0. Introducción. León Daudevich Bronstein, más conocido como León Trotsky (Yanovka,
Ucrania, 1877 - Coyoacán, México, 1940), fue uno de los
mayores revolucionarios marxistas del “Novecento”, siglo al que recibió con 23
años gritando: “Tú, tú solamente eres el presente”. Sus datos biográficos ha dado lugar a obras
tan notables como la trilogía que le dedicó Isaac Deutcher, así como a una
vasta e inacaba bibliografía, buena parte de la cual ha sido vertida al
castellano (1). Su influencia teórica y cultural se hizo notar en la primera mitad de los años
treinta, gracias a las traducciones de Andreu Nin, Julián Gorkin, entre otros;
el término “trotskista”
fue aplicado de manera parcialmente injusta al POUM. En
los años sesenta-setenta su bibliografía se hace casi avasalladora, en tanto
que su influencia se centra en la
LCR y en otros grupos “trotskistas” menores. Después de un
prolongado paréntesis ha vuelto a ser editado, pero la fiebre “trotskiana” se
ha hecho más restringida, aunque sigue funcionando como una “escuela” con una influencia más difusa.
Sus adversarios estalinianos han quedado reducidos a una franja decadente, en
tanto que muchos de sus aportes se han establecido como parte común del legado
de la izquierda, especialmente en lo referente a la crítica de la burocracia y
del estalinismo.
En vida, Trotsky apenas sí tuvo una relación con el cine, sí bien algunos
de sus pronunciamientos han dado lugar a polémica, como la planteada por el historiador y cinéfilo Marc Ferro en
su trabajo en
su artículo, URSS: el
cineasta en el castillo emplea varias suyas de 1923 en la que
se lee: "El hecho de
que hasta ahora no hayamos intervenido en el cine demuestra
lo despistados e incultos que hemos sido, por no decir completamente estúpidos.
El cine es un instrumento que se impone por sí mismo, es el
mejor instrumento de propaganda"….Sigue más adelante
con otra no menos significativa: "El
cine debe servir de
contrapeso a los atractivos del alcohol y la religión (...) la
sala de cine de reemplazar a la taberna y la iglesia,
ser un refuerzo para la educación de las masas".
Al parecer de Ferro, Trotsky
sigue viendo el cine como sus homólogos europeos, como una
"máquina". Y comenta malévolamente: "La reacción combinada de
Zhdanov-Stalin se ha presentado como antitrotskista
porque Trotsky tenia veleidades vanguardistas en
literatura y arte, pero no es más que
un error de apreciación motivado por la
costumbre de dejar que sean los políticos quienes interpreten los
fenómenos históricos" (2). O sea que, a fin de cuentas,
Zhdanov-Stalin no hicieron más que llevar las ideas de Trotsky (Lenin
y Lunacharski), hasta
sus últimas consecuencias, convirtiendo el cine
soviético en un mero "instrumento" en manos del
Estado. Esta fácil tentación por la simetría entre los contrarios, Ferro olvida a mi juicio varios factores muy
importantes que matizan y contradicen la generalización del apasionante
historiador francés.
En ningún momento
Trotsky trató de "sentar cátedra" sobre el tema ni nada parecido, que
no le dedicó al cine ningún tiempo ni
reflexión especial, entre otras cosas porque
cuando el cine soviético empezó a despegar, él
ya tenia un pie en el exilio. Tampoco dedicó su
tiempo para asistir al cine salvo muy ocasionalmente, por ejemplo, Jacqueline
Lamba, la compañera de Breton que acompañó a éste en su viaje a México, comenta
un ejemplo, y como Trotsky salió de la sala imitando como una criatura a un
vaquero. Una excepción fue seguramente las veladas
organizadas por el actor judío de procedencia rumana Edward G. Robinson,
una circunstancia singularmente propicia, recuerdo de los mejores días en
Coyoacán (3).
Las citas
empleadas por Ferro forman parte, justamente, de su
obra Notas de la vida cotidiana,
cuyo contenido apuntan en una dirección opuesta al de Stalin en una tramo
histórico que fue objeto de un estudio famoso de Moshe Lewin, El último combate de Lenin (4). En sus Notas,
Trotsky analiza con tristeza y pesimismo
el enorme atraso cultural de una clase obrera que en aquel
entonces se encontraba tremendamente desvertebrada, y en la que se podía
percibir los signos del atraso a pesar de los avances sociales e ideológicos.
En su concepción, el cine, como el arte y la literatura, podía rendir un
servicio inapreciable. Por otro lado, esta convicción “instrumental” tan
circunstancial, no estaba -no lo estuvo-, reñida con el entusiasmo en la creatividad
artística, antes el contrario, quiere hacerla extensible a las masas.
La concepción de Trotsky
no era una visión cerrada, sino que se vincula a la creencia “transitoria” de
que la opción de extinción del papel del Estado obrero estaba ligada a
una revolución “cultural”. Desde este punto de vista, sus notas no son
muy distintas de las escritas por el último Lenin, aunque
también es cierto que tanto uno como el otro tendieron a subrayar el papel del
"Estado obrero" como el medio por excelencia para sacar la revolución
de los terribles peligros que la amenazaban. Sus ideas culturales
de 1923 corresponden al ala más abierta y avanzada del bolchevismo,
y tiene su correlato en la revolución
cultural de la década cuyo carácter "libertario"
todavía asombra, aunque se desarrolla con un proceso de burocratización que
acabará haciéndolo imposible.
Después de escribir La revolución traicionada, la
evolución de Trotsky sobre este punto quedó claramente expresada en su
encuentro con Bretón, y fue el propio Trotsky el que,
frente al líder surrealista, impuso el
criterio que la libertad en el arte se
justificaba incluso…contra la revolución proletaria. Donde Ferro
quiere ver una “veleidad”, se descubre una concepción opuesta del mundo y
de la cultura al que se está imponiendo desde la contrarrevolución burocrática.
1. Octubre como prólogo. Esto es al margen del valor que se
le quieran dar a la "costumbre de dejar que sean los
políticos los que interpreten los fenómenos históricos", ya que, al
igual que en cualquier otro oficio, incluyendo por supuesto el de los
historiadores, todo depende de quien se esté hablando, en el caso de las opiniones
vertidas por Trotsky cabría decir que carecen de pretensión y que para
comprenderlas, cabría situarlas en su contexto, y con relación a su actuación
como un político, en absoluto convencional y en absoluto banal, y con relación
a una aplicación de un actuación política en el cine que incluso en su
desarrollo oficial de la URSS
requiere la distinción de partes netamente diferenciadas en el mismo curso de
la imposición totalitaria: no hay color entre el ambiente creativo y
abierto que se respira en los años veinte, con el que vendrá después. Esto es
perceptible claramente en la propia obra de Serguei M. Eisenstein, quien por
cierto, hizo notar sus simpatías con Trotsky en el curso d su estadía en México
invitado por Upton Sinclair. Si no se establece esta importante diferencia se
puede amalgamar fases casi opuestas en la historia del cine soviético.
