Hace 20 años que falleció
Simone Kam/nker, conocida como Simone Signoret
(Wiesbaden, Alemania,
1921-Auteuil-Authouillet, 1985), actriz de primer orden y mujer comprometida
con la izquierda y el pueblo a lo largo de una vida que contó en una
inolvidable autobiografía, La nostalgia ya no es la que era (La
nostalgie n'est plus ce qu'elle était Ed. Seuil, Paris, 1971; hay una
traducción castellana en Argos-Vergara, 1983), que fue un éxito y del que
reproducimos varios fragmentos que hemos estimado de interés. Actualmente parece
bastante olvidada, tanto es así que en las necrológicas que se ofrecieron con
ocasión de su muerte (después de largo y doloroso cáncer), no se mencionan varios de sus títulos
clásicos más importantes (1).
Simone cuenta. "Nací (...) una
tarde de marzo de 1941 en un asiento del Café de Flore"... El
primer encuentro decisivo, en efecto, de una vida que ni el medio familiar
burgués, ni la educación clásica recibida en Neully parecían destinar al
escenario, fue a la edad de veinte años con cálidos amigos procedentes del
famoso grupo Octubre en el que trabajaban tanto trotskistas como surrealistas y
anarquistas. Gracias a estos, obtuvo
durante la Ocupación
-y a pesar de su ascendencia semi judía que la obligó a cambiar de nombre, algunos
papeles de figurante en una decena de películas, entre ellas Les visiteurs
du soir (Marcel Carné, 1942) y Adieu...Léonard! (Jacques Prévert,
1943).
El segundo encuentro fue con un activista del grupo Octubre, Yves
Allégret (hermano del también realizador Marc), cuando éste aún era un joven
realizador novel con el que compartió su vida durante seis años y que le dio
sus primeros papeles importantes, en Les démons de l'aube (1946) con la
que comenzó a ser conocida, más tarde los de Dedée de Ambares (1948), la
obra más reconocida de su autor que cuenta la historia de una muchacha de marineros,
apática y fatalista) y Manéges (1950, la esposa calculadora y amoral de
Bernard Blier); se casó con Ives al que
atribuye el papel de secretario de Trotsky cuando éste paraba en Barbizón, una
fantasía o un “pegote” desmentido por Jean Van Heijenoort en sus memorias, de
lo que no hay duda es que fue militante entonces. Ambos tuvieron una hija,
Catherine Allégret, actriz efímera que se mantuvo al lado de su madre hasta el
final.
A los treinta años, la
Signoret parecía condenada a interpretar papeles de
prostitutas y muchachas ligeras y esta imagen fue la que explotó Max Ophuls en La
ronda (una extraordinaria adaptación de la célebre obra de Arthur Schnitzler), o que alejó con ternura
Jacques Becker en una de las mejores obras del cine francés: París, bajos
fondos (1952), en la que Simone Signoret, estremecida de amor en medios
propios del anarquismo francés de finales del siglo XIX, de vida y de nobleza,
junto a Serge Reggiani, realizó la creación más bella de su carrera.
(Mientras tanto tuvo su tercer encuentro decisivo, el del
cantante y actor Yves Montand, con el que se casó en 1951 y que sería su
compañero en el activismo político hasta el final, aunque en los ochenta,
Montand, después de una trayectoria que
le llevó a ser el actor “fetiche” del cine político de autores como
Costa-Gravas,se “convirtió” en un miserable neoliberal junto con su amigo Jorge
Semprún, un episodio que merece un artículo aparte).
Después del papel principal de la película de Marcel Carné: Teresa
Raquin (1953), una adaptación de la novela de Emile Zola que no se estrenó
en España hasta principios de los años sesenta; después ofreció una caracterización muy "negra" en
una de sus películas más celebradas Las diabólicas de Clouzot (1955), un
verdadero clásico “noir” del que Holywood realizaría un patético “remake”. Más
tarde rodó en México La muerte en este jardín (FR-MEX, 1956), una de las
obras menos valoradas de Buñuel pero que habría que revisar.
Por este misma época, Simone debutó en el teatro junto a Montand
en la obra antimacartista de Arthur Miller Las brujas de Salem (1954-55)
que obtuvo un gran triunfo y que adaptaron para la pantalla en 1957, en los
mismos estudios de Berlín Este donde el año anterior interpretó la prostituta
francesa en una versión filmada por Wolfang Staudte de la obra de Brecht Mutter
Courage und ihre kinder, desgraciadamente sin acabar. De sus estudios
secundarios Simone conservó excelentes conocimientos del inglés (interpretó Macbeth
en Londres en 1966, frente a Alee Guiness, experiencia de la que se
arrepentirá como se puede ver más abajo), de lo sería muestra la traducción al
francés la obra de Lillian Hellman, The Little Foxes, La loba según la versión de William Wyler interpretada por Bette
Davis, y que Sinome llevó a teatro.
En 1958, interpretó el papel de Alice Aisgill, la mujer de mundo
mal casada de Un lugar en la cumbre (Room
at the Top, de Jack Clayton), uno de los títulos más emblemáticos
del “free cinema” que le permitió obtener el Osear a pesar de que no podía
viajar a los EEUU donde era tachada de “comunista”. Estuvo notable como mujer
que envejecía en Los malos golpes (François Leterrier, 1960)…
Fueron más que notables sus dos incursiones sobre tema de la Resistencia, en El día y la hora (Le jour et l'heure 1963), una de las mejores del irregular René climent y en la que encarna como burguesa que despierta a la conciencia política; El ejército de las sombras (L'armée des ombres, 1969), obra intensa y sombría de Jean-Pierre Melville, ambas figuran entre las mejores y más ajustadas sobre la lucha antinazi en Francia. Por cierto, según cuenta Simona fue Melville quien le regaló Memorias de un revolucionario, de Victor Serge, que pasó a ser “su libro de cabecera”.
Entre 1965 a 1968 interpretó varios papeles importantes en los
Estados Unidos, tales como El barco de los locos (Stanley. Kramer, 1965), en la
que establecía un cierto duelo con una Vivien Leigh que falleció poco después; Games (Curtis
Harrington, 1966), en compañía de James Caan, Katharine Ross; Llamada para un muerto (The Seagull, 1968) imponente adaptación de una obra de John
le Carré por Sydney Lumet...
De regreso a Francia se dedicó cada vez más a películas de
"amistad y de convicción" que eligió con gran rigor. De La
confesión (Costa-Gavras, 1970) sobre las purgas estalinianas que marcó su
distanciamiento con el PCF con el que mantenido una relación de amistosa
“compañera de ruta” no exenta de contradicciones (denunció la represión de la
revolución húngara de 1956). No es por casualidad que Sinome reconocía sus
influencias anarcotrotskistas de juventud, y cuenta en sus memorias que cuando
un periodista yanqui le preguntó si conocía a algún norteamericano, respondió, Sí, a Rosenberg, y a una pregunta
similar en la URSS,
la respuesta fue “Sí, a León Trorsky”.
De esta época datan también Judith Therpauve (P. Chéreau,
1978), un alegato por la libertad de prensa, pasando por la exploración de un
imaginario popular alienado, que es Dura jornada para la reina (1973), una
joya feminista de René Ayillo, un autor injustamente tratado, todo un
itinerario que da muestras de su nivel de exigencia. Hay que citar también L'américaín
(Marcel Bozzuffi, 1969), una bella película poco conocida sobre la amistad
y fidelidad a los ideales; El gato (P. Granier-Deferre, 1971), que la
enfrentó por primera vez a Jean Gabin en una ajustada adaptación de la obra
homónima de Georges Simenon que sobresale por las interpretaciones; La vie
devant soi (Moshe Mizrahi, 1977), en la que su Madame Rosa -¡de nuevo una
prostituta!- llena de humanidad y ternura le reportó un César.
