La revolución húngara de los consejos obreros de 1956
(Este trabajo apareció publicado en octubre de 1996 en la
revista El Viejo Topo. Meses más tarde apareció en la Kaosenlaerdad, luego
fue vertido en numerosas páginas de América Latina y Europa, incluso traducido a
diversas lenguas como por ejemplo, el finlandés. Ahora son 60 años lo que han transcurrido,
y las lecciones de la historia siguen vivas)
El estalinismo, que había salido reforzado con la victoria
sobre el nazismo, y que se había extendido su poder en toda Europa del Este y
China (1949), parecía haber llegado un punto de no retorno, a inaugurar una
nueva era “socialista” que, entre otras cosas, reafirmaba su victoria histórica
contra el “viejo” socialismo revolucionario y pluralista...Era una época en la
que figuras como Trotsky llegó a parecer casi una figura arqueológica tanto
como lo podía ser Aníbal, que había llegado hasta las puertas de Roma para
retroceder hacia una muerte trágica y aislada.
Sin embargo, ya a finales de los años cuarenta algo comenzó
a cambiar. Con la “desviación titoista” tuvo lugar una primera ruptura, en
países como Francia o Italia, el debate sobre los campos de concentración y la
represión de la disidencia ya se habían hecho estables y movilizaban a un
sector cada vez mayor de la intelligentzia
de la izquierda, en 1953, tras la muerte de Stalin, tuvieron lugar las
revueltas obreras de Alemania del Este, tres años más tarde, el
movimiento comunista se conmovía de pies a cabeza con las “revelaciones del XX
Congreso del PCUS, y en Octubre de 1956 estallaba la revolución en Hungría, un
país que en 1919 había vivido intensamente una repetición frustrada de la
revolución de Octubre bajo la iniciativa de los consejos obreros...
Una historia qua quizás pueda parecer lejana pero cuya importancia no puede ser desmerecida, de entrada porque contribuye a comprender mucho mejor el “fracaso del socialismo”, un ideal que, al decir de los obreros polacos, había sido un buen invento pero que había sido mal aplicado. El socialismo es inherente a la libertad, y esto lo tuvieron claro los trabajadores, los estudiantes y los intelectuales obreros húngaros que en pleno fervor revolucionario descabezaron las odiosas estatuas de Stalin, momento que quedó inmortalizado en unas fotos que nos hablaban de la víspera de nuestro tiempo: de la crisis irreversible del estalinismo. Un desastre o un desvío de una revolución que podía haber sido muy diferente...
Una historia qua quizás pueda parecer lejana pero cuya importancia no puede ser desmerecida, de entrada porque contribuye a comprender mucho mejor el “fracaso del socialismo”, un ideal que, al decir de los obreros polacos, había sido un buen invento pero que había sido mal aplicado. El socialismo es inherente a la libertad, y esto lo tuvieron claro los trabajadores, los estudiantes y los intelectuales obreros húngaros que en pleno fervor revolucionario descabezaron las odiosas estatuas de Stalin, momento que quedó inmortalizado en unas fotos que nos hablaban de la víspera de nuestro tiempo: de la crisis irreversible del estalinismo. Un desastre o un desvío de una revolución que podía haber sido muy diferente...
La conmoción provocada por el XX Congreso del PCUS, con el
inaudito “Informe Kruschev” sobre los crímenes de Stalin, a pesar de sus
contradicciones y limitaciones, sirvieron para legitimar en cierta medida
el movimiento de protesta que, en el verano de 1956, afectaba en Hungría a
todos los grupos sociales y en especial a estudiantes e intelectuales Las voces
más numerosas reclamaban medidas urgentes para corregir el modelo socialista.
Decía Bela Kovacs, el secretario del Partido de los Pequeños Propietarios
liberado en abril, que nadie pensaba entonces en volver a la situación anterior
a 1945. La frase probablemente fuera exagerada. En la manifestación del 56 se
confundieron distintas corrientes, desde comunistas, anticomunistas,
demócratas, liberales, socialdemócratas, hasta nostálgicos horthystas, y
confluyeron las insatisfacciones materiales derivadas de la industrialización
acelerada y la crítica al sistema de poder responsable de la anterior. El
denominador común de los manifestantes radicaba en la defensa de un patriotismo
independiente y soberano.
