Sirviendo a la Patria.
Recuerdos de mi etapa militar (*)
Cuando crucé la verja del campamento de Campo
Soto, en las afueras de San Fernando, Cádiz, era ya final de enero de 1971,
justo el día que se cumplía mi plazo de integración. Vestía mi elegante
chaquetón de pana azul francés y llevaba mi maleta con algunos libros de los
que antes se compraban en las trastiendas. Llevaba el pelo cortado como para el servicio, le dije al
barbero. Venía preparado para cualquier eventualidad. Con esta voluntad me
encontré, unos minutos después, en medio de la tropa, que había ido llegando
desde principios de mes, escuchando a un capitán que trataba de parecerse al
Alfredo Mayo de Raza, aunque más bien
semejaba su caricatura. Hablaba con el aplomo y la seguridad del alguien que
imparte disciplina y trata a la tropa desde la altura de sus galones.
En un momento dado, tratando de resumir lo
dicho, se dirigió a uno de los presentes:
—A ver, tú. Imagínate que eres el guardia que
está en la puerta y, por una de esas casualidades de la vida, aparece una
manifestación que quiere entrar en el cuartel. Y ves a tu padre delante de
todos. ¿Qué es lo que harías?
—Pues, pues, ¡disparar, mi capitán! ¡disparar,
mi capitán!
Luego, se dirigió a mí para ordenarme que
presentara a no sé quién. Mi reacción tranquila sorprendió a todos, por lo que
me convertí, inmediatamente, en el centro de discusión de un pequeño grupo,
cuyo antifranquismo era más que obvio. Apenas unos minutos después, hablábamos
de todo un poco; incluso, sobre La crisis
del movimiento comunista, de Fernando Claudín. Ellos me pusieron al día
sobre las excelencias de la vida cuartelaria. Al acabar, ya sabía qué mandos
teníamos y compartía el dato más siniestro del campamento. A saber que el
teniente de la compañía de al lado, un tipo alto, moreno, con gafas negras y
botas altas era capitán hacía un par de años. El preciado galón lo había
perdido por matar a un recluta, literalmente de una «patada en los cojones». La verdad era que el precio daba
escalofríos.
Aquella misma tarde, realizaba el test que me
convertirían en cabo. También pasaba por la maquinilla del furriel, que dejó mi
cabellera a la altura del resto. O sea que «se
me veían hasta las ideas», me decían. «Entonces,
un día de estos me fusilan», le respondí al primer amigo. Algo debió de
ocurrir en mi interior después de esta operación a la que siguió el cambio de
ropa. A la mañana siguiente, unos diez minutos antes de las siete —el momento
del toque de diana—, me encontré con una sorpresa que me apabulló durante unos
minutos. No encontraba por ningún lado mis atributos varoniles. Como en una
película fantástica, en las que las dimensiones se han trastornado, mi
impresión era que el objeto había desaparecido. La portañuela sólo parecía dar
a una túpida greña de pelos, nada más. Estuve a punto de gritar, pero encontré
el momento para serenarme, respirar un instante y efectuar la operación más
razonable. Me desvestí y me puse a orinar como una mujer. ¡Uff, aquí está!. Entonces respiré con alivio. Afortunadamente esto
ocurrió sólo aquel día.
Cabe pensar que si esto me ocurría a mí, con dos
años más que el resto, con mis viajes por el extranjero y mi experiencia de
militante de sangre fría, qué no ocurriría con todos los demás, sometidos como
estábamos a un sistema de trituración de cualquier individualidad, de cualquier
conato de compañerismo frente al superior. Estábamos al socaire del
apabullamiento constante que, empero, no llegaba a las «cuatro bofetadas» que nos prometían. Eran las que nos prometían los
mayores cuando aseguraban que allí «se nos iban a acabar todos los
cuentos». Desde que sonaba la diana y
el primero o el sargento entraba dando voces, hasta la retreta, todo era un
vapuleo constante. Por la mañana temprano, venían los ejercicios gimnásticos y
por la tarde, más marcha teórica y un sinfín de entretenimientos que suscitaban
monótonamente el mismo comentario: «¡Estoy hasta los güevos de mili! La
respuesta ya se sabía: «¡Pues no te queda “mili” por chupar! ¡Más que al gorro
de un sargento chusquero!».
