miércoles, 11 de mayo de 2016

MEMORIAS PERSONALES DEL 23F




MEMORIAS PERSONALES DEL 23F


Las anotaciones a lo largo de febrero no dejan constancia de nada significativo, incluyendo una intervención muy trabajada por las lecturas en otro acto de solidaridad con El Salvador, o la preparación de un largo artículo sobre el significado del XX Congreso del PCUS durante el cual se dio a conocer el célebre Informe Jruschev con destino a Historia y Vida, y que de manera fragmentaria sirvieron para montar un "collage" en el "Brusi", a cuya redacción llamé alrededor de las 17h., del día 23 para preguntar que pasaba con ellos. Tenían que ocurrir alguna cosa en la redacción ya que me tuvieron un buen rato en el aparato, hasta que, Jaume,  mi contacto en Internacional, cogió el auricular y sin esperar mi pregunta, me gritó: "Oye, ¿no sabes lo que está pasando?. !La Guardia Civil ha ocupado el parlamento…¡".
No tuvo que decirme más, antes de colgar ya tenía en la mano un viejo transistor de papá, y la caja tonta a punto. Pendientes de ambos aparatos permanecí durante varias horas, intentado descifrar que era lo que aquellos energúmenos, militares por supuesto, tenían detrás para atreverse a tratar a los diputados como si fuesen delincuentes comunes. Aquello no podía formar parte de un único escenario, y la cábala era hasta donde llegaban sus apoyos.  Indudablemente tenía que formar parte de un plan mucho más amplio, no en vano, las noticias y los rumores sobre movimientos golpistas nos venían acompañando desde la legalización del PCE, que desde entonces se convirtió en la prudencia hecha partido.
Durante horas nadie decía nada sobre que papel jugaba en todo aquello su majestad, el "chico" ahora ya que a nadie se le ocurría que el ejército como cumpliera con su deber constitucional. Con todo lo que tenía archivado en la memoria, hubo un momento para recordar lo ocurrido cuando el golpe de los coroneles, un episodio que le costó las mieles de la corona a su cuñado Constantino,  también hubo una instantánea para la mamá de éste, Federica,  en una foto en la que la vestía la camisa parda con un cierto aire a lo Pilar Primo de Rivera. El hecho de que a Constantino le hubiera salido el tiro por la culata permitía pensar que éste no tropezaría en la primera piedra. A lo largo de las conversaciones a lo largo de toda la noche también hubieron momentos para pensar en el "amigo americano", sobre todo porque aún chorreaba sangre del golpe militar en Turquía, el último golpe militar en Europa y que Reagan era un fascista posibilista, alguien que trataba de aplicar el "talón de hierro" en nombre de la democracia.
Estaba allí en casa, inmovilizado, sin más posibilidad de acción inmediata que la que podía brindar la Liga. Hacía lo que creía que tenía que hacer. Mi primera llamada fue por lo tanto la organizativa. Me atendió "Melan" (Jaume Roures), y me indicó que no me moviera de casa para estar en disposición, al poco comenzaron las llamadas y los comentarios, amigos que me preguntaban sobre qué pasaba, qué haría el rey, si habría huelga o no, o bien que demonios opinaba de todo aquello, de lo de Valencia, de lo que se decía que ocurría en los cuartales de tal o cual ciudad. Antes de la hora prevista servidor ya estaba en el local de la Liga, no sé si me tocó tomar parte en la redacción de una primera octavilla que estaría a disposición de madrugada para distribuir por el cordón industrial.
La consigna era que nos distribuyéramos por nuestros sindicatos y organizaciones, proponer la huelga general como respuesta, abogar por las convocatorias y las movilizaciones, pero también andar con cuidado, nadie sabía lo que podía pasar. Recuerdo vivamente a José Borrás pletórico de ira y energía, gritando a los que andaban perdidos últimamente, y recalcando vehementemente que se trataba de no dar ni un paso atrás, porque, con todos los que se han dado el precipicio debía quedar ya muy cerca. Aunque no me queda la foto, por lo general, los demás, desfilaban más pausadamente, comentando tal o cual actividad o posibilidad, no éramos pocos pero tampoco demasiado en aquel extenso e inquieto segundo piso de la calle Trafalgar cuya entrada aquella noche parecía ser la de la puerta de la calle por el remolino de militantes con muy mala leche que allí se movía y discutía con una vehemencia que contrastaba con el silencio de las calles.
La cuestión inmediata era evidente, el problema era parar el golpe a cualquier precio,  y una de las medidas más obvia era proclamar una huelga general, demostrar que el pueblo no iba a permanecer al margen, que iba a defender lo que había conquistado contra el franquismo,  pero esta alternativa, planteada tímidamente desde las cúpulas de Comisiones Obreras fue obviamente desaconsejada por los señores que ya no lo habían hecho ni cuando la matanza de Atocha, y cuando le preguntaron a los servidores del Estado, estos respondieron como era natural, que algo así podía ser interpretado por el ejército como una "provocación". Servidor al menos no tenía dudas que, si por esta gente fuese, todavía entonces estaríamos escribiendo cartas de ruegos a la ONU o al Vaticano, para que intercedieran a favor de las libertades en España. Con esta lógica conservadora, que, sin ir más lejos, fue la que se utilizó para tratar de detener la maquinaria que asesinó a Puig Antich, nadie se habría movilizado años atrás contra el franquismo, en aquellos años negros en el que los desfiles de Tejeros llenaban la Castellana de tropas y gentío patrio, cuando las amenazas contra los enemigos de fuera y dentro aparecían inscritas en las portadas de diarios "liberales reprimidos" como el ABC. 