Ya en julio de 1956, Moscú, consciente del malestar
existente en el partido húngaro, envió a Budapest a dos eminentes jerarcas,
Mikoyan y Suslov, para arbitrar una solución. Esta no fue otra que la de hacer
dimitir de la dirección al odiado Rakosi, nombrando en su lugar a E. Geröe
(igualmente poco popular por su identificación con el sistema del anterior), e
incorporar a la ejecutiva a Janos Kadar y otros de los llamados comunistas
nacionales (que habían pertenecido a la Resistencia), representantes de una línea
centrista y moderada. La nueva dirección anunció un programa con determinadas
concesiones, que fueron consideradas insuficientes por la oposición. Entre las
resoluciones adoptadas, estaban la de rehabilitar a las víctimas del rakosismo,
celebrándose honras fúnebres en su recuerdo (el 6 de octubre tuvo lugar el
funeral por Rajk), que congregaron a mucha gente; readmitir a Imre Nagy en el
Partido (13 de octubre); y mejorar las relaciones diplomáticas con Yugoslavia,
siguiendo el ejemplo de Moscú. En este sentido, en septiembre se firmó un
protocolo de cooperación económica, y el 15 de octubre salió para Belgrado una
delegación húngara encabezada por Geröe y Hegedüs -presidente del Consejo- con
objeto de proseguir las negociaciones. El regreso de la delegación a Budapest
coincidió con la manifestación preparada por intelectuales y estudiantes para
ese día, 23 de octubre.
Los manifestantes se congregaron ante la estatua del poeta
Petöfi, recitándose un poema simbólico -Talpra Magyar- que recordaba los
inicios de la revolución antihabsbúrgica de 1848. El Gobierno, desconcertado e
indeciso, terminó por consentir la manifestación que en un principio había
prohibido. La multitud -formada por intelectuales, estudiantes, empleados,
obreros, campesinos, e incluso soldados de uniforme-, que portaba banderas
nacionales sin el emblema comunista, mostró después su solidaridad con el
pueblo polaco en la plaza de Joseph Bern -un general polaco que luchó con los
húngaros en 1848-49-. Se leyó allí el comunicado elaborado por la Unión de Escritores, que, en
la misma línea reformista y moderada de las propuestas del Círculo Petöfi,
pedía la reunión del Comité Central del partido y la incorporación de Imre Nagy
al Gobierno. También se dio lectura al manifiesto reivindicativo de los
estudiantes, más radical y mucho más aplaudido que el texto anterior. Era una
carta de 16 puntos en la que, entre otras exigencias, se formulaba la necesidad
de evacuación de las tropas soviéticas, la reconstitución del Gobierno bajo la
dirección de Imre Nagy y la expulsión de los estalinianos, elecciones generales
con sufragio universal y secreto y participación plural de partidos, derecho de
huelga para los trabajadores, revisión de los tratados soviéticohúngaros, de
los procesos político y económico, y rehabilitación de las víctimas del
rakosismo además, por supuesto, de proclamar la solidaridad con el pueblo
polaco.
A continuación, el grito de ¡Nagy al poder! se convirtió en
el lema más repetido por la multitud. ¿Qué hacía entretanto el personaje cuyo
nombre se invocaba con intenciones mesiánicas? Nagy no participó en la
manifestación, pero se vio obligado por la tarde a dirigir unas palabras a la
muchedumbre. Habló desde la sede del Parlamento con un lenguaje gubernamental,
racional más que sentimental, sobre la solución de los problemas y divergencias
a través de la discusión y la negociación, animando a la gente ante todo a
preservar el orden constitucional y la disciplina. A la misma hora
aproximadamente, el primer secretario del partido, E. Geröe, emitió un
comunicado por radio en el que defendió el poder de la clase obrera y concluyó
por condenar una manifestación que calificaba de nacionalista. ¿Se trató de una
provocación deliberada? Lo cierto fue que el comunicado del secretario
decepcionó profundamente a los manifestantes, ya raíz del mismo los
acontecimientos se precipitaron en una espiral de violencia, en el edificio de la Radio, en la sede del
periódico oficial del partido, y en otros barrios de la ciudad. La AVH protegió los puntos
neurálgicos de la población, pero la calle fue tomada por los insurgentes.