En teoría, todo se reducía al objetivo de que
fuéramos buenos españoles. No se podía ser buen español sin ser buen soldado.
Esto significaba sumisión total al mando, devoción a la bandera, a las
instrucciones múltiples, ensayos de desfiles, guardias rutinarias, servicios
diversos y trabajar en las cocinas. Esto en el caso de tener la dudosa fortuna
de servir de machaca, o sea, de trabajar como el criado del señor mando y de su
familia. Si eras médico, como machaca ayudabas en la consulta del mando galeno.
Y así. Claro que una cosa era lo propio, lo patriótico y otra, las buenas
apariencias. Para conseguir tan magna finalidad, los mandos nos trataban de
mujercitas, de mierdas, de mierdecitas, de cavagandurrias, de recortes de
maternidad o de fetos bautizados. Una lista que se podía alargar hasta el
infinito y que, quizás por su aporte masculino, algunos soldados llegaban a
repetir con los más tontos o los más débiles; con los mandos omnipresentes, con
sus amenazas de que acababan sabiéndolo todo.
En un ambiente en el que la solidaridad no
parecía ser una moneda muy apreciada, me hice mis propias cuentas. La regla
universal era no parecer ni muy tonto ni demasiado listo. Dejar pasar los días
lo más desapercibido posible. Esto significaba no pasar hambre, hacer los menos
servicios posibles y aprovechar al máximo el tiempo. El premio era la lectura,
repasar toda aquella literatura que antes no había tenido tiempo para leer.
Siempre llevaba un libro en algún bolsillo, siempre estaba pendiente de un
hueco. Y si había que acabar con el régimen, bueno era conocer lo mejor posible
el funcionamiento de su espada, de aquel ejército, que servía de modelo para la
vida civil franquista. Y siempre que fuera posible, llevar a cabo un trabajo
político. Aunque fuera simplemente distribuyendo revistas como Triunfo o Cambio 16 entre la tropa o introduciendo aquellas ideas disolventes, que en otros tiempos te
hubieran costado la vida como “hijo de La pasionaria” que era como algunos mandos llamaban a los “comunistas”.
Y al final —puedo contarlo—, el esquema
funcionó. Aunque la verdad es que la diosa Fortuna, más la coyuntura y mi
modesta capacidad de Pimpinela Escarlata,
tuvieron mucho que ver con ello. No debí ser tan discreto, ya que me llovieron
los arrestos. Sobre todo, por el poco empeño a la hora de la instrucción, pero
en definitiva, nada más grave que algún que otro turno de cocina, lavando
platos en agua infecta, o que pasar la noche en la previsión. Un castigo que,
bien aprovechado, me servía para leer más. Sin embargo, en más de una ocasión,
la cosa pudo llegar a mayores. Como cuando me enfrenté a un cabo primero
reenganchado, una categoría que atraía el menosprecio tanto de los soldados
como de los mandos. Éste tenía unas características turbias. Simpatizaba con
los testigos de Jehová y se le veía con el Atalaya, poniéndose muy serio cuando
invocaba a Yhavé al tiempo que blasfemaba como un cosaco.
Pero alimentaba tendencias marcadamente
bisexuales. Un día, casi enloqueció cuando supo que corría un Play Boy entre la tropa. Pero también se
ponía fuera de sí cuando nos acompañaba a las duchas colectivas a continuación
de una de aquellas marchas que nos hacían sudar en grandes dosis. Ya de
entrada, la idea le enaltecía. Antes de llegar al cuartel, nos repetía
insistentemente que ya nos vería «el
pedazo de picha», porque «lo que era desfilando, parecíamos de un colegio
de señoritas». Al entrar en el recinto, le encantaba meternos en plan rebaño. A
continuación, no podía disimular el disfrute que le venía poniendo orden entre
tantos cuerpos desnudos. De tanto en tanto, repartía algunos cintarazos,
provocando las consiguientes caídas y apretujones. Desde el primer día, mi
actitud fue como si él nos estuviera. Esto no le pasó desapercibido. Un día,
quiso apabullarme, y arremetió contra mí. Yo ya había aprendido a olvidarme de
los golpes cuando papá me encerraba en la tienda para ajustarme varias cuentas,
y recibí los suyos como si nada. Aquello le pareció una insubordinación, y
golpeó más fuerte, sin conseguir que me moviera. Cuando dejó de gritar, le dije
que si seguía lo comentaría con el capitán. «¡Ah sí! El capitán me pedirá que
te folle vivo», me respondió.
