lunes, 9 de mayo de 2016

Sirviendo a la Patria. Recuerdos de mi etapa militar



Sirviendo a la Patria. Recuerdos de mi etapa militar (*)






Imagen relacionadaCuando crucé la verja del campamento de Campo Soto, en las afueras de San Fernando, Cádiz, era ya final de enero de 1971, justo el día que se cumplía mi plazo de integración. Vestía mi elegante chaquetón de pana azul francés y llevaba mi maleta con algunos libros de los que antes se compraban en las trastiendas. Llevaba el pelo cortado como para el servicio, le dije al barbero. Venía preparado para cualquier eventualidad. Con esta voluntad me encontré, unos minutos después, en medio de la tropa, que había ido llegando desde principios de mes, escuchando a un capitán que trataba de parecerse al Alfredo Mayo de Raza, aunque más bien semejaba su caricatura. Hablaba con el aplomo y la seguridad del alguien que imparte disciplina y trata a la tropa desde la altura de sus galones.
En un momento dado, tratando de resumir lo dicho, se dirigió a uno de los presentes:
—A ver, tú. Imagínate que eres el guardia que está en la puerta y, por una de esas casualidades de la vida, aparece una manifestación que quiere entrar en el cuartel. Y ves a tu padre delante de todos. ¿Qué es lo que harías?
—Pues, pues, ¡disparar, mi capitán! ¡disparar, mi capitán!
Luego, se dirigió a mí para ordenarme que presentara a no sé quién. Mi reacción tranquila sorprendió a todos, por lo que me convertí, inmediatamente, en el centro de discusión de un pequeño grupo, cuyo antifranquismo era más que obvio. Apenas unos minutos después, hablábamos de todo un poco; incluso, sobre La crisis del movimiento comunista, de Fernando Claudín. Ellos me pusieron al día sobre las excelencias de la vida cuartelaria. Al acabar, ya sabía qué mandos teníamos y compartía el dato más siniestro del campamento. A saber que el teniente de la compañía de al lado, un tipo alto, moreno, con gafas negras y botas altas era capitán hacía un par de años. El preciado galón lo había perdido por matar a un recluta, literalmente de una «patada en los cojones». La verdad era que el precio daba escalofríos.
Imagen relacionadaAquella misma tarde, realizaba el test que me convertirían en cabo. También pasaba por la maquinilla del furriel, que dejó mi cabellera a la altura del resto. O sea que «se me veían hasta las ideas», me decían. «Entonces, un día de estos me fusilan», le respondí al primer amigo. Algo debió de ocurrir en mi interior después de esta operación a la que siguió el cambio de ropa. A la mañana siguiente, unos diez minutos antes de las siete —el momento del toque de diana—, me encontré con una sorpresa que me apabulló durante unos minutos. No encontraba por ningún lado mis atributos varoniles. Como en una película fantástica, en las que las dimensiones se han trastornado, mi impresión era que el objeto había desaparecido. La portañuela sólo parecía dar a una túpida greña de pelos, nada más. Estuve a punto de gritar, pero encontré el momento para serenarme, respirar un instante y efectuar la operación más razonable. Me desvestí y me puse a orinar como una mujer. ¡Uff, aquí está!. Entonces respiré con alivio. Afortunadamente esto ocurrió sólo aquel día.
Imagen relacionadaCabe pensar que si esto me ocurría a mí, con dos años más que el resto, con mis viajes por el extranjero y mi experiencia de militante de sangre fría, qué no ocurriría con todos los demás, sometidos como estábamos a un sistema de trituración de cualquier individualidad, de cualquier conato de compañerismo frente al superior. Estábamos al socaire del apabullamiento constante que, empero, no llegaba a las «cuatro bofetadas» que nos prometían. Eran las que nos prometían los mayores cuando aseguraban que allí «se nos iban a acabar todos los cuentos».   Desde que sonaba la diana y el primero o el sargento entraba dando voces, hasta la retreta, todo era un vapuleo constante. Por la mañana temprano, venían los ejercicios gimnásticos y por la tarde, más marcha teórica y un sinfín de entretenimientos que suscitaban monótonamente el mismo comentario: «¡Estoy hasta los güevos de mili! La respuesta ya se sabía: «¡Pues no te queda “mili” por chupar! ¡Más que al gorro de un sargento chusquero!».
