MEMORIAS
PERSONALES DEL 23F
Las anotaciones a lo
largo de febrero no dejan constancia de nada significativo, incluyendo una
intervención muy trabajada por las lecturas en otro acto de solidaridad con El
Salvador, o la preparación de un largo artículo sobre el significado del XX
Congreso del PCUS durante el cual se dio a conocer el célebre Informe Jruschev
con destino a Historia y Vida, y que de manera fragmentaria sirvieron para
montar un "collage" en el "Brusi", a cuya redacción llamé
alrededor de las 17h., del día 23 para preguntar que pasaba con ellos. Tenían
que ocurrir alguna cosa en la redacción ya que me tuvieron un buen rato en el
aparato, hasta que, Jaume, mi contacto en Internacional, cogió el
auricular y sin esperar mi pregunta, me gritó: "Oye, ¿no sabes lo que está
pasando?. !La Guardia
Civil ha ocupado el parlamento…¡".
No tuvo que decirme más,
antes de colgar ya tenía en la mano un viejo transistor de papá, y la caja
tonta a punto. Pendientes de ambos aparatos permanecí durante varias horas,
intentado descifrar que era lo que aquellos energúmenos, militares por
supuesto, tenían detrás para atreverse a tratar a los diputados como si fuesen
delincuentes comunes. Aquello no podía formar parte de un único escenario, y la
cábala era hasta donde llegaban sus apoyos. Indudablemente tenía que
formar parte de un plan mucho más amplio, no en vano, las noticias y los
rumores sobre movimientos golpistas nos venían acompañando desde la
legalización del PCE, que desde entonces se convirtió en la prudencia hecha
partido.
Durante horas nadie
decía nada sobre que papel jugaba en todo aquello su majestad, el
"chico" ahora ya que a nadie se le ocurría que el ejército como
cumpliera con su deber constitucional. Con todo lo que tenía archivado en la
memoria, hubo un momento para recordar lo ocurrido cuando el golpe de los
coroneles, un episodio que le costó las mieles de la corona a su cuñado
Constantino, también hubo una instantánea para la mamá de éste,
Federica, en una foto en la que la vestía la camisa parda con un cierto
aire a lo Pilar Primo de Rivera. El hecho de que a Constantino le hubiera
salido el tiro por la culata permitía pensar que éste no tropezaría en la
primera piedra. A lo largo de las conversaciones a lo largo de toda la noche
también hubieron momentos para pensar en el "amigo americano", sobre
todo porque aún chorreaba sangre del golpe militar en Turquía, el último golpe
militar en Europa y que Reagan era un fascista posibilista, alguien que trataba
de aplicar el "talón de hierro" en nombre de la democracia.
Estaba allí en casa,
inmovilizado, sin más posibilidad de acción inmediata que la que podía brindar la Liga. Hacía lo que
creía que tenía que hacer. Mi primera llamada fue por lo tanto la organizativa.
Me atendió "Melan" (Jaume Roures), y me indicó que no me moviera de
casa para estar en disposición, al poco comenzaron las llamadas y los
comentarios, amigos que me preguntaban sobre qué pasaba, qué haría el rey, si
habría huelga o no, o bien que demonios opinaba de todo aquello, de lo de Valencia,
de lo que se decía que ocurría en los cuartales de tal o cual ciudad. Antes de
la hora prevista servidor ya estaba en el local de la Liga, no sé si me tocó tomar
parte en la redacción de una primera octavilla que estaría a disposición de
madrugada para distribuir por el cordón industrial.
La consigna era que nos
distribuyéramos por nuestros sindicatos y organizaciones, proponer la huelga
general como respuesta, abogar por las convocatorias y las movilizaciones, pero
también andar con cuidado, nadie sabía lo que podía pasar. Recuerdo vivamente a
José Borrás pletórico de ira y energía, gritando a los que andaban perdidos
últimamente, y recalcando vehementemente que se trataba de no dar ni un paso
atrás, porque, con todos los que se han dado el precipicio debía quedar ya muy
cerca. Aunque no me queda la foto, por lo general, los demás, desfilaban más
pausadamente, comentando tal o cual actividad o posibilidad, no éramos pocos
pero tampoco demasiado en aquel extenso e inquieto segundo piso de la calle Trafalgar
cuya entrada aquella noche parecía ser la de la puerta de la calle por el
remolino de militantes con muy mala leche que allí se movía y discutía con una
vehemencia que contrastaba con el silencio de las calles.