El capitán no aceptaba quejas de los soldados.
Pero mi actitud surtió su efecto y el cabo primero se lo pensó más en otras
ocasiones. Aquello hizo que mi ascendencia entre la tropa fuera de algunos
puntos. Eso también debió marcarme y los mandos más próximos del primero no
desaprovecharon la ocasión para putearme. Igualmente, tuve problemas con un
brigada de complemento. Era un tipo guapito y finoli, un señorito vamos, que tenía
todas las cartas para ser el personaje más odiado del campamento. Quería
demostrar algo, o aplicar unas normas paternas, porque siempre tenía al padre
en la boca. Sus abusos eran constantes. Además, se le notaba que se recreaba
gustosamente, como si estuviera ofreciendo algo digno de admiración. Una
mañana, encontró a los dos más inocentes de la compañía, dos muchachos gallegos
que seguramente no habían salido en su vida de una pequeña aldea, pero que
resultaban decididamente entrañables por picarones. Estaba claro que se habían
puesto de acuerdo para escaquearse, no efectuando unas indicaciones muy
arbitrarias. Les dio por afirmar que lo justo era que se castigaran entre sí.
Entonces, les ordenó que se dieran «unas buenas hostias». Los dos muchachos lo
intentaron suavemente. No fueron capaces y al momento, se pusieron a llorar
como dos criaturas. A todos se nos revolvió el cuerpo, pero mi mirada debió de
ser más acerada. Así, yo ya me tenía en el punto de mira. Entonces, se dirigió
a mí amenazador:
—Usted, sí usted. ¡Al calabozo!
—Pero, ¿por qué, mi brigada?, ¿porqué?
—Pues por cagarse Vd. en mi padre. ¿Le parece
poco? O se cree usted que no leo en su mirada.
Yo sé perfectamente lo que me está diciendo alguien, nada más con
mirarlo. Ya me lo decía mi padre: si alguien te mira con malos ojos como lo
haces tú. ¡cargáterlo porque se está
acordando de tu madre¡.
Y la verdad es que en este aspecto tenía toda la
razón del mundo.
Un poco antes de abandonar el campamento, mientras
ofrecía sus demostraciones psicológicas a la tropa, se dirigió a mí con el
mismo tono para decirme:
—¡Usted cree que me ha engañado con esa pinta de
no matar una mosca, pues se equivoca! ¡Usted es de los que meten la mala
cizaña! A la mínima, le follo vivo; así es que ¡andése con cuidado!
Afortunadamente, no hubo lugar para cumplir la
amenaza, pero la impresión de que «se me podía caer el pelo» me rondaba con
excesiva proximidad. Tanto fue así que algunos de mis amigos optaron por
apartarse un poco de mí.
Otro castigo muy habitual fue el de dejarme sin
pase de pernocta los fines de semana largos, durante los cuales me escapaba a
Sevilla y al pueblo, y regresaba con nuevos ánimos. Pero había decidido no quemarme por nada. No me afectaba ni
esto ni las consabidas revisiones en la entrada. Tampoco el que,
arbitrariamente, te hiciesen volver a causa de unas botas que no estaban más
sucias que las de otro o por un pelo que no era más largo que el de los demás.
Cuando las cosas se ponían así, siempre tenía el recurso de las lecturas. Me
estaba leyendo tranquilamente casi al completo la colección Salvat-RTV. Claro
que no debía de gozar de tanto equilibrio como pensaba. Una vez, un compañero
se equivocó al comprar el último ejemplar. Me dio un auténtico ataque de
histeria cuando comprobé que no era La
isla del tesoro, sino una antología de Giménez Caballero. En medio del
ataque, no solamente envié a parar el volumen al mugriento cubo de basura de la
cocina, sino que, además, me pasé con el chaval.
Durante los fines de semana largos, la quietud
en el campamento era casi total. Apenas quedaban mandos y los estaban se
refugiaban en la cantina de oficiales, donde eran servidos por camareros que
trabajaban gratis. Entonces, la tropa de soldados jugaba al fútbol o las cartas.
