domingo, 22 de mayo de 2016

La revolución francesa en el cine




La revolución francesa en el cine

En sus conocidas tesis sobre el cine ya la revolución, Marc Ferro comienza mostrando un cierto estupor por el hecho de que el cine soviético no hubiera producido “ninguna película sobre la Revolución francesa, lo cual es todavía más sorprendente cuanto que la historia de la Revolución francesa era muy familiar a los rusos, que la citaban continuamente” (1). Su explicación es que “en realidad, les servía de contra ejemplo más que de lección, por varios motivos”. Primero, porque “acababa mal”. Los rusos sabían por su propia historia lo que había significado “el endiosamiento de Bonaparte y su expansionismo imperial”, tema central como es sabido de Guerra y paz, la más famosa de las obras de Tolstói sobre la que el cine y la TV han sabido extraer grandes producciones.  Y aunque la adaptación más reconocida  fuese la realizada  por el último King Vidor (1956),  fue igualmente llevada al cine con bastante solvencia por el interesante aunque muy irregular cineasta soviético Serguei Bondarchuk (1967), de la que existe una versión restaurada en DVD que se presenta pomposamente como “la producción más cara de la historia del cine”. Cuenta con tres horas adicionales a los 362 minutos a la copia distribuida comercialmente en su momento...No siempre se percibe el espíritu libertario de Tolstói en estas adaptaciones, aunque se puede distinguir con precisión la diferencia entre una mayoría de la nobleza, la más servil e improductiva, y una minoría más preocupada por tirar adelante sus haciendas y por la situación de los campesinos-siervos…
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Un territorio en el que se insertan biográficamente personajes como Herzen, Bakunin, Kropotkin, y el propio Tolstói. El pensamiento social de Tolstói pues, no se encuentra tanto en sus obras de ficción como en sus ensayos, sobre todo en los escritos al final de su vida. Creo que a través del personaje central Pietr, Tolstói, ilustra magistralmente la divisa que Miguel Unamuno aplicó a la  variante española: “Que se vayan los ocupantes, pero que se queden las ideas”.
La segunda según Ferro sería la apreciación marxista (compartida por Kropotkin en este punto en su “Gran Revolución”) era que como tal revolución se había quedado “a medias”  a pesar de los jacobinos como Robespierre y Saint Just y de la “Conspiración de los Iguales” de Gracchus Babeuf, motivo de una de las mejores novelas de Ylia Ehremburg del mismo título. Para algunos historiadores soviéticos, 1789 aparecía  como referencia para prevenir movimientos terroristas como la rebelión de Pugachev: es significativo que hasta 1978 no se realice un film soviético que glorifique esta revuelta (Pugachev, de Alexei Saltikov), amén de ¡Tempestad! (1958), una ambiciosa y parcialmente lograda adaptación de la gran novela de Alexandre Puskhin, La hija del capitán, que tiene como trasfondo esta gran revuelta campesina liderada por Pugashev (soberbio Van Heflin) en los tiempos de emperatriz Catalina II (Viveca Lindford). Recordemos que el de Pugashev sería el mayor mito revolucionario ruso, un referente para la tradición socialista-populista, no en vano este personaje lideró una mítica insurrección agraria cuyos ecos pervivió al cabo de los tiempos.      
Ferro añade otro factor más: “la Revolución cambió de jefes el 9 Termidor”. Sugiere que sí por entonces asimilamos (comparando con el período 1917-1920), a los mencheviques y eseristas con los girondinos, y a los bolcheviques a los jacobinos, como tantas veces se ha hecho. Luego, sí Danton representa los moderados y Lenin es un trasunto de Robespierre, ¿a quién le correspondería el papel de Bonaparte?. Siguiendo con Ferro en un terreno que no nos parece digno de su obra, nos habla de “un paralelismo inesperado, que puede hacer de Trotsky”, un extraño Bonaparte que renuncia a utilizar el ejército que les fiel en su lucha por el poder. Luego añade “o Stalin el homólogo de Napoleón, tiene algo de incómodo y desagradable que justificaría los peligros de la analogía y los silencios del cine soviético. Un cine que solamente en sus últimas fases abordó la cuestión del estalinismo. Finalmente, Ferro habla de que este cine prefirió “una visión marxista (o supuestamente marxista) de la historia”, a través de tres películas  sobre Comuna de París, siendo la única conocida La Nueva Babilonia, de Kozintsev  y Trauberg (1929).