Los límites de la solución Nagy
Llegó un momento en el que la situación para el Gobierno era
en extremo difícil, ya que carecía de autoridad moral, no disponía de fuerzas
suficientes para reprimir la insurrección, y además dudaba de su lealtad, caso
de producirse un enfrentamiento popular. El Comité Central del partido, reunido
urgentemente en la noche del 23 a124, adoptó dos decisiones trascendentales:
nombrar a Imre Nagy presidente del Consejo de Ministros, y solicitar la ayuda
de las tropas soviéticas para restablecer el orden. En relación al
segundo acuerdo, se hizo creer que la petición de ayuda soviética fue
refrendada por Nagy, pero –presume, François Fejtö, el más reconocido
historiador de esta época, basándose en diversos testimonios- semejante
imputación podía formar parte de una maniobra política para desprestigiar y
aislar al personaje, haciéndole responsable de la invasión. De partida, parece
difícil que Nagy mediara en una decisión cuando aún no había tenido
prácticamente tiempo de tomar posesión del cargo, si se tiene en cuenta que los
tanques soviéticos aparecieron en las calles de la capital en las primeras
horas del día 24 de octubre. El asunto, no obstante, permanece oscuro, aunque
quizás los húngaros de hoy lo conozcan mejor. En efecto, el The Budapest Post comunicaba en febrero
de 1993 la publicación de dos libros, El expediente Yeltsin y Las páginas que
faltaban, con documentos de origen soviético sobre la revolución de 1956, que
Boris Yeltsin había regalado durante su visita a Budapest en noviembre de 1992
al presidente húngaro Arpad Göncz.
Cuando fue interrogado por un periodista del citado
semanario, el presidente del Consejo de Ministros húngaro el 23 de octubre de
1956, Andras Hegedüs, declaró su satisfacción por la entrega de estos
documentos, y, aunque aún no los había leído, no dudaba de su interés para
explicar su propia actuación en aquellos dramáticos días, señalando al respecto
que él no actuó solo y que lo hizo por sentido de responsabilidad política. Los
documentos parecen revelar que la carta de los dirigentes húngaros pidiendo la
intervención armada soviética fue firmada después del 23 de octubre, y fue
utilizada sólo más tarde para justificar la invasión de cara a la comunidad
internacional. En todo caso, lo que está claro es que los dirigentes húngaros
se comportaron entonces de manera muy distinta a como lo habían hecho sus
homónimos polacos. En lugar de hacer causa común con el pueblo, llamaron a las
tropas soviéticas, comprometiendo en alto grado a Nagy, cuya presidencia se
verá inmediatamente hipotecada por la invasión militar. De poco servirá que el
día 25 Mikoyan y Suslov sustituyan a Geröe por Janos Kadar en el cargo de
primer secretario del partido, y que autoricen -¿era sincera la autorización? -
días más tarde a Nagy ya! nuevo equipo a ensayar la vía nacional hacia el
socialismo, dándoles las mismas concesiones que a la Polonia de Gomulka. Tres
factores neutralizarán esta solución: la radicalización de la insurrección en
la capital, como consecuencia del luctuoso suceso ante el Parlamento el 25 de
octubre, a resultas del cual murieron varios centenares de personas; la
extensión del movimiento a provincias, particularmente a las occidentales; y,
finalmente, el desacuerdo creciente entre Nagy y el grupo “centrista” de
Janos Kadar.
La hora de los comités y consejos
obreros
Los trabajadores se pusieron en pie y la huelga general empezó espontáneamente en Budapest el día 24 tras la intervención militar, y en los días siguientes se propagó al resto del país. En casi todas las ciudades y pueblos de Hungría se constituyeron, a veces de modo violento pero las más de forma pacífica, comités y consejos revolucionarios que asumieron el poder llevados por un irresistible espíritu de antiautoritarismo (Feher-Heller). Fueron capaces de implantar una libertad de prensa, que permitió publicar y emitir toda clase de propaganda, salvo la de los nazis húngaros, cuyo periódico Aurora fue vetado. Entre estas instituciones, surgidas de modo espontáneo, sobresalieron los Consejos Obreros, elegidos en el plazo de sólo dos días (26-28 de octubre) en todas las fábricas del país. El día 31 de octubre se reunió en Budapest un Parlamento de los Consejos Obreros, en el que estuvieron presentes delegados de las fábricas más importantes del país, que aprobó una declaración de los derechos y deberes de los nuevos organismos. Aquella carta transformaba radicalmente la organización de la fábrica impuesta por el régimen rakosista. En la misma se afirmaba, en efecto, que la fábrica pertenecía a los trabajadores, y que su control estaría en manos de un Consejo Obrero elegido democráticamente por éstos...