Se charlaba e, inevitablemente, surgía el tema de las tías. La expresión más usual era «¡Estoy quemao! ¡Qué quemao
estoy!». Las revistas porno se cotizaban al más alto precio. A pesar de que
decían que ponían bromuro en las comidas, a los más imaginativos esto no nos
afectaba. Algunos éramos suficientemente discretos y otros, no tanto.
Seguramente, nadie lo era tan poco como mi compañero de litera. Un vasco fuerte
como un roble al que nuestro encantador capitán llamaba Aguirresoeta en vez de
Aguirresarobe. Aizkolari, al parecer
de renombre, el hombre que era cuadrado y de pocas palabras nos ponía en un
aprieto; a mí, que estaba arriba, y al muchacho gallego, de la del medio.
Cuando tenía ganas, pues tenía ganas. Y no se detenía en nada. Con su ejercicio
mecía, cadenciosamente, todas las literas. El gallego y yo nunca nos habíamos
visto en nada parecido. Así, hasta que llegaba la eclosión final. Era cuando yo
gritaba:¡Terremoto!. ¡Terremoto¡”.
Fue en uno de aquellos días cuando fui testigo
del desbordamiento de las inclinaciones homosexuales entre soldados sobre los
que, anteriormente, apenas sí había abrigado alguna intuición. Sucedió durante
el permiso de Semana Santa de 1971, cuando solamente quedamos los que no tenían
donde ir y los castigados. Lo que en un
primer momento parecía un juego, un rato más tarde más bien parecía un sueño de
opiómano. Mientras permanecía en mi litera huyendo de la lluvia, observaba cada
movimiento. Medio en broma, medio en serio, se habían establecido contactos
entre varios. Más de dos parejas se besaban y se acariciaban. No daba crédito a
mis ojos. Luego, desaparecieron. Pero, cuando entré en los lavabos, tuve que
pedir perdón ante dos que se disfrutaban. Sin embargo, el asunto no se comentó
más allá de los afines. Muchos estaban fuera. Los testigos no queríamos líos,
además a mi todo aquello me parecía de película. Oficialmente, de manera
inequívoca, sólo se contabilizaba un homosexual en todo el campamento. Era
Toni, un muchacho que hacía teatro en Barcelona y al que se le podían achacar
otras cosas, pero no falta de valor. Sin embargo, un día le debió fallar,
porque lo encontraron con las venas cortadas, y lo tuvieron que llevar en una
ambulancia a un hospital de Cádiz. No le volvimos a ver, pero lo de aquel día
me enseñó a que no había que dejarse de engañar por las apariencias, por lo
demás, a mí la estancia parísina me había servido para comenzar a entender un
poco la cosa. Así cuando me llegaba una invitación no respondía con insultos,
simplemente la declinaba respondiendo: Lo siento camarada, pero es que a mí no
ve me va”.
El asunto provocó una discusión con uno que era
médico. Recuerdo que nos dejó patidifusos cuando respondió que lo cierto era
que en el culo también entraba el gusto. Yo sí por sí acaso, lo encogí todavía
más. Me acordaba que en más de una ocasión me había tenido que defender de las
“bromas” de algunos obreros, a uno incluso le tuve que amenazar con un martillo
para cortar con su insistencia.
En el pequeño cuartel de Sanidad de Ceuta, las
historias de los arrestos continuos remitieron, aunque no faltaron momentos
difíciles. Curiosamente, mientras más tiempo pasaba secuestrado, más me
embargaba la poderosa atracción por las acciones audaces y emocionantes. Eso
sí, bajo una misma apariencia de seminarista despistado. Una de estas acciones
fue la de requisar libros. Compraba a veces uno, mientras otros, adecuados para
dicha función, desaparecían por el fondo de mis bolsillos. El método también me
fue muy útil para mantener distraída la mano derecha en el cine ya que con el
Fotogramas que entonces olía a verde desde la portada, no resultaba suficiente.
