El Éxodo o la liberación del pueblo hebreo.
Si hay un lugar donde la guerra cultural entre la iglesia y
el laicismo tuvo importancia desde el principio, éste fue el cine. Esta batalla
sigue viva y aunque las grandes producciones bíblicas siguen al orden del día –Éxodus, de Ridley Scott, siempre
dispuesto a hacer una de tal o cual género-, y la beatería sigue coleando en
cierto Hollywood al servicio de los fundamentalismo, la crisis también ha
llegado a este cine más bien seudoreligioso y ha quedado para los programas
televisivos de la llamada Semana Santa.
La Iglesia era consciente de que
los templos se vacían, que las salas de cine eran la competencia, y por lo
tanto, hicieron todo lo posible por llevar los púlpitos a dichas salas. A su
favor contó con el apoyo incondicional de la industria, perfectamente
consciente del pacto que se había establecido entre ambas partes contra el
socialismo. También jugó a favor el peso del arte y la cultura religiosa, el
poder de fascinación que todavía ejercían algunos capítulos bíblicos, así como
el éxito de una cierta literatura como el Qvo Vadis?, del polaco Henry Sinkiewicz,
Nobel en 1905, tantas veces llevada al cine, siendo la más famosa la 1951, la más singular sería la apócrifa de
DeMille (El signo de la cruz, 1932), y la más patética, la de Jerzy Kawalerowicz
(2001). Jerzy había sido el laureado responsable de Faraón (Polonia,
1966), una las mejores (si es que no la mejor)
películas sobre el antiguo Egipto. Su Quo Vadis?, fue una producción del
nuevo régimen y bendecida por el papa Wotyla como un gesto de pleitesía digno
de una revista satírica.
No hay que decir que esta guerra cultural fue ganada por el
Vaticano que, a lo largo del siglo XX, pudo bendecir un torrente de “colosales”
norteamericanos e italianos de exaltación religiosa, con éxitos multitudinarios
como La túnica sagrada y su secuela, Demetrius y los gladiadores,
que marcan la expansión del Cinemascope
al principio de los años cincuenta coincidiendo con la “guerra fría”). Se trata
de la segunda ola del “peplum” después del italiano previo a la “Gran Guerra”,
y fue acompañado en la España de Franco por un
tsunami de películas de “estampitas”, hasta el punto de superar el que ya había
conocido la Italia
de Mussolini. Era un cine que acompañaba “fenómenos religiosos” como el de
Fátima en Portugal, cuya celebración conecta la reacción contra la república
portuguesa con la el papado de Wotyla, que señala la culminación de la alianza
entre el neoliberalismo y el fundamentalismo religioso, ambos vencedores
triunfantes contra el “comunismo”. La guerra cultura pues, acaba con la
victoria final del dinero y de la religión como consolación en este “valle de
lágrimas”.
Evidentemente, este cine fue posible porque encontró un
público adicto, algunas películas como las citadas o como Marcelino, pan y
vino, fueron grandes éxitos de público, incluyendo las barriadas obreras.
No siempre fue un cine totalmente despreciable, fue hecho por auténticos
profesionales capaces de hacer películas importantes, formaban parte de una
cultura religiosa más que milenaria, pero sobre todo, ocuparon un escenario en
el que el cine social y crítico (el neorrealismo italiano y norteamericano)
tenía mucha más dificultades de acceder. Pero en la gran mayoría de los casos,
se trataba de ejercicios de sucia hipocresía. En realidad, las vidas ejemplares
que ofrecían respondía a épocas y
situaciones que nada tenían que ver con la praxis de la Iglesia constantiniana. De hecho, los autores que estaban marcados
por verdaderas inquietudes religiosas (Dreyer, Bresson, Fellini, Tarkowski,
entre otros), se situaban en una dimensión diferente, sino opuesta. Películas
como Ordret, todavía causan una profunda conmoción seas o no creyente.