Cuando andaba todavía en casa, atareado, llamando aquí y allá, tomando notas, etc., aparecieron mis padres quienes al parecer no habían tenido suficiente con las llamadas de teléfono. Seguramente cuando tuvieron lugar dichas llamadas todavía no se habían hecho cargo de lo que realmente estaba ocurriendo, y no habían tenido tiempo de pensar en las consecuencias, sobre todo, para quien más les importaba yo, que era el único de la familia que andaba "metió en todo el sarao". Debían de ser las veintidós, una hora inhabitual, pero aquella noche no tenían no sueño, y desde luego no pensaban pegar ojo. Era más que evidente que estaban estremecidos por unos recuerdos que durante muchos años habían tratado de olvidar. A mamá aquellas jornadas de julio en La Puebla le cogió en el campo, además no debía de tener más de catorce o quince años, pero papá que tenía tres más, y era portador de unos recuerdos mucho más precisos, más vinculantes. No sé si fue aquella noche o tiempo después que él mismo me confesó que en vísperas de todo aquello había dado sus primeros pasos para ingresar en las juventudes, decía que comunistas pero por lo que pude averiguar después, las únicas que funcionaban en el lugar eran las socialistas, o quizás ya ambas se confundían.
El día que llegaron a La Puebla los escuadrones de la muerte, el abuelo los metió a todo en su casa de la calle Sevilla (luego general Mola), y de allí no se movieron durante al menos una semana. Desde la oscuridad de la casa cerrada a cal y canto, papá que acababa de estrenar pantalones largos sintió los gritos y los lamentos de las víctimas, y también las voces de los criminales, algunos de los cuales, serían después los encargados del orden público. Cuando volvió a poner los pies en las calles pudo enterarse que muchos de sus amigos habían desaparecidos, y que a algunos los habían "matado como a perros, pero pronto aprendió a no preguntar por ellos. Inmediatamente después, lo obligaron a hacer la guerra "con estos", que le pusieron ropa militar y un fusil en las manos. Desde entonces, papá nunca más levantó la cabeza, a lo máximo una vez, fue cuando el "amo" de la fábrica de aceite donde trabajaba, le preguntó qué le parecía Rusia, papá lleno de aceite y perchina hasta los ojos, respondió: "Seguro que peor que aquí no es", una osadía que no le costó el despido gracias a los buenos oficios del abuelo.
Los papás tenían pues la lección aprendida, "esta gente era capaz de cualquier cosa", papá, en su papel de portavoz, me repetía que ya sabían que yo era un insensato, por lo tanto me pedían que no saliera de casa hasta que todo hubiera pasado, que en adelante tuviera más cuidado, etc. Se fueron temerosos, justo para coger el último metro ya que mi ofrecimiento de llamar un taxi les pareció "demasiado caro". Poco después sonaba nuevamente el teléfono,  habían llegado bien, y volvieron a advertirme sobre "haber que hacía".   
Más tarde regresé al local, y desde allí marché directo a una reunión de entidades ciudadanas y políticas de L´Hospitalet para hablar en nombre de la Liga que, localmente, a pesar de las numerosas deserciones, todavía permanecía coleando, y busqué mis cómplices, todos ya conocidos, en el ala dura reconocida en unas luchas cuyos ecos todavía eran recientes para tratar de sacar alguna resolución activa, sacar una carta abierta o algo así orientada hacia la ciudadanía en defensa de las libertades y de los derechos sociales A continuación me encontré durante largas horas haciendo guardia en la sala de la Casa Consistorial cuyo balcón a plaza mayor, charlando con la misma gente  de la reunión anterior, y argumentando en la misma dirección, insistiendo locuazmente que había que redactar una proclama para informar y animar al pueblo, una iniciativa que ya estaba en otras manos. Esto no fue problema, los partidos gobernantes (PSC-PSUC), ya lo habían previsto, pero en su línea de "no provocación".
A la hora de discutir, los representantes del gobierno municipal  lo tenían claro. Nos esperaban con las ideas claras, y argüían en un planteamiento de o lo tomas o lo dejas que nuestra fórmula de defensa de las libertades y de los derechos sociales, estaban perfectamente representada en una Constitución contra la cual, dados algunos de sus contenidos, una parte de los presentes habíamos hecho campaña por el "No". 
Sin embargo, el momento sirvió para dejar constancia que ya no quedaban márgenes para aquellas lejanas controversias cuerpo a cuerpo con psuqeros y socialistas, y tutti quanti. Recuerdo que en uno de ellas, mi firme intervención contra el papel que se le otorgaba a aquel ejército, dio lugar a un pequeño escándalo, provocado a grito descompuesto por un azorado y relativamente joven militante socialista que comenzó a gritar fuera de sí, que lo que yo estaba haciendo era provocarlos para que dieran un golpe. Seguramente mis respuestas no le convencieron. Cuando pregunte "¿qué pasa, es que si dan un golpe, tendremos nosotros la culpa?".  El chico, ya más sosegado, respondió que más daba quien tenía la culpa, un argumento que en aquel momento me trajo a la mente los lúcidos comentarios del zapatero de Réquiem por un campesino español, de Ramón J. Sender, que comentando el Alzamiento, "Que más da si la piedra da contra el cantero o que el cántaro dé contra piedra. Es el cántaro el que siempre se rompe". Estaba claro que el pueblo no quería hacer de cántaro.