Aparte
de (a nostalgia ya no es lo que era, Simone escribió una
segunda parte, Le lendemain, elle était souriante (1979), mucho menos
reconocida y una novela (Adiós, Volodia
(1985), que obtuvo el resonante aplauso de la crítica.
Desde los tiempos de la Resistencia, la Signoret fue una
simpatizante activa del PCF, al que identifica por un gran número de hombres y
mujeres anónimos que creían en una causa y con los vendía L´Humanité en los mercados cuando se lo pedían. actriz no militó
nunca en un partido político, pero, al lado de Montand, defendió hasta los años
sesenta a la Unión
Soviética, justo hasta cayó Kruschev al que apreciaban por su
denuncia de los crímenes de Stalin y por sus talante más abierto. A raíz de la ocupación
de Checoslovaquia, Simone Signoret se convirtió en una crítica combativa,
encabezando escritos y manifestaciones en favor de la liberación de disidentes
soviéticos…Tomó parte en las jornadas del 68, en manifestaciones contra la
guerra del Vietnam y se mostró siempre dispuesta a participar en
manifestaciones antifranquistas, la última con ocasión de los fusilamientos de
1975. El escritor Marek Halter declaró sobre ella: "estuvo a mi lado
cuando lancé la campaña a favor de las locas de la plaza de Mayo, y todos los jueves, bajo la lluvia, con
frío o con sol, se manifestaba delante de la Embajada argentina.
Nota
1/ En este olvido tiene no poco que ver el hecho de que en los
medios de distribución dominantes (sea en la pantalla pequeña sea en formato
DVD), la hegemonía norteamericana es asfixiante, muy superior a la que pudo ser
en otras épocas; también tiene que ver el
deterioro de la cultura cinematográfica, justamente cuando ahora existen
más medios de conocimiento que nunca…
Fragmentos de La nostalgia ya no es lo que era
1. Los comunistas. El
Manifiesto de Estocolmo “era un texto pacifista, hecho por el Consejo
Mundial de la Paz,
que exigía la prohibición de armas nucleares. Había comunistas, pero también no
comunistas. Pastores, curas, burgueses, obreros e intelectuales. Era un gran No
a la bomba atómica. Cuando la gente se negaba a firmarlo se les preguntaba:
"¿Entonces usted está a favor de la bomba atómica?". No se atrevían a
contestar "Sí"; contestaban que ellos no hacían política..., mentían,
ya que estaban haciendo política al no querer ponerse en contra de los
americanos, los únicos que en aquella época tenían la bomba y la habían
utilizado. Era difícil que dijeran "¡Ah! ¡a mí me gusta!" mirando las
fotos de Hiroshima, y también era difícil dejar de firmar el Manifiesto. Le Fígaro hizo una encuesta a las gentes que habían firmado el Manifiesto (…) Hubo
contestaciones sorprendentes. Las del llorado Maurice Chevalier, que decía más
o menos: "No lo había leído, lo firmé sin querer. Si lo hubiese leído no
lo hubiese firmado..." Fernandel lo firmó y dijo que lo había hecho para
que "el cámara estuviera contento". Fue François Périer quien dio la
contestación más bonita, más inteligente y más digna. "Me dice usted que
el Manifiesto tiene claras
influencias comunistas. Yo no me planteé la pregunta. Lo leí y me pareció un texto
muy inteligente e interesante. Yo soy cristiano, y hubiese preferido que
viniera del Vaticano, desgraciadamente no fue el Vaticano el que me pidió la
firma."
¿Le Fígaro los entrevistó?
S.S. —No.
¿Eran ustedes comunistas?
S.S. —No. Estábamos de acuerdo con el Partido en muchas cosas. Prácticamente
en todo. Pero nunca pertenecimos, ni Montand ni yo, al Partido Comunista.
¿Por qué creyó todo el mundo que ustedes eran del Partido?
S.S. —Era una época en que enviar un mentís a un periódico que te "trataba"
de comunista —pongo comillas a propósito— era como si quisieras disculparte
frente a una acusación. No considerábamos que el ser comunistas fuera un
delito.
Los comunistas que conocí durante la guerra, por aquel entonces yo
no sabía que lo eran, eran gente a la que yo respetaba mucho. En 1950, mientras
América hacía la guerra en Corea, nosotros la hacíamos en el Vietnam, quiero
decir en Indochina, en Tonkín. El marino comunista Henri Martin estaba en la
cárcel por haberse negado a apuntar con los cañones de su barco en una
dirección que no era la misma por la cual se había enrolado como voluntario en
1944... Ya no era el Japón. La militante comunista Raymonde Dien, de diecinueve
años, se tumbó sobre los raíles de la vía del tren para impedir que saliera un
convoy cargado de armas, en la estación de Saint-Nazaire. En esta misma época
en las manifestaciones del Barrio Latino, eran los comunistas, la CGT y los estudiantes de la UNEF los que se llevaban los golpes.
Viejas palabras como rebeldes, mercenarios, imperio colonial, leyes
facinerosas, el pan de los trabajadores, el oro de Moscú, volvían a estar de
moda, según el tipo de prensa que se leyera.
Desde mi contacto con el Flore había vivido dentro de un ambiente llamado
de "izquierdas" y me encontraba muy a gusto en él. Pero no había
tenido contacto con lo que se llama la clase obrera. Solamente la conocía por
lo que leía y por lo que me contaban de ella. Yo era lo que la gente llama
"una intelectual de izquierdas" con todo lo que comporta de ridículo
y, a la vez, también, de generoso. Curiosamente, mi encuentro con Montand fue
mi primera incursión en el mundo obrero, en lo que guarda el mundo del trabajo,
en el proletariado, para no decir el subproletariado, de gente de buena fe
fueron engañados, utilizados, mistificados, hasta el punto de desconfiar de sus
reacciones más naturales, juzgándolas subversivas y antirrevolucionarias. Hay
muchos libros que cuentan eso, existen otros que cuentan las amarguras y las
penas. Son libros de antiguos militantes que lo perdieron todo cuando perdieron
la fe. Nosotros caímos de muy alto en 1956, con el informe "atribuido a Kruschev".
Bueno, Stalin para mí no era "el padrecito bueno". Me
habían quedado malas costumbres de mis frecuentaciones
anarco-floreo-trotskistas. Lo que acababa de revelar Kruschev fue como una
cuchillada en pleno corazón a todos aquellos que no habían dudado nunca, que
nunca habían querido admitir que dudaban y que se habían tragado los
"blusas blancas", " el traidor de Tito y su camarilla",
"Claude Bourdet agente del Intelligence Service", "Nizan,
confidente de la policía" "Sartre a sueldo del Imperialismo"
"Marty y Tillen policías". Por otro lado, era como un bálsamo al
corazón para algunos militantes a los que excluyeron por no querer tragarse
ciertas culebras que más bien parecían serpientes pitón...
Nosotros nos habíamos tragado algunas y escupido otras. Al fin y
al cabo nosotros éramos libres, incluso de nuestros errores. Creíamos en cosas
en las que pienso que debíamos creer. Intentar salvar a los Rosenberg era
indispensable, y era indispensable
despreciar a la gente que no quiso firmar. En la misma época, también creímos
en cosas que más bien no debiéramos haber creído. Contrafirmar el texto en el
que Paul Eluard se había creído obligado a escribir: "Tengo demasiado
trabajo con los inocentes que claman por su inocencia, para ocuparme de
culpables que gritan su culpabilidad" en el momento del proceso Slansky en
Praga, no era indispensable, nada indispensable sino más bien monstruoso y
criminal.