La cuestión inmediata
era evidente, el problema era parar el golpe a cualquier precio, y una de
las medidas más obvia era proclamar una huelga general, demostrar que el pueblo
no iba a permanecer al margen, que iba a defender lo que había conquistado
contra el franquismo, pero esta alternativa, planteada tímidamente desde
las cúpulas de Comisiones Obreras fue obviamente desaconsejada por los señores
que ya no lo habían hecho ni cuando la matanza de Atocha, y cuando le
preguntaron a los servidores del Estado, estos respondieron como era natural,
que algo así podía ser interpretado por el ejército como una
"provocación". Servidor al menos no tenía dudas que, si por esta
gente fuese, todavía entonces estaríamos escribiendo cartas de ruegos a la ONU o al Vaticano, para que
intercedieran a favor de las libertades en España. Con esta lógica
conservadora, que, sin ir más lejos, fue la que se utilizó para tratar de
detener la maquinaria que asesinó a Puig Antich, nadie se habría movilizado
años atrás contra el franquismo, en aquellos años negros en el que los desfiles
de Tejeros llenaban la
Castellana de tropas y gentío patrio, cuando las amenazas
contra los enemigos de fuera y dentro aparecían inscritas en las portadas de
diarios "liberales reprimidos" como el ABC.
Cuando andaba todavía en
casa, atareado, llamando aquí y allá, tomando notas, etc., aparecieron mis
padres quienes al parecer no habían tenido suficiente con las llamadas de
teléfono. Seguramente cuando tuvieron lugar dichas llamadas todavía no se
habían hecho cargo de lo que realmente estaba ocurriendo, y no habían tenido
tiempo de pensar en las consecuencias, sobre todo, para quien más les importaba
yo, que era el único de la familia que andaba "metió en todo el
sarao". Debían de ser las veintidós, una hora inhabitual, pero aquella
noche no tenían no sueño, y desde luego no pensaban pegar ojo. Era más que
evidente que estaban estremecidos por unos recuerdos que durante muchos años
habían tratado de olvidar. A mamá aquellas jornadas de julio en La Puebla le cogió en el
campo, además no debía de tener más de catorce o quince años, pero papá que
tenía tres más, y era portador de unos recuerdos mucho más precisos, más
vinculantes. No sé si fue aquella noche o tiempo después que él mismo me
confesó que en vísperas de todo aquello había dado sus primeros pasos para
ingresar en las juventudes, decía que comunistas pero por lo que pude averiguar
después, las únicas que funcionaban en el lugar eran las socialistas, o quizás
ya ambas se confundían.
El día que llegaron a La Puebla los escuadrones de
la muerte, el abuelo los metió a todo en su casa de la calle Sevilla (luego
general Mola), y de allí no se movieron durante al menos una semana. Desde la
oscuridad de la casa cerrada a cal y canto, papá que acababa de estrenar
pantalones largos sintió los gritos y los lamentos de las víctimas, y también
las voces de los criminales, algunos de los cuales, serían después los
encargados del orden público. Cuando volvió a poner los pies en las calles pudo
enterarse que muchos de sus amigos habían desaparecidos, y que a algunos los
habían "matado como a perros, pero pronto aprendió a no preguntar por
ellos. Inmediatamente después, lo obligaron a hacer la guerra "con
estos", que le pusieron ropa militar y un fusil en las manos. Desde
entonces, papá nunca más levantó la cabeza, a lo máximo una vez, fue cuando el
"amo" de la fábrica de aceite donde trabajaba, le preguntó qué le
parecía Rusia, papá lleno de aceite y perchina hasta los ojos, respondió:
"Seguro que peor que aquí no es", una osadía que no le costó el
despido gracias a los buenos oficios del abuelo.
Los papás tenían pues la
lección aprendida, "esta gente era capaz de cualquier cosa", papá, en
su papel de portavoz, me repetía que ya sabían que yo era un insensato, por lo
tanto me pedían que no saliera de casa hasta que todo hubiera pasado, que en
adelante tuviera más cuidado, etc. Se fueron temerosos, justo para coger el
último metro ya que mi ofrecimiento de llamar un taxi les pareció
"demasiado caro". Poco después sonaba nuevamente el teléfono,
habían llegado bien, y volvieron a advertirme sobre "haber que
hacía".