Tampoco deja de resultar
singular que la película más importante que trata de Trotsky, se refiera sobre
todo a su ausencia en la trama. Estamos hablando, claro está, de Octubre (1927), de Serguei M.
Eisenstein, una de las obras de encargo que el Estado soviético se
planteó producir para conmemorar el décimo aniversario de la revolución,
y que cautivó la imaginación inconformista de toda una época. Dicha película,
discutible por muchos conceptos, pero sin duda la más
importante y también la mejor de todas cuantas se
han realizado sobre la revolución de 1917, tiene la triple virtud
de:
--1) abordar un hecho
histórico confiriéndole un carácter mítico que sedujo a varias generaciones
(muy significativas en este sentido son las notas del diario de André Gide,
evocando una visión que influyó notablemente en su evolución hacia el
ideal comunista);
--2) ser en
sí misma un hecho histórico que trasciende su carácter
fílmico, y
--3) ser un reflejo
histórico de un momento muy preciso: el ascenso en solitario de Stalin como
líder providencial, incuestionable.
Desde este prisma, es
importante observar que el testimonio abierto y antidogmático de John
Reed es el escogido para representar el acto fundacional del
Estado soviético. Hasta entonces no se
había efectuado ninguna rectificación de
su famoso libro Diez
días que conmovieron el mundo, que no por casualidad fue rigurosamente
prohibido bajo Stalin, y permitido desde Jruschev con unas anotaciones que casi
desmentían la verdad del texto. A la hora de elaborar el guión,
como en el rodaje, nadie se cuestiona
el papel protagonista del acontecimiento por parte de
Trotsky, y la relevancia de otros personajes como
Grigory Zinóviev o Antonov-Ovseenko, quien será finalmente el único
de los artífices de que --con la excepción de Sverdlov, fallecido en 1922--,
permanecen por unos momentos en el montaje final, en tanto que
Trotsky queda reducido a un gesto negativo, se opone al
planteamiento de Lenin en el punto de
la insurrección aunque automáticamente vota a favor.
Tampoco se le ocurrió
entonces a nadie incluir a Stalin entre los protagonistas, no
constaba salvo en un par de alusiones, como su nombramiento en tanto que
Comisario de las Nacionalidades. Ulteriormente, ya no habrá ninguna otra
película soviética –y por supuesto, pintura o libro de historia--
sobre los acontecimientos, que no lo coloquen a Stalin al lado de
Lenin, o por encima de éste.
Mientras que se
está haciendo la película, Trotsky, que había desistido
en utilizar el Ejército que había creado a su favor, ya
había sido condenado (1924) por "desviación pequeño burguesa",
amén de destituido de sus cargos militares (1925). El 27 de
diciembre de 1927, Trotsky será expulsado del
partido, luego desterrado a Alma-Ata, hasta
el destierro final (1929). Cuando se
estaba celebrando el desfile oficial del
aniversario, Trotsky y la oposición de
izquierdas son fervorosamente aplaudidos desde el público
próximo al “podium” de Stalin. Según el codirector de la película,
Grigory A. Aleksandrov, fue el propio Stalin en persona el que visitó los
laboratorios para indicar los cortes relacionados con Trotsky, y
uno que mostraba a Lenin bajo "enfoque insatisfactorio". Al final, de
propio 49.000 metros de cinta se utilizaron solamente 2.800.
Esta reducción provocó un radical desequilibrio
en el montaje que, además, tuvo que hacerse con
toda premura.
En un
artículo sobre la cuestión, Angel Fernández Santos, se interroga sobre la
cuestión en los términos siguientes; "…Adonde están los restos,
si es que no han sido quemados, de la hora larga que
Stalin mandó amputar de Octubre, dejando
a la genial película completamente
desmedulada y coja". Y a continuación, sintetiza así su
versión de lo que algunos considera el mayor ejemplo de
censura (aunque peor hubiera sido sí Viridiana llega a desaparecer como
pretendió Franco):
"Cuando en 1925-1926 Einsenstein rodó
Octubre todavía León Trotsky era universalmente indiscutido como
supremo estratega y conductor de la Revolución de Octubre
de 1917 en San Petersburgo, pero año y medio después,
cuando iba a estrenarse la película, Stalin ya había
decidido borrarle del mapa de la historia de
Rusia y ordenó arrancar de las bobinas, que abarcaban más de tres horas
de metraje, cualquier huella de Trotsky. Más de una
hora de genio cinematográfico se hizo
así humo, invisible humo. Quedaron únicamente
a salvo dos pequeñas hilachas, que
se filtraron entre las prisas de la burocracia soviética por
acabar con aquella vulneración de la verdad artística e
histórica: se les escapó la inconfundible presencia de aquel hombre de
gafitas estilo "quevedo" que hay junto a Lenin en la
escena del retorno de éste de Finlandia hacerse cargo del mando de
la sublevación de Petrogrado; y se le coló también el instante, casi
visto y no visto, en que, entre un abrir y cerrar
de puertas, se ve a un hombre joven de pelo negro
encrespado, inclinado sobre una mesa, firmar y firmar
frenéticamente orden tras orden en un despacho del instituto Smolny,
cuartel general del líder del Octubre real, arrancado por Stalin del
Octubre cinematográfico" (5)
Todavía al principio de
los años ochenta, un proyecto como Reds,
obra de un cineasta, Warren Beatty, que en algún momento no ha dudado en
efectuar alguna exaltación del personaje, resulta claramente prudente en este
punto (6). Tampoco cabía esperar
ninguna tentativa en los países capitalistas, exceptuando algún convencional
serial televisivo como La
caída de las águilas, y similares, en los que el gran problema de la
revolución pasó por el trágico destino de los Romanov. Es revelador que en uno
de los pocos países donde la obra de Trotsky se ha podido editar –esto puede
parecer un pequeño detalle, pero no lo es tanto cuando su nombre figura en
todas las listas “malditas” proclamadas después de cualquier golpe militar-,
como es el caso de Gran Bretaña, la censura del Canal BBC prohibió a Loach la
inclusión de una mera referencia a su nombre.