Resultado de imagen de La revolución francesa en el cineEl historiador francés concluye esta nota con la “perspectiva, Andrzej Wajda en Danton (1982) como “una denuncia del régimen de Jaruzelski, pero también del bolchevismo y su represión de las libertades, personificada en el desgraciado destino que espera a los “tolerantes”, unos comentarios bastante sumarios (2).
La siguiente peculiaridad que presente el cine que trata de 1789 es casi la ausencia total de películas que le sean favorables de modo global, la excepción en el cine clásico sería La Marsellesa (1938), la célebre obra que Jean Renoir realizó en su época (especialmente marxista y creativa) de entusiasta del Frente Popular, pero yo al menos añadiría por los menos Scaramouche, sobre todo la versión de George Sydney (1952), adaptación de la obra de un demócrata radical como Rafael Sabatini (1875-1952) que también brindó al cine otros títulos progresistas como El capitán Blodd.
Anota Ferro que Alemania dio el ejemplo a principios de los años veinte con títulos como el Danton, de Dimitri Buchowetzki -un emigrado ruso-, que daba vueltas al mito reaccionario –el franquismo intelectual lo repitió ad nauseaum- según el cual la revolución devora a sus hijos,  y la muy valorada y frívola Madame Dubarry, del maestro Lubitsch, que “años antes que la versión de Dieterle ya denunciaba los excesos revolucionarios”. Ferro añade que “estos últimos cineastas, de todos modos, son de los pocos que señalan los vicios de la corte de Luis XV”, algo que también puede encontrarse en las diferentes versiones fílmicas de la obra de Charles Dickens, Historia de dos ciudades, paradigma del “centrismo liberal” según el cual a los abusos arbitrarios de la nobleza y de la corte le correspondió el contrapunto de los excesos del pueblo, crudamente representados en las “tricoteuses” que mientras tricotan la lana jalean la actividad de la guillotina.
Conviene no olvidar que para Hollywood, los “fastos cortesanos proporcionan a los productores un marco sensacional para su fábrica de sueños, cosa que no se puede decir, por supuesto, de la pobreza del campesinado o las recogidas de impuestos. y por otra parte, si después de la independencia, la revolución como fenómeno político era rechazada de plano por la sociedad americana, a cambio podía jugar el papel catastrofista que da vida al género preferido de los editores, de los novelistas y de los cineastas: el melodrama”.
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No ha sido otro el parámetro dominante la Meca del cine acabó asimilando esta posición “centrista” en detrimento del apoyo a la revolución que caracterizó a los “padres” de la revolución de 1776, apoyo que el cine ha dejado patente al menos en dos películas: Jefferson en París (1995), la muy académica obra de James Ivory, y en La nuit de Varennes, de Ettore Scola a través de la figura de Tom Paine que participó tanto en la norteamericana como en la francesa, dos filmes sobre los que prometo sendos trabajos. Ferro hace notar que si bien Hollywood no duda “en denunciar la miseria del pueblo y sus desgracias durante el Antiguo Régimen”, a partir del Griffith de Las dos huerfanitas (1922), una de las joyas del melodrama, “se pone el énfasis en la crueldad de los jacobinos y, muy especialmente, de Robespierre, símbolo de la anarquía y el bolchevismo”. Desde entonces, resulta evidente que el cine no dejó por lo general de interrelacionar ambas revoluciones.