Más tarde regresé al
local, y desde allí marché directo a una reunión de entidades ciudadanas y
políticas de L´Hospitalet para hablar en nombre de la Liga que, localmente, a pesar
de las numerosas deserciones, todavía permanecía coleando, y busqué mis
cómplices, todos ya conocidos, en el ala dura reconocida en unas luchas cuyos
ecos todavía eran recientes para tratar de sacar alguna resolución activa,
sacar una carta abierta o algo así orientada hacia la ciudadanía en defensa de
las libertades y de los derechos sociales A continuación me encontré durante
largas horas haciendo guardia en la sala de la Casa Consistorial
cuyo balcón a plaza mayor, charlando con la misma gente de la reunión
anterior, y argumentando en la misma dirección, insistiendo locuazmente que
había que redactar una proclama para informar y animar al pueblo, una
iniciativa que ya estaba en otras manos. Esto no fue problema, los partidos
gobernantes (PSC-PSUC), ya lo habían previsto, pero en su línea de "no
provocación".
A la hora de discutir,
los representantes del gobierno municipal lo tenían claro. Nos esperaban
con las ideas claras, y argüían en un planteamiento de o lo tomas o lo dejas
que nuestra fórmula de defensa de las libertades y de los derechos sociales,
estaban perfectamente representada en una Constitución contra la cual, dados
algunos de sus contenidos, una parte de los presentes habíamos hecho campaña
por el "No".
Sin embargo, el momento
sirvió para dejar constancia que ya no quedaban márgenes para aquellas lejanas
controversias cuerpo a cuerpo con psuqeros y socialistas, y tutti quanti.
Recuerdo que en uno de ellas, mi firme intervención contra el papel que se le
otorgaba a aquel ejército, dio lugar a un pequeño escándalo, provocado a grito
descompuesto por un azorado y relativamente joven militante socialista que
comenzó a gritar fuera de sí, que lo que yo estaba haciendo era provocarlos
para que dieran un golpe. Seguramente mis respuestas no le convencieron. Cuando
pregunte "¿qué pasa, es que si dan un golpe, tendremos nosotros la
culpa?". El chico, ya más sosegado, respondió que más daba quien
tenía la culpa, un argumento que en aquel momento me trajo a la mente los
lúcidos comentarios del zapatero de Réquiem
por un campesino español, de Ramón J. Sender, que comentando el Alzamiento,
"Que más da si la piedra da contra el cantero o que el cántaro dé contra
piedra. Es el cántaro el que siempre se rompe". Estaba claro que el pueblo
no quería hacer de cántaro.
.:.
El temor pues, estaba bien fundado. Pero en mi opinión no podíamos limitarnos a lo que ellos nos dejan. Respondí que el antifranquismo no había sido otra cosa que la resistencia contra una dictadura golpista, y que al final se había descompuesto. Germán Pedra que hacía de portavoz socialista, al tiempo que intentó calmar a su compañero, y romper una lanza por la libertad de expresión, añadió que lo que importaba ahora era que la dictadura ya había acabado…
Entonces volví a la
carga: "¿Y si ya había acabado, porqué tanto miedo?". En el resumen
afirmé categóricamente que esta Constitución se había redactado con las
pistolas encima de la mesa, con el dilema o reforma pactada o reforma pactada.
Y, precisamente por eso, había que rechazarla. Llamaba a no reconocer la
pistola, a no reconocer su autoridad. Y si nuestro ejército no permitía mayores
posibilidades, no se trataba de jugar como si no fuese así. Germán que
tenía una muy perfilada la argumentación, contraatacó con la teoría de las
etapas. No negaba que había una parte de verdad en lo que yo decía, pero,
primero se trataba de dar este paso, de normalizar en lo posible la democracia.
Cuando dicha consolidación fuera efectiva, entonces se trataba de preparar el
siguiente. En la misma línea se pronunció, Joan Saura, como representante del
PSUC, y si no recuerdo mal, Calixto, del PTE, los tres en la misma dirección
con matices que pasaron a muy segundo plano.
Al cabo de un tiempo,
estas discusiones ya habían pasado a la historia, y apenas si quedaban
resquicios como el activo local del PSUC en la calle Elipse, donde todavía nos
invitaban a participar. Supongo porque con nuestra presencia, por lo menos
tenían la polémica garantizada.