Imagen relacionadaEn teoría, todo se reducía al objetivo de que fuéramos buenos españoles. No se podía ser buen español sin ser buen soldado. Esto significaba sumisión total al mando, devoción a la bandera, a las instrucciones múltiples, ensayos de desfiles, guardias rutinarias, servicios diversos y trabajar en las cocinas. Esto en el caso de tener la dudosa fortuna de servir de machaca, o sea, de trabajar como el criado del señor mando y de su familia. Si eras médico, como machaca ayudabas en la consulta del mando galeno. Y así. Claro que una cosa era lo propio, lo patriótico y otra, las buenas apariencias. Para conseguir tan magna finalidad, los mandos nos trataban de mujercitas, de mierdas, de mierdecitas, de cavagandurrias, de recortes de maternidad o de fetos bautizados. Una lista que se podía alargar hasta el infinito y que, quizás por su aporte masculino, algunos soldados llegaban a repetir con los más tontos o los más débiles; con los mandos omnipresentes, con sus amenazas de que acababan sabiéndolo todo.
En un ambiente en el que la solidaridad no parecía ser una moneda muy apreciada, me hice mis propias cuentas. La regla universal era no parecer ni muy tonto ni demasiado listo. Dejar pasar los días lo más desapercibido posible. Esto significaba no pasar hambre, hacer los menos servicios posibles y aprovechar al máximo el tiempo. El premio era la lectura, repasar toda aquella literatura que antes no había tenido tiempo para leer. Siempre llevaba un libro en algún bolsillo, siempre estaba pendiente de un hueco. Y si había que acabar con el régimen, bueno era conocer lo mejor posible el funcionamiento de su espada, de aquel ejército, que servía de modelo para la vida civil franquista. Y siempre que fuera posible, llevar a cabo un trabajo político. Aunque fuera simplemente distribuyendo revistas como Triunfo o Cambio 16 entre la tropa o introduciendo aquellas ideas disolventes, que en otros tiempos te hubieran costado la vida como “hijo de La pasionaria” que era como algunos  mandos llamaban a los “comunistas”.
Y al final —puedo contarlo—, el esquema funcionó. Aunque la verdad es que la diosa Fortuna, más la coyuntura y mi modesta capacidad de Pimpinela Escarlata, tuvieron mucho que ver con ello. No debí ser tan discreto, ya que me llovieron los arrestos. Sobre todo, por el poco empeño a la hora de la instrucción, pero en definitiva, nada más grave que algún que otro turno de cocina, lavando platos en agua infecta, o que pasar la noche en la previsión. Un castigo que, bien aprovechado, me servía para leer más. Sin embargo, en más de una ocasión, la cosa pudo llegar a mayores. Como cuando me enfrenté a un cabo primero reenganchado, una categoría que atraía el menosprecio tanto de los soldados como de los mandos. Éste tenía unas características turbias. Simpatizaba con los testigos de Jehová y se le veía con el Atalaya, poniéndose muy serio cuando invocaba a Yhavé al tiempo que blasfemaba como un cosaco.
Imagen relacionadaPero alimentaba tendencias marcadamente bisexuales. Un día, casi enloqueció cuando supo que corría un Play Boy entre la tropa. Pero también se ponía fuera de sí cuando nos acompañaba a las duchas colectivas a continuación de una de aquellas marchas que nos hacían sudar en grandes dosis. Ya de entrada, la idea le enaltecía. Antes de llegar al cuartel, nos repetía insistentemente que ya nos vería «el pedazo de picha», porque «lo que era desfilando, parecíamos de un colegio de señoritas». Al entrar en el recinto, le encantaba meternos en plan rebaño. A continuación, no podía disimular el disfrute que le venía poniendo orden entre tantos cuerpos desnudos. De tanto en tanto, repartía algunos cintarazos, provocando las consiguientes caídas y apretujones. Desde el primer día, mi actitud fue como si él nos estuviera. Esto no le pasó desapercibido. Un día, quiso apabullarme, y arremetió contra mí. Yo ya había aprendido a olvidarme de los golpes cuando papá me encerraba en la tienda para ajustarme varias cuentas, y recibí los suyos como si nada. Aquello le pareció una insubordinación, y golpeó más fuerte, sin conseguir que me moviera. Cuando dejó de gritar, le dije que si seguía lo comentaría con el capitán. «¡Ah sí! El capitán me pedirá que te folle vivo», me respondió.