Resultado de imagen de La revolución francesa en el cineEsto será más que evidente en dos famosas películas que abordan de manera francamente reaccionaria la revolución francesa, como la “romántica” María Antonieta, de W. S. Van Dyke (1938), con una idílica pareja formada por Maria Antonieta y Fersen (Norma Shearer y Tyrone Power), y en la que lo más destacado es la sobresaliente caracterización que Robert Morley hace de Luís XV, y sobre todo en El reinado del terror, producida en 1949, en plena guerra fría. Escrita por Philip Yordan (Johnny Guitar), y realizada por Anthony Mann que en la época produjo una pequeña serie de magníficos “trhiller” de serie B, convierte a Robespierre (Richard Basehart que por entonces trataba de emular a Richard Widmark en su “rol” de malo con apariencia ambigua) en un perfecto Stalin. Robespierre tiene un “libro negro” (aquí se estrenó por TVE como “El libro negro”), con el que va acabando con todos sus oponentes. Mann convierte a Lafayate como el arquetipo de “centrista liberal” que acaba salvando la democracia. Se trata empero, de una de las películas más trepidantes y atractiva, curiosamente obra de un cineasta y un guionista que más tarde no solamente aportarían títulos de gran valor, sino también de marcado carácter progresista. Pero cabe suponer que como “profesionales” el asunto del contenido les quedaba muy lejos. Convierten a los “extremistas” de la Montaña “como gángsters que no pueden escapar a su destino final, que es matarse entre ellos”.
Curiosamente, resulta que en una magnífica serie documental sobre la revolución se informa que los lugares donde habitaban los soldados de la “brigada” que actuó a favor de la revolución norteamericana contra los británicos, pasaron a ser baluartes de la revolución. Por cierto, Lafayette tuvo su “biopic” en 1961, en una superproducción dirigida por el anodino Jean Dreville (al que Bertrand Tavernier exalta como resistente en su Salvoconducto), y en la que lo único memorable sería Orson Welles actuando como Benjamín Franklin.
Pero –nos dice Ferro- en Francia pasaría lo mismo. Nuevamente, con la excepción ya citada de Renoir, o habla de la más reciente de Stellio Lorenzi, un cineasta italiano que dedicó una película, La expedición, al protonarquista italiano Carlo Pisacane, pero del que no he podido averiguar nada más. Generalmente, los cineastas franceses se han apoyado en la crítica de los “excesos del Terror” para dar canchas a las tesis de Action Française, lo cual es evidente en el caso de Sacha Guitry, un director y escritor de talento pero tan reaccionario que no dudó en convertirse en un “colaboracionista” aunque fuese a regañadientes. Ferro atribuye inclinaciones fascistas parciales a Abel Gance, y en esta clave desde la que analizará su obra más célebre: Napoleón (1927), cuya significación para la historia del cine es por otro lado incuestionable, no es en vano que Francis Ford Coppola patrocinó su restauración. A mediados los años cincuenta, la crisis del estalinismo y su extensión en los países del Este, pero sobre todo, la represión de la revolución húngara de 1956, “favorecen –según Ferro- la corriente de reprobación que, con efecto retroactivo, se hace extensiva primero a Stalin, y después a Lenin, el bolchevismo, el marxismo, y más lejos todavía al espíritu ilustrado que se considera responsable de la Revolución”.
Por este camino se llegará a la fórmula que tanto se debatirá con ocasión del Bicentenario. De un lado su condena neoliberal porque se quiere ver en sus excesos jacobinos el antecedente del estalinismo, y de otro, la reafirmación por parte de la izquierda de su papel central en la lucha por las libertades (incluso bajo su forma napoleónica) y por su reivindicación de los derechos del hombre o sea por sus méritos.
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Así pues, se ha querido filmar 1789 a través del prisma empañado de la “guerra fría”, de tal manera que el “centrismo liberal” y las actitudes reaccionarias han ido de la mano.  Las producciones de Hollywood que han funcionado siguiendo estereotipos culturales muy yankis, han tenido a subrayar  la frivolidad y la prepotencia del Antiguo Régimen en contraste con la austera y puritana América, tabla de salvación para los náufragos…Las grandes damas que viven romances apasionados y a las que son redimidas por el amor en el peor de los casos como María Antonieta o la Du Barry, acaban siendo víctimas propiciatorias de un populacho al que en ningún momento se asocia con la palabra democracia. Este esquema se reproducirá por igual con la Revolución rusa y el comunismo, identificando de estas maneras las dos revoluciones para llegar a una condena global en nombre de los valores de libertad que encarna la democracia liberal, aquella que al decir de presbote felipista da oportunidades tanto al palacio como a la cabaña.