No obstante, la acción revolucionaria de los Consejos y
Comités no iba contra el Estado, sino contra la forma totalitaria del Estado y
su sumisión a la
Unión Soviética. La aceptación del Gobierno Nagy por parte de
las instituciones revolucionarias quedó condicionada al grado de cumplimiento
que aquel hiciera respecto a sus aspiraciones nacionales y sociales.
De todas partes llegaban a Budapest delegados con las
reclamaciones de los Comités y Consejos Obreros para ser discutidas con Nagy,
quien se encontraba en aquellos primeros días en una posición algo rezagada
respecto a la presión popular, pero también algo adelantada respecto al resto
del equipo dirigente. Pero también es cierto que el programa aprobado por el
Consejo Obrero y el Parlamento de estudiantes de Miskolc alcanzó un cierto
carácter representativo. Se pedía en él la formación de un gobierno
provisional, democrático, soberano e independiente, con exclusión total de los
rakosistas, y fundamentado en el Partido Comunista Húngaro y en el Frente Popular;
elecciones generales, libres, y con participación plural de partidos; retirada
inmediata de las tropas soviéticas; reconocimiento de las reivindicaciones
formuladas por los Consejos Obreros y Parlamentos de estudiantes de todo el
país; abolición de la policía de seguridad del Estado (AVH), y reorganización
de las fuerzas armadas (milicia y ejército regular); en fin, la amnistía
completa para los patriotas que habían participado en la revolución.
En esta situación, el proceso de constitución de los nuevos
órganos de representación alcanzó en los últimos días de octubre un ritmo muy
vivo. En los pueblos, en las fábricas, en los sectores profesionales y de
servicios, en los cuadros de la administración, hasta en las fuerzas militares
(Comité revolucionario de la Defensa Nacional, formado el día 29 por el
general Bela Kiraly y el coronel Pal Maleter), por todas partes surgieron de
modo espontáneo Consejos y Comités. Con estas nuevas instituciones, la
revolución se encaminaba hacia una forma de Estado que garantizara el libre
desarrollo del pueblo húngaro, decía Radio Miskolc el 30 de octubre; hacia una
Hungría libre, independiente, democrática y socialista, emitía por su parte
Radio Budapest el mismo día.
Semejante propuestas, aunque finalmente fueron plenamente
asumidos por Nagy, no los compartieron, sin embargo, ni el Kremlin, ni aquellos
húngaros partidarios de un nacionalismo radical, antisemita y conservador , que
dominaban en el Consejo Nacional Transdanubiano, de Györ, y en Budapest giraban
en torno a Jozsef Dudas, militar y editor del periódico Hungría Independiente.
En esta línea, el papel desarrollado por Radio Europa (que se emitía en húngaro
desde Munich por refugiados al servicio de la CIA, y era muy oída en Hungría, en particular en
su parte occidental) fue en alto grado desestabilizador al concentrar sus
acusaciones en los que denominaba estalinistas ocultos, y en especial en Imre
Nagy, a quien presentaban como un traidor y un asesino del pueblo (27 de
octubre)
Aquí entra la poderosa Iglesia católica, y en su emisión del
31 de octubre, Radio Europa Libre se refería al cardenal Jozsef Mindszenty como
el más legítimo jefe del movimiento nacionalista húngaro. El mencionado
cardenal acababa de ser liberado por Nagy , que esperó alcanzar del primado de la Iglesia católica el mismo
apoyo hacia el gobierno de unidad nacional que ya había acordado con los jefes
de las comunidades calvinista, luterana y judía. En sus Memorias, el cardenal
señala que, después de su famosa alocución radiofónica del día 3 de noviembre,
fue felicitado por Zoltan Tildy por la gran ayuda que acababa de prestar con
mis palabras al nuevo Gobierno nacional. Sin embargo, ni una sola voz de
aliento y simpatía hacia Nagy pronunció expresamente Mindszenty en aquel
discurso. Cierto, hizo algunos llamamientos en la misma línea que el Gobierno,
como la petición de la vuelta al trabajo, la aprobación de la neutralidad y la
condena de las venganzas privadas.