El capitán no aceptaba quejas de los soldados. Pero mi actitud surtió su efecto y el cabo primero se lo pensó más en otras ocasiones. Aquello hizo que mi ascendencia entre la tropa fuera de algunos puntos. Eso también debió marcarme y los mandos más próximos del primero no desaprovecharon la ocasión para putearme. Igualmente, tuve problemas con un brigada de complemento. Era un tipo guapito y finoli, un señorito vamos,  que tenía todas las cartas para ser el personaje más odiado del campamento. Quería demostrar algo, o aplicar unas normas paternas, porque siempre tenía al padre en la boca. Sus abusos eran constantes. Además, se le notaba que se recreaba gustosamente, como si estuviera ofreciendo algo digno de admiración. Una mañana, encontró a los dos más inocentes de la compañía, dos muchachos gallegos que seguramente no habían salido en su vida de una pequeña aldea, pero que resultaban decididamente entrañables por picarones. Estaba claro que se habían puesto de acuerdo para escaquearse, no efectuando unas indicaciones muy arbitrarias. Les dio por afirmar que lo justo era que se castigaran entre sí. Entonces, les ordenó que se dieran «unas buenas hostias». Los dos muchachos lo intentaron suavemente. No fueron capaces y al momento, se pusieron a llorar como dos criaturas. A todos se nos revolvió el cuerpo, pero mi mirada debió de ser más acerada. Así, yo ya me tenía en el punto de mira. Entonces, se dirigió a mí amenazador:
—Usted, sí usted. ¡Al calabozo!
—Pero, ¿por qué, mi brigada?, ¿porqué?
—Pues por cagarse Vd. en mi padre. ¿Le parece poco? O se cree usted que no leo en su mirada.   Yo sé perfectamente lo que me está diciendo alguien, nada más con mirarlo. Ya me lo decía mi padre: si alguien te mira con malos ojos como lo haces tú. ¡cargáterlo porque se está  acordando de tu madre¡.
Y la verdad es que en este aspecto tenía toda la razón del mundo.
Un poco antes de abandonar el campamento, mientras ofrecía sus demostraciones psicológicas a la tropa, se dirigió a mí con el mismo tono para decirme:
—¡Usted cree que me ha engañado con esa pinta de no matar una mosca, pues se equivoca! ¡Usted es de los que meten la mala cizaña! A la mínima, le follo vivo; así es que ¡andése con cuidado!
Afortunadamente, no hubo lugar para cumplir la amenaza, pero la impresión de que «se me podía caer el pelo» me rondaba con excesiva proximidad. Tanto fue así que algunos de mis amigos optaron por apartarse un poco de mí.
Otro castigo muy habitual fue el de dejarme sin pase de pernocta los fines de semana largos, durante los cuales me escapaba a Sevilla y al pueblo, y regresaba con nuevos ánimos. Pero había decidido no quemarme por nada. No me afectaba ni esto ni las consabidas revisiones en la entrada. Tampoco el que, arbitrariamente, te hiciesen volver a causa de unas botas que no estaban más sucias que las de otro o por un pelo que no era más largo que el de los demás. Cuando las cosas se ponían así, siempre tenía el recurso de las lecturas. Me estaba leyendo tranquilamente casi al completo la colección Salvat-RTV. Claro que no debía de gozar de tanto equilibrio como pensaba. Una vez, un compañero se equivocó al comprar el último ejemplar. Me dio un auténtico ataque de histeria cuando comprobé que no era La isla del tesoro, sino una antología de Giménez Caballero. En medio del ataque, no solamente envié a parar el volumen al mugriento cubo de basura de la cocina, sino que, además, me pasé con el chaval.