Se pueden encontrar ecos
de este supremo ejemplo de la escuela de falsificación estaliniana en una curiosa
realización del interesante teórico y componente del “free cinema”, Karel Reisz, Morgan,
un caso clínico (Morgan a
Suitable Case for treament, Gran Bretaña, 1966), una obra brillante escrita
por David Marcer en la que Morgan (un brillante David Warner), interpreta el
airado hijo de una obrera comunista casado con una bella inconformista (Vanessa
Redgrave), y que se debate entre sus sueños revolucionarios representados por
escenas épicas de Octubre, así como con dolorosas reflexiones sobre el errático
destino de Trotsky (y de la mítica revolucionaria) aplastado por la burocracia
hasta que, por la suma de crisis y contradicciones acaba internado en un
psiquiátrico en cuyo jardines conforma una gigantesca imagen de la hoz y el
martillo. Algunos de los temas presentes en esta olvidada película (que fue
estrenada aquí, suponemos porque era susceptible de una interpretación
reaccionaria: los sueños de la revolución llevan a la locura), las difíciles
vivencias de personajes outsiders, que viven en una delgada frontera
entre los sueños emancipadores y los fracasos, reaparecen de nuevo en la
siguiente película de Reisz, Isadora (USA-Gran Bretaña, 1966), una
aproximación a la apasionante vida de Isadora Duncan (inolvidable Vanessa
Redgrave), que vivió los primeros años de la revolución rusa en brazos del
poeta campesino Serguei Esenin, y en la que se exalta el temperamento libre y
el compromiso con un tiempo en el que las muchedumbres proletarias asistían
extasiadas a grandiosos espectáculos de recitales poéticos…
En esta época no era tan
extraño encontrar evocaciones entusiastas de la revolución de Octubre, de
manera que incluso en un producto comercial tan convencional como El violinista en el tejado (Fiddler on the roof, USA,
1971), uno de los más exitosos musicales de la época, cuenta con un contenido
sionista en el que al menos no hay duda de quienes son los malos (el zarismo
organiza sus "pogromos" como quien cobra impuestos, y la revolución
aparece como una liberación). Recordemos al caso que el origen judío de Trotsky
fue uno de los elementos más recurrente en la propaganda del ejército
blanco.
2. La revolución
permanente. Algunos de los aspectos claves que conforman la teoría de la
revolución permanente como que las revoluciones no se pueden quedar a medio
camino sopena de "cavar su propia fosa" (Saint Just), podrían
entreverse subliminalmente trasladada al cuadro de la
revolución mexicana. En especial quizás a ¡Viva
Zapata! (1952), una de las obras mayores de Elia Kazan, una obra en
la que resulta visible la influencia del cine soviético que tanto
admirará desde su juventud, y en particular del ¡Viva México!, de Eisenstein,
claramente homenajeado en el título. No hay nada en el filme que advierta una
implicación derechista, la revolución muestra sus contradicciones pero aparece
cargada de razones. Emiliano Zapata (Marlon Brando) puede comprobar los
"peligros profesionales del poder", y lo que se denuncia son las
tentaciones sectarias y burocráticas a las que se le contrapone la idea de que
la revolución debe ir más allá, o en clave del esquema de la revolución
permanente. No es difícil identificar al burócrata "profesional" llamado
Fernando (Joseph Wiseman), como un estalinista, o como un adelantado a lo que
luego harán los funcionarios del PRI, tal como cuenta un famoso “corrido” del
padre revolucionario con hijo funcionario. Esta película, que goza además de
magnificas interpretaciones de Marlon Brando, Anthony Quinn (Oscar al Mejor
Actor Secundario) y Jean Peters, sigue resultando una película ideal para
hablar de la “insurgencia” zapatista de ayer y de hoy.
Aunque muy inferior
cinematográficamente, no resulta --políticamente hablando-- menos interesante
otra producción del inconformista Franco Grimaldi protagonizada también por un
antiguo radical como Marlon Brando aunque en sus horas bajas, una
condición que antepuso la
United Astist para dar carta blanca a un rodaje difícil con
escenarios en Colombia y Marruecos. Se trata de la coproducción
franco-italiana Queimada (1969), uno de los títulos más
emblemáticos del “cine político” (o sea de izquierda radical) de los
sesenta-setenta, y todavía es citada con admiración. Su título se explica
porque la isla fue quemada durante las represalias a una rebelión de los
esclavos, una atroz acción represiva que los guionistas --Franco Solinas y
Giorgio Arlorio-- atribuían inicialmente al colonialismo español, pero que
gracias a las imposiciones del franquismo --de la mano de Fraga Iribarne-- que
amenazaba con boicotear la película, se trasladó a Portugal, una conexión
bastante coherente con la persistencia del ultracolonialismo lusitano en África
en la época previa a la "revolución de los claveles". Dirigida por el
entonces inquieto militante del PCI, Gillo Pontecorvo, no alcanza ni de lejos
la autenticidad y la fuerza de su obra maestra La batalla de Argel (1966). Ni siquiera Marlon Brando
se muestra convincente; director y protagonista no se entendieron durante el
rodaje.
La película explica
--muy didácticamente, parece hecha para un "seminario" político-- una
tesis sobre las maniobras por un cambio de manos en el poder entre un dominio
militar preindustrial por otro dominio económico plenamente capitalista.
Estamos 1845, y el responsable de la maniobra es un aristócrata inglés Sir
Willian Walker (Brando), posiblemente un antiguo radical, que desembarca en la
isla con la finalidad de dar un apoyo a la revuelta encabezada por el mulato
José Dolores (Evaristo Marqués) y reorientar la "revolución", de tal
manera que esta acabe dependiendo de los intereses británicos. Cuando José
Dolores se percata de que su lucha --muy singularizada, no hay rastros del
aliento colectivo de su película anterior-- ha sido instrumentalizada, se
levanta de nuevo contra los nuevos amos y paga con su vida su lucidez, una
historia que podría haber sido extraída por ejemplo de la revolución
antiesclavista de Haití, por cierto, apenas representada en la pantalla.
A su vez --como un
consuelo-- el propio Walker se convierte en un elemento desechable, una vez
cumplida su sórdida misión de utilizar la energía liberadora de los antiguos
esclavos para que las empresas financieras de su país puedan hacer sus negocios
sin competencia ni "regularizaciones" desde abajo. El problema básico
de la película es que, si bien funciona como lección política --la revolución
tiene que sobrepasar las etapas intermedias--, al revés de lo que ocurre en La batalla de Argel, aquí la
ficción dramática permanece domeñada, y además carente de matices. Por otro
lado, su estética resulta bastante próxima a la de los "spaghetti western"
más elaborados (a lo Sergio Leone), coincidencia que refuerza la pegadiza
música del prolífico Ennio Morricone.
A pesar de todas las
reticencias, de lo que no hay duda de que película entusiasmó en su día a la
juventud radicalizada que encontró en ella referencias muy claras a la historia
inmediata, y que la utilizó frecuentemente en las actividades de cine-forum
para debatir sobre las revoluciones tercermundistas…
3. Contrarrevolución en
la revolución. No hay constancia de que el cine
soviético
tratara de los “procesos de Moscú” ni de las acusaciones vertidas contra la
oposición en general y contra Trotsky y el trotskismo en particular.
