Richard Widmark, uno de
los grandes.
Richard Widmark
(Sunrise, Minnesota, 1914-Roxbury, Connecticut, 2008), fue uno de los actores
con más personalidad de los años cuarenta-cincuenta. En su filmografía figuran
muy pocos títulos detestables, de él nunca se pudo decir lo mismo que se dicho
sobre John Wayne o sobre otros reaccionarios brutales más discretos, como fue
el caso de (¿quién lo iba a decir?) James Stewart, del que recuerdo haber leído
una entrevista en la que exaltaba la política de Ronald Reagan con unos tonos
que evidenciaban que el actor preferido de Frank Capra, fue un miserable
integral, como lo
fueron y lo siguen siendo muchas de los personajes de
Hollywood.
Pero al margen de todo
esto, Richard Widmark rodó más de 70 filmes e interpretó a algunos de los
villanos más estremecedores de la historia del cine y realizó interpretaciones
inolvidables en buena parte de ellas, incluso en las malas él podía ser la
excepción. Como tantos de los actores de su generación, se formó en la
radio y en las tablas del teatro antes de asomarse a las pantallas de cine. El
trabajo de su padre, viajante de comercio, propició que creciese a lo largo del
Medio Oeste estadounidense, y tras graduarse en Princeton, obtuvo una beca en
el Lake Forest College de Illinois para dedicarse a la interpretación, de la
que ya no se separaría jamás desde que en 1938 haría su presentación en la
radio neoyorquina y participaría en diversos seriales como Stella Dallas (de la que King Vidor haría una magnífica adaptación
con Bárbara Stamwyck como protagonista...Pasó de Broadway al cine, y
debutó por la puerta grande encarnando al personaje del desalmado asesino Tommy
Udo en El beso de la muerte (Kiss of
Death, 1947), un “noir” mítico de Henry Hathaway con doble fondo ya que al
final, el gángster que tira a la anciana inválida (Mildreck Dunnock) por
las escaleras, tiene un código de honor más integro que el delator Víctor
Mature.
Víctor Mature hizo lo
que pudo para no quedar sepultado por la fuerza arrolladora del debutante
Richard Widmark que se quedó con el público y que repitió su papel con su
mirada afilada, su acusada sorna y la gélida risa en La calle sin nombre (The Street with No Name, 1948), un policíaco
al servicio del orden realizado con eficacia. Aquel mismo año interpretó al
malvado de El parador del camino
(Road House, USA, 1948) de Jean Negulesco en sus buenos tiempos, y al lado de
Ida Lupino. Un año después iniciará si serial de grandes interpretaciones en un
western con tintes de cine negro, Cielo
amarillo (Yellow Sky, ISA, 1948) uno de los mejores de de William A.
Wellman, y en donde se medía con Gregory Peck y con Anne Baxter. En 1949
Widmark presionó a la Fox
para que le permitiese encarnar a otro tipo de personajes y protagonizó el
drama aventurero El demonio del mar,
una de las obras más redonda de Henry Hathaway, toda una reflexión sobre el
significado de la cultura y de la experiencia, y en el que Widmark se las ve
con altura con un pletórico Lionel Barrymore.
En un solo año (1950),
Richard Widmark trabajará en cuatro películas que cuentan con un lugar en la
historia del cine: en el drama bélico Situación
desesperada (Halls of Montezuma, USA, 1950). de Lewis Milestone que hizo
sus principales aportaciones a la pantalla en este tipo de película; Un rayo de luz (No way, USA, 1950),de
Joseph l. Mankiewicz, uno de los primeros y más rotundos alegatos antirracista
del mejor cine liberal norteamericano, y en donde Widmark encarna un personaje
odioso, y según ha contado su compañero, el debutante Sidney Poitier, Richard
le pedía disculpa por lo que se veía obligado a hacer delante de las
cámaras; Pánico en las calles,
quizás el mejor Elia Kazan de la primera época, con una pareja mítica de
delincuentes, Jack Palance y Zero Mostel; y Noche
en la ciudad (Night and the City, 1950), realizada en los inicios de su
exilio por el mejor Jules Dassin, ya con un pie en el exilio, obras de primera
magnitud, todas ellas justamente, y todas en un solo año.