El onanismo era algo obvio proclamado, a uno de los colegas le gustaba
proclamar “!Aquí fulanito tiene montada la tienda de campaña¡”
En una ocasión me llegó por casualidad una
revista francesa que reproducía abundantemente escenas de lesbianismo en el
cine del momento. La más espectacular reunía a Bárbara Bouchet con Rosalba
Neri, pero habían muchas otras. La noticia corrió como la pólvora y la revista
fue de mano en vano con desesperación. En un momento dado, el sargento más
recto del cuartel me llamó como sí
tuviera algo muy serio que comunicarme. Me preguntó por la revista cómo sí
fuese material subversivo ante el cual me deshice en excusas. Al final cambió
de tono para decirme: “1Que la quiero ver leñe, que la quiero ver…¡”
Con el tiempo, llegué a montar algo que bien
pudo llamarse Club de Lectores de Izquierdas. El fondo básico estaba formado
por revistas como Triunfo y Cuadernos para el diálogo, el diario
Madrid —hasta fue dinamitado—, amén de una larga lista de libros, unos pocos,
de ensayo y otros, mucho más
numeroso, de novelas de autores como Ignazio Silone —Pan y vino—, Vasco
Pratolini —Crónica familiar—, Dos
Passos —Manhattan Transfer—,
Hemingway —¿Por quién doblan las
campanas?—, Orwell —La hija del
reverendo—, Vargas Llosa —La ciudad y
los perros—, o Alberto Moravia —El
conformista—. Y, naturalmente, títulos de Candel, Juan Goytisolo, Joan
Marsé y todo lo que se publicaba de narrativa española y sudamericana,
preferentemente de contenido crítico. Libros iban de mano en mano, hasta que el
montaje llegó a fundirse con la misma biblioteca militar de la ciudad que se
ubicaba en nuestro cuartel. Dio la casualidad de que el responsable era un
universitario simpatizante del PCE y montamos un equipo de selección con el
material existente. El apartado de los recomendables se situaba en primera
línea y se les ofrecía a los que llegaban, si no es que estaban advertidos
anteriormente. Esta actividad se desenvolvió sin el menor problema. Solamente
en una ocasión, un amigo —un muchacho universitario de Venta de Baños— se llevó
un buen susto cuando un teniente joven y moderno,
le amenazó al encontrar en su taquilla un ejemplar de El socialismo en España, de Max Nettlau. Una experiencia que nos
llevó a evitar cualquier título formalmente sospechoso. Ya se sabe: con
palabras como socialismo, izquierdas o revolución.
Anteriormente, servidor también pasó un apuro
cuando el cocinero descubrió en mi petate varios ejemplares de historias de las
revoluciones, que publicaba Bruguera de bolsillo. Me miró con muy mala uva, y
me dijo: ¿No te parecen a ti demasiadas
revoluciones?. Tuve que invitarle más de una vez para asegurar que no se
iría de la lengua. Con todo, el montaje pudo desarrollarse delante de las
narices de los mandos. Estos consumía unas lecturas que raramente iban más allá
de las obras completas de Marcial Lafuente Estefanía. Los libros no eran
precisamente lo suyo. No era extraño que el que leyera se encontrara con el
comentario desabrido de otro mando, con comentarios del tipo: «¡Pero, ¿para qué
lees tanto? si todos los libros son pamplinas!». Lo suyo era la comidilla
propia de los oficiales: la antigüedad, los pluses, las guardias, el fútbol y
las mujeres. Cosas de hombres, aunque ya no estaban para hazañas bélicas. Ni
tan siquiera el teniente general, responsable de la biblioteca, debía de estar
en nada. Un día me cogió in fraganti
leyendo absorto La guerra y la política,
el estudio clásico de Von Clausewitz que tanto influyó en el marxismo, y ni se
inmutó. Yo pensaba que debía resultar obvio que no era la lectura que se
esperaba de un soldado.