Cecil B. de Mille fue desde fechas tempranas el principal
modelo para el “colosal” religioso que casi todos trataban de imitar, lo que
significó descartar otras tentativas más analíticas como las propuestas el
maestro Griffith en Intolerancia o por Henry King con David y Betsabe,
por cierto, prohibida en la España
de Franco. DeMille fue el iniciador de esta segunda ola del “peplum” con Sansón
y Dalila en la que persistía en un cierto compromiso, él aportaba espectacularmente
su dosis de exaltación religiosa (Dios era el Supremo Hacedor), pero a cambio
se le permitían al menos dos grandes licencias, la exaltación erótica (Sansón
enloquece por Dalila o sea por Hedy Lamarr), e Israel era el pueblo elegido, el
antecesor de la
Norteamericana del Destino Manifiesto. La culminación de
DeMille fue su nueva versión del Éxodo, el mito fundacional del pueblo de
Israel y uno de los temas más recurrente del cine norteamericano que subrayaba
un paralelismo con la Biblia,
si bien se trata de moldes diferentes. Mientras que en la Biblia, Moisés, el hombre
providencial, libera a su pueblo de la esclavitud que le sometía Egipto, con
mucho, la mayor potencia civilizatoria de la Antigüedad (un
paradigma que todavía no ha sido superado), la conquista del Oeste se hizo para
ocupar los territorios milenarios de las naciones “indias”. Pero, a DeMille la
historia le importaba lo mismo que al Departamento de Estado.
Los diez mandamientos (The Ten Commandments, USA, 1956), de entrada,
fue un verdadero fenómeno social, su estreno se prolongó durante más de dos
años, a veces con colas interminables. Fue una película por la que le gente se
interpelaba si la había visto. Desde el punto de vista del espectáculo, pero
también por su parte religiosa, no se discutía su verdad. Pero sus verdades eran
muchas. Tal como está planteada en el Libro de Libros, el Éxodo puede
interpretarse como una historia de liberación nacional, el pueblo hebreo se
libera de la servidumbre, atraviesa el desierto para llegar a la Tierra Prometida.
En el trayecto, Dios entrega a moisés diez mandamientos, no matarás, no
robarás…Estos principios se oponen al Becerro de Oro, símbolo del afán de
lucro. En la película, la connotación más inmediata remite al judeocidio
llevado a cabo por el nazismo con enormes complicidades. En realidad, el antisemitismo
es uno de los componentes más oscuro de la cultura cristiana. DeMille había ya
mostrado su sensibilidad sobre la cuestión judía en su (en parte) atrevida Rey de Reyes, un
título que nos remite a una de las versiones más singulares e inteligentes de los
sesenta, la de Nicholas Ray en la que el pueblo judío es la víctima de la
colonización romana. Estos mitos han sido empleados en la historia del
socialismo de manera constante, y no solamente por los teóricos de formación religiosa.
Moisés fue escogido como el primer judío en un reciente referéndum, todavía sigue
siendo la figura central de la historia de Israel, es, simultáneamente, figura
central del Antiguo Testamento y el antecesor de Jesús, así como uno de los
profetas mayores que antecedieron a Mahoma para
los musulmanes. Moisés fue “instruido en toda la sabiduría egipcia”, un
hilo que nos lleva a otra cuestión: a como la Biblia –y la cultura occidental-, asume la
historia del Antiguo Egipto desde una superioridad que resulta exaltada en la
película desde el momento en que moisés se encuentra con zarza ardiendo sin
consumirse. Moisés humilla a Ramsés II
(Yul Brynner), este sí, un personaje histórico. Una vez más, la leyenda vence a
la historia, y la religión sirve para proclamar el mayor milagro: un pueblo
esclavizado vence a la primera potencia con la ayuda del Dios de su pueblo.
DeMille va más lejos y caracterizado de colonizador, nos presenta la película
como una lucha entre el bien y el Mal, como un referente del dilema entre
democracia y “totalitarismo” o sea fascismo o comunismo, o dicho de otra
manera, de los Estados unidos y de sus adversarios.