Creer a Jaeger, que te explicaba que era necesario firmar, no era indispensable,
incluso si era alguien a quien respetábamos. No era suficiente. Afirmar que no
hay campos de concentración en la Unión Soviética apoyándose en Lettres
frangaises que está en un proceso con (Viktor) Kravchenko porque éste
escribió un libro denunciando estos campos de concentración, es inocencia e
ignorancia. Por el contrario, saber que en América la Comisión de Actividades
Antiamericanas persigue a la gente porque un día, en 1936, dieron cincuenta
centavos para la España
republicana, y que diez guionistas de Hollywood fueron encarcelados por negarse
a cooperar con la Comisión
y no denunciar a sus amigos, diciendo si alguna vez habían sido comunistas;
saber que Dashiell Hammett, autor de la Llave de cristal, de Thin Man y
del Halcón maltes, está en la cárcel por las mismas razones; saber que
Lillian Hellman, autora de The Little Fexes, no puede seguir
trabajando porque se negó a contestar a las preguntas que le hacía el senador
McCarthy —diciendo que en la escuela lo
primero que le habían enseñado como ciudadano americano, era no denunciar a sus
compañeros—, saber todo aquello era estar al comente de la actualidad, no los
chismes y el dicen que... Lo que publicaba la prensa americana y que era
difundido por la televisión, fijada permanentemente en los "acusados"
de Washington. Saber que Elia Kazan compró una página entera del New York
Times para denunciar a setenta de sus viejos amigos, también era estar al
corriente de la actualidad y era tener ganas de vomitar por haber apreciado sus
películas. Bien. Era la guerra fría. No era indispensable, tampoco, el tener un
carné del Partido Comunista para saber todas esas cosas. Había cosas que sabíamos
y cosas que no sabíamos. Las que no sabíamos eran las más horribles. Los
culpables eran aquellos que las sabían y las ocultaban. Como hace tiempo que no
hago referencias literarias, me voy a dar el gusto de hacer una ahora mismo:
"Aquel que no sabe es un ignorante, aquel que sabe y calla es un
malhechor". (Galileo, Bertolt Brecht) Brecht también pasó por el
Comité de Actividades Antiamericanas durante su exilio en América...
S.S. —Sí. Existe un disco de su interrogatorio. Le hacen unas
preguntas increíbles: "¿Conoce usted a un tal Kurt Weill?.. ¿Habló usted
de política alguna vez con él?" Y también: "¿Por qué abandonó usted
Alemania en 1933?" Sus contestaciones no ayudaron mucho a los
investigadores. Volvió poco después al Berlín Este, donde le esperaban nuevas
aventuras. Bien, le he explicado por qué no éramos comunistas y el por qué no éramos
anticomunistas.
2. Una época. Cuando hace usted el recuento de esa época,
¿qué dice?
S.S. —Que en ocasiones ha sido-difícil, pero estupendamente
enriquecedora. Difícil, en particular, debido a las molestias producidas por un
cierto tipo de prensa. Me veían periódicamente "vendiendo l'Huma-Dimanche
con abrigo devisen" o peor todavía, "mandar hacerlo a la criada y
vigilar de lejos si lo hacía bien"... Me hacía hacer "monos azules en
Hermés"... Esto era menos tonto, ya que los jeans que llevan ahora las niñas
de la buena sociedad no son nada más que monos de trabajo americanos. *En
realidad fueron una docena de excompañeros de los grupúsculos comunistoides de "roulotte",
ya que puede vivir un montón de gente sin molestarse unos a otros, incluso se
puede trabajar bien. En las horas de comer todo el mundo se reúne alrededor de
la mesa excepto el que no tiene hambre, cosa que no suele ocurrir. Se convirtió
en una casa comunitaria en la que nos divertíamos mucho y en la que también
trabajábamos seriamente. La casa se presta a dar grandes fiestas de
"embajadores" o de "asesinos", a ensayos de un recital, a
la creación de un guión o de una novela. Es una buena casa donde la gente que
va siempre vuelve. El día que la vimos por primera vez la encontramos muy
grande pero entonces no sabíamos que nos faltaría sitio con tantos invitados.
Siempre hubo niños en Autheuil, ahora están los niños de los niños.
Para Catherine (Allegret), era la casa de campo como la que habían
tenido mis compañeros en Neuilly y como la que no habían tenido los compañeros de
juego de Montand en la
Cabucelle. Para Benjamín, Autheuil es Marcelle y Georges. En
1954, Georges y Marcelle eran muy jóvenes. Marcelle era la cocinera de la
"roulotte" y Georges trabajaba en los Halles, y tenía añoranza del
campo. Por una vez hicimos las cosas bien, no buscamos a nadie para que cuidara
de la casa, cuando la compramos. A nosotros nos gusta la gente a la que le
gusta el campo y llevamos a Marcelle y a Georges en la segunda visita que
hacíamos antes de comprarla, a ellos les gustó y la compramos. Por este motivo
Autheuil para Benjamín y otros, es Marcelle y Georges. Creo que José Arthur en Micro
de nuit, ha contado mejor que yo lo que es Autheuil. En Autheuil, donde
casi toda la troupe vino a pasar un fin de semana, Raymond Rouleau hizo
por vez primera Las brujas de Salem, mucho antes de los primeros ensayos
de verdad. The Crucible —es su título en inglés— se dio en Nueva York
sin ningún éxito. Su autor, prácticamente desconocido en Francia, era un
"brujo de Washington", perseguido por McCarthy. Sólo sabíamos de él
lo que nuestros amigos Jules Dassin y John Berry nos contaban, también por
otros brujos refugiados en París.
3. Los Rosenberg. Siempre nos hablaban de que iban a traernos el
texto a París, pero luego no lo hacían. Sabíamos que The Crucible era la
historia de los Rosenberg disimulada evidentemente por otra historia, la de los
John y Elizabeth Proctor, víctimas de la represión de otra iglesia en 1692, en
Salem, Massachusetts.
De vez en cuando le recordábamos a John que se había vuelto a
olvidar de escribir a Arthur Miller y nos decía "lo haré mañana",
pero Miller desde Brooklyn, donde vivía entonces, sin poderse mover de allí porque
le habían retirado su pasaporte, dio su obra a su agente literario y fue así
como un día Elvire Popesco nos llamó por teléfono a propósito de "una obra, querrrido señor, querrida señorra,
de un inglés que no conozco su nombre, habla del diablo y muñecas y que todavía
no he leído. perrro una rrápida trraducción estarrá lista la prrróxima semana,
estarrré encantada de que la lean y yo les harrrré el montaje".
Con todo afecto y admiración imito a la Popesco. Había que
tener mucha imaginación para hacer una comparación con lo que ella nos contaba
y con lo que sabíamos nosotros sobre la obra. Pero era lo mismo. Lo pudimos
comprobar cuando llegó el texto y lo leímos palabra por palabra; el texto llegó
a través de A. M. Julien. Había "tomado" del camerino de la Popesco el texto, para
hablar más claro, había intentado quedarse con los derechos de la obra. Fue un
pequeño incidente. Elvire y Julien se dieron todas las explicaciones, se
abrazaron y se aliaron finalmente para coproducir el espectáculo. Desde
Brooklyn, Miller había puesto una condición: que la adaptación la hiciera
Sartre o Marcel Aymé —nadie más. Había que pedírselo a Jean-Paul Sartre y, en
caso de negarse, pedírselo a Marcel Aymée y Sartre dijo no, o mejor dicho Jean
Cau, entonces su secretario, la rehusó antes de que Sartre la hubiese leído.
Marcel Aymé también la rechazó, odiaba América y no quería leer la obra. Fue a
través de una excelente actriz, que también había oído hablar de The
Crucible y, sobre todo, del papel de Abigail, que Aymé terminó por leer la
obra. Aceptó y The Crucible se convirtió en Les sorciéres de Salem, el
papel de Abigail, lo interpretó Nicole Courcel (no era la misma actriz de quien
hablé antes). La Popesco
y Julien contrataron a Raymond Rouleau; los ensayos estaban previstos para el
mes de octubre y estábamos en julio.