Curiosamente, sí existe una producción inserta en el apartado del
"prosovietismo" circunstancial que atravesó Hollywoo al comienzo de la Segunda Guerra
Mundial.
Se trata de Mission to Moscow (1943)
que Michael Curtiz dirigió a continuación de la mítica Casablanca. La película
demuestra por sí hacía falta que Curtiz era capaz de hacer digerible cualquier
embolado, incluyendo este auténtico encargo gubernamental que sí bien no pasará
precisamente a la historia del cine por sus cualidades fílmicas, sí lo ha
hecho por su curiosidad temática, y por el "ojo" que luego le echaron
los inquisidores del Comité de Actividades Antinorteamericanas. Basada en
las “memorias” del embajador Joseph Davies (Walter Huston),
escogido por el gobierno de Franklin D. Rooselvelt para que, después de visitar
Alemania y comprobar “in situ” el ascenso del nazismo y la vorágine
armamentista de Hitler, establecer un puente diplomático con la URSS.
En su viaje, el muy
conservador Davies y su familia harán excelentes migas con los altos
funcionarios soviéticos, su señora podrá estar a la moda en Moscú, y él mismo
hará de testigo de la “ambición” de Bujarin (descrito como un “malo” capaz de
cualquier cosa), y Rádeck. Davies avaló la “bondad” de los llamados
"procesos de Moscú" contra los restos de la vieja guardia
bolchevique, como también justificó el pacto nazi-soviético como la única
salida que los aliados habían dejado a Stalin. Tanto Bujarín como Trotsky son
presentados como culpables de conspirar con el soporte del nazismo y del Japón.
Vichinsky (Victor Francen, un actor de talante austero y respetable arquetipo
de héroe civil en tantas ocasiones), es presentado como un fiscal riguroso,
mientras que la imagen de Stalin hubiera satisfecho a cualquiera de sus
cantores. Resulta patente que para el diplomático, tanto el hecho de que
Rooselvelt contara con él, como las virtudes de una alianza con la URSS –en un momento en que
los nazis comenzaban a replegarse-, eran razones más que suficientes para
entrar en un juego exaltador, que Curtiz se encarga en glorificar en sus
escenas finales como la promesa de un mundo de paz y concordia.
Años más tarde, durante
la época de la “caza de brujas”, este título le comportó problemas a Curtiz y a
Walter Huston, quienes, como el señor embajador, seguramente estaban convencido
de servir una “buena causa” ya que entonces ser antifascista en Norteamérica,
significado por lo menos saber diferenciar entre nazismo y comunismo, algo muy
simple que actualmente la nueva derecha trata de equiparar (cuando no se
muestra más benévola con el primero). Desde otro punto de vista, el del forum,
la película permite vislumbrar como le funciona la “conciencia” a
cualquier liberal, cómo sabe diferenciar optar a favor de un poder corrupto
siempre que este le libre de una revolución que en esta época ya hacía mucho
tiempo que había muerto. Como morirían los bolcheviques que todavía no habían
renunciado aunque fuera parcialmente a sus ideales. Como nota de curiosidad
cinéfila reseñemos la presencia de Donald Siegel en el montaje, del estupendo
escritor Erskine Cadwell en el guión, sin olvidar la presencia de una
joven Eleonor Parker como la hija “pija” del embajador, preocupada por la moda
rusa, así como la fugaz aparición de Cydd Charisse como una bailarina del
Bolshoi.
Un caso diferente es el
de la versión en dibujos animados
de Rebelión en
la granja (Animal Farm, Gran Bretaña,
1955), adaptación de la inmortal obra de George
Orwell, efectuada por John Halas y Joey Batchelor, dos
especialistas británicos muy prestigiosos que consiguieron aquí una verdadera
obra maestra en el género. Esta película está teóricamente orientada al público
infantil, pero la pueden degustar igualmente hasta los ancianos con más de
ochenta años. Escrita al acabar la Segunda Guerra Mundial, a Orwell le costó mucho
encontrar una plataforma que no fuese en una testimonial editorial militante o
sea “trotskista”, que las hubo. La razón
no era, al menos no solamente, el prestigio que el PC estalinista mantenía
entonces entre los laboristas, tampoco los conservadores se mostraron reacios:
no querían tener problemas con sus aliados en el momento de su edición, luego
cambiaron totalmente de opinión. Estos
son mis principios, pero si no le gustan tengo otros, dijo Grocuho.
La trama es conocida, los
animales (los trabajadores) están sobreexplotados. Cobran conciencia de su
fuerza cuando un anciano cerdo en su agonía, les da a conocer su propio Manifiesto comunista contra la explotación de los amos
(un detalle que entre los comentaristas convencionales desaparece en aras de
los cerdos burócratas. La revolución triunfa con los cerdos como lideres, una
metáfora que obliga a Orwell a establecer una burocracia “en el huevo”, algo
que no tuvo nada que ver con la realidad, esto significa da más importancia a
una “ideología” que a una suma dantesca de acontecimientos. Durante una
temporada la granja funciona bajo los principios de la libertad y la igualdad,
nadie es más que nadie, o sea todos los animales son iguales. Pero entre los
cerdos está el ambicioso Napoleón, que secretamente adiestra a una camada de
perros, con los cuales se adueña de la granja, e expulsa al líder de la
revolución, o sea Stalin desplaza a Trotsky, y crea una nueva granja en la que
todos los animales son iguales, aunque (como en todas partes) algunos son más
iguales que otros. Cuando Napoleón está negociando con los granjeros (los
burgueses, la derecha), un nuevo compromiso, demostrando que burgueses y cerdos
son iguales, la película ofrece una interpretación “trotskista” al pesimismo de
Orwell, y los animales, justamente indignados con unos y otros, efectúan
una nueva revolución.
Aunque le versión en
dibujos animados es relativamente asequible –Antena 3 la emite
periódicamente--, conviene tener en cuenta que existe una nueva adaptación con
una analogía más literal: Rebelión
en la granja (John
Stepehenson, Gran Bretaña, 2000). El granjero (Peter Postlethwaite), y los
humanos están representados como tales, mientras que los animales son tratados
a la manera de Babe, el cerdito valiente,
que, al igual que otras fábulas sobre las sociedades animales como Antz, Hormigaz o Chicken Run, recuerda en no poca medida la metáfora de
Orwell, aunque con la descomposición del "comunismo" y la
desestructuración del movimiento obrero tradicional, el mordiente político y
liberador de estas alegorías han quedado prácticamente
difuminado Empero, esta última es también una versión
bastante estimable, y mucho más asequible para emplear para cualquier debate
siempre que vaya acompañado de la lectura de la fábula, y sí es posible de los
textos de Orwell complementarios.