Durante los fines de semana largos, la quietud en el campamento era casi total. Apenas quedaban mandos y los estaban se refugiaban en la cantina de oficiales, donde eran servidos por camareros que trabajaban gratis. Entonces, la tropa de soldados jugaba al fútbol o las cartas. Se charlaba e, inevitablemente, surgía el tema de las tías. La expresión más usual era «¡Estoy quemao! ¡Qué quemao estoy!». Las revistas porno se cotizaban al más alto precio. A pesar de que decían que ponían bromuro en las comidas, a los más imaginativos esto no nos afectaba. Algunos éramos suficientemente discretos y otros, no tanto. Seguramente, nadie lo era tan poco como mi compañero de litera. Un vasco fuerte como un roble al que nuestro encantador capitán llamaba Aguirresoeta en vez de Aguirresarobe. Aizkolari, al parecer de renombre, el hombre que era cuadrado y de pocas palabras nos ponía en un aprieto; a mí, que estaba arriba, y al muchacho gallego, de la del medio. Cuando tenía ganas, pues tenía ganas. Y no se detenía en nada. Con su ejercicio mecía, cadenciosamente, todas las literas. El gallego y yo nunca nos habíamos visto en nada parecido. Así, hasta que llegaba la eclosión final. Era cuando yo gritaba:¡Terremoto!. ¡Terremoto¡”.
Fue en uno de aquellos días cuando fui testigo del desbordamiento de las inclinaciones homosexuales entre soldados sobre los que, anteriormente, apenas sí había abrigado alguna intuición. Sucedió durante el permiso de Semana Santa de 1971, cuando solamente quedamos los que no tenían donde ir y los castigados.  Lo que en un primer momento parecía un juego, un rato más tarde más bien parecía un sueño de opiómano. Mientras permanecía en mi litera huyendo de la lluvia, observaba cada movimiento. Medio en broma, medio en serio, se habían establecido contactos entre varios. Más de dos parejas se besaban y se acariciaban. No daba crédito a mis ojos. Luego, desaparecieron. Pero, cuando entré en los lavabos, tuve que pedir perdón ante dos que se disfrutaban. Sin embargo, el asunto no se comentó más allá de los afines. Muchos estaban fuera. Los testigos no queríamos líos, además a mi todo aquello me parecía de película. Oficialmente, de manera inequívoca, sólo se contabilizaba un homosexual en todo el campamento. Era Toni, un muchacho que hacía teatro en Barcelona y al que se le podían achacar otras cosas, pero no falta de valor. Sin embargo, un día le debió fallar, porque lo encontraron con las venas cortadas, y lo tuvieron que llevar en una ambulancia a un hospital de Cádiz. No le volvimos a ver, pero lo de aquel día me enseñó a que no había que dejarse de engañar por las apariencias, por lo demás, a mí la estancia parísina me había servido para comenzar a entender un poco la cosa. Así cuando me llegaba una invitación no respondía con insultos, simplemente la declinaba respondiendo: Lo siento camarada, pero es que a mí no ve me va”.
El asunto provocó una discusión con uno que era médico. Recuerdo que nos dejó patidifusos cuando respondió que lo cierto era que en el culo también entraba el gusto. Yo sí por sí acaso, lo encogí todavía más. Me acordaba que en más de una ocasión me había tenido que defender de las “bromas” de algunos obreros, a uno incluso le tuve que amenazar con un martillo para cortar con su insistencia.