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El temor pues, estaba bien fundado. Pero en mi opinión no podíamos limitarnos a lo que ellos nos dejan. Respondí que el antifranquismo no había sido otra cosa que la resistencia contra una dictadura golpista, y que al final se había descompuesto. Germán Pedra que hacía de portavoz socialista, al tiempo que intentó calmar a su compañero, y romper una lanza por la libertad de expresión, añadió que lo que importaba ahora era que la dictadura ya había acabado…
Entonces volví a la carga: "¿Y si ya había acabado, porqué tanto miedo?". En el resumen afirmé categóricamente que esta Constitución se había redactado con las pistolas encima de la mesa, con el dilema o reforma pactada o reforma pactada. Y, precisamente por eso, había que rechazarla. Llamaba a no reconocer la pistola, a no reconocer su autoridad. Y si nuestro ejército no permitía mayores posibilidades,  no se trataba de jugar como si no fuese así. Germán que tenía una muy perfilada la argumentación, contraatacó con la teoría de las etapas. No negaba que había una parte de verdad en lo que yo decía, pero, primero se trataba de dar este paso, de normalizar en lo posible la democracia. Cuando dicha consolidación fuera efectiva, entonces se trataba de preparar el siguiente. En la misma línea se pronunció, Joan Saura, como representante del PSUC, y si no recuerdo mal, Calixto, del PTE, los tres en la misma dirección con matices que pasaron a muy segundo plano.
Al cabo de un tiempo, estas discusiones ya habían pasado a la historia, y apenas si quedaban resquicios como el activo local del PSUC en la calle Elipse, donde todavía nos invitaban a participar. Supongo porque con nuestra presencia, por lo menos tenían la polémica garantizada.
Volviendo a la sala municipal. En respuesta al toma o lo dejas planteé la alternativa de una hoja en la que unas notas registraban tal o cual desacuerdo. Pero tanta pluralidad resultaba un lujo inusual que ni tan siquiera los más radicales tenían constancia de que esta fuese una práctica posible, y los portavoces no perdieron más su precioso tiempo. Había habido unas elecciones que dejaron a cada uno en su lugar, aunque al menos agradeció que nosotros que aunque habíamos quedado fuera, pero estábamos allí, mientras que los partidos de la derecha ni siquiera habían dado señales de vida. De entre todos los presentes que quedó grabado el rostro grueso y fastidiado, la cabeza grande con envidiable cabello rizado del portavoz ocasional del PSC-PSOE, un absoluto desconocido para los presentes, un tipo con rasgos gruesos y un tono de político rudamente pragmático con tonos y semejanza física con Enrique Múgica, el "barón" que en un seminario declaró a los jóvenes socialistas que la mejor manera de hacer antimilitarismo era subir el sueldo a los mandos. El portavoz no aceptaba ni siquiera la discusión.
Así es que la hoja saldría igual sin nuestra firma, por lo tanto la opción era simple. Entre los que firmamos de mala gana, estábamos el muy adusto Francisco, portavoz del MCC y un servidor. Actuando como la "mosca cojonera", según la definición del portavoz socialista que amí me recuerda a Enrique Múgica. 
El mismo personaje que insiste hasta el final de la reunión, proclamando que si ellos estaban allí porque antes de las elecciones habían tenido lugar luchas y asambleas que era lo que en realidad habían abierto los caminos, etc. Me parecía que no era cuestión de permanecer al margen en un momento como aquel, y la hoja estuvo en la calle de buena mañana, y buena parte de ellas se distribuyeron desde los centros de salud donde los distribuí mientras me daba una vuelta por todos los de L´Hospitalet en la moto de uno de los "simpas".
A altas horas de la madrugada, una antigua "compa", la ahora socialista, Maritxell Josá, me dejó en las puertas del piso del alquiler de la calle Olçinellas, y allí seguí al pie de una información que no llegaba, bramando contra los cobardes que se habían metido debajo de los asientos en las Cortes, !vaya con sus dignidades¡,  así me tragué, La gran noche de Casanova,  una ramplona comedia con Bob Hope que actuaba como un doble del célebre seductor,  lamenté que Joan Fontaine y Basil Rathbone, no tuvieran otra cosa mejor que hacer, y aguanté sin reír malditas las ganas las gracias al botarate de Hope, atendiendo un corte no precisamente de los publicitarios sino uno de aquellos tan propios de los momentos graves. En un momento dado, Maribel, que estaba al punto de todo, planteó abiertamente las preguntas que le estaban dando vueltas por la cabeza, y que se resumía en un punto, ¿qué haríamos si los golpistas se salían con las suyas?