Resultado de imagen de Revuelta en HaitiFerro nos recuerda que: “Naturalmente, ningún film americano se molesta en recordar que la Revolución francesa acabó con la esclavitud casi un siglo antes de la guerra de Secesión”, tanto es así que en su única excursión en la que aborda la historia de los jacobinos negros de Toussaint-LeOuverture en Revuelta en Haiti (Jean Negulesco, 1952) el referente de los esclavos no sería 1789 sino el mismísimo Jefferson que, a pesar de sus problemas de conciencia y de sus relaciones amorosas con una esclava, nunca dio este trascendental paso (3). En cuanto a Francia, según Ferro “la mayor parte de los historiadores que han inspirado las películas sobre la Revolución pertenecen a medios realistas o son de Action Française (Gaston Lenôtre, Louis Madelin, F. Funck-Brentano, P. Gaxotte)…” Esto resulta más que evidente en la producción más famosa de esta época, la María Antonieta (1956) que el muy académico Jean Delannoy realizó a la mayor gloria de la más famosa actriz francesa del momento: Michele Morgan. Ya hemos hablado de Sacha Guitry, del que nos llegó otra gran producción trufada de famosos actores norteamericanos …Si Versalles pudiera hablar (1954), aunque mucho más inspirada. Esto por no hablar de Diálogos de carmelitas (1960), adaptación de la obra del tramo literario más conservador de George Bernanos, y que enfoca la revolución en su aspecto más anticlerical, y lo clerical en su aspecto más angelical.
Desde la época del cine mudo, Hollywood ha vivido bajo la hegemonía del melodrama, un enfoque que acabará contaminando todos los demás géneros, y el histórico no fue ninguna excepción. En el melodrama se requiere que un personaje haga de víctima, “por lo general femenino, ya ser posible encarnado por una hermosa actriz, y el guión debe procurar que el espectador se ponga en el lugar de la sufriente protagonista”. El paso siguiente es un contexto histórico en el que –como diría Dickens- ocurriera lo mejor y lo peor, de tal manera que auspiciara “una serie de peripecias violentas, providenciales o catastróficas que no siempre se deben a la lógica de los acontecimientos”. El público se hizo a un esquema que ya había sido ampliamente probado en la literatura popular. Desde este punto de vista, la Revolución no deja de ser un acontecimiento colosal como lo podía ser una guerra civil (Lo que el viento se llevó), un terremoto (San Francisco), el incendio de una gran ciudad (Chicago), las inundaciones de los monzones (Las lluvias de Ranchipur), etc.   La revolución normalmente no tiene motivos ni logros identificables, son ante todo un cataclismo en medio del cual los personajes naufragan, y viven sus experiencias más terribles o más sublimes.
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Este esquema resulta bastante ostensible en las adaptaciones de Historia de dos ciudades, de Dickens, de la que permanecerá –a pesar de su carácter “centrista”- especialmente la versión de 1935 del mejor Clarence Brown, sobre todo por la interpretación antológica de Ronald Colman, una cumbre que no pudo mejorar en absoluto el gran Dirk Bogarde en 1958; en la escarizada y hoy olvidada El caballero Adverse, de Mervyn LeRoy (1936), una película “liberal” de aventuras en la que se hace una referencia casi mística del esclavismo que haría las delicias del Vaticano ya que sale un monje que ayuda a los esclavos y que “convierte” al negreo, sin olvidar la ya mencionada María Antonieta, de W. S. Van Dyke, en cuyo final Fersen le ofrece a Maria Antonieta un pasaje para las Américas. Las Américas será también el destino de la pareja formada por Jean-Paul Belmondo y Merlène Jobert en Gracias y desgracias de un casado del año 2 (1971), una película del estimable Jean-Paul Rappenau (Cyranno), que presenta la revolución como una revolución.
Al menos para el cine, los tiempos estaban cambiando, y durante un tiempo el modelo de La Marsellese se impondría al del cine norteamericano y al francés más conservador, pero eso será motivo para otra entrega… 
 
Notas
1) El cine y la revolución apareció como prólogo al grueso volumen que la Pompidou dedicó a un ciclo homónimo. E3l trabajo de Ferro fue traducido para la edición castellana de la obra de Ferro, Historia contemporánea y el cine (Ariel, Barcelona, 1995). Todos los entrecomillados pertenecen a esta edición.
2) Para mayor detalle me remito a mi artículo Danton en DVD aparecido en Kaosenlared.
3) Este punto lo ha tratado ampliamente en mi trabajo sobre “el cine y la trata de negros”, igualmente aparecido en Kaosenlared.

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