En el pequeño cuartel de Sanidad de Ceuta, las historias de los arrestos continuos remitieron, aunque no faltaron momentos difíciles. Curiosamente, mientras más tiempo pasaba secuestrado, más me embargaba la poderosa atracción por las acciones audaces y emocionantes. Eso sí, bajo una misma apariencia de seminarista despistado. Una de estas acciones fue la de requisar libros. Compraba a veces uno, mientras otros, adecuados para dicha función, desaparecían por el fondo de mis bolsillos. El método también me fue muy útil para mantener distraída la mano derecha en el cine ya que con el Fotogramas que entonces olía a verde desde la portada, no resultaba suficiente. El onanismo era algo obvio proclamado, a uno de los colegas le gustaba proclamar “!Aquí fulanito tiene montada la tienda de campaña¡”
En una ocasión me llegó por casualidad una revista francesa que reproducía abundantemente escenas de lesbianismo en el cine del momento. La más espectacular reunía a Bárbara Bouchet con Rosalba Neri, pero habían muchas otras. La noticia corrió como la pólvora y la revista fue de mano en vano con desesperación. En un momento dado, el sargento más recto del cuartel me llamó  como sí tuviera algo muy serio que comunicarme. Me preguntó por la revista cómo sí fuese material subversivo ante el cual me deshice en excusas. Al final cambió de tono para decirme: “1Que la quiero ver leñe, que la quiero ver…¡”
Con el tiempo, llegué a montar algo que bien pudo llamarse Club de Lectores de Izquierdas. El fondo básico estaba formado por revistas como Triunfo y Cuadernos para el diálogo, el diario Madrid —hasta fue dinamitado—, amén de una larga lista de libros, unos pocos, de ensayo y otros, mucho más numeroso, de novelas de autores como Ignazio Silone —Pan y vino—, Vasco Pratolini —Crónica familiar—, Dos Passos —Manhattan Transfer—, Hemingway —¿Por quién doblan las campanas?—, Orwell —La hija del reverendo—, Vargas Llosa —La ciudad y los perros—, o Alberto Moravia —El conformista—. Y, naturalmente, títulos de Candel, Juan Goytisolo, Joan Marsé y todo lo que se publicaba de narrativa española y sudamericana, preferentemente de contenido crítico. Libros iban de mano en mano, hasta que el montaje llegó a fundirse con la misma biblioteca militar de la ciudad que se ubicaba en nuestro cuartel. Dio la casualidad de que el responsable era un universitario simpatizante del PCE y montamos un equipo de selección con el material existente. El apartado de los recomendables se situaba en primera línea y se les ofrecía a los que llegaban, si no es que estaban advertidos anteriormente. Esta actividad se desenvolvió sin el menor problema. Solamente en una ocasión, un amigo —un muchacho universitario de Venta de Baños— se llevó un buen susto cuando un teniente joven y moderno, le amenazó al encontrar en su taquilla un ejemplar de El socialismo en España, de Max Nettlau. Una experiencia que nos llevó a evitar cualquier título formalmente sospechoso. Ya se sabe: con palabras como socialismo, izquierdas o revolución.
Anteriormente, servidor también pasó un apuro cuando el cocinero descubrió en mi petate varios ejemplares de historias de las revoluciones, que publicaba Bruguera de bolsillo. Me miró con muy mala uva, y me dijo: ¿No te parecen a ti demasiadas revoluciones?. Tuve que invitarle más de una vez para asegurar que no se iría de la lengua. Con todo, el montaje pudo desarrollarse delante de las narices de los mandos. Estos consumía unas lecturas que raramente iban más allá de las obras completas de Marcial Lafuente Estefanía. Los libros no eran precisamente lo suyo. No era extraño que el que leyera se encontrara con el comentario desabrido de otro mando, con comentarios del tipo: «¡Pero, ¿para qué lees tanto? si todos los libros son pamplinas!». Lo suyo era la comidilla propia de los oficiales: la antigüedad, los pluses, las guardias, el fútbol y las mujeres. Cosas de hombres, aunque ya no estaban para hazañas bélicas. Ni tan siquiera el teniente general, responsable de la biblioteca, debía de estar en nada. Un día me cogió in fraganti leyendo absorto La guerra y la política, el estudio clásico de Von Clausewitz que tanto influyó en el marxismo, y ni se inmutó. Yo pensaba que debía resultar obvio que no era la lectura que se esperaba de un soldado.