Volviendo a la sala
municipal. En respuesta al toma o lo dejas planteé la alternativa de una hoja
en la que unas notas registraban tal o cual desacuerdo. Pero tanta pluralidad
resultaba un lujo inusual que ni tan siquiera los más radicales tenían
constancia de que esta fuese una práctica posible, y los portavoces no
perdieron más su precioso tiempo. Había habido unas elecciones que dejaron a
cada uno en su lugar, aunque al menos agradeció que nosotros que aunque
habíamos quedado fuera, pero estábamos allí, mientras que los partidos de la
derecha ni siquiera habían dado señales de vida. De entre todos los presentes
que quedó grabado el rostro grueso y fastidiado, la cabeza grande con
envidiable cabello rizado del portavoz ocasional del PSC-PSOE, un absoluto
desconocido para los presentes, un tipo con rasgos gruesos y un tono de
político rudamente pragmático con tonos y semejanza física con Enrique Múgica,
el "barón" que en un seminario declaró a los jóvenes socialistas que
la mejor manera de hacer antimilitarismo era subir el sueldo a los mandos. El
portavoz no aceptaba ni siquiera la discusión.
Así es que la hoja
saldría igual sin nuestra firma, por lo tanto la opción era simple. Entre los
que firmamos de mala gana, estábamos el muy adusto Francisco, portavoz del MCC y un servidor. Actuando
como la "mosca cojonera", según la definición del portavoz socialista que amí me recuerda a Enrique Múgica.
El mismo personaje que insiste hasta el final de la reunión, proclamando que si ellos estaban allí porque antes de las elecciones habían tenido lugar luchas y asambleas que era lo que en realidad habían abierto los caminos, etc. Me parecía que no era cuestión de permanecer al margen en un momento como aquel, y la hoja estuvo en la calle de buena mañana, y buena parte de ellas se distribuyeron desde los centros de salud donde los distribuí mientras me daba una vuelta por todos los de L´Hospitalet en la moto de uno de los "simpas".
El mismo personaje que insiste hasta el final de la reunión, proclamando que si ellos estaban allí porque antes de las elecciones habían tenido lugar luchas y asambleas que era lo que en realidad habían abierto los caminos, etc. Me parecía que no era cuestión de permanecer al margen en un momento como aquel, y la hoja estuvo en la calle de buena mañana, y buena parte de ellas se distribuyeron desde los centros de salud donde los distribuí mientras me daba una vuelta por todos los de L´Hospitalet en la moto de uno de los "simpas".
A altas horas de la
madrugada, una antigua "compa", la ahora socialista, Maritxell Josá,
me dejó en las puertas del piso del alquiler de la calle Olçinellas, y allí
seguí al pie de una información que no llegaba, bramando contra los cobardes
que se habían metido debajo de los asientos en las Cortes, !vaya con sus
dignidades¡, así me tragué, La gran noche de Casanova, una ramplona
comedia con Bob Hope que actuaba como un doble del célebre seductor,
lamenté que Joan Fontaine y Basil Rathbone, no tuvieran otra cosa mejor que
hacer, y aguanté sin reír malditas las ganas las gracias al botarate de Hope,
atendiendo un corte no precisamente de los publicitarios sino uno de aquellos
tan propios de los momentos graves. En un momento dado, Maribel, que estaba al
punto de todo, planteó abiertamente las preguntas que le estaban dando vueltas
por la cabeza, y que se resumía en un punto, ¿qué haríamos si los golpistas se
salían con las suyas?
La respuesta no fue la
de ningún discurso. Ella tampoco había dormido, seguro que tenía en mente que
aquellos sucesos podrían acabar en algo muy parecido a lo que tantas veces
habíamos escuchado y leído sobre los golpes (de la moda neoliberal impulsados
estratégicamente por la
Internacional de los trust, la Trilateral) de
Chile y Argentina, y aunque, con gente como aquel Tejero que no mostraba más
humanidad que la que mostró Franco, no creía probable que las cosas fuesen más
allá, lo cierto es que, en aquellos momentos los defensores de la legalidad no
solamente brillaban por su ausencia, es que no se sabía bien si estaban
afilando los cuchillos en sus guaridas militares. Hacía rato que el rey había
hablado, todo indicaba que se trataba más de un golpe que actuaba como
advertencia para los navegantes que se atuvieran a traspasar el
Finisterre. Hacíamos nuestras cábalas, y la conclusión era que la espada no la
tenían envainada sino que la habían colgado sobre nuestros cuellos, sobre todo
de los rupturistas.