Otro aporte en un
sentido más o menos complementario lo conforma las adaptaciones de 1984,
la controvertida obra sobre la que existe una adaptación fílmica (de Michael
Anderson en 1955), tan mala –y tan vulgarmente anticomunista- al parecer
que ni tan siquiera llegó a estrenarse; hay pues que hablar de otra más
reciente y mucho más lograda (Michael Radford, Gran Bretaña, 1984), e
interpretada por actores tan conocidos como John Hurt (Wiston Smith), Linda
Hamilton (Julia), y Richard Burton (O´Brien), en su último papel. En esta obra
--la más leída del siglo XX según las encuestas--, el Gran Hermano se
identificaba con Stalin, mientras que, Emmanuel Goldstein, Éste era el “supertraidor”
que se le oponía y cuya pista obvia nos lleva tenía los rasgos inequívocos de Trotsky.
Orwell ofrece una visión del “totalitarismo” en la que no es difícil encontrar
los ecos de la impresión que los “procesos de Moscú” con sus secuelas de
torturas (la menor de las cuales no fue tomar como rehén la familia del
disidente que, como Antonov Ovseenko, se vio obligado a ejercer a su vez de
“inquisidor”, tarea que el artífice de la toma del Palacio de Invierno ejerció
como cónsul en Barcelona en 1937), y de delaciones, están presentes en está
reconstrucción naturalista de las obsesiones de Orwell que obtuvo una cierta
resonancia en su momento (1984), en plena descomposición final de la burocracia
estalinista, aunque no obtuvo el beneplácito de la crítica, decepcionada por la
dirección rutinaria de Radford…(7) .
El hilo de Orwell nos lleva a Ken Loach y más concretamente, a Tierra y Libertad, (Land and Freedom, 1995) un “homenaje a Cataluña”
(y al Aragón colectivista y libertario), que al margen de sus valores
cinematográficos, adquirió el carácter de un verdadero fenómeno social por la
polvareda que levantó en su día. En este punto también cabría
recordar el reportaje de los periodistas Dolors Genovés y Llibert Ferri
producido en 1992 por TV3 sobre el asesinato de Andreu Nin, Operación Nikolai y que amplia los datos conocidos
con las aportaciones facilitadas por los archivos del KGB, De alguna manera,
este documental se puede considerar como complementario a la película de Loach,
y ofrece el testimonio de la existencia de otro comunismo que fue la
principal víctima del horror burocrático.
En el caso de Ken Loach,
el “trotskismo” resulta igualmente perceptible en algunas producciones televisivas
como Days of Hope (1975),
una muy valorada aproximación a la huelga general británica de 1926: un capítulo histórico clave en la
situación internacional y en la configuración de la clase obrera británica.
Cabría hablar de otros títulos que nunca lograron estrenarse (ni siquiera por
el formato vídeo donde se encuentran todas desde el éxito de Agenda oculta, que explica como
el thatcherismo tuvo componentes de golpe de Estado). Entre todos el cine de
Loach, la que más profundiza en los esquemas “trotskianos” es Fatherland (“Singing the blues in red”,
1986), que aborda la cuestión de la revolución en los países del Este en
clave de "tercera vía": ni capitalismo ni burocracia.
Lamentablemente, no ha sido estrenada aquí.
5. El exilio y la muerte.
Entre los
diversos apuntes sobre el exilio de Trotsky (que fue motivo de una famosa obra
de teatro de Peter Weiss, el celebrado autor de Marat-Sade que por entonces
había evolucionado hacia el trotskismo) una de las apariciones más
significativas es la que se ofrece en la trama de Stavisky (Francia, 1974), obra del reputado
Alain Resnais. La escena en la que se visualiza la visita de André Malrau a
Trotsky, fue muy discutida por su dificultad de integración en la trama.
Existía un nexo real, un inspector Gagneux (Gardet en la película) que
intervino en ambos caso, aunque su sentido sea el de "contrapunto",
Trotsky representa otra opción --la revolucionaria--, y lo hace con una
coherencia y una fuerza moral que no puede tener el PC francés estalinizado.
Los tonos de la evocación también son diferentes, y la entrada del visitante en
la casa rememora la descripción hecha en un memorable artículo de André Malraux
que narra su visita a Trotsky por estas fechas. Stavisky es una de las
películas más comerciales y asequibles de Alain Resnais, responsable de
títulos tan importantes como Hiroshima
mon amour y La guerre est finie, no en vano
cuenta con el protagonismo de una de las estrellas más taquilleras del cine
francés: Jean Paul Belmondo. Este detalle resultar claramente deudor a las
inquietudes en aquel momento de su guionista, el escritor hispanofrancés Jorge
Semprún, uno de los guionistas más activos del “cine político”.
Dicho paréntesis fue
considerado por cierta crítica como un aparte
en la trama, ya que no tiene ninguna relación directa con el caso Stavisky que
conmocionó Francia y contribuyó al desprestigio de la derecha y a las
movilizaciones que condujeron a la victoria electoral del Frente Popular. No
obstante, al margen de la discusión sobre su oportunidad en el desarrollo
de la película, lo que estaba claro es que lo que pretendió Semprún fue
establecer un como un aparte alternativo y cargado de simbolismo en una trama
de descomposición del orden social vigente. Cabría anotar que según cuenta en
su libro La segunda muerte de
Ramón Mercader (Planeta,
1975), Semprún estuvo tentado en escribir un guión sobre Trotsky, pero no
encontró un enfoque adecuado. Creía que no era sencillo trasladar a la pantalla
el magnetismo del personaje, una observación perfectamente pertinente
considerando la mediocridad de sus apariciones, y esto a pesar de haber sido
encarnado por actores de la talla de Richard Burton o Geoffrey Rush (8).
Considerada como
"la mayor sorpresa del Festival y tal vez el único film que perdure en el
recuerdo como pleno de hallazgos e interés" por la revista Dirigido, ,Zina (1985) fue la segunda película de
Ken McMullen que antes fue pintor, un dato importante para comprender el filme
que aborda la historia. El argumento trata de Zinaïda Bronstein Volkow
(interpretada magistralmente por Dominiziana Giordano…Zina fue la primera hija
de su primer matrimonio y madre de Esteban Wolkow, el nieto de Trotsky que
vivió en directo el atentado del muralista y estalinista fervoroso David Alfaro
Siqueiros y que siguió viviendo en México; el resto de su familia estaba
“desaparecida” o en campos de concentración. A Zina se le permitió
trasladarse a Berlín para seguir un tratamiento psiquiátrico por una temporada,
un tiempo en el que volvió a mantener una relación escrita con su padre
--admirado, lejano y ausente--.al tiempo que fue una angustiada y perspicaz
testigo del ascenso del nazismo, y sufría en primer grado la aniquilación de
sus seres más queridos con la instauración del "Gran Terror". La suma
de todo estos factores la llevaron al suicidio, dejando
escrita una extensa correspondencia que serviría de base para el guión.