Con estos antecedentes, me atreví a llevar a
cabo una operación que a mí me resultó especialmente gratificante. A saber,
incorporar a la biblioteca oficial los libros que tenían amontonados en un
cuarto olvidado. Imaginaba el momento en que irrumpieron en el Ateneo o la Casa del Pueblo arrasando con
todo. Aquello era como el fruto sagrado de las violentas requisas de los
primeros días de la guerra, el ejemplo de aquella barbarie que llevó al pueblo
a temer por su vida por poseer un libro sospechoso. Algunos detalles de esta
historia nos lo contó un día un taxista. Posiblemente, no fueron quemados por
falta de tiempo. Entre los autores condenados estaban Victor Hugo —Los miserables—, Emile Zola —La tierra y Germinal—, Rousseau —El
contrato social—, Voltaire —Cándido—,
Alexis de Tocqueville —La democracia en
América— y todos los volúmenes de El
hombre y la tierra, de Eliseo Reclús, en traducción de Odón del Buen y
Anselmo Lorenzo. Algunos fueron integrándose como parte de los libros
recomendables con sus sellos pertinentes al día. Parece evidente que, en
aquellos años, la milicia todavía no era consciente de que el régimen se estaba
descomponiendo. Muestra de ello era que seguía aplicando, rutinariamente, las
medidas de control político. Daba la casualidad de que el servicio de
inteligencia lo teníamos en nuestros despachos, justamente en manos de vástagos
de unos padres que habían servido en su día al régimen, mientras que las
medidas disciplinarias se aplicaban a los hijos de viejos republicanos. Por las
vueltas que da la vida, los primeros ya estaban en la onda de las izquierdas y
los segundos estaban quemados por la
natural acumulación de amarguras. Con este servicio debidamente controlado,
sabíamos los reclutas fichados antes de que atravesaran el Estrecho. Luego, los
acogíamos bajo la protección de un grupo afín.
Aquel muestreo era especialmente extenso.
Siempre que podía, paseaba, iba al cine, visitaba los alrededores y charlaba
sobre todo, en confianza. Claro que toda prudencia era poca. Un día, un
comentario imprudente provocó que un señor —militar, por supuesto— se levantara
del asiento del autobús y obligara a nuestro compañero a bajarse
inmediatamente. Luego, tuvimos que ir a buscarlo en taxi. Otro día, uno de aquellos
militarotes repulsivos echó de malas maneras a un árabe de un bar y cuando vio
que todos también nos levantábamos, nos ordenó que nos estuviéramos quietos. ¡Firmes, coño, firmes!. Nada grave, por
supuesto. Nada considerando que servidor había probado el gusto de dar charlas
informales a los soldados cuando, como cabo, los mandos inferiores me
encargaban explicar a la tropa algunas de las lecciones obligatorias. Paneles
sobre la cadena de mandos y cosas por el estilo. Estas charlas eran amenizadas
por mis compañeros más inquietos y yo las orientaba hacia la crítica de los
valores reaccionarios en temas como la sexualidad, la religión, la obediencia.
Naturalmente, la audacia no dejaba de representar un cierto peligro si algún
chivato pasaba la información.
El único caso que me encontré fue el de un
madrileño, que le dio por llamarme «comunista» con muy mala sombra. Cuando yo
trataba de advertirle buenamente, él reaccionaba como el típico quemasangre. Como lo hacía en los
lugares menos oportunos, decidí cortar por lo sano. Una noche, me lo encontré a
oscuras y discutimos. Él se puso bastante chulesco. Entonces, recordé que
llevaba un machete en el cinto y, sin pensarlo dos veces, lo arrinconé con
violencia y se lo puse en la garganta como en las películas:
—Mira tío, la próxima vez que me llames
«comunista» por mis cojones que té corto el cuello. Y si piensas que te puedes
chivar, tengo amigos que ya te conocen bien. Así es que, ¡cuidado con la
lengua!
Desde aquel momento, el individuo se mostró
conmigo lo más agradable que sabía y me pidió disculpas, por lo menos, un par
de veces.
Mi actitud con los mandos solía ser
correctísima. «Sí, mi comandante» por aquí; «sí, mi teniente» por allá; «a
sus órdenes, mi brigada». La verdad es que no debían imaginar nada, aunque
quizás fuera porque no tenían ni pizca de imaginación. Una vez cubierto el
expediente, aprovechaba el menor resquicio para quitarme de enmedio por los
vericuetos de las azoteas. Lo más lejos posible de las radios, que repetían
canciones de Manolo Escobar hasta el martirio. Sin embargo, no supe sustraerme
de dos encontronazos que pudieron tener mayores consecuencias de las que
tuvieron.