De una categoría similar fue La ley del talión (The last wagon, USA,
1955), uno de los grandes western que Delmer Daves rodó en los años cincuenta,
de grandes paisajes, historias turbias, y denuncia antirracista efectuada de
manera enérgica, con un Richard Widmark en verdad pletórico como un mestizo que
ha aprendido a sobrevbivir…
Durante los años
cincuenta, Widmark trabajó al menos en una veintena de títulos de primera,
comenzando por Cuatro páginas de la vida
(1952), un homenaje a O´Henry con un guión escrito por John Steinbeck; le sigue
el thriller Niebla en el alma que supuso un paso adelante para Marilyn Monroe,
y después de la militarista y olvidable Hombres
de infantería (Take the High Ground!, USA, 1953), del peor Richard Brooks,
trabajará en la un tanto delirante Manos
peligrosas (1953), una tentativa de renovación del género por Samuel Fuller
que se apunta a la histeria anticomunista de una manera muy singular, al final
el “salvapatrias” es un auténtico bellaco encarnado por Widmark. Le dará la réplica
a Spencer Tracy en Lanza rota, de
Edward Dmytryck (1954), cineasta con el que protagonizará en 1959 uno de los
western más turbios e intenso de la historia del género: El hombre de las
pistolas de oro…Menos interesante resulta Álvarez
Kelly, del mismo Dymtryck, lo que no quiere decir que no sea una gran
película., y en la que Widmark compite con otros dos grandes cínicos: William
Holden y Janice Rule.
De la
mano de otro gran especialista, John Sturges, trabajará en otros dos títulos
más que notables, El septo fugitivo, así como Desafío
en la ciudad muerta, a la que no le viene grande la consideración de obra
maestra. Antes lo había hecho con Henry Hathaway en el muy extraño El jardín del diablo, al lado de
Gary Cooper y Susan Hayward, no menos inolvidable, sobre todo por el
tratamiento del paisaje. En El Álamo,
repitió un “cliché”, película de flagrante falsificación histórica y apología
colonialista, se dice que John Ford rodó algunas escenas, y Richard volvió a estar
magnífico. A pesar de la falsedad de toda la película
De este tiempo que sigue
quedaran algunos grandes trabajos su papel en otra obra maestra de John Ford de
1964, El gran combate (en realidad, Otoño cheyenne), que si bien,
cinematográficamente pudo ser superada por otras suyas, ésta representa una de
las más noble contribuciones que el cine ha hecho a la cusa de los nativos
norteamericanos, quizás la más fehaciente de las denuncias que el cine haría
desde que a principios de los años cincuenta, el western inició una revisión de
sus postulados racistas con filmes como La
puerta del diablo, de Anthony Mann, Flecha
rota, de Delmer Daves, Apache, de Robert Aldrich. Con Ford, Widmark ya
había trabajado en uno de sus trabajos más memorables, una visión más densa y
matizada de la colonización y del tema indio, Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, USA, 1961), con
interpretaciones antológicas de Widmark y de James Stewart, amén de colar un
escupitajo contra la burguesía, contra los tipos que todo lo miden por el
dinero.
Con Aldrich y Burt
Lancaster, Widmark trabajó en otra gran película, Alerta: mísiles (Twilight's Last Gleaming, USA, 1977) de la
que aquí apenas sí conocemos el “trailer”, ya que este durísimo alegato contra
el armamento nuclear fue drásticamente reducido hasta hacerlo casi
incomprensible, todo posiblemente por su fuerte contenido antimilistarista, uno
de los temas favoritos de su director. En esta lista se podrían añadir algunos
westerns como La conquista del Oeste
(How the West Was Won, USA, 1962), donde hace un papel muy semejante al de Cheyeen autum.
Todavía rodó algún que
otro película del oeste más o menos estimable como La ciudad sin ley (Death of a Gunfighter, USA, 1969), comenzado por
Donald Siegel pero acabado por Robert Totter aunque en algunos lugares la firma
que aparece es la de Allan Smithee, y habría que revisar Cuando mueren las leyendas (When the Legends Die, USA, 1972), un
western crepuscular de Stuart Millar, aunque la acción se desarrolle en los
años setenta, en el que nos cuenta la historia de un niño indio, arrancado por
su abuelo de la vida solitaria en la montaña, al morir sus padres en la
reserva, y que acaba trabajando para un cowboy beodo (Richard Widmark), experto
en rodeos, que le ofrece el trato de salir de la reserva a cambio de trabajar
para él. Sin ser nada del otro jueves, era una película interesante, de
fuerte contenido antirracista.