En el número de Fotogramas que informaba sobre el Festival,
se puede leer el siguiente comentario: Ken McMullen ha estructurado este
hermoso filme en tres niveles de lenguaje que se interrelacionan y
complementan; el visual, el musical y el narrativo. La combinación de
fotografía en blanco y negro y color --el operador es Bryan Loftus, responsable
de En compañía de lobos-- utilizada arbitrariamente no
siempre en función del presente o pasado, de realidad o invención, da pie a una
composición musical escrita expresamente siguiendo los ritmos de las imágenes,
alternando con el texto del psicoanálisis de la hija de Trotsky, extraídos de
las cartas a su padre. Todo junto provoca un resultado que desemboca en un
romanticismo insospechado a partir de los temas que se barajan: la
política internacional, el marxismo y el psicoanálisis”.
Por su lado, Esteve
Riambau en Dirigido
escribe que "Zina no nos habla sólo del problema de una hija de personaje
más que famoso, mítico, de la hija propiamente "de la revolución",
sino que a través de esa componente subjetiva no deja de reflexionar sobre su
mundo contemporáneo, sobre las contradicciones de la profesión de
revolucionario, algo más que teórico, sobre el desarraigo del exilio
permanente, sobre la ausencia de un padre que sin embargo siempre ha estado
presente gracias a su importancia objetiva, a su condición de protagonista de
la historia. Por eso, cuando Zina se suicida al no poder superar todas sus
contradicciones, no será tanto una actitud individual como el símbolo de una
Europa que, atenazada entre la revolución y el totalitarismo, se toma una de
sus primeras víctimas en el camino hacia el desastre". A pesar del premio,
Zina nunca llegó a ser estrenada entre nosotros, ni siquiera –que sepamos-
conoció un mísero pase televisivo.
Casualmente, Frida.
Naturaleza viva (México, 1985) fue premiada en el
Festival de San Sebastián de 1985 junto con Zina. Fue dirigida por el
inquieto Paul Leduc, director de Reed.
México insurgente, un curioso retrato experimental de las aventuras de John
Reed con las tropas de Pancho Villa. Concebida como un poliedro, Frida es
un apasionado retrato de la famosa pintora en el que Trotsky
(Max Keadrow) aparece como un anciano sin ningún brillo especial que
tiene que soportar los mal encarados comentarios de Diego Rivera (Juan José
Gurrola, un actor que repetirá el papel en La reina de
la noche, de Arturo Ripstein) que lo defiende frente a
Siqueiros. Pero al mismo tiempo, Rivera trata a su huésped
provocadoramente, diciéndole que Octubre fue una mera
copia de la revolución mexicana o que fue una lástima
que no se hubiera ido con Stalin de putas. Frida (una Ofelia
Medina que parece un calco de Frida y que efectúa una
magnifica interpretación) lo defiende cuando Diego lo trata
de "pendejo", un detalle más dentro de una relación enfocada desde su
aspecto más trivial (9)
Aunque bastante
desenfocada en estos detalles, Frida es una película difícil pero rica en
detalles, y un retrato personal bastante completo de esta artista excepcional
sobre la que Hollywood ha producido una muy irregular aproximación. Se trata de
una producción mucho más ambiciosa con un extenso reparto en el que Frida está
encarnada por Salma Hayeck (que realiza un auténtico “tour de force”, no en
vano el papel fue cortejado por diferentes “stars”). El “rol” de Trotsky, lo
interpreta un actor de primera (Geoffrey Rush, que compuso un Sade
inmejorable), carece de entidad y fuerza, habla pero no representa lo que fue,
los autores no parecen haberse siquiera tomado mayor interés, en realidad se
trata de subrayar que Frida también coqueteó con Trotsky y no lo que este
significaba.
De ahí que no deje de
ser sintomático que la primera y única película
en la que Trotsky represente el protagonista de la trama tenga como título El asesinato de Trotsky (Assassination of Trotsky, Gran
Bretaña, Francia, Italia, 1972). Su evocación pareció posible en medio del auge
del cine comprometido abierto por el mayo del 68, apareció esta prometedora
producción que, sí bien contribuyó a popularizar la historia, fue vista
con indiferencia e incluso con hostilidad en el movimiento afín; algún critico
estricto habló “literariamente” de un "segundo
asesinato". Esto no impidió que en ciertas circunstancias,
permitiera otras lecturas como la reseñada en la época en por el corresponsal
del diario francés Le Monde en Bangkok, que contaba que los
militares que la había permitido pensando que reforzaría la propaganda
anticomunista, la retiraron del cartel cuando comenzó a percatarse de que su
público estaba compuesto primordialmente por estudiantes…
La película estaba basada
en un ambicioso guión del escritor británico Nicholas Mosley, contó con
un ambicioso diseño de producción en el
que destaca la fotografía de Pascuale de Santís. Su director fue Joseph Losey
(que también colaboró en el guión), un "black-liste" muy ligado
al Brecht del exilio. Losey era uno de los pocos directores que declaraban
abiertamente marxista, una óptica desde la que había realizado una serie de
películas que habían entusiasmado a la izquierda critica como The Servant o Accident.
El enfoque de El asesinato... trata de establecer una relación
dialéctica entre la víctima y el verdugo rehusando la lectura política. Está
claro que a Losey no le interesaba mucho Trotsky, y de hecho rehúye los
pormenores de la trama de fondo; la
KGB no se explica, Stalin que firmó la ejecución no aparece.
De ahí que a pesar
de que en el momento en que se rueda la
película, los datos básicos están ya más que
contrastados, la historia resulta difuminada: Ramón Mercader
desaparece en aras de Frank Jacson, uno de sus alias en la época.
También desaparece Siqueiros. Silvia Argeloff no se prestó a
dar su nombre (nunca más quiso volver a hablar del asunto como resulta patente en Asaltar los cielos), de manera
que aquí pasa a llamarse Gital Samuels (una difusa Romy Schneider). El cerco
infernal de la GPU
no pasa de algunas citas misteriosas. Parece como sí a Losey le
molestara profundizar y buscara la abstracción. Esto que podría haber sido una
posibilidad tendría que haberse sustentado sobre la solidez de los personajes,
pero éste no es el caso. Richard Burton raramente estuvo peor. Su
Trotsky se parece más a la figura pomposa de un museo de cera
que el auténtico que fue capaz de seducir de suscitar el “complejo de Cordelia”
en un personaje tan irreverente y tan crítico como fue André Bretón.