Uno, lo motivó el cura comandante que nos cayó
encima. Era un individuo retorcido, capaz de citar a Martin Luther King en un
sermón integrista y de castigar al soldado que se atreviera a pasa por delante
sin cuadrarse «debidamente». No desaprovechaba ningún momento para exaltar al
régimen y las costumbres cristianas, y, sobre todo, para advertirnos contra el
«pecado nefando» de la carne. Que él no se enterara de que gastábamos nuestro
fósforo. Este tono no le impedía regresar al cuartel a altas horas de la noche,
una costumbre sobre la que hacíamos toda clase de conjeturas hasta que supimos
que era un adicto a las cartas. Sin pensarlo mucho, casi espontáneamente,
algunos de los «rojos», impulsamos una campaña de boicot a la misa que, en poco
tiempo, le dejó sin oyentes. Sus exhortaciones para que volviéramos al rebaño
no dieron resultados. Sin embargo, la historia motivó el interés de un discreto
brigada, que, quizás, actuó siguiendo sus órdenes. El caso es que una mañana de
domingo, nos reunió a todos —Sanidad e Intendencia— en medio del patio y allí,
nos recordó que en España existía la libertad religiosa. Pero también que allí,
se celebraba la santa misa. Y como el padre-comandante no quería perder el
tiempo, quería saber cuantos de los presentes no querían asistir. Yo, que ya
había utilizado como coartada en 1968 unas pretendidas convicciones de Testigo
de Jehová sobre las que nadie me preguntó y sintiéndome responsable de la
campaña, avancé un paso al frente como en El
Alamo (1960) que me dejó en la más
absoluta evidencia. Lo tenía asumido, pero no puedo negar que cuando el brigada
comenzó a amenazarme sentí miedo. Su idea era quitarme los permisos, pero como
ya los había disfrutado, solamente me cayó una semana en el calabozo. Lo que
significaba, también, no hacer guardias, no hacer instrucción. Y leer, leer,
leer.
Alrededor de un mes después, ocurrió que el
sargento de guardia se levantó visiblemente malhumorado y se puso histérico al
ver que nos hacíamos los remolones a la hora de formar. Gritaba desaforadamente
mientras bajábamos las escaleras, de dos en dos escalones. Cuando pasó uno de
nuestros compañeros más débiles, un muchacho valenciano tímido hasta la
exageración, el sargento tiró por tierra su fama de «liberal» y lo abofeteó. Yo estaba a pocos metros, de manera que mi
«¡desgraciado!», le alcanzó de pleno a los oídos. Se revolvió hacía mí con la intención
de repetir, pero se contuvo. Yo estaba firme como tocaba y llevaba mis gafas
como siempre. Me pidió que me las quitara, pero cuando lo hice, ya se había
calmado un poco. Se limitó a amenazarme. Al final, todo se quedó en otra semana
en el calabozo a la espera de una medida más dura que no llegó. Aquel día, la
tropa hizo acto de presencia en los comedores, pero casi nadie comió. Aquello
era más de lo que habíamos visto nunca. La bofetada al valenciano causó tanta
indignación que tuve que emplearme de apagafuego. Al parecer, o no se dieron
cuenta, porque el sargento de cocina no informó, o no se dieron por enterados.
Cabía pensar que ni se percataron. Y es que entre las virtudes castrenses,
estaba la de no querer ver. Un buen ejemplo lo teníamos todos los días a la
hora de comer. Mientras la tropa formaba en las puertas del comedor, uno de los
pinches de cocina le llevaba una bandeja al teniente-general, cocinada y preparada
expresamente para él. La diferenciaba con nuestro rancho podía ser la misma que
el menú de un hotel de primera a uno de tercera. Sin embargo, todos los días
aquel abuelo que llevaba una buena colección de medallas, daba el visto bueno
al servicio de restaurante probando un par de cucharadas. Esto provocaba
comentarios en los que la falta de respeto era clamorosa.
En resumen, nada que lamentar pero por pura
fortuna. Esto, a pesar de que, al margen de mis propias peripecias, más de un
drama y no pocos accidentes pasearon por delante de mis narices, en una ocasión
las balas de la recámara descuidada de un recluta silbaron a la altura de mi
flequillo, en otra un compañero se trajo al parapeto la bomba a la que le había
quitado la espoleta, y hubieron más. Ni tan siquiera sufrí las depresiones que
mermaron el humor de algunos de mis mejores compañeros, como fue el caso de
Antonio Toro, un maestro cordobés que dejó de tomarle el pelo al lucero del
alba cuando comprobó que las noticias de Radio Macuto sobre un final rápido no
se confirmaban. Se habló de enero; luego, de febrero y después, de marzo, pero
la libertad no llegó hasta los últimos días de abril. En este balance no pueden faltar las
referencias a las grandes amistades, que fueron bastante para tratarse de un
tipo que a partir de cierto grado nunca olvidaba su condición subversiva. Principalmente
con muchachotes del norte, por lo general mucho más politizados y más lanzados.