Yo me preparaba para esta gran prueba. No había puesto jamás los pies
en un escenario desde que me expulsaron
del teatro de los Mathurins dentro de las sandalias de Gabin-Poncio Pilatos.
Tenía mucho miedo. Le hice prometer a Rouleau que si "la cosa no iba
bien" que me lo dijera y que no se preocupara, ya que yo ya era "una
vedette del cine" y él podía sustituirme por quien quisiera. Estaba
pensando en todas esas cosas, en mi jardín de Autheuil, cuando Marcelle me
anunció " Monsieur Clouzot al teléfono".
4. Clouzot, Buñuel…Mis relaciones con (Henri-Georges) Clouzot
después de El salario del miedo habían seguido variados caminos.
Llamándome para hacer la película Les Diaboliques, Clouzot se movía por
razones que no eran aquellas que le habían llevado a contratar a Montand para
hacer El salario. Yo nunca le había impresionado con mi talento, si lo
tenía. Consideró Casque d'or como un "non film", me demostró
cómo hubiese sido la película si él la hubiese dirigido en lugar de Jacques...
y si Martine Carol hubiese hecho la interpretación. A Martine Carol yo le tenía
mucho afecto, era una muchacha simpática. Le aconsejé a Clouzot que volviera a
hacer otra versión de Casque. Así era el tono de nuestras
conversaciones. Nos peleá-refugiado político... Y viva el limpiabotas de once
años que se niega a tomar una limonada que le ofreces con el pretexto que él es
un hombre y que una mujer no paga a los hombres. Viva México que no tiene
embajador de Franco. Y vivan los sombreros grandes, las trompetas y las
guitarras de los mariachis que tus amigos te llevan el día en que te marchas, y
que tocan La golondrina y te hacen llorar. ¡Viva México! En medio del
ruido de los petardos, zapateado de los bailarines de bambas, aires de guitarra
a dos pasos de la prisión, donde el asesino de Trotsky parece que llevaba una
buena vida, nos llegó un rumor, no "atribuido a Kruschov" sino
firmado por Kruschov. Fue ampliamente comentado por los viejos republicanos
españoles, compañeros de Buñuel, que se reunían a menudo para contarse la
batalla de Teruel: eran viejos militantes del POUM y de la FAI o del Partido Comunista.
Se contaban su guerra perdida desde hacía dieciocho años y después de dieciocho
años se peleaban afectuosamente alrededor de algunos vasos de tequila. Aquel
día encontraron explicaciones a muchas cosas de su pasado e incluso
justificaciones. Stalin no era lo que muchos habían creído, Stalin era lo que
otros habían dicho que era. "¡Que viva Kruschov!"
Al otro lado del mundo, en los Abruzzos y la nieve, Montand oía
los comentarios italianos. Allá tampoco el informe era "atribuido a"
sino bien firmado por Kruschov. El equipo en su mayoría era del Partido Comunista
y como Gramsci había escrito: "Sólo la verdad es revolucionaria", los
compagni encontraban que el compagno Kruschov tenía la valentía
de los verdaderos revolucionarios. Yo no estaba allí pero Montand me lo contó. Yo
volví de México y él volvió de los Abruzzos. Estábamos en forma para combatir
con Las brujas. Estábamos de buen humor, íbamos a abordar los países del
Este con otra óptica, los misterios y las ambigüedades no existían ya. La
amargura de haber sido engañados durante tantos años estaba compensada por la
satisfacción de haber tenido razón alguna vez, al no tragarnos algunas culebras
que ya mencioné anteriormente.
5. Arthur Miller. Fue grande la sorpresa descubriendo, al llegar a
París, que la reacción de los comunistas franceses no era la misma que en otros
países: en París, el informe era "atribuido a..." y su contenido
discutido. Para el rodaje de Las brujas un ejército de franceses invadió
la Gastebaus. Fráulein
Erika continuaba allí. El muro de madera había desaparecido de la calle
elegante. Los Rouleau habían llevado con ellos a sus niños; nosotros nos
llevamos a Catherine. Toda la casa era para nosotros. Nosotros quiere decir:
Claude Renoir, el operador, y su equipo, Myléne Demongeot que volvía al mundo
del cine con el papel de Courcel; Alex, para nuestros cabellos y barbas; pero
no maquillador: Raymond, Lila y Renoir nos querían absolutamente verosímiles
como puritanos del siglo XVII, que no conocían los polvos de arroz ni las
pestañas postizas. En el Sarah Bernhardt tampoco nadie iba maquillado. Las
luces se encargaban de embellecernos cuando era preciso. Hubo algunas mañanas heladas
al borde del Báltico, en que una pincelada de Monique, la mujer de Alex,
"maquilladora— acompañante de su marido —en exteriores— con prohibición de
ejercer" hubiese dado a esa pobre señora Proctor, que tenía tantos problemas,
un poco de esa alegría que nos asoma a todas cuando las cámaras se acercan.
Pero nunca hubo ningún pincel ni rayas de lápiz encima o debajo de los ojos, ni
un gramo de rimel. Estábamos como estábamos a las siete de la mañana. Como
estaban y están los campesinos que ya no tienen veinte años cuando marchan a su
trabajo.
El guión de Sartre era un guión sartriano, completamente fiel a la
obra de Miller. Había sido el fruto de una larga correspondencia entre Miller y
Sartre durante el tiempo de la preparación. Miller todavía no tenía pasaporte (no
tardaría en recuperarlo, pero esto es otra historia... una historia de amor).
Sartre no iba a América, se comunicaban por escrito. El guión de Sartre
profundizaba la verdadera situación histórica y social en que se encontraban
esos pioneros de Nueva Inglaterra. Todos juntos habían llegado pobres y ya, en
algunos años, las barreras sociales se habían levantado poco a poco en esta
comunidad entre los antiguos pobres y aquellos que lo seguían siendo. Había
aquellos que escogieron la tierra buena y los que habían caído sobre la mala.
Había los que trabajaban más que otros.
Había los honestos y los que lo eran menos. En resumen,
rápidamente hubo los notables y los otros. Todo esto estaba entredicho en la
obra de Miller. Había fascinado a la gente porque la acción contaba en cuatro
actos un drama abominable en que las premisas habían sido indicadas por las palabras.
Ahora había que mostrar. Salíamos de los tres muros de decorado, íbamos
a ver esos campos más o menos extensos según pertenecieran a los pobres o a los
ricos, íbamos a penetrar en la iglesia que tantas veces sale en la obra, y
percibir que también allí ya los ricos tenían sus bancos, los pobres los suyos,
y los negros sus sitios designados allá en el fondo, en la galería, de pie
junto a los perros...
Los extras de color eran estudiantes africanos inscritos en la Universidad de
Leipzig. Estaban muy contentos con la idea de hacer cine hasta que Raymond, muy
cortésmente, les pidió que ocuparan su sitio entre algunos perros grandes.
Protestaron y se marcharon de aquella decoración de iglesia para encontrarse en
la calle mayor de la pequeña ciudad de Salem que Lila había reconstituido en
los estudios pero no podía imaginar vivir los que le quedaban fuera de su patria.
6. Ylia Ehrenburg. Ehrenburg
le explicamos la cena. No le enseñábamos nada nuevo en el fondo. Él conocía
nuestra posición y la del Presidium. Por el contrario, la forma era otra cosa.
Cuando le describimos la cortesía y el lado de franqueza de las
discusiones, nos interrumpió con una gran carcajada y nos contó la siguiente historia.