Sin embargo, estos contenidos quedaban muy diluidos en el
conjunto de un mensaje donde también se negaba legitimidad al Gobierno
democrático de 1945; se pedían elecciones bajo control internacional,
situándose el primado al margen de los partidos y por encima de ellos; se
defendía el derecho de propiedad equitativamente limitado por los intereses
sociales, y la preocupación por preciadas instituciones con un gran pasado,
concluyendo el cardenal con la petición del restablecimiento inmediato de la
libertad de enseñanza religiosa, así como la restitución de las instituciones y
asociaciones de la Iglesia
católica, incluida su prensa. El primado habló, en definitiva, sin tener en
cuenta que durante su encierro se habían firmado en 1950 unos acuerdos que
regulaban las relaciones entre la
Iglesia y el Estado. Pocos días más tarde, sin embargo, en la
primera entrevista que concedió a los periodistas en la embajada de EE.UU.
donde se refugió, Mindszenty declaró que Sólo el Gobierno de Imre Nagy es el
legal húngaro. Kadar ha sido impuesto por el extranjero. Rechazo su Gobierno
como ilegal.
En el momento en que en 1955 Nagy cayó en desgracia, preparó
unos “Memorandums” para el Comité Central y para Andropov, entonces embajador
de la Unión Soviética
en Hungría, con objeto de justificar su actuación anterior. Las ideas
reformistas que allí se defendían alertaron a sus adversarios estalinistas, que
vieron la amenaza que aquéllas representaban para el sistema de partido único,
tal vez en mayor medida que el propio autor. Nagy se refería, en efecto, a un
régimen de democracia popular que tuviera en cuenta los ideales de la clase
obrera, en el cual la vida pública se basaría en fundamentos éticos, y en los
cuatro principios políticos siguientes: la separación de los poderes del Estado
y del partido; la reorganización de la administración del Estado con un criterio
descentralizador; la potenciación del Parlamento y del Gobierno, con menoscabo
del poder del partido; y, finalmente, la reorganización del Frente Popular en
la línea que apuntó en 1954. No menos heterodoxo se manifestó Nagy en política
exterior: Nuestro país -decía debe evitar la participación activa en el
conflicto entre bloques.
Dichos Memorandums encerraban toda una teoría política
que Nagy aplicará hasta sus últimas consecuencias cuando opte abiertamente por la Hungría real. Según Feher
y Heller, Nagy había firmado la solicitud de ayuda al ejército soviético, y su
primer comunicado al país (24 de octubre), aunque sin incurrir en las amenazas
pronunciadas por Geröe y Kadar, calificaba a los trágicos sucesos de
contrarrevolucionarios. Muy probablemente fuera esa la reacción instintiva de
un viejo bolchevique con casi cuarenta años de militancia. Pero a partir de
entonces, Imre Nagy decidió frenar desde el poder la solución estalinista de
aplastar violentamente el movimiento, legitimando su gobierno en la
manifestación del 23 de octubre (base de la nueva situación, dirá Kadar el 1 de
noviembre), que había acabado con el sistema impuesto y legalizado en la Constitución de 1949.
Así pues, la composición del Gobierno del 26 de octubre
demostró el afán que todavía animaba a Nagy de apaciguar a los insurgentes sin
intranquilizar al Kremlin. Así, aunque excluyó a algunos rakosistas, mantuvo a
otros en puestos clave de la administración e hizo entrar en el gabinete a
personalidades de destacada significación, como a los comunistas F. Münnich y
G. Lukács, ya algunos de los líderes de la política anterior a 1948, como Z.
Tildy, Bela Kovacs y F. Erdei. Tal composición no presagiaba el anuncio de las
reformas que se hicieron públicas en el comunicado del día siguiente. Aparte de
que ya el movimiento popular dejaba de ser considerado como una
contrarrevolución, el Gobierno prometía discutir las reivindicaciones
elaboradas por los Comités revolucionarios y Consejos Obreros, cuya existencia
era reconocida en el nuevo marco político.
A partir de esta fecha, y hasta su caída, la solidaridad de
Nagy con el pueblo fue en aumento, a pesar de algunas manifestaciones de
violencia indiscriminada hechas por las masas, cuyo exponente más trágico fue
la masacre ante el Centro del Partido Comunista de Budapest ocurrida el 30 de
octubre, en la que resultó muerto, entre otros, el nagysta Imre Mezö. Ese mismo
día, Nagy reconoció lo que venía siendo un hecho desde el 23 de octubre, el
final del partido Único, y anunció un Gobierno de coalición, semejante al de
1945, y el inicio de conversaciones con la Unión Soviética
para la evacuación de sus tropas.