La respuesta no fue la de ningún discurso. Ella tampoco había dormido, seguro que tenía en mente que aquellos sucesos podrían acabar en algo muy parecido a lo que tantas veces habíamos escuchado y leído sobre los golpes (de la moda neoliberal impulsados estratégicamente por la Internacional de los trust, la Trilateral)  de Chile y Argentina, y aunque, con gente como aquel Tejero que no mostraba más humanidad que la que mostró Franco, no creía probable que las cosas fuesen más allá, lo cierto es que, en aquellos momentos los defensores de la legalidad no solamente brillaban por su ausencia, es que no se sabía bien si estaban afilando los cuchillos en sus guaridas militares. Hacía rato que el rey había hablado, todo indicaba que se trataba más de un golpe que actuaba como advertencia para los  navegantes que se atuvieran a traspasar el Finisterre. Hacíamos nuestras cábalas, y la conclusión era que la espada no la tenían envainada sino que la habían colgado sobre nuestros cuellos, sobre todo de los rupturistas.  
Por supuesto, ella sabía mejor que nadie con quien se había liado, y no se le escapaba que, si alguien tenía que caer, los de mi calaña íbamos a estar entre los primeros. Maribel seguía allí delante,  aquel era  un intervalo como necesario, permanecía mirándome tiernamente, no se oía una mosca,  no faltaba serenidad a pesar del temor animado por las noticias y por las imágenes del Congreso y de los tanques por las calles vacías de Valencia. Empero, yo marcharía dentro de un momento a distribuir octavillas por Bellvitge y por la zona industrial de la carretera del Medio, mañana había convocada una manifestación, y para no darle ya más vueltas a los dilemas, la respuesta no podía ser otra que, de ocurrir lo peor, servidor lo tenía claro como el día. No me quedaría en casa ni haría unas vacaciones lejos sino que se brindaría para lo que hiciera falta, o sea para la resistencia, incluyendo las armas si hacía falta. Me había templado lo suficiente contra Franco para poder decir cosas por el estilo sin afectación, sin ninguna clase de ínfulas, con toda la convicción necesaria. Se alimentaba tanto de los valores socialistas en los que seguía creyendo como de un sentimiento visceral de rechazo contra aquellas tramas, con todos sus  muy ilustres señores, gente de la calidad humana de un Juan March.
Dicho esto, la escena no dio ya para más. Había que esperar, pero aún en la peor hipótesis, la suerte estaba echada. Maribel asintió con tranquilidad,  le parecía todo muy bien. Ella trataría entonces de hacer también lo que le correspondiese de la mejor manera posible, y al día siguiente hablaríamos con alguna gente conocida para preguntarle si consentían en facilitarnos algunas viviendas de acogidas, por sí hiciera falta. No tuve que dar un paso fuera del trabajo para encontrar cuando menos tres alternativas concretas que, afortunadamente, no hicieron falta.

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Durante la madrugada permanecimos distribuyendo octavillas a las puertas de las fábricas, tratando de hablar con los obreros, sobre todo con los más jóvenes, la mayoría parecía interesada pero escasamente habladora. Aquí se veía más susto que ira. Con los que podíamos conocer o hablar cuatro palabras, nos brindábamos a informar en las asambleas. A mí me podrían llamar al ambulatorio donde, rato después, seguía repartiendo octavillas en la entrada hasta que la hora del desayuno se convirtió en una masiva asamblea. El sentimiento era el mismo, mucho miedo y preocupación. Me tocó hablar en solitario, con una tensión que era evidente porque aquello no era una mera cuestión de convenio o de orden interno. No me andaba por las ramas para hablar de las ambigüedades del rey. Además era rotundo y categórico al afirmar que existía una evidente complicidad en parte de los ejércitos. De no ser así, subrayé, los mandos constitucionalistas ya habrían ofrecido inmediatamente la réplica. No era otra cosa a lo que les obligaba la Constitución, ¿o no era así?. Sí era así, me comentó luego  más de uno y de una, pero son los que tienen las ametralladoras y los tanques, y más vale que esto se quede en nada como, aparentemente, estaba sucediendo en aquellos momentos.
La acritud de mis soflamas pusieron visiblemente nerviosos a los que eran conscientes (y temían) por la presencia en el centro de mandos del ejército que también eran médicos. Tenía que reconocer que en su mayoría no eran como los que tuve que disfrutar con ocasión de mi servicio militar, pero también aquí los habían dignos de ser descritos por don Ramón María del Valle Inclán. Uno de ellos era un tal doctor Mingorance, un especialista que tenía la costumbre de retrasarse. Una tarde en los tiempos en que Franco todavía firmaba penas de muerte atravesó la entrada de la consulta, y cuando saludó, "!Buenas tardes¡", uno de los presentes le respondió con una sorna muy legitima: "!Querrá Vd. decir buenas noches". La consulta prosiguió con normalidad, pero cuando le llegó el turno al de las buenas noches, el doctor se levantó para asegurarse si había sido él, y cuando respondió que sí, le dio un gancho que le rompió el tabique nasal. Al día siguiente, el administrador me encontró haciendo un comentario sobre el asunto, y me llamó a su despacho. El mensaje era simple: "Vd. si quiere trabajar aquí, ya lo sabe lo que le toca: ver, oir y callar". Claro, claro, me decían cuando comentaba estas historias que daban para un volumen, pero también algunos que son buenos profesionales, las excepciones de rigor, algunas dignas de mención.