Algunos días antes de la cena sorpresa, una señora, militante en el Movimiento
de la Paz, había
llegado especialmente de Bélgica, pagándose ella el viaje, para intentar una
entrevista con Kruschov y decirle exactamente lo mismo que le dijimos nosotros.
Al final consiguió una audiencia. No le dejó abrir la boca, le cerró
groseramente la puerta en las narices y prácticamente la expulsó del
territorio. Pero esto lo sabían muy pocos en Moscú...
Ehrenburg era muy divertido. Había vivido mucho tiempo en París, hablaba
un francés perfecto y ese argot parisiense y anticuado que emplean los
extranjeros que han vivido en París antes de la guerra y que llaman a una bici
un velocípedo. Tenía expresiones muy suyas para decir ciertas cosas, por
ejemplo: "Me han hecho un corte de pelo en mi último libro..." lo
decía para explicar el lío en que estaba metido otra vez, pero "momentáneamente"
añadía "siempre vuelvo a caer sobre mis patas e incluso a veces sobre mis
manos... Nosotros los escritores soviéticos, si todavía estamos vivos, es que
somos los acróbatas más grandes del mundo... Todos nosotros... excepto
Pasternak". Era la primera vez en nuestra vida que oíamos aquel nombre.
Entonces Ehrenburg nos contó quién era Pasternak, el poeta soviético más
grande, el más grande traductor de Shakespeare, el único que rehusó ceder
delante de Stalin, y el único que Stalin no se había atrevido a tocar. No había
nada suyo publicado, pero estaba vivo. Vivía retirado pero no olvidado.
"Es el único entre nosotros que merece respeto". Luego nos contó cómo
Stalin lo había despertado, a él, Ehrenburg, una noche por teléfono, para darle
la instrucción de volver a emplear la palabra "nazi" en un folletón
político en el que anteriormente le habían dado instrucciones de llamar
alemanes a los nazis, y por ahí se enteró antes que nadie que el pacto se había
hecho.
También contó cómo Stalin los había convocado a todos un día en el
Kremlin para una comunicación urgente: "Hay solamente dos maneras de
escribir." Hay que escribir como Shakespeare o como Chejov. Yo no soy
escritor pero si lo fuera lo haría como Shakespeare. A vosotros os doy el
consejo de que escribáis como Chejov. Ya os podéis marchar."
Ehrenburg era divertido, desilusionado y lúcido. Su mujer era
lúcida, desilusionada y divertida, y las
dos viejecitas judías no decían nada y contemplaban a su hermano pequeño, en
aquella bonita datcha en la que seguramente,
sin su talento, no hubiesen podido jamás vivir. En los muros de su casa habían
bellos cuadros, Picasso y Miró. También cuadros de jóvenes pintores soviéticos
que nunca habían estado coleados en ninguna exposición. Eché una mirada a la
biblioteca y saqué del estante un pequeño libro, se llamaba París. Eran
fotografías hechas en París y publicadas en la Unión Soviética
hacia 1933, en la época en que Ehrenburg estaba de corresponsal de Izvestia,
Se veían niños miserables llevando un cesto del que sobresalían
una botella de vino y un pan, vagabundos echados en las bocas de aire caliente del
metro, prostitutas en el bario de Les Halles, un personaje triste en una
esquina de Aubervilliers y mendigos, muchos mendigos. Le pregunté si realmente
para él, en aquella época, París era solamente esto. "Todos teníamos
pequeños olvidos, querida, nosotros, los acróbatas..." Como era divertido,
todos nos reímos. La Casa
de los Escritores, en Moscú, es un encantador hotelito particular. Es la
antigua residencia de un gran duque. Si, como aseguran, sus salones fueron testigos
de abominables orgías hasta octubre de 1917, una noche de diciembre de 1956 lo
fueron de un abominable escándalo. Desde hacía ya una semana, habíamos aceptado
una invitación a acercarnos, después del espectáculo, a. una recepción
ofrecida por la casa en cuestión. La fatalidad o el diablo quiso que esta
reunión fuera al día siguiente del almuerzo en casa de Ehrenburg... Al que nos
trajo la invitación, Montand le había especificado que no cantaría. Cantaba por
la mañana, por la tarde y a las dos de la madrugada. Estaba contento de hacer
horas extraordinarias para los que no podían ir al teatro, pero no quería
hacerlo para aquellos que prácticamente iban cada noche. Hay que decir que el
que nos llevó la invitación formaba parte del famoso grupo que siempre
encontramos en nuestro camino. Estaba furioso: ¿Por quién los tomábamos? Nos
invitaban. Nos invitaban a comer cualquier cosita y a beber, después del
trabajo, y así a intercambiar algunas ideas ("¿a cambio de qué?"
habría añadido Jacques Prévert si hubiese estado allí). No... Montand lo había
entendido mal, no era cuestión de otra cosa que la de un encuentro cultural y
amistoso entre gente de buena compañía, sobre todo ni un concierto más. Los
músicos serían bien venidos si querían ir con nosotros. Entendido, gracias,
hasta la próxima semana.
7. Montand. Una vez llegados a la que debía ser para nosotros
"la casa de los acróbatas", cuál no sería nuestra sorpresa cuando nos
encontramos sobre un estrado. Sobre el estrado había sillas, un piano y un
micro. Delante de ellos sí sabían dónde estaba Bratislava y sabían que yo tenía
vínculos en Bratislava. Lo sabían. Yo en aquel tren todavía no lo sabía. Debía descubrirlo
al día siguiente. Tenía una prima en Bratislava. En Neuilly-sur- Seine, no
llevábamos la contabilidad de los parientes de Europa central. Era
completamente normal que ignorara a mi prima de Bratislava. Me llamó al día
siguiente de nuestra llegada a Praga al hotel Alkron.
Hablaba en inglés. Me explicó brevemente qué parentesco nos unía, por
parte de mi abuela paterna. Había leído en la prensa de Bratislava que Montand
iba a dar un recital allí y estaba encantada de podernos conocer. Le dije que
no había nada seguro; se sorprendió mucho... Estaba anunciado oficialmente.
Ella deseaba vernos. Había algo tan urgente en la necesidad que tenía de vernos
que cuando colgué el teléfono me dije que debía ser una de esas pesadas que
descubren parentescos con gente célebre y quieren presumir de ello en el
barrio. Me había dicho su nombre, lo olvidé así como la llamada telefónica. El
hotel Alkron era la puerta giratoria del mundo del Este y del Oeste. El hall y
el restaurante estaban siempre llenos de corresponsales extranjeros y
periodistas checos, gente de tránsito de Pekín o de Moscú, industriales de
países del Oeste, escritores, gente de embajadas. El hall del Alkron era el
Flore, el Fouquet's y el Algonquin de Nueva York... pero yo todavía no lo
sabía. El hall del Alkron era un territorio difícil de cruzar sin que alguien
que no tenía nada que decir te parara, sólo porque quería verte de cerca.
Montand cantaba en una gran sala; no era un teatro, era una sala
de congresos. No habíamos visto de nuevo a los embajadores de la policía y del
ejército. Debían haber dado nuestra información y no debíamos haber caído muy
bien. De todas formas, la tercera noche, creo, Montand no cantó. Una llamada
telefónica muy breve y extremadamente amable le anunció que sobre las seis la
sala no estaba libre. El gobierno necesitaba la sala para una sesión
extraordinaria... Si él lo deseaba podía cantar en otro lugar. No, Montand no
quería cantar en otro sitio... sería día dé descanso. Al día siguiente volvió a
cantar en la sala, nadie nos dio ninguna explicación... Nadie hablaba de
Bratislava. Desde Berlín-Este, teníamos a otro intérprete que nos acompañaba,
Monsieur Lenoir, pero a él tampoco le dieron ninguna explicación.