Finalmente, los últimos tanques soviéticos salieron de la
capital el 31 de octubre, pero no del país, ya que -según explicaron Mikoyan y
Suslov- su presencia no era un asunto bilateral entre Hungría y la URSS, sino que concernía a
todos los signatarios del Pacto de Varsovia. Los pasos siguientes fueron
declarar la neutralidad de Hungría, acordada por el Gobierno y la directiva del
Partido el 1 de noviembre (Kadar abandonó la capital a las pocas horas con
rumbo desconocido), y denunciar el Pacto. Mientras sucedían estos
acontecimientos en la capital, nuevas tropas soviéticas empezaron a entrar en
el país sin haber mediado en esta ocasión petición alguna por parte del
Gobierno nacional. No obstante, aún quedaban dos días durante los cuales
Hungría vivió el sueño de ser un país libre, independiente y neutral, pareció
que se recobraba la normalidad, y los partidos políticos de 1945 comenzaron a
reorganizarse .
Esta segunda invasión soviética de Hungría se vio facilitada en el contexto internacional al coincidir con la acción francobritánica contra Suez, que suscitó graves divergencias entre Washington y sus principales aliados en Europa. A pesar de las declaraciones del presidente Eisenhower en favor de la causa húngara, y de la propaganda norteamericana que sembró la esperanza en los ánimos de los revolucionarios de una ayuda de Occidente, los EE.UU. no hicieron nada más que plantear, sin mucha convicción, el problema en el Consejo de Seguridad de la ONU, y facilitar la acogida de refugiados. Los acuerdos de Yalta estaban vigentes y limitaban su esfera de acción al ser Hungría un asunto del bloque oriental. Y ninguna de las grandes potencias estaba dispuesta a correr riesgos innecesarios sometiendo a revisión el statu quo surgido de la Segunda Guerra Mundial.
Esta segunda invasión soviética de Hungría se vio facilitada en el contexto internacional al coincidir con la acción francobritánica contra Suez, que suscitó graves divergencias entre Washington y sus principales aliados en Europa. A pesar de las declaraciones del presidente Eisenhower en favor de la causa húngara, y de la propaganda norteamericana que sembró la esperanza en los ánimos de los revolucionarios de una ayuda de Occidente, los EE.UU. no hicieron nada más que plantear, sin mucha convicción, el problema en el Consejo de Seguridad de la ONU, y facilitar la acogida de refugiados. Los acuerdos de Yalta estaban vigentes y limitaban su esfera de acción al ser Hungría un asunto del bloque oriental. Y ninguna de las grandes potencias estaba dispuesta a correr riesgos innecesarios sometiendo a revisión el statu quo surgido de la Segunda Guerra Mundial.
Ante tales circunstancias, el inoportuno ataque
anglo-francés contra Egipto a partir del 31 de octubre con el pretexto de la
nacionalización del canal de Suez, proclamada por Nasser a finales de julio,
esfumó las esperanzas de una ayuda occidental a Hungría al romper la unidad de
los países de la OTAN,
situar a la URSS
y EE.UU. en el mismo bando de defensa de la paz mundial, y desacreditar en
adelante cualquier manifestación prohúngara proveniente de las agresoras Gran
Bretaña y Francia. La invasión militar soviética de Hungría fue también apoyada
por la casi totalidad de los partidos comunistas de los países occidentales,
incluyendo el PCE que acababa de diseñar su política de “reconciliación
nacional”. Pero provocó una gran indignación en muchos de sus militantes,
especialmente entre los intelectuales franceses que dedicaron un número
extraordinario de la revista Les Temps
Modernes (1956-57) a la revolución de Hungría. En él se afirmó sin ambages
que octubre del 56 no fue un levantamiento de la chusma ni un motín
contrarrevolucionario, sino un acontecimiento profundamente enraizado en la
política estaliniana. Por entonces, grupos minoritarios pero muy activos de
filiación trotskista y anarquista, ya habían desarrollado una amplia campaña de
solidaridad con los consejos obreros.