Situados ya más en el momento teníamos otro ejemplo notorio con un tal doctor Lozano,  un "paizano" dentista cuyas hazañas médicas y borracheras le llevaron más de una vez al despacho del director, un militante de la "fracción médica" más radicalizada del PSUC que, aunque tenía las manos atadas, sabía ponerse en su sitio, y consiguió  al menos cuadrar al comandante en más de una ocasión, advirtiéndoles a gritos que no le iba a permitir otra borrachera más como las que le hacían bailar por las escaleras y no precisamente como Fred Astaire. Comentando sus hazañas, un dentista de otro turno de la mañana, un médico catalanista excelente, nos comentó a los presentes como los "nacionales" regalaron los títulos de dentista al acabar la guerra. Los candidatos del ejército únicamente necesitaron poner en la mesa del examen, su pistola y sus medallas de alférez provisionales o de sargentos. Títulos pues que, como en el caso de Lozano, no correspondían en nada a sus conocimientos. Estos  no iban más allá que los propios de un sacamuelas como los que habían en aquellos tiempos. Las enfermeras habían descubierto por su cuenta que ni siquiera inyectar un antibiótico, y no le dejaban tocar una aguja porque cuando se descuidaron, lo pagaron las víctimas que regresaron a la consulta con la boca increíblemente hinchada y deformada, amén que con una cara de susto supino, lo que él atribuía falsamente a una "reacción". Cuando se embriagaba podía confundir la muela averiada con otra en buen estado, entonces decía que un error lo tiene cualquiera. Típico andaluz fulero, siempre dispuesto a actuar de "grasioso" y a pagar convites y desayunos con sus bolsillos rebosantes de billetes de sus consultas sin declarar,  hablaba y hablaba. Una mañana en que estaba visiblemente alegre y  sin venir muy a cuento, comenzó a contarme como "ellos" entraron en Arahal, un pueblo vecino al mío. Como si hablara de una buena cacería, comenzó a comentar la escabechina de "rojos" que hicieron al entrar, mira chiquillo, cayeron como moscas.

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Aquella era una mañana de poco gentío, y yo tenía por delante mi libro de rigor, quizás un Deustcher de bolsillo. Cuando descubrió mi mirada a lo Robespierre, el doctor cambió súbitamente de tercio. Le vine a decir secamente que a lo mejor ignoraba que los crímenes contra la humanidad no caducaban, y él estaba hablando de algo que ni siquiera era una guerra. Rehúso cualquier discusión, y  trató entonces de quitarle importancia a lo dicho, diciendo que no le hiciera caso, que él era muy joven, que en realidad eran historias que había sentido contar, etc. Es más, desde entonces trató de convencerme de que, por Dios, por Dios,  él no tenía nada en contra de los "rojos", anda ya.  Él era amiguete nada menos que del padre de Felipe González que era, justo de al lado de su pueblo, y que en su casa habían un criado que era comunista y siempre los había respetado, y no sé cuantas cosas más. Lo de Felipe era una credencial que me facilitaba la parte corrosiva. Cuando insistía en ella, le replicaba que, siendo así no tenía nada que temer, es más a lo mejor hasta le daban una medalla atrasada.
El momento de mayor tensión en la asamblea de la mañana llegó cuando, en pleno arrebato jacobino lancé una dura advertencia a los que militantes y simpatizantes de Fuerza Nueva, que los había. Algunos hasta los mencioné por su nombre, y me referí al nutrido grupo de "fachas" de la Central de la Seguridad Social en Balmes-Gran Vía que cada 20-N cogían sus autocares para hacer su peregrinación al Valle de los Caídos, una de las Mecas del crimen organizado. Les aconsejaba directamente, que más le valía no hacer ninguna señal que le pudiera costar cara. Esperaba que no tuvieran nada que ver con la trama civil, con el llamado "bunker", porque de ser así les podía costar muy caro. Y remarqué que ya me encargaría yo de ello. Fue entonces cuando se alzaron algunas voces para protestar por un tono que encontraban insoportable. Aquello era demasiado. No se podía asustar así a la gente, a fin de cuentas aquellos señores no se habían metido con nadie. No había porque prejuzgar necesariamente que iban a tener algo que ver con todo aquello. Contesté que su pertenencia a Fuerza Nueva era ya de por sí un dato más que significativo para pensar que, cuanto menos, estaban por el exterminio de lo que ellos llamaban "la antiEspaña" porque cuestionaban sus privilegios. Les recordé lo que presenciaron unos compañeros durante unas vacaciones en Madrid, concretamente a un grupo de jóvenes escuadristas que apuntaron con sus pistolas a unos muchachos de comisiones, para presumir delante de todos  "Si os matamos aquí y ahora, no nos pasaría nada". Pero el tono de aplacamiento llegó hasta la gente más próxima, alguna de las cuales tenían familiares "fachas" y militares y no creían que apoyasen la aventura golpista. También los había que tenían sus muertos por los "rojos", y en casi todos los casos el sentimiento que predominaba era evitar cualquier enfrentamiento. La teoría de Sender sobre los cántaros…
Pero a mí nadie me podía convencer que la mejor respuesta pasaba por hacer el avestruz, eso significaría renegar a todo lo que había hecho desde mitad de los años sesenta. Además, tenía claro que el vientre del monstruo ya no contaba a favor con aquella España "profunda" en la que el Medioevo y el capitalismo se daban la mano. Contaba una y otra vez que algunas de las mayores movilizaciones obreras se habían dado en lugares "santos" del franquismo como Navarra o el Ferrol. A mí no me daban tanto miedo, y lo demostraba siempre que era necesario.  Aquel mismo año tuvo lugar un pequeño incidente que lo demostró. Hacía tiempo que yo había asumido el papel de responsable del personal subalterno sin dejar por ellos de permanecer como presidente del comité de empresa en nombre de comisiones. Normalmente, la apertura al público se hacía a las 7´45 h., ya que antes de las 8h., no había abierto ningún servicio.