El Trotsky de Losey no
es reconocible, ni tan siquiera alcanza la densidad dramática y la capacidad
ofrecer un panorama viviente como hará por fechas muy próximas Peter Weiss en
su Trotsky en el exilio.
Es un anciano concentrado que cuida sus cactus y que dicta unos discursos que
hasta al espectador más advertido le suenan a extraños. Por otro lado, Losey
mira hacia otro lado con relación a los datos que conectan el asesinato con las
maniobras criminales de Stalin, todavía parece postrado ante la idea de que
esto podía contribuir a debilitar un régimen que, aunque imperfecto, todavía
era la principal oposición a los poderosos del mundo. Por entonces estaba más
que confirmada la autoría y los motivos de Ramón Mercader, Alain Delon (Jacson),
pero Losey no da ni tan siquiera este paso. Quizás lo único a
destacar en este cuadro trivial izado y desenfocado la constituye el reparto
que hace la magnífica veterana, Valentina Cortese, quizás porque ella aparece
más ligada a la cotidianidad y vive atenta a los mínimos detalle mientras que
los demás parece insertos en una trama policíaca que parece regir las
conclusiones.
En 1990, TVE produjo un
documental de una hora titulado Ramón
Mercader: Crimen y castigo, cuyo enfoque explicaron los autores como
sigue: "Había que optar por una vía ante el cúmulo de material y
decidimos optar por la vía de la decepción de este hombre (…) que refleja
totalmente la historia, es lo más alejado y ajeno a un matón a sueldo; fue un
hombre que jamás habló del tema, guardó silencio eternamente y, cuando estaba
probada su identidad, nunca la aceptó". En el mismo, la
escritora Teresa Pámies, histórica militante del PSUC y muy autocrítica
después, creyó ver en Mercader "cierta grandeza", ya que en
definitiva se trata de la historia de un joven comunista, un idealista, que se
ve atrapado en una trama que le supera, y en la que los responsables se
garantizan su fidelidad con algún chantaje, que él mismo insinuó cuando lo
atraparon.
Realizada un cuarto de
siglo después del film de Losey, Asaltar
los cielos (España, 1996), es como su reverso… Realizada por,
Javier Rioyo y José Luis López Linares, dos antiguos militantes de la LCR española profesionalmente
reciclados con la "Transición", que con este trabajo contribuirían
poderosamente a la reconsideración del documental como un género
cinematográfico de primera, la película se paseó por festivales de todo el
mundo animando los más enconados debates. Aquí no existe ningún
problema en llegar hasta los últimos datos…(9)
Un perro llamado Dolor (España, 2001) resulta una experiencia insólita
en el cine español. Fue dibujada y animada por el popular cantautor Luis
Eduardo Aute. Contiene una enrevesada y controvertida visión del asesinato de
un Trotsky dibujado con unos trazos muy próximos al de las caricaturas que
subrayan su perfil judío.. Han sido más de 4.000 dibujos a lápiz tratados con
la más innovadora tecnología digital para imagen en 2D y 3D. Se trata de siete
historias alrededor de la relación entre el artista y su modelo, con un hilo
conductor, el perro. El autor reinterpreta las relaciones de artistas como
Picasso, Goya, Sorolla, Frida Kahlo-Diego Rivera, amén de Dalí con sus modelos
y su entorno. Una reflexión sobre el arte, con humor y bastante sexo. Las
canciones son del propio director, Silvio Rodríguez, Suso Sáiz y Moraíto Chico,
y se puede considerar como un “plato fuerte” exclusivo para los amantes de los
trabajos arriesgados y partidarios de la animación alejada de los esquemas
Disney, y de cualquier otra escuela de dibujos animados.
Más conocido como
cantautor, Aute dedicó cinco años de su vida a dibujar toda las “tiras”.
Según se cuenta, una galería de arte le pidió unos cuadros con referencia a
Goya para una exposición colectiva que conmemorara el aniversario de su
nacimiento y ya no pudo parar. El resultado: más de 4.000 dibujos a lápiz,
digitalízados y animados por ordenador; siete historias de pintores y su
relación con sus modelos; un perro como hilo conductor y un titulo enigmático: Nietzsche llamaba perros a sus dolores y la pintora
mexicana Frida Kahlo, que pretendía que sus males fueran como perros, sumisos y
obedientes, llamó al suyo, un xoloitzcuintle, Dolor.
(En los últimos
años se han realizado nuevas aportaciones fílmicas sobre la temática, pero de
momento no he encontrado mi tiempo para incorporarlas a este texto que apareció
hace años en la Web
de la Fundación Andreu
Nin como Notas sobre Trotsky y el cine)
1/ Para mayor información,
ver mi trabajo Trotsky y los trotskismo, disponible en www.elsarbresdefahrenheit.net/.../obras/.
2/ Esta cita está
extraída de Notas de
la vida cotidiana (Icaria,
Barcelona, 1981), unas intensas reflexiones sobre los
primeros años de la revolución. Marc Ferro las utiliza en su
trabajo "El poder soviético y el cine" (incluido en Historia contemporánea y cine,
Ariel, Barcelona, 1995),
3/ Nombre
artístico de Emanuel Goldenberg (Bucarest, 1893-Los Angeles, 1973), fue
casi un habitual en la Casa
Azul de Diego Rivera. Reconocido como uno de los mejores actores de
la historia del cine, amén de uno los rostros más característico del “cine
negro” (o sea del mejor y más comprometido de la “edad dorada” del Hollywood
“rojo”) Entre otros ejemplos, Robinson fue el protagonista de la primera
película antinazi norteamericana, Confessions
of a nazi spy (Anatole
Litvak, USA, 1939), y también de otra en que se advierte de la pervivencia del
nazismo en la mayor cotidianidad, El
extraño (Orson Welles)… En los años treinta-cuarenta se destacó
--como James Cagney y Bogart--- por sus ideas avanzadas. Luego, Robinson fue
perseguido por el Comité de Actividades Antinortemericanas, salvándose por su
“arrepentimiento”. No obstante, durante los años cincuenta se vio obligado a
reducir su intervención en películas de serie B --excelentes muchas de ellas--,
a pesar de su “arrepentimiento”. Un “volta face” escenificado bochornosamente
mientras formaba parte del jurado del Festival de Cannes, desde el cual vetó ¡Bienvenido,
Mr. Marshall! (Luis García
Berlanga, 1952), por sus referencias “antinorteamericanas”. Con todo, cabe
añadir que siguió siendo consecuente como profesional apostando a veces por
producciones de calidad que no se habrían realizado sin su apoyo. Como
profesional fue siempre de los mejores.