Con algunos de ellos llegué a formar uña y carne, siendo parte animada y
potente de interminables conversaciones sobre el bien y el mal, el día y la
noche, el individuo y la colectividad, el capitalismo y el socialismo, Stalin y
Trotsky. La mayoría de estas noches fueron ampliamente regadas con el vino de
la bota rancia del abuelo de Mateo Rojo Liberal. Un chico de la Ribera Navarra, un chavalote
cuyo nombre el cura del pueblo pronunciaba sin la M.
Borrachera tras borrachera, en medio de las cuales nos
reíamos de María Santísima y del Sursum
Corda. Imitábamos, en clave grouchomarxista, a todos y cada uno de aquellos
cretinos que se creían algo porque tenían unos galones.
Mi risa fue homérica cuando, atando cabos,
conseguí el propósito de operarme de la peca que me cubría —cada vez más,
además— una parte del rostro, y que era un incordio para la actividad
clandestina. Una operación que en Francia trató de facilitarme Arnold Krivine,
pero que tuvimos que descartar por ser excesivamente cara. Y todo sucedió
uniendo un primer cabo —la información de que en el hospital militar tenían un
teniente cirujano «con unas manos de oro» que permanecía en Ceuta porque no
quería abandonar a su anciana madre— con un segundo. Éste partió, nada menos,
que del capitán general con mando en la plaza. Era un sórdido africanista al que se le atribuía mucha
amistad con el Caudillo y que hacía temblar a los responsables de las guardias
por su mal genio.
Resultó que como cabo de gastadores, un día, en
el que le hice honores en la comandancia, el sujeto me preguntó qué leches era
lo que tenía en la cara. Aquel día fue bastante alucinante, ya que se nos metió
una prostituta en el servicio y se las mamó a todos. Uno por uno. Luego,
bromeando, uno de los soldados comentó algo así como: Mira que si le da por meterte un paquete por la peca y mientras nosotros aquí tan tranquilos de
putas en el cuarto de banderas.... El comentario me hizo pensar y un día
después, me presentaba al teniente cirujano con mi problema. El hombre me miró
con mucho interés, pero su respuesta fue la normal: ¿No pensarás que una cosa así te la puedo hacer aquí? Allí no se
hacía nada de medicina seria. Pero yo tenía mi argumento infalible: —No, mi teniente. Pero resulta que como cabo
gastador mientras hacía guardia ayer domingo en la comandancia apareció el
capitán general me dijo: La próxima vez
que te vea eso en la cara, te lo quito a hostias. Y claro…—¡Ah, bueno! —respondió él con evidente
satisfacción—. Si es una orden del
capitán general...El caso es que aquella guardia fue bastante inaudita. Por
la mañana se nos coló una profesional entrañable que se lo hizo con todos menos
conmigo que en esto era tan puritano como el que más. Y el caso fue que me
liberó de aquella peca sobre la que me habían llegado dos advertencias. Qué era
cancerígena y que acabaría ocupando la mejilla izquierda en su totalidad, tal
como he podido comprobar en algunos con el mismo “antojo”.
Un día después, me lo extraía en una operación
realizada en presencia de una veintena de testigos. Dos meses después, cruzaba
el Estrecho con la licenciatura y con el petate cargado de libros requisados.
Fue entonces, ya en Algeciras, cuando me permití llorar. No por nada. Es que
aquellos dos muchachitos gallegos a los que el brigada quería enfrentar se me
echaron al cuello llorando. Y no era cuestión de ser menos.
(*) Capítulo de Memorias de un bolchevique andaluz (Ed. el Viejo topo), las fotos no se corresponden con el texto.
(*) Capítulo de Memorias de un bolchevique andaluz (Ed. el Viejo topo), las fotos no se corresponden con el texto.
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