En  aquel tiempo previo, la entrada se llenaba con unas colas de decenas de personas. Como solía ser habitual, una mañana entró alguien a hablar muy familiarmente con uno de los celadores, y yo no le di la menor importancia a pesar de que se trataba de un guardia municipal, concretamente el jefe del servicio en la ciudad, un tipo alto con bigote de rastrillo a lo militar que hablaba con ciertas ínfulas, con términos, yo hice, yo le dije, yo estaba allí. Reprimí mi fastidio por respeto a mi compañero hasta que en un momento de su bla, bla, bla, declaró que con Franco tales y tales cosas no pasaban. Faltaban diez minutos para la hora, pero me dirigí a la puerta, aparté el público, y me dirigí al guardia para decirle que hiciera el favor de hacer cola como todo el mundo. Se estaba quedando en evidencia ante mis compañeros y ante la gente, que era la que a mí --pedagógicamente-- me interesaba. Cada vez que ponía un pero, yo le replicaba con rotundidad, "!Haga el favor¡". Cuando comenzó a amenazarme, diciéndome que se había quedado con mi cara, que ya me cogería con mi coche, etc., yo insistía: "!Haga el favor, Vd. como todo el mundo, haga la cola…". Mis compañeros habían visiblemente  empalidecido, pero el jefazo se marchó mascullando, aunque es bastante posible que aquel día aplazara su visita.
De una manera similar actuaba cuando algún guardia entraba con sus armas, entonces lo obligaba a salir a dejarla en su coche patrulla, hasta que llegó un momento que con los atentados de ETA cambiaron las normas, un detalle del que tuvo a bien de informarme uno de ellos al que tuve que pedirle mis disculpas.  

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En momentos de mayor calma, se imponían las reflexiones. Era evidente que el franquismo había conseguido que muchos enfermáramos de odio. Tanta crueldad, y sobre todo tanta impunidad, nos sacaban literalmente de quicio. El evento trajo a la memoria de los presentes otro acontecimiento anterior, cuando la policía mató al camarada Germán Rodríguez en los sanfermines de Pamplona, un acontecimiento que fue presenciado por Nines Sánchez y Pepe Barreto, que regresaron rebosando indignación ante la brutalidad  policíaca.
Al día siguiente colocamos carteles de denuncia en todo el centro. En los que yo redacté personalmente, se calificaba al ministro de Interior, Martín Villa, como el primer terrorista de España. La reacción de algunos médicos, incluso los más liberales, fue de escándalo, y en más de un momento la colisión conmigo estuvo servida. Yo les replicaba que aquel señor, aunque tenía detrás todo el viejo aparato de Estado, no podría soportar una mínima investigación criminal, y de haberla tendría que penar por sus innumerables delitos contra el pueblo. Lo decía con tanta energía que los carteles persistieron más allá de los barruntos. Sin embargo,  cada estaba más claro que el viento ya no soplaba a nuestro favor, y las tentativas de movilizaciones para la ocasión resultó un fracaso total.
El acto en l´Hospitalet, organizado ambiciosamente en la Iglesia de San José apenas si reunió a un pequeño grupo de representantes de los partidos de la izquierdas, incluyendo socialistas como Miriam Josa, psuqueros como Joan Saura, y Jaume Valls de Comisiones, los mismo que el día anterior habíamos redactado una octavilla exigiendo la depuración de los cuerpos represivos y las responsabilidades de los culpables. Aquella tarde, después de una discusión sin solución,  el representante del PCE (i), un grupo maoísta muy relacionado con Argelia, nos trató casi de traidores porque no quisimos convertir aquel acto testimonial en una manifestación ridícula. En su intervención, el personaje comparó la situación española con la de la Argelia ocupada, un razonamiento que abría las puertas a la justificación de una acción terrorista que el grupo vivió muy efímeramente, y por el que pagaron algunas amistades que se mantuvieron a pesar de Stalin y de Mao, porque, al menos entre la gente que se conocía en el barrio, el sectarismo no estaba reñido con una honestidad práctica reconocible en nuestros ámbitos.
En ausencia de otra respuesta, la mayoría comulgó con la filosofía que se explicaba en un chiste abiertamente reaccionario, el del paralítico que va a Lourdes, y cuando le cae encima un tumulto, reza: Virgencita, que me quede como estoy.  Hasta aquí habías llegado, y la “historia oficial” comenzó a ser aceptada como verdad.
