica. Una insuperable adaptación de uno de los títulos mayores y más
escabrosos de Sinclair Lewis, el autor de Babitt,
uno de los mejores retratos de la naturaleza retrógrada de la burguesía norteamericana, capaz de
manejar las empresas más complejas mientras sigue con una mentalidad religiosa
integrista.
Esta fase tan impactante contribuyó a realzar a
mis ojos la importancia de El gatopardo
(1963), creo que la primera película que no pude esperar que llegara a los
cines de barrio por los que me movía y me planté por primera vez en una sala de
estreno, nada menos que en el cine Coliseum de Barcelona cuyas carteleras
resultaban especialmente espectaculares. Esta magistral adaptación marcó un salto en mi incipiente evolución política,
por primera vez me quedaban claras toda una serie de ideas que había comenzado
a conocer, el marxismo en especial. Aparte de su derroche de inteligencia, de
las grandes escenas, los decorados, las pinceladas sobre el grupo humano, me
subyugó la imponente presencia señorial de Burt Lancaster en un papel para el
que no concibo a nadie más, ni tan siquiera al aristocrático Laurence Olivier,
además, la película llegaba en un momento en el que su descubrimiento me llevaría
a la exaltación. En aquellos momentos ya había crecido lo suficiente para
comprender que el motor de la historia era la lucha de clases, que la burguesía
iniciaba por entonces su decadencia, y que lo único que buscaba era mantener
sus privilegios aunque fuese estableciendo un “compromiso histórico” con la
burguesía más ruin. Por entonces ya leía y releía la revista de voluntad marxista Nuestro
cine, y aunque veía de rodillas las películas de John Ford y de Howard
Hawks, no me convencían ideológicamente, y no tuve ninguna atracción por la
idea del “cine por el cine” que por entonces, blandía como bandera Film Ideal que, para colmo, ni tan
siquiera era antifranquista, y en mis cuentas, eso desde cierto nivel, significaba
ser cómplice.
No hay duda de que Lancaster fue consciente de
la oportunidad de participar en una obra artística de alcance superior, y
seguramente también lo era del atraso cultural de los EE. UU donde la obra
maestra de Visconti se estrenó amputada con la mitad de su duración original y
constituyó un rotundo fracaso. Ya con los años pudimos ver el montaje
definitivo en dos partes diferenciadas con largos fragmentos en versión
original subtitulada, toda una cita que nos deparó a mi compañera de entonces y
a mí, dos tardes de domingo seguidas en verdad inolvidables.
En esta categoría crepuscular entra de pleno Los profesionales (1966), otra vez con
Richard Brooks y con un reparto excepcional para una historia de exaltación revolucionaria
sin idealismos, en el fondo un alegato a
favor de la lucha del pueblo vietnamita con la revolución mexicana como
trasfondo histórico y paisajístico. A continuación, Burt hizo su última gran
aportación al “western” de la mano de Robert
Aldrich, La venganza de Ulzana
(1972), que venía a ser algo así como la cara más cruel de Apache ya que describe la última resistencia apache como
especialmente cruel sin por ello querer desautorizarla. Fue con Aldrich con el que Burt trabajó en un potente modesto
pero no por ello menos certero alegato antinuclear en Alerta misiles (Twilight's
Last Gleaming, 1977), encarnando a un militar con un
discurso antimilitarista tan audaz, cuestionando las razones últimas de la
guerra de Vietnam, y mostrando -como por otra parte era característico en
Aldrich- una radical desconfianza hacia el poder y quienes lo representaban o
lo servían. Quizás fue por eso que la
película fue masacrada por nuestra
querida censura a la que no le gustaba que se pudiera criticar a los militares,
aquí los que salían en las películas españolas tenían un pie en la gloria.