Durante la segunda mitad
de los años treinta. E.G.Robinson ayudó al SWP y visitó furtivamente a Trotsky
(lo que no dejaba de ser un riesgo para su carrera, que se hubiera visto
comprometida de haber trascendido públicamente, algo nada extraño dado el cerco
existente sobre Trotsky). En sus visitas, el actor alegró y animó
algunas sesiones cinematográficas con todos los integrantes de la Casa Azul, y proyectó
algunas películas suyas como El
último gángster (Emil Ludwig,
1937), que explica el ascenso de un gángster (Robinson) enfrentado que pone en
peligro la vida de un honesto trabajador (James Stewart). Este caso puede
constar como un ejemplo de la atracción que ejercía Trotsky sobre muchos
artistas e intelectuales, como un ejemplo palpable de la “inmensa levedad del
ser” de los famosos de Hollywood.
5/ Estas líneas
pertenecen al artículo "El cine invisible" (Cinemanía nº 34, octubre 1998). Su autor,
Ángel Fernández Santos publicó en uno de los primeros
números de Ruedo Ibérico, un memorable trabajo sobre las
ideas de Trotsky sobre el arte y la cultura en la que se ofrecía
información sobre la corriente largocaballerista durante la Segunda República…
ángel se definió durante años como “un viejo trotskista”.
Por otro lado, resultan
cuanto menos curiosos algunos comentarios políticos insertos sobre
la película en trabajos de especialistas,
como el de Augusto M. Torres en Videoteca básica del cine (Alianza Ed.,
Madrid, 1993), que compara el caso de la desaparición de
Trotsky en el metraje con unas opiniones actuales "que conceden mayor
importancia a Kerenski que a Lenin" (p. 418), algo
absolutamente descabellado incluso desde el punto de vista reaccionario que
busca de enfocar Octubre como una obra escrita por Lenin (vean sino cualquier
documental reciente). O el de José Mª Caparrós, que en 100 películas sobre historia
contemporánea (Alianza Ed., Madrid, 1997), hace sostener
a Trotsky "que un régimen comunista en un solo país era una anomalía y que
la revolución proletaria únicamente se salvaría
cuando el mundo entero hubiera sido encaminado por esa
vía" (p. 205), cuando sería mucho más preciso decir que la
revolución rusa fue concebida como un "prologo" a
la extensión de la revolución al menos en algunos de los países
industrializados. El lector interesado en mayores detalles sobre la película,
los tendrá en el trabajo de Esteve Riambau, "Octubre, un
doble reflejo de la historia", incluido en La historia y el cine (Ed. Fontamara, 1983).
6/ A Beatty le pareció
como suficiente "revolucionario" el propio hecho de poder llevar la
vida de John Reed al terreno del "colosal", de manera que se preocupó
más de enfocarlo de cara al gran público desde el ángulo de una historia de
amor "más grande que la vida" en detrimento de sus contenidos y del
rigor de una reconstrucción en la que la atmósfera de las masas en movimiento
desaparece, lo mismo que lo hacen los protagonistas del libro de Reed. Aunque
utilizó a Robert A Rosenstone, el principal biógrafo de Reed como asesor
histórico, y que este se brindó para interpretar a Trotsky, Beatty fue a
lo suyo, se puede encontrar el informe ("Rojos como trabajo
histórico") de Rosenstone en su obra, El
pasado en imágenes (Ariel Historia, BARCELONA, 1997). Para mayores detalles
consultar mi estudio sobre Reds incluido en la edición crítica de los escritos
de Reed titulada Rojos y rojas (El Viejo Topo, Barcelona, 2003), en
particular el apartado Reds. Puntos de
mira.
7/ Me he ocupado con mayor amplitud de la relación de Orwell
con detalles en La cuestión Orwell (Ed.
Sepha, Málaga, 2008), concretamente en anexo Orwell y el cine.
8/ Dada la involución ulterior del autor de El último viaje, quizás valga
la pena recordar que en su controvertida evocación de Mercader a lo Dr Jekyll y
Mr. Hyde, Semprún hacía la siguiente evocación de la revolución de Octubre que
nos puede ayudar a situarnos ante este acontecimiento que todavía conmueve en
no poca medida el mundo: “¡Que destino el de aquel pueblo!. En 1920,
en el desorden y la esperanza y el hambre, bajo la consigna de revolución
mundial, había desfilado por aquella misma Plaza Roja ante un grupo de hombres
que llevaban indumentarias heterogéneas, de pie en la misma calle, o de pie en
un camión a veces. Allí estaba Vladimir Illich Lenin, León Daudevich Bronstein
Trotsky y Nicolai Bujarin, y Zinóviev, y Kaménev, y Piatakov, y los comandantes
de la caballería roja, y los jefes de los guerrilleros, y los organizadores que
separaban la sombra de la luz, de Arcanguelsk a Batum, desde el Extremo Oriente
disputado a Kolchack, a los japoneses y a los intervencionistas, hasta la Ucrania arrancada a los
guardias blancos. Tal vez también estaría allí Djugaschvili (nota=Stalin), un
georgiano obstinado y oscuro, a quien la muchedumbre no reconocería, porque no
era un hombre de aire libre, de asambleas abiertas y tumultuosas, sino los
lugares cerrados de aparatos, de lámparas encendidas hasta muy avanzada la
noche sobre circulares administrativas. ¿A quién se le hubiera ocurrido mirar a
Djugaschvili en aquella época?. Pero no, eran los años en que todos los
lenguajes estaban sometidos a la prueba de fuego de la realidad, en que Le
Cobursier iba a construir la Casa
de los sindicatos, en que se inventaban en Moscú y en Petrogrado el arte
abstracto, el surrealismo, el cine moderno, los carteles políticos, en que
dentro del torbellino de aquella grande y hermosa locura rusa que transformaba
el mundo, se elaboraba la posible hegemonía de una vanguardia, no codificada
por nauseabundos decretos emanados de las alturas, sino fundada en una
coherencia real, aunque a veces vacilara entre las ideas y las palabras, los
principios y la práctica. Rusia y el mundo, el arte y la política. ¿ Que podía
representar Djugaschvili en esa tormenta, en esa invención perpetua y ese
perpetuo replanteamiento de todo?. No, verdaderamente era una cagada de mosca
en las páginas de la historia los raros hechos y actitudes de aquel
Djugaschvili en esa breve época de arcos iris entre las dos inmensas bocas de
sombra de la vida rusa…”
8/ Me he referido más
ampliamente a este película en mi artículo Asaltar
los cielos (o evitar el infierno), aparecido en Rebelión (31-03-2015).
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