La acritud de mis soflamas pusieron visiblemente nerviosos a los que eran conscientes (y temían) por la presencia en el centro de mandos del ejército que también eran médicos. Tenía que reconocer que en su mayoría no eran como los que tuve que disfrutar con ocasión de mi servicio militar, pero también aquí los había dignos de ser descritos por don Ramón María del Valle Inclán.
Uno de ellos era un tal doctor Mingorance, un especialista que tenía la costumbre de retrasarse. Una tarde en los tiempos en que Franco todavía firmaba penas de muerte atravesó la entrada de la consulta, y cuando saludó, "!Buenas tardes¡", uno de los presentes le respondió con una sorna muy legitima: "! Querrá Vd. decir buenas noches". La consulta prosiguió con normalidad, pero cuando le llegó el turno al de las buenas noches, el doctor se levantó para asegurarse si había sido él, y cuando respondió que sí, le dio un gancho que le rompió el tabique nasal. Al día siguiente, el administrador me encontró haciendo un comentario sobre el asunto, y me llamó a su despacho. El mensaje era simple: "Vd. si quiere trabajar aquí, ya lo sabe lo que le toca: ver, oír y callar". Claro, claro, me decían cuando comentaba estas historias que daban para un volumen, pero también algunos que son buenos profesionales, las excepciones de rigor, algunas dignas de mención.
Situados ya más en el momento teníamos otro ejemplo notorio con un tal doctor Lozano,  un "paizano" dentista cuyas hazañas médicas y borracheras le llevaron más de una vez al despacho del director, un militante de la "fracción médica" más radicalizada del PSUC que, aunque tenía las manos atadas, sabía ponerse en su sitio, y consiguió  al menos cuadrar al comandante en más de una ocasión, advirtiéndole a gritos que no le iba a permitir otra borrachera más como las que le hacían bailar por las escaleras y no precisamente como Fred Astaire. Comentando sus hazañas, un dentista de otro turno de la mañana, un médico catalanista excelente, nos comentó a los presentes como los "nacionales" regalaron los títulos de dentista al acabar la guerra. Los candidatos del ejército únicamente necesitaron poner en la mesa del examen, su pistola y sus medallas de alférez provisionales o de sargentos. Títulos pues que, como en el caso de Lozano, no correspondían en nada a sus conocimientos.
Estos  no iban más allá que los propios de un sacamuelas como los que habían en aquellos tiempos. Las enfermeras habían descubierto por su cuenta que ni siquiera inyectar un antibiótico, y no le dejaban tocar una aguja porque cuando se descuidaron, lo pagaron las víctimas que regresaron a la consulta con la boca increíblemente hinchada y deformada, amén que con una cara de susto supino, lo que él atribuía falsamente a una "reacción". Cuando se embriagaba podía confundir la muela averiada con otra en buen estado, entonces decía que un error lo tiene cualquiera. Típico andaluz fulero, siempre dispuesto a actuar de "grasioso" y a pagar convites y desayunos con sus bolsillos rebosantes de billetes de sus consultas sin declarar,  hablaba y hablaba. Una mañana en que estaba visiblemente alegre y  sin venir muy a cuento, comenzó a contarme como "ellos" entraron en Arahal, un pueblo vecino al mío. Como si hablara de una buena cacería, comenzó a comentar la escabechina de "rojos" que hicieron al entrar, mira chiquillo, cayeron como moscas.
Aquella era una mañana de poco gentío, y yo tenía por delante mi libro de rigor, quizás un Deutscher de bolsillo. Cuando descubrió mi mirada a lo Robespierre, el doctor cambió súbitamente de tercio. Le vine a decir secamente que a lo mejor ignoraba que los crímenes contra la humanidad no caducaban, y él estaba hablando de algo que ni siquiera era una guerra. Rehúso cualquier discusión, y  trató entonces de quitarle importancia a lo dicho, diciendo que no le hiciera caso, que él era muy joven, que en realidad eran historias que había sentido contar, etc. Es más, desde entonces trató de convencerme de que, por Dios, por Dios,  él no tenía nada en contra de los "rojos", anda ya.  Él era amiguete nada menos que del padre de Felipe González que era, justo de al lado de su pueblo, y que en su casa habían un criado que era comunista y siempre los había respetado, y no sé cuantas cosas más. Lo de Felipe era una credencial que me facilitaba la parte corrosiva. Cuando insistía en ella, le replicaba que, siendo así no tenía nada que temer, es más a lo mejor hasta le daban una medalla atrasada.