Burt regresó a Italia por la puerta grande con otras
dos interpretaciones memorables. En una volvió
a trabajar con el muy refinado marxista Luchino Visconti, Confidencias (Gruno di
fiamiglia in un interno, 1975), título crepuscular, donde volvió a
estar soberbio en el papel de un solitario profesor que se convierte en voz del
propio autor meditando sobre los cambios operados en su larga vida y en la
sociedad italiana. Se trató de la penúltima obra de Visconti, y fue gracias a
un Lancaster agradecido que Luchino pudo conseguir el capital necesario para su
producción que, como era de esperar, los
distribuidores yanquis consideraron de explotación imposible. En la otra
sobresalió en un papel secundario en el fresco socialista de Bertolucci, Novecento (1976), que de alguna manera
conectaba con El gatopardo, y que al menos para mí, sería uno de los
detalles más recordado de este ambicioso fresco social, por otro lado tan en
consonancia con la efervescencia política y cultural de la época.
En los últimos años, Burt trabajó en varias
películas en las que sucedía lo mismo con las que trabajó la centenaria Lillian
Gish, que él era una medida aparte. No obstante, consiguió una despedida a su medida de la mano
de otro inquieto realizador europeo, Louis Malle, con Atlantic City (1980), donde da vida al viejo gangster Lou Pasco, un
viejo canalla consciente de que la vida se le acaba, y que disfruta con deleite
de la visión furtiva de los pechos bañados con limón de una primeriza Susan
Sarandon. Todavía estuvo a punto de
encarnar al viejo conservador Ambroce Bierce
convertido al final de su vida en un voluntario a favor de la revolución
siguiendo al ejército de Pancho Villa en Viejo
gringo (Old Gringo, 1989), pero
las compañías de seguro se negaron a firmar sus pólizas, y fue sustituido por
Gregory Peck, que estuvo tan memorable como sin duda lo hubiera estado Burt de
haberlo hecho.
Falleció de un ataque cardiaco, y según declaró
Alain Delon “iba en silla de ruedas, estaba parcialmente paralizado”, de manera
que tuvo el tipo de muerte que él hubiera deseado (…) la muerte le ha supuesto
un cierto alivio, ya que en estos últimos cuatro años ha sufrido mucho”. Alguien
recordó que en uno de los cuadernos de Giusseppe Tomasi di Lampedusa, este anotó
la siguiente cita de Thomas Carlyle. “Nuestra vida está delimita por dos
silencios: el silencio de las estrellas y el de las tumbas”.
Lancaster murió en un tiempo en los que reinaban
verdaderos canallas, mala gente, tipos que interpretaban por lo habitual héroes
violentos y cuyo único objetivo profesional era escalar en una cima social cada
vez más escandalosamente privilegiada. Nombres de la estirpe neoliberal, como Silvestre
Stallone, Arnold Schwarzenegger o Bruce Willis, entre otros y otras. Recuerdo
que hasta entonces, había sido una revista de inequívoca trayectoria “liberal”
como Fotogramas, publicó una extensa
lista de entrevistas con estrellas que al mismo tiempo eran grandes fortunas
entre la que también puedo citar a Sandra Bullock y al escritor Tom Clancy, y
en todas ellas el mensaje era el mismo: todos pagaban demasiados impuestos. La Bullock hasta proclamaba sin
reparo que lo que ganaba haciendo –pésimas- películas, se lo merecía. Una época desde la que uno no
podía por menos que pensar que después del tiempo de los leones había llegado
el de las hienas, dicho sea con el mayor respeto por las hienas. Ni que decir
que este panorama no hizo más que reforzar más aún mi aprecio por la leyenda de Burt Lancaster, una admiración que supongo me lleva ser más
benevolente de lo que debiera. Pero uno debe de ser agradecido.
“Me desperté un día siendo una estrella. Luego
trabajé duro para convertirme en actor”. Así resumió en una ocasión Burt
Lancaster cómo se había desarrollado su vida artística y, ciertamente, no pudo
explicarlo mejor.
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