De Imre Nagy a Kadar
Consciente de lo que estaba en juego, el último gobierno de
coalición formado por Nagy hizo público el 3 de noviembre su firme propósito de
impedir la restauración del capitalismo en Hungría, pero también de defender
con el mismo ahínco las conquistas de la revolución, en particular la
independencia nacional, la neutralidad y la construcción del socialismo sobre
una base democrática. En aquel gabinete, los comunistas disidentes estuvieron
representados por Losonczy, Maleter y el propio Nagy; los Pequeños Propietarios
por Tildy, Kovacs y Szabo; los Socialdemócratas por Anne Kethly, Kelemn y
Fischer; y los Nacional Campesinos (reconvertidos en Partido Petöfi) por Bibo y
B. Farkas. La inclusión en el Gobierno del nombre de Kadar era totalmente
ilusoria, porque para entonces ya se conocía su salida de Budapest, junto con
Apro, Münnich, y otros. Pocas horas antes de formar este Gobierno,
Nagy había comunicado al secretario general de la ONU la entrada de las tropas
soviéticas en Hungría, y solicitó su mediación para negociar con la URSS, con la que trataba
inútilmente de llegar a un acuerdo a través de su embajador, Andropov. La
delegación húngara -F. Erdey, P. Maleter, I. Kovacs y M. Szücs-, que finalmente
se desplazó a Tököl el 3 de noviembre para negociar con los soviéticos, fue
detenida allí mismo, apenas comenzada la entrevista.
Esta segunda y definitiva invasión militar se puso en
marcha, y en las primeras horas del 4 de noviembre los tanques soviéticos
entraron en Budapest. Imre Nagy y algunos de sus colaboradores se refugiaron,
en vano, en la embajada de Yugoslavia, mientras en el edificio del Parlamento quedó
István Bibo como único representante del gobierno legítimo húngaro. A él le
correspondió formular en la madrugada del día de la intervención la última
declaración de que Hungría no pretendía seguir una política antisoviética sino
coexistir en una comunidad de naciones libres del Este de Europa cuyo objetivo
sea fundar sus vidas sobre la base de los principios de libertad, de justicia y
de una sociedad libre de explotación.
Nagy concluyó con una desesperante petición de ayuda a las
grandes potencias y a las Naciones Unidas en favor de la libertad del pueblo
húngaro. Antes de terminar aquel día, las emisoras del este de Hungría
difundieron comunicados de Münnich y de Kadar, anunciando su ruptura con Nagy y
la fundación de un gobierno revolucionario obrero y campesino en la ciudad de
Szolnok que, además de solicitar la ayuda soviética, incluía en su programa
casi todos los puntos del Gobierno anterior, salvo lo referente a las
elecciones libres, pluripartidismo y neutralidad.
El 23 de noviembre de 1956 Imre Nagy y sus allegados fueron
sacados de la embajada yugoslava y deportados a Rumania, no obstante haber
prometido Kadar a Tito su liberación: En un proceso secreto, Nagy fue acusado
de alta traición por conspiración, complicidad con los crímenes contrarrevolucionarios
y abrogación del Tratado de Varsovia. El 16 de junio de 1958 fue ejecutado,
junto a Pal Maleter, Jozsef Szilagyi y Miklos Gimes (Geza Losonczy había muerto
ya en la cárcel). Yugoslavia volvió a protestar contra la violación de las
garantías que Kadar había dado de forma solemne, y muchos intelectuales de
todas las tendencias militantes socialistas y comunistas expresa ron igualmente
su indignación en Europa occidental.
El régimen neoestalinista de Kadar, después de una primera
etapa de brutal represión, se fue consolidando en los años siguientes. El
partido -ahora llamado Socialista y Obrero- recuperó su papel de control sobre
el Estado y la sociedad, y los húngaros se vieron obligados a aceptar con
resignación, una ve: más en su historia, el fracaso de una revolución. Gracias
a la coyuntura mundial favorable de los años sesenta, a la ayuda económica de la Unión Soviética,
ya la flexibilidad introducida en el sistema de planificación, el Gobierno fue
capaz de mejorar sustancialmente el nivel de vida de las gentes, sobre todo en
comparación con los otros países de la Europa del Este. La estabilidad del régimen quedó
asegurada por un sistema de opresión que abandonó el estalinismo más duro, y se
aplicó únicamente a los que desobedecieran las órdenes del Gobierno. La divisa
kadarista, según la cual quienes no están contra nosotros están con nosotros
permitió ensanchar la base social del sistema, y hacer emerger un consenso
basado en parte en la templanza de las fuerzas revolucionarias, y en parte en la
mejora material de las masas despolitizadas. Dentro del bloque oriental, la Hungría de Kadar se
convirtió en un país relativamente “liberal”, pero la crisis no se hizo
esperar, y cuando la burocracia soviética hizo quiebra, el “kadarismo” tuvo los
días contados.
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