El momento de mayor tensión en la asamblea de la mañana llegó cuando, en pleno arrebato jacobino lancé una dura advertencia a los que militantes y simpatizantes de Fuerza Nueva, que los había. Algunos hasta los mencioné por su nombre, y me referí al nutrido grupo de "fachas" de la Central de la Seguridad Social en Balmes-Gran Vía que cada 20-N cogían sus autocares para hacer su peregrinación al Valle de los Caídos, una de las Mecas del crimen organizado. Les aconsejaba directamente, que más le valía no hacer ninguna señal que le pudiera costar cara. Esperaba que no tuvieran nada que ver con la trama civil, con el llamado "bunker", porque de ser así les podía costar muy caro. Y remarqué que ya me encargaría yo de ello. Fue entonces cuando se alzaron algunas voces para protestar por un tono que encontraban insoportable. Aquello era demasiado. No se podía asustar así a la gente, a fin de cuentas aquellos señores no se habían metido con nadie. No había porque prejuzgar necesariamente que iban a tener algo que ver con todo aquello. Contesté que su pertenencia a Fuerza Nueva era ya de por sí un dato más que significativo para pensar que, cuanto menos, estaban por el exterminio de lo que ellos llamaban "la antiEspaña" porque cuestionaban sus privilegios. Les recordé lo que presenciaron unos compañeros durante unas vacaciones en Madrid, concretamente a un grupo de jóvenes escuadristas que apuntaron con sus pistolas a unos muchachos de comisiones, para presumir delante de todos  "Si os matamos aquí y ahora, no nos pasaría nada". Pero el tono de aplacamiento llegó hasta la gente más próxima, alguna de las cuales tenían familiares "fachas" y militares y no creían que apoyasen la aventura golpista. También los había que tenían sus muertos por los "rojos", y en casi todos los casos el sentimiento que predominaba era evitar cualquier enfrentamiento. La teoría de los cántaros…
Pero a mí nadie me podía convencer que la mejor respuesta pasaba por hacer el avestruz, eso significaría renegar a todo lo que había hecho desde mitad de los años sesenta. Además, tenía claro que el vientre del monstruo ya no contaba a favor con aquella España "profunda" en la que el Medioevo y el capitalismo se daban la mano. Contaba una y otra vez que algunas de las mayores movilizaciones obreras se habían dado en lugares "santos" del franquismo como Navarra o El Ferrol. A mí no me daban tanto miedo, y lo demostraba siempre que era necesario.  Aquel mismo año tuvo lugar un pequeño incidente que lo demostró. Hacía tiempo que yo había asumido el papel de responsable del personal subalterno sin dejar por ellos de permanecer como presidente del comité de empresa en nombre de comisiones. Normalmente, la apertura al público se hacía a las 7´45 h., ya que antes de las 8h., no había abierto ningún servicio. En  aquel tiempo previo, la entrada se llenaba con unas colas de decenas de personas.
Como solía ser habitual, una mañana entró alguien a hablar muy familiarmente con uno de los celadores, y yo no le di la menor importancia a pesar de que se trataba de un guardia municipal, concretamente el jefe del servicio en la ciudad, un tipo alto con bigote de rastrillo a lo militar que hablaba con ciertas ínfulas, con términos, yo hice, yo le dije, yo estaba allí. Reprimí mi fastidio por respeto a mi compañero hasta que en un momento de su bla, bla, bla, declaró que con Franco tales y tales cosas no pasaban. Faltaban diez minutos para la hora, pero me dirigí a la puerta, aparté el público, y me dirigí al guardia para decirle que hiciera el favor de hacer cola como todo el mundo. Se estaba quedando en evidencia ante mis compañeros y ante la gente, que era la que a mí --pedagógicamente-- me interesaba. Cada vez que ponía un pero, yo le replicaba con rotundidad, "!Haga el favor¡". Cuando comenzó a amenazarme, diciéndome que se había quedado con mi cara, que ya me cogería con mi coche, etc, yo insistía: "!Haga el favor, Vd. como todo el mundo, haga la cola…". Mis compañeros habían visiblemente  empalidecido, pero el jefazo se marchó mascullando, aunque es bastante posible que aquel día aplazara su visita.
De una manera similar actuaba cuando algún guardia entraba con sus armas, entonces lo obligaba a salir a dejarla en su coche patrulla, hasta que llegó un momento que con los atentados de ETA cambiaron las normas, un detalle del que tuvo a bien de informarme uno de ellos al que tuve que pedirle mis disculpas.   
En momentos de mayor calma, se imponían las reflexiones. Era evidente que el franquismo había conseguido que muchos enfermáramos de odio. Tanta crueldad, y sobre todo tanta impunidad, nos sacaban literalmente de quicio. El evento trajo a la memoria de los presentes otro acontecimiento anterior, cuando la policía mató al camarada Germán Rodríguez en los sanfermines de Pamplona, un acontecimiento que fue presenciado por  dos compañeros de trabajo y amigos, Nines Sánchez y Pepe Barreto, que regresaron rebosando indignación ante la brutalidad  policíaca. Al día siguiente colocamos carteles de denuncia en todo el centro. En los que yo redacté personalmente, se calificaba al ministro de Interior, Martín Villa, como el primer terrorista de España. La reacción de algunos médicos, incluso los más liberales, fue de escándalo, y en más de un momento la colisión conmigo estuvo servida. Yo les replicaba que aquel señor, aunque tenía detrás todo el viejo aparato de Estado, no podría soportar una mínima investigación criminal, y de haberla tendría que penar por sus innumerables delitos contra el pueblo. Lo decía con tanta energía que los carteles persistieron más allá de los barruntos.
Luego todo fue pasando de aquella manera, como sí la vida no pudiera ser otra cosa, aunque los hechos confirmaban el análisis efectuado por Rossana Rossanda en su obra Un viaje inútil:  "La nueva España nacía prudente, mediadora; nacía como Franco moría, a pasos posiblemente imperceptibles. Como sí hubiese que vigilar para no despertar a alguien, a alguien no claramente definido pero amenazador, más que un grupo o un hombre, una especie de cosa que, de resucitar, lo convertiría todo en sangre y catástrofe."(p. 150)

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