Con estos antecedentes, me atreví a llevar a cabo una operación que a mí me resultó especialmente gratificante. A saber, incorporar a la biblioteca oficial los libros que tenían amontonados en un cuarto olvidado. Imaginaba el momento en que irrumpieron en el Ateneo o la Casa del Pueblo arrasando con todo. Aquello era como el fruto sagrado de las violentas requisas de los primeros días de la guerra, el ejemplo de aquella barbarie que llevó al pueblo a temer por su vida por poseer un libro sospechoso. Algunos detalles de esta historia nos lo contó un día un taxista. Posiblemente, no fueron quemados por falta de tiempo. Entre los autores condenados estaban Victor Hugo —Los miserables—, Emile Zola —La tierra y Germinal—, Rousseau —El contrato social—, Voltaire —Cándido—, Alexis de Tocqueville —La democracia en América— y todos los volúmenes de El hombre y la tierra, de Eliseo Reclús, en traducción de Odón del Buen y Anselmo Lorenzo. Algunos fueron integrándose como parte de los libros recomendables con sus sellos pertinentes al día. Parece evidente que, en aquellos años, la milicia todavía no era consciente de que el régimen se estaba descomponiendo. Muestra de ello era que seguía aplicando, rutinariamente, las medidas de control político. Daba la casualidad de que el servicio de inteligencia lo teníamos en nuestros despachos, justamente en manos de vástagos de unos padres que habían servido en su día al régimen, mientras que las medidas disciplinarias se aplicaban a los hijos de viejos republicanos. Por las vueltas que da la vida, los primeros ya estaban en la onda de las izquierdas y los segundos estaban quemados por la natural acumulación de amarguras. Con este servicio debidamente controlado, sabíamos los reclutas fichados antes de que atravesaran el Estrecho. Luego, los acogíamos bajo la protección de un grupo afín.
Aquel muestreo era especialmente extenso. Siempre que podía, paseaba, iba al cine, visitaba los alrededores y charlaba sobre todo, en confianza. Claro que toda prudencia era poca. Un día, un comentario imprudente provocó que un señor —militar, por supuesto— se levantara del asiento del autobús y obligara a nuestro compañero a bajarse inmediatamente. Luego, tuvimos que ir a buscarlo en taxi. Otro día, uno de aquellos militarotes repulsivos echó de malas maneras a un árabe de un bar y cuando vio que todos también nos levantábamos, nos ordenó que nos estuviéramos quietos. ¡Firmes, coño, firmes!. Nada grave, por supuesto. Nada considerando que servidor había probado el gusto de dar charlas informales a los soldados cuando, como cabo, los mandos inferiores me encargaban explicar a la tropa algunas de las lecciones obligatorias. Paneles sobre la cadena de mandos y cosas por el estilo. Estas charlas eran amenizadas por mis compañeros más inquietos y yo las orientaba hacia la crítica de los valores reaccionarios en temas como la sexualidad, la religión, la obediencia. Naturalmente, la audacia no dejaba de representar un cierto peligro si algún chivato pasaba la información.
El único caso que me encontré fue el de un madrileño, que le dio por llamarme «comunista» con muy mala sombra. Cuando yo trataba de advertirle buenamente, él reaccionaba como el típico quemasangre. Como lo hacía en los lugares menos oportunos, decidí cortar por lo sano. Una noche, me lo encontré a oscuras y discutimos. Él se puso bastante chulesco. Entonces, recordé que llevaba un machete en el cinto y, sin pensarlo dos veces, lo arrinconé con violencia y se lo puse en la garganta como en las películas:
—Mira tío, la próxima vez que me llames «comunista» por mis cojones que té corto el cuello. Y si piensas que te puedes chivar, tengo amigos que ya te conocen bien. Así es que, ¡cuidado con la lengua!
Desde aquel momento, el individuo se mostró conmigo lo más agradable que sabía y me pidió disculpas, por lo menos, un par de veces.
Mi actitud con los mandos solía ser correctísima. «Sí, mi comandante» por aquí; «sí, mi teniente» por allá; «a sus órdenes, mi brigada». La verdad es que no debían imaginar nada, aunque quizás fuera porque no tenían ni pizca de imaginación. Una vez cubierto el expediente, aprovechaba el menor resquicio para quitarme de enmedio por los vericuetos de las azoteas. Lo más lejos posible de las radios, que repetían canciones de Manolo Escobar hasta el martirio. Sin embargo, no supe sustraerme de dos encontronazos que pudieron tener mayores consecuencias de las que tuvieron.