Durante el día conocíamos a mucha gente. Los estudiantes de cine nos
pidieron que fuéramos a la universidad. Eran muy divertidos y agudos. Fueron
ellos quienes más tarde dieron a conocer al mundo el cine checo —(Milos) Forman,
()ván) Passer, Kadar—; un día me recordaron esta visita que los había marcado
cuando solamente eran unos adolescentes. Jiri Trnka, nos enseñó en su estudio
algunas películas animadas que tuvieron dificultades en proyectarse... Me
regaló una de sus vedettes de Sueño
de una noche de verano, una cabrita de madera con sus finas patas de abedul
que todavía está en una vitrina en Autheuil junto a unos huevos de Pascua rusa,
ángeles mexicanos y flautas búlgaras. Creía que haciendo Shakespeare en
marionetas tendría menos problemas que con temas contemporáneos.
8. Nazim Hikmet. Cenamos una noche con Nazim Hikmet; quizá porque
era la noche de descanso improvisado, Montand ha olvidado esta cena, lo que
hizo que dijera en la película de Chris Marker que no conoció nunca a Nazim Hikmet
de quien canta Comme un escorpión mon frére (soy tan precisa porque no
quiero caer en el delito de invención). Cenamos en el Alkron. Nazim Hikmet era
guapo, inmenso, estuvo encarcelado en Turquía porque era lo que era: el más
grande poeta revolucionario de su país y generación. Hablaba muy alto en el
comedor. Hablaba de libertad y de falta de libertad. Marchaba a Moscú donde iba
a quejarse de algo. Quería que todo el mundo se enterara. El escritor checo que
lo acompañaba se preguntaba si había sido una buena idea aquella cena.
Almorzamos un día en la Embajada francesa, en un magnífico palacio barroco.
Me olvidé de decir que, después de la copa de oporto en casa de los señores
Dejean, en Moscú, había dado luz verde el Quai d'Orsay y que los embajadores de
todos los países que atravesábamos eran acogedores y muy amables con nosotros.
El embajador de Francia en Checoslovaquia tenía unos bonitos tapices de Lurgat
y nos contó el desasosiego de los capitostes checos cuando iban a visitarlo y
descubrían que Lurgat, de quién detestaban su falta de realismo socialista, era
un antiguo militante del Partido Comunista Francés. La semana tocaba a su fin.
Montand preguntó por el recital de Bratislava, ya que no se había vuelto a
hablar; alguien dijo que decididamente no iríamos a Bratislava. Demasiado
complicado... muy cansado el viaje de ida y vuelta. Los eslovacos ya lo
comprenderían... Bien, perfecto. Al día siguiente me llamó la prima de Bratislava.
Había leído en los periódicos eslovacos que Montand había decidido no ir a
cantar a Bratislava. Era una pena, decía, le tuve que explicar que no era por
culpa de Montand, pero que era muy complicado y muy cansado el viaje de ida y vuelta.
Le conté que era una lástima, "It's too bad, it's too bad",
murmuraba.
Su voz era triste. Entonces le aseguré que quedaba aplazado para
otra ocasión, o algo parecido: "Nos veremos algún día..." ella
contestó "quizá". Cuando colgué el teléfono, me dije que seguramente
nos habíamos perdido la visita a una hermosa ciudad pero qué suerte haber
escapado de Era el que concernía a mi infortunio y a mi firma bajo el
manifiesto de los 121 (a favor de la independencia de Argelia).
Había regresado al viejo país cargada de honores. Y con una gran cantidad
de historias que contar de mis días pasados en la bola irisada. Los compañeros
desfilaban para que les mostrara y demostrara con toda clase de detalles a qué
se parecía en realidad un Oscar. Había adquirido el tinte de los californianos,
tenía bonitos conjuntos y pantalones de chez Jax, mocasines bordados de falsa
pedrería, fabricados en las reservas donde los indios suelen ser tan felices...
Yo era un poco fútil, un poco de otro país. Rápidamente se encargaron de
reintegrarme a mi medio natural.
……………………………………………………………………………………………………
Precisamente hoy, releyendo el texto de este telegrama, es cuando
me doy cuenta de que habíamos utilizado la imagen del "rebaño de
corderos". La habíamos vuelto a tomar inconscientemente, tal vez porque
Montand empezaba su recital con el poema de Nazim Hikmet "Como el
escorpión, mi hermano", que seguía así, "como el cordero, mi
hermano".
Hasta hoy eso no se me había hecho evidente. Nazim Hikmet es el
comedor del Alkron. La carta escrita sobre papel cebolla rosa, es mi prima de
Bratislava. No lo sé todavía, puesto que no lo sabré hasta más adelante: pero
quizás ella está en el hall del Alkron, esta noche, mientras nosotros estamos
en el comedor con Hikmet. Hikmet
que se dirige a Moscú para quejarse en nombre de la libertad. Si
acaso nos ve, es de lejos, y no nos entiende. No puede acercársenos. Nazim
Hikmet es el que decía: "En 1917 éramos felices, estábamos contentos,
éramos pobres, éramos hermosos, bien vestidos de harapos."
Y cuando decía "éramos" quería decir: Maiakovski y
Esenin. Vanesa antes de interpretar La Gaviota había hecho el papel de
Isadora Duncan, en la obra se casaba con Esenin. Semprún escribía La segunda
muerte de Ramón Mercader. Resnais había puesto en escena La guerre est
finie, de Semprún, Montand cantaba poemas de Hikmet y Eluard, Prevert y
Desnos, y también de Aragón. Todos los fantasmas de las libertades escarnecidas
sirven para canciones hermosas, y aquel día de descanso posiblemente planeaban
sobre nosotros y por eso se nos ocurrió redactar juntos
el texto de aquel telegrama. Posiblemente a causa de los
bombardeos sobre Vietnam, seguramente a causa de 2 que Costa estaba montando,
lo que explicaría su ausencia aquel día, seguramente un poco a causa de Chejov,
y seguramente no para causar disgusto al Partido Comunista Francés. Durante
este otoño de 1968 quisimos hacernos solidarios de aquellos que habían tenido
el valor de mostrar desacuerdo con todo lo que en su nombre se estaba haciendo,
tanto en el Oeste como en el Este.
Eso fue todo.
9. El manifiesto de los 121. Fue Claude Lanzma quien se encargó de
hacerlo. Tenía que verme rápidamente, de parte de Sartre. ¿Podía venir? Por su
tono se comprendía que no venía para admirar la estatuilla ni para hacerme
describir el Sunset Boulevard. Cuando sacó de su bolsillo el papel yo ya sabía
que todo iba a recomenzar. Las vacaciones habían terminado.
Leí. El texto era conciso, audaz, y en cierto modo provocador —en el
buen sentido de la palabra— para no pasar desapercibido. He ahí las últimas
líneas:
Los abajo firmantes,
considerando que cada uno debe pronunciarse sobre actos que en adelante
resultará imposible presentar como hechos de una aventura individual:
considerando que ellos mismos, según el lugar que ocupan y sus medios, tienen
el deber de intervenir no para aconsejar a los hombres que tienen que
pronunciarse sobre problemas tan graves, sino para pedir a los que los juzgan
que no se dejen atrapar por el equívoco de las palabras y los valores, declaran:
--Respetamos y juzgamos
justificado el rechazo a tomar las armas contra el pueblo argelino.
--Respetamos y juzgamos
justificada la conducta de los franceses que consideran su deber aportar ayuda
y protección a los argelinos oprimidos en nombre del pueblo francés.
--La causa del pueblo argelino,
que contribuye de una forma decisiva a derrocar el sistema colonial, es también
la causa de todos los hombres libres.