Tampoco parece ser cierta la esclavitud de los judíos
en Egipto, y menos siglo tras siglo como se proclama. Puede ser muy noble hacer
un alegato contra la esclavitud, y subrayar las coincidencias con el drama
inconmensurable del Shoah, pero la verdad es que no existe ninguna
indicación por parte de la arqueología de que fuese nada parecido, y en ninguna
obra de investigación sobre "el modo de producción esclavista" (cf,
obra homónima de Pierre Vidal-Nacquet, Siglo XXI, Madrid, 1978). Ciertamente,
ésta descripción corresponde a una
tradición en la que se dan de la mano ilustrados, liberales y marxistas que no
podían concebir la construcción de las pirámides más a la manera que describe
en la película. Pero lo cierto es que la esclavitud en Egipto fue en lo que
cabe, mucho más benigna que bajo el Imperio Romano. Resulta paradójico que la
primera información que se tuvo sobre dicha esclavitud provenía del Génesis, concretamente de cuando
el patriarca Abrahám recibe un cierto número de esclavos de uno u otro sexo,
regalo del faraón.
Con el tiempo y las constantes investigaciones, el
Éxodo ha dado lugar a una interpretación que ya fue apuntada por Freíd, que
escribió que, que de ser millonario,
financiaría las excavaciones arqueológicas en El Amarna:: ”Me gustaría
aventurar esta conclusión: sí Moisés fue egipcio, sí transmitió su propia
religión a los judíos, fue la de Akhenatón, la religión de Atón”. Sobre esta
hipótesis se han efectuado diversas elaboraciones, un hilo que nos lleva a la
principal revolución de aquellos tiempos, a la herejía de Akhenatón para el que
el Sol era el principio de todas las cosas. Akenatón acabó siendo derrotado por
casta sacerdotal, por la “nomenclatura” de un Estado en el que la religión era
el “opio del pueblo” en todos los sentidos, en el bueno porque le permitía
creer que su vida, finalmente tenía un sentido, y para lo malo, porque eso le
impedía oponerse a los amos. Una historia no tan lejana como podía parecer. De
todo ello se puede hablar gracias a una de las películas más influyente de la
historia del cine que cuenta con una aproximación célebre a la historia de
Akenatón, la adaptación de la obra de Mika Waltari, Sinuhé el egipcio (The Egyptian/USA, 1954), en la que un Akhenatón místico dirige sus plegarias a un Dios único, un Dios
porque el los sufrirán martirologio los atonistas, unos creyentes de buena fe
que en la película serán representado por Jean Simmons, la misma que el público
ya la hacían en los cielos desde que vieron el final de The Robe.
Otro hilo bíblico igualitarista nos lleva a profetas como Amós, Oseas pero,
sobre todo, Isaías. Todos apelan a la rebelión, y condenan a quienes abusan
del poder, al tiempo que vaticinan la llegada de unos tiempos futuros en los
que el pueblo establecerá el reino de Dios en la Tierra, un reino
incompatible con la exclusión y las injusticias. Entonces, proclama Isaías
(II, 4), las naciones "convertirán sus espadas en arados y sus lanzas en
hoces", una imagen muy querida en todos los movimientos pacifistas que
sueñan un mundo sin guerras. Proclama que, finalmente, reinará la alegría y
desaparecerá el dolor,
como ocurría en al Paraíso, antes de que los seres humanos desobedecieran el
mandato divino. Textualmente se dice: "Se alegrará el desierto y florecerá
como lirio" y "la tierra seca se mudará en estanque y la sedienta en
fuentes de agua" (Ibid, XXXV, 1-7) Todo ello compone una tradición que tendrá
una influencia determinante entre las corrientes heréticas que atravesaran la Reforma con componentes
tan significados como Thomas Münzer, Jean Huss, Gerard Winstaley y tantos
otros.
Bibl. Sobre la idea del los Estados unidos como
“pueblo elegido”, resulta del mayor interés el ensayo de John Galtung, Fundamentalismo
USA. Fundamentalismo político, teológico en la política exterior USA
(Icaría, Barcelona, 1999). En cuento a
lo referente a la asimilación del legado del Antiguo Egipto a las medidas de la
pautas históricas de la civilización judeo-cristiana, resulta de una gran
utilidad la obra de Fco J. Gómez Espelusin y Antonio Pérez Largaña, Egiptomanía (Alianza, Madrid, 1997).
En cuanto al apartado cine-historia, me remito a mi libro, En nombre del padre
y del hijo. El cine y la Biblia
(Los Libros de la Frontera,
Barcelona, 2009)
No hay comentarios:
Publicar un comentario