Creo que la culminación
final de la carrera de Widmark se dará con Brigada
homicida (Madigan,1968), toda una denuncia soterrada del empleo de policía,
de la jerarquías en el cuerpo, y de la infelicidad de unos hombres que se la
juegan a sabiendas que son meras marionetas. Alfredo Bryce Echenique escribió
un magnífico artículo sobre ella, recordando que en el curso del mayo francés
unos estudiantes apedrearon el cinema que la daba, cuando en realidad se
trataba de una película subversiva; en 1973 se realizaría una versión
televisiva en la que Widmark encarnaba nuevamente al personaje del detective
Madigan.
Lo que viene después ya
no dará mucho de sí, trabajos en películas que no le merecían, también la TV, de la que aquí apenas si
nos ha llegado Tom Horn, con David
Carradine, y luego un declive digno como lo pudieron tener otros grandes de su
época como Gregory Peck, Kirk Douglas, Robert Mitchum (con los que trabajó en Camino de Oregón(The Way West, USA,
1967), un ambicioso western de Andrew MacLaglen, con muchos medios e
impresionantes escenarios, pero inferior a los que pudieron hacer artesanos de
serie B como George Sherman o Lesley Selander), y luego…Bueno, luego nos quedan
las grabaciones, la posibilidad de revisar lo que queramos ver y revisar.
Pero por
encima de toda ese listado, mi elección personal es por El juicio de Nuremberg
(Judgment at Nuremberg, USA, 1961), la obra más destacada del discutible
Stanley Kramer que, en este caso, contó con varios factores a favor, primero,
un guión increíblemente matizado para ser una gran producción de Hollywood,
luego un equipo técnico de primer orden en el que sobresalen los actores, sobre
todo los que hacen de víctimas del nazismo. Los absolutamente memorables Montgomery
Clift y Judy Garland, dos “star” que sabía como pocos lo que era el sufrimiento
y la sensibilidad, dos seres humanos grandes que nunca se sintieron parte de
aquel mundo.
Aunque solamente fuese
por esta película, sería justo reconocer la gran labor cultural y civilizatoria
del mejor cine liberal norteamericano. Esta película llegó y llega las
muchedumbres, sobrecogió a varia generaciones de espectadores, y fue un
verdadero problema para el régimen franquista que no la prohibió para no quedar
en evidencia. La cortaron, mutilaron diálogos, trivializaron el título y
fue denostada por parte de la prensa falangista que sabía todo lo que el
franquismo debía al III Reich, un proyecto con el que la derecha española (y no
solo española, la norteamericana también), se identificó desde el primer al
día y lo siguió estando. Ahí está toda la historia de la División Azul.
Señalemos una vez más, que en la época de los procesos, la prensa adicta llevó
a cabo una campaña para que los mismos tribunales juzgaran…a las autoridades
republicanas exiliadas.
Pocas
películas se han atrevido a tanto, anotemos el ejemplo de del discurso del
abogado defensor Hans Rolfe (Maximilian Schell, escarizado como una forma de
compensación para los alemanes, pero que es el más flojo de la función), cuando
en el discurso que sigue el pase de las primeras películas sobre las
atrocidades nazis, informa con claridad que parte de los Aliados estuvieron a
favor de Hitler y sus políticas porque era lo que en ese momento les convenía.
Las declaraciones se refieren a que Winston Churchill, ¡en 1938¡, alababa
la política que estaba emprendiendo Hitler y que la Corte Suprema de
Estados Unidos emitió una declaración en la que apoyaba la eugenesia que se
estaba emprendiendo en Alemania.
Con todos los
matizaciones que se quieren, mi personaje es el fiscal encarnado con una
notable variedad de registros por Richard Widmark…Es el que pone el dedo en la
llaga, el que incide en los datos, quien muestra su asco hacia los pactos que
se están fraguando entre bastidores.
Pero sobre todo, la
película fue decisiva porque fuimos muchos y muchas los que soñamos de
hacer como Coronel Tad Lawson, de abogado de la acusación en tribunales que
juzgaran con las mismas leyes a personajes como Manuel Fraga Iribarne, Martín
Villa, Serrano Suñer, Juan March, Henry Kissinger, etcétera, etcétera. Un
sueño, pero seguro que los jerarcas nazis que fueron juzgados no habían pensado
en algo así, ni en sus peores pesadillas. Los juicios sentaron un
precedente de un sueño de justicia que hoy está quizás más vivo que
nunca.
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