Firmado por: Arthur
Adamov, Robert Anthelme, Georges Auclair, Jean Baby, Héléne Balfet, Marc
Barbut, Robert Barrat, Simone de Beauvoir, Jean-Louis Bédouin, Marc Begbeider,
Robert Benayoun, Maurice Blanchot, Roger Blin, Arséne Bonnafous-Murat,
Geneviéve Bonnefoi, Raymond Borde, Jean-Louis Bory, Jacques-Laurent Bost,
Fierre Boulez, Vincent Bounoure, André Bretón, Guy Cabanel, Georges Condominas,
Alain Cuny, Jean Dalsace, Jean Czarnecki, Hubert Damisch, Bernard Don, Jean
Douassot, Simona Dreyfus, Marguerite Duras, Yves Elleouet, Dominique Eluard,
Charles Estienne, Louis-René des Foréts, Théodore Fraenkel, André Frenaud,
Jacques Gernet, Louis Gernet, Edouard Glissant, Anne Guérin, Daniel Guérin,
Jacques Hoewlett, Edouard Jaguer, Fierre Jaouen, Gérard Charlot, Robert Jaulin,
Alain Joubert, Henri Krea, Robert Lagarde, Monique Lange, Claude Lanzmann,
Robert Lapoujade, Henri Lefebvre, Gérard Legrand, Michel Leiris, Paul Lévy,
Jeróme Lindon, Eric Losfeld, Robert Louzon, Marcel Péju, Olivier de Magny,
André Mandouze, Maud Mannoni, Jean Martin, Renée- Marcel Martinet, Jean-Daniel
Martinet, André Marty-Capgras, Dionys Mascólo, François Maspero, André Masson,
Fierre de Massot, Jean Jacques Mayoux, Jean Mayoux, Théodore Monod, Marie
Moscovici, Georges Mounin, Maurice Nadeau, Georges Navel, Claude Ollier, Héléne
Parmelin, Jean-Paul Sartre, Florence Malraux, André Pieyre de Mandiargues,
Ernest Pignon, Bernard Pingaud, Maurice Pons, J. B. Pontalis, Jean Pouillon, Dense
Rene, Alain Resnais, Jean-Franc.ois Revel, Alain Robbe-Grillet, Cristiane
Rochefort, Jacques-Francis Rolland, Alfred Rosmer, Gilbert Rouget, Claude Roy,
Marc Samt-Saens, Nathalie Sarraute, Renée Saurel, José Pierre, Claude Sautet,
Jean Schuster, Robert Scipion, Louis Seguin, Geneviéve Serreau, Simona Signoret,
Jean Claude Silbermann, Claude Simón, Rene de Solier, D. de la Souchére, Jean
Thiercelin, Rene Tzanck, Vercors, Jean-Pierre Vernant, Pierre Vidal-Naquet, J.
P. Vielfaure, Claude Viseux, Ylipe, Rene Zazza. (Estas son las firmas
de los primeros momentos, más tarde se unieron muchos más)
Mientras leía el texto me asaltó un fugaz pensamiento: "Qué
bien se está allí disfrutando tranquilamente de los jardines del
Beverly..." Seguidamente pasé a insultarme: "¿No tienes deseos de
comprometerte, eh? Miras la forma de encontrar algo a qué agarrarte..."
Leía, releía... Claude guardaba silencio, sólo miraba... de súbito vi Ostende. Ostende. El viejo y
cruel librero —pero justo— nada educado y despreciativo. "¿Y aparte de
comprar libros, qué hace usted para compensar lo que los demás hacen en su
nombre?" Ni hasta la vista ni gracias mientras me devolvía el cambio.
Ya tenía mi venganza. Esto me impulsó a firmar este papel que se hizo
célebre con el nombre de Manifiesto de los 121. No podía asumir la
responsabilidad de unir el nombre de Montand al mío, nunca lo habíamos hecho
sin que el otro hubiese leído lo que había que firmar. Montand estaba al otro
extremo del mundo, las diferencias de horarios y las múltiples ocupaciones me
impidieron comunicárselo antes de la publicación, que en realidad era urgente,
de esta especie de bomba verbal, que molestó a todo el mundo y creó un sinfín
de molestias a todos los que la firmaron.
Cuando volvió, se molestó de que no hubiera asociado su nombre al mío,
pero cuando volvió era también el momento en que nos hacían interpretar papeles
en una escena en la que a mí se me había reservado el papel más airado. Todo se
mezclaba entonces en la mente de algunos — no muy distinguidos por cierto—: la
ausencia de su nombre cerca del mío por vez primera después de tantos años de
firmas en comunidad, parecía una especie de divorcio moral.
10. Z. Las vejaciones (a Lambrakis) se convirtieron en algo
oficial. Se convirtieron en un tormento. Finalmente, muere asesinado, no es
algo que uno desee tirar a la cesta de los papeles. Es algo que se guarda. Tal
vez esperaba algo mejor, más duro, o una declaración exaltante: "el
camarada Beloyanis... llorado por todos los comunistas del mundo..." Tuvo
que contentarse con mi respuesta, era la única auténtica que podía ofrecerle.
La conferencia de prensa terminó rápidamente. El pequeño avión-autobús que hace
el viaje Atenas-Creta no salía hasta la mañana siguiente. Yaél, un poco
inquieta, examinó cuidadosamente la prensa. Nadie se había atrevido a imprimir
el nombre de Beloyanis, pero todos hacían alusión. Los periódicos de derechas
hablaban de justicia bien ejecutada, algunos años antes, los de izquierdas
hablaban de héroes y de claveles. Las dos esperábamos ser embarcadas. Dos
muchachas muy jóvenes se me acercaron. Cada una tenía un clavel en la mano. Sin
decirme palabra me los entregaron. A pesar de los claveles el avión no cayó.
Al llegar a término, una gran silueta negra aguardaba para hacer
el camino inverso. Era Mikis Theodorakis. Me dijo: "Gracias, gracias,
gracias. " El teléfono había funcionado entre Atenas y Creta. Tenía un
gran temor de que Cacoyannis se enfadara. Antes que nada, deseaba hacer tranquilamente
su film. Hubiera preferido que la rueda de prensa se ocupara más de Zorba, que
de viejas historias del pasado. Yaél fue mi testigo.
No fui yo quien comenzó. Cacoyannis aceptó nuestras explicaciones pero
me aconsejó que en adelante, antes de recibir en mi casa a corresponsales del
país en que yo iba a iniciar un rodaje, hiciera recuento de mis
objetos-recuerdo. Naturalmente, no se lo prometí. Desde el año 1964 nunca más
he vuelto a ver al joven tímido que me hizo la entrevista, espero que no le
haya sucedido nada después de la toma del poder por los coroneles en el año
1967.
Realmente nunca he adivinado la clase de mensaje que visiblemente quiso
captar con su entrevista de apariencia benigna. Tampoco he sabido nunca en qué
momento de la entrevista tuvo tiempo de examinar el "retrato del
héroe". Quizá cuando me llamaron por teléfono o cuando fui a la cocina en
busca de algo para beber. La foto es tan pequeña que más bien tuvo que
reconocerla que descubrirla.
En Z, cuando Lambrakis-Montand toma posesión del pequeño despacho del
Comité, o quizá cuando es llevado allí después del primer golpe en la nuca, no
recuerdo bien, en la pared del despacho hay un enorme retrato. Es, diez mil
veces agrandada, la pequeña foto que presté a Costa. Mientras la tuvo me prestó
una reproducción de Picasso L'Homme a l'oeillet, después me devolvió la
foto intacta.
Si la juventud griega deposita claveles en el lugar donde
Lambrakis fue asesinado en Z (película rodada en 1968) es porque Vassili
Vassilikos, joven autor, en 1964 leía los periódicos. Entonces se inspiró en la
historia de Beloyanis cuando decidió contar la historia de Lambrakis en su
libro Z. Esto explica la existencia de claveles en la película Z. Fue
Vassili quien me contó estas cosas. Tal vez un día alguien se decida a contar
la muerte de Pannagoulis...