Uno, lo motivó el cura comandante que nos cayó encima. Era un individuo retorcido, capaz de citar a Martin Luther King en un sermón integrista y de castigar al soldado que se atreviera a pasa por delante sin cuadrarse «debidamente». No desaprovechaba ningún momento para exaltar al régimen y las costumbres cristianas, y, sobre todo, para advertirnos contra el «pecado nefando» de la carne. Que él no se enterara de que gastábamos nuestro fósforo. Este tono no le impedía regresar al cuartel a altas horas de la noche, una costumbre sobre la que hacíamos toda clase de conjeturas hasta que supimos que era un adicto a las cartas. Sin pensarlo mucho, casi espontáneamente, algunos de los «rojos», impulsamos una campaña de boicot a la misa que, en poco tiempo, le dejó sin oyentes. Sus exhortaciones para que volviéramos al rebaño no dieron resultados. Sin embargo, la historia motivó el interés de un discreto brigada, que, quizás, actuó siguiendo sus órdenes. El caso es que una mañana de domingo, nos reunió a todos —Sanidad e Intendencia— en medio del patio y allí, nos recordó que en España existía la libertad religiosa. Pero también que allí, se celebraba la santa misa. Y como el padre-comandante no quería perder el tiempo, quería saber cuantos de los presentes no querían asistir. Yo, que ya había utilizado como coartada en 1968 unas pretendidas convicciones de Testigo de Jehová sobre las que nadie me preguntó y sintiéndome responsable de la campaña, avancé un paso al frente como en El Alamo  (1960) que me dejó en la más absoluta evidencia. Lo tenía asumido, pero no puedo negar que cuando el brigada comenzó a amenazarme sentí miedo. Su idea era quitarme los permisos, pero como ya los había disfrutado, solamente me cayó una semana en el calabozo. Lo que significaba, también, no hacer guardias, no hacer instrucción. Y leer, leer, leer.
Alrededor de un mes después, ocurrió que el sargento de guardia se levantó visiblemente malhumorado y se puso histérico al ver que nos hacíamos los remolones a la hora de formar. Gritaba desaforadamente mientras bajábamos las escaleras, de dos en dos escalones. Cuando pasó uno de nuestros compañeros más débiles, un muchacho valenciano tímido hasta la exageración, el sargento tiró por tierra su fama de «liberal» y lo abofeteó. Yo estaba a pocos metros, de manera que mi «¡desgraciado!», le alcanzó de pleno a los oídos. Se revolvió hacía mí con la intención de repetir, pero se contuvo. Yo estaba firme como tocaba y llevaba mis gafas como siempre. Me pidió que me las quitara, pero cuando lo hice, ya se había calmado un poco. Se limitó a amenazarme. Al final, todo se quedó en otra semana en el calabozo a la espera de una medida más dura que no llegó. Aquel día, la tropa hizo acto de presencia en los comedores, pero casi nadie comió. Aquello era más de lo que habíamos visto nunca. La bofetada al valenciano causó tanta indignación que tuve que emplearme de apagafuego. Al parecer, o no se dieron cuenta, porque el sargento de cocina no informó, o no se dieron por enterados. Cabía pensar que ni se percataron. Y es que entre las virtudes castrenses, estaba la de no querer ver. Un buen ejemplo lo teníamos todos los días a la hora de comer. Mientras la tropa formaba en las puertas del comedor, uno de los pinches de cocina le llevaba una bandeja al teniente-general, cocinada y preparada expresamente para él. La diferenciaba con nuestro rancho podía ser la misma que el menú de un hotel de primera a uno de tercera. Sin embargo, todos los días aquel abuelo que llevaba una buena colección de medallas, daba el visto bueno al servicio de restaurante probando un par de cucharadas. Esto provocaba comentarios en los que la falta de respeto era clamorosa.
En resumen, nada que lamentar pero por pura fortuna. Esto, a pesar de que, al margen de mis propias peripecias, más de un drama y no pocos accidentes pasearon por delante de mis narices, en una ocasión las balas de la recámara descuidada de un recluta silbaron a la altura de mi flequillo, en otra un compañero se trajo al parapeto la bomba a la que le había quitado la espoleta, y hubieron más. Ni tan siquiera sufrí las depresiones que mermaron el humor de algunos de mis mejores compañeros, como fue el caso de Antonio Toro, un maestro cordobés que dejó de tomarle el pelo al lucero del alba cuando comprobó que las noticias de Radio Macuto sobre un final rápido no se confirmaban. Se habló de enero; luego, de febrero y después, de marzo, pero la libertad no llegó hasta los últimos días de abril.  En este balance no pueden faltar las referencias a las grandes amistades, que fueron bastante para tratarse de un tipo que a partir de cierto grado nunca olvidaba su condición subversiva. Principalmente con muchachotes del norte, por lo general mucho más politizados y más lanzados. Con algunos de ellos llegué a formar uña y carne, siendo parte animada y potente de interminables conversaciones sobre el bien y el mal, el día y la noche, el individuo y la colectividad, el capitalismo y el socialismo, Stalin y Trotsky. La mayoría de estas noches fueron ampliamente regadas con el vino de la bota rancia del abuelo de Mateo Rojo Liberal. Un chico de la Ribera Navarra, un chavalote cuyo nombre el cura del pueblo pronunciaba sin la M. Borrachera tras borrachera, en medio de las cuales nos reíamos de María Santísima y del Sursum Corda. Imitábamos, en clave grouchomarxista, a todos y cada uno de aquellos cretinos que se creían algo porque tenían unos galones.
Mi risa fue homérica cuando, atando cabos, conseguí el propósito de operarme de la peca que me cubría —cada vez más, además— una parte del rostro, y que era un incordio para la actividad clandestina. Una operación que en Francia trató de facilitarme Arnold Krivine, pero que tuvimos que descartar por ser excesivamente cara. Y todo sucedió uniendo un primer cabo —la información de que en el hospital militar tenían un teniente cirujano «con unas manos de oro» que permanecía en Ceuta porque no quería abandonar a su anciana madre— con un segundo. Éste partió, nada menos, que del capitán general con mando en la plaza. Era un sórdido africanista al que se le atribuía mucha amistad con el Caudillo y que hacía temblar a los responsables de las guardias por su mal genio.
Resultó que como cabo de gastadores, un día, en el que le hice honores en la comandancia, el sujeto me preguntó qué leches era lo que tenía en la cara. Aquel día fue bastante alucinante, ya que se nos metió una prostituta en el servicio y se las mamó a todos. Uno por uno. Luego, bromeando, uno de los soldados comentó algo así como: Mira que si le da por meterte un paquete por la peca y  mientras nosotros aquí tan tranquilos de putas en el cuarto de banderas.... El comentario me hizo pensar y un día después, me presentaba al teniente cirujano con mi problema. El hombre me miró con mucho interés, pero su respuesta fue la normal: ¿No pensarás que una cosa así te la puedo hacer aquí? Allí no se hacía nada de medicina seria. Pero yo tenía mi argumento infalible:  —No, mi teniente. Pero resulta que como cabo gastador mientras hacía guardia ayer domingo en la comandancia apareció el capitán general me dijo: La próxima vez que te vea eso en la cara, te lo quito a hostias. Y claro…—¡Ah, bueno! —respondió él con evidente satisfacción—. Si es una orden del capitán general...El caso es que aquella guardia fue bastante inaudita. Por la mañana se nos coló una profesional entrañable que se lo hizo con todos menos conmigo que en esto era tan puritano como el que más. Y el caso fue que me liberó de aquella peca sobre la que me habían llegado dos advertencias. Qué era cancerígena y que acabaría ocupando la mejilla izquierda en su totalidad, tal como he podido comprobar en algunos con el mismo “antojo”.
Un día después, me lo extraía en una operación realizada en presencia de una veintena de testigos. Dos meses después, cruzaba el Estrecho con la licenciatura y con el petate cargado de libros requisados. Fue entonces, ya en Algeciras, cuando me permití llorar. No por nada. Es que aquellos dos muchachitos gallegos a los que el brigada quería enfrentar se me echaron al cuello llorando. Y no era cuestión de ser menos.

(*) Capítulo de Memorias de un bolchevique andaluz (Ed. el Viejo topo), las fotos no se corresponden con el texto.

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