Si Vassili no hubiese tenido la gran suerte de encontrarse en Roma
durante el alzamiento de los coroneles, jamás el manuscrito de Z, todavía
no traducido del griego, habría caído en manos de Costa... Si Costa y Semprún
no se hubiesen puesto rápidamente a trabajar para sacar de este hermoso libro
un soberbio guión que todos los productores franceses rechazaron por temor a
enemistarse con los americanos...
Si Perrin no hubiese decidido convertirse en el productor con la
participación de todos los que trabajaban en la película. Si toda esta gente no
se hubiese tenido una confianza mutua,
contra todos los vaticinios que les prodigaban la gente oficial de la industria
cinematográfica Z nunca se hubiese convertido en una película.
No fue Z quien hizo caer el régimen de los coroneles... Pero Z
contribuyó a empeorar su imagen ante el mundo. Y no precisamente en América
donde la alusión al papel de la
CÍA en el asunto de la muerte de Lambrakis no llegó a impresionarles
tanto como habían supuesto los productores franceses. En 1969, Z recibió dos Oscars:
el del montaje y el de la mejor película extranjera del año.
12. Shakespeare. Perdón, William Shakespeare, no lo haré más. No
es para vanagloriarse, como se dice en Labiche, pero creo ser la persona que
más veces ha interpretado el papel de Lady Macbeth en todo el mundo, cosa que
no me ha impedido fracasar en mi intento. En el inicio, no fue un intento mío.
Fue intento fomentado amigablemente en Londres, en 1966, por amigos que me
querían bien. Alee Guinness tenía un gran deseo de reinterpretar Macbeth, y
éste era un deseo que podía bastar a sí mismo. Sir Alee, gran star del cine, volvía a los clásicos con
una producción sacudida del polvo de las tradiciones... Ingleses e inglesas,
shakespearianos o shakespearianas, de todos los países, leéis esto en los
periódicos y al punto, con dos meses de antelación, reserváis vuestras
localidades en el Royal Court Theatre. Cuando, algunos días después, ingleses,
inglesas, shakespearianos o
shakespearianas, etc... leéis que Lady Macbeth será interpretada por Casque d'or-Ahce Aisgill... os formuláis
ciertas preguntas pero seguís alquilando vuestras localidades en el Royal Court
Theatre, como alquilaríais una localidad, dijo, me ha hecho conocer nombres que
no conocía.
13. La confesión. En el otoño de 1969 empezamos a rodar La
confesión. Tampoco con la intención de disgustar al Partido Comunista
Francés. Entre nosotros había comunistas. Sus nombres figuran en el reparto,
excepto uno: una técnica que, después de haber percibido su sueldo durante unas
treinta semanas, prefirió, en el momento del estreno, conservar el incógnito.
El caso es que había trabajado muy bien.
Yugoslavia fue el único país socialista que proyectó La confesión.
Allí no está prohibido contar cómo en 1953 uno podía hacerse prender por "titismo".
Parece ser que en Moscú existe una copia de La confesión que
sólo algunos privilegiados pueden ver de vez en cuando. Supongo que está clasificada
en la misma estantería que otras obras que nunca han sido ofrecidas al público
soviético: Las brujas de Salem, Z, État de Siége, Casque d'or y el viejo
y bueno La sal de la tierra del que nunca hemos sabido si el doblaje
estaba terminado. Hoy, cuando escribo esto, tampoco es mi intención molestar al
Partido Comunista Francés.
Voy a volver a mi vieja conversación con Maurice. Tal vez sorprenda
que no nos tuteáramos. Poco antes, he escrito: "Vuelve, Maurice." El
tratamiento de usted no es precisamente una elegancia de estilo.
No nos conocíamos cuando iniciamos nuestra conversación. Tampoco
te conocía, Dominique, cuando empezaste a grabarla. Puede resultar sorprendente
que después de seis días de bucear en un pasado común, los tres guardáramos, en
el lenguaje, nuestras respetuosas distancias. Soy la más vieja de los tres.
Maurice, cuando contaba la
Ocupación, seguro que te recordabas jovencísimo, y tú,
Dominique, en el caso de que ya hubieras nacido estarías en la edad del
balbuceo. Es a causa de La confesión que me he metido a descifrar todo
esto. La falta de tuteo me ha parecido algo incongruente, pero da lo mismo,
conservaré los hechos tal cual También me he dado cuenta de hasta qué punto las
respuestas que uno podía considerar inteligentes y personales, dadas a
preguntas inteligentes y personales, eran ahora, a unos meses de distancia, las
respuestas más trasnochadas a preguntas cuyo rastro casi ni queda en el viento.
Filmografla A: Le prince charmant
(Jean Boyer, 1941); Bolero (id.. 1942); Les visiteurs du soir (M.
Carné, ¡d.); Le voyageur de la
Toussaint (L. Daquin, 1943); Adieu... Léonard! (P. Prévert,
id.); L'ange de la nuit (A. Berthomieu, 1944); Béatríce devant le
decir (Jean de Marguenat, id.); Le mort ne recoit plus (Jean Tarride, id.); Service de nuit
(Jean Faurez, id.); La bofte aux revés (Y. Allégret, 1945); Le
couple ideal (Bernard-Roland, 1946); Les démons de l'aube (Y.
Allégret, id.); Macadam (Marcel Blisténe, id.); Fantomas (Fantómas, J.
Sacha, 1947); Dedée de Amberes
(Y. Allégret, 1948); Against the Wind (Ch. Crichton, GB, id.); Impasse
des deuxanges (M. Tourneur, id.); Swiss Tour(L Lindberg, SUI, 1949);
Manéges (Y. Allégret, 1950); La
ronda (M. Ophuls, id.); Acorralado (Gunnman in the Streets, F.
Tuttle y B. Lewin, id.); Ombre et lumiére (Henri Calef, 1951); París, bajos fondos (J.
Becker, 1952); Teresa Raquin
(Carné, 1953); Las diabólicas
(H.G. Clouzot, 1955); La muerte
en este jardín (L. Buñuel, FR-MEX, 1956); Les somieres de
Salem (R. Rouleau, 1957); Un
lugar en la cumbre (J. Clayton, GB, 1958); í.os malos golpes (F.
Leterrier, 1960); Adua y sus amigas
(A. Pietrangeli, IT, id.); Amores célebres (M. Boisrond, 1961); Escándalo
en las aulas (P. Glenville, GB, id.); El
día y la hora (R. Clément, 1962); Dragées au poivre (J. Baratier,
1963); Los raíles del crimen (Costa-
Gavras, 1965); El barco de los locos
(S. Kramer, EEUU, id.); ¿Arde París? (Clément, 1966); Llamada para un muerto (S.
Lumet, EEUU; 1967); La muerte llama a la puerta (C. Harrington, EEUU,
id.); The Seagull (Lumet, EEUU, 1968); El ejército de las sombras (J. P. Melville, 1969); L'américaín
(M. Bozzuffi, id.); La confesión
(Costa-Gavras, 1970); Cuenta atrás (Roger Pigaut, id.); El gato (P.
Granier-Deferre, 1971); La viuda
Courdec (id., id.); Las granjas ardientes (Les granges
brülées, Jean Chapot, 1973); .Dura jornada para la reina (R. Allio,
id.); La carne de la orquídea (P. Chéreau, 1975); Policía Pitón 357 (A. Corneau, 1976); Madame Rosa
(La vie devant soi, M. Mizrahi, 1977); Judith Therpauve (Chóreau,
1978); L'adolescente (J. Moreau, 1979); Ciñere inconnue (Mizrahi,
1980); L'étoile du Nord (Granier-Deferre, 1982); Guyde Maupassarií(M.Drach,
Id.).
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