Por supuesto, ella sabía
mejor que nadie con quien se había liado, y no se le escapaba que, si alguien
tenía que caer, los de mi calaña íbamos a estar entre los primeros. Maribel
seguía allí delante, aquel era un intervalo como necesario,
permanecía mirándome tiernamente, no se oía una mosca, no faltaba
serenidad a pesar del temor animado por las noticias y por las imágenes del
Congreso y de los tanques por las calles vacías de Valencia. Empero, yo
marcharía dentro de un momento a distribuir octavillas por Bellvitge y por la
zona industrial de la carretera del Medio, mañana había convocada una
manifestación, y para no darle ya más vueltas a los dilemas, la respuesta no
podía ser otra que, de ocurrir lo peor, servidor lo tenía claro como el día. No
me quedaría en casa ni haría unas vacaciones lejos sino que se brindaría para
lo que hiciera falta, o sea para la resistencia, incluyendo las armas si hacía
falta. Me había templado lo suficiente contra Franco para poder decir cosas por
el estilo sin afectación, sin ninguna clase de ínfulas, con toda la convicción
necesaria. Se alimentaba tanto de los valores socialistas en los que seguía
creyendo como de un sentimiento visceral de rechazo contra aquellas tramas, con
todos sus muy ilustres señores, gente de
la calidad humana de un Juan March.
Dicho esto, la escena no
dio ya para más. Había que esperar, pero aún en la peor hipótesis, la suerte
estaba echada. Maribel asintió con tranquilidad, le parecía todo muy
bien. Ella trataría entonces de hacer también lo que le correspondiese de la
mejor manera posible, y al día siguiente hablaríamos con alguna gente conocida
para preguntarle si consentían en facilitarnos algunas viviendas de acogidas,
por sí hiciera falta. No tuve que dar un paso fuera del trabajo para encontrar
cuando menos tres alternativas concretas que, afortunadamente, no hicieron
falta.
.:.
Durante la madrugada
permanecimos distribuyendo octavillas a las puertas de las fábricas, tratando
de hablar con los obreros, sobre todo con los más jóvenes, la mayoría parecía
interesada pero escasamente habladora. Aquí se veía más susto que ira. Con los
que podíamos conocer o hablar cuatro palabras, nos brindábamos a informar en
las asambleas. A mí me podrían llamar al ambulatorio donde, rato después,
seguía repartiendo octavillas en la entrada hasta que la hora del desayuno se
convirtió en una masiva asamblea. El sentimiento era el mismo, mucho miedo y
preocupación. Me tocó hablar en solitario, con una tensión que era evidente
porque aquello no era una mera cuestión de convenio o de orden interno. No me
andaba por las ramas para hablar de las ambigüedades del rey. Además era
rotundo y categórico al afirmar que existía una evidente complicidad en parte
de los ejércitos. De no ser así, subrayé, los mandos constitucionalistas ya
habrían ofrecido inmediatamente la réplica. No era otra cosa a lo que les
obligaba la Constitución,
¿o no era así?. Sí era así, me comentó luego más de uno y de una, pero
son los que tienen las ametralladoras y los tanques, y más vale que esto se
quede en nada como, aparentemente, estaba sucediendo en aquellos momentos.
La acritud de mis
soflamas pusieron visiblemente nerviosos a los que eran conscientes (y temían)
por la presencia en el centro de mandos del ejército que también eran médicos.
Tenía que reconocer que en su mayoría no eran como los que tuve que disfrutar
con ocasión de mi servicio militar, pero también aquí los habían dignos de ser
descritos por don Ramón María del Valle Inclán. Uno de ellos era un tal doctor
Mingorance, un especialista que tenía la costumbre de retrasarse. Una tarde en
los tiempos en que Franco todavía firmaba penas de muerte atravesó la entrada
de la consulta, y cuando saludó, "!Buenas tardes¡", uno de los presentes
le respondió con una sorna muy legitima: "!Querrá Vd. decir buenas
noches". La consulta prosiguió con normalidad, pero cuando le llegó el
turno al de las buenas noches, el doctor se levantó para asegurarse si había
sido él, y cuando respondió que sí, le dio un gancho que le rompió el tabique
nasal. Al día siguiente, el administrador me encontró haciendo un comentario
sobre el asunto, y me llamó a su despacho. El mensaje era simple: "Vd. si
quiere trabajar aquí, ya lo sabe lo que le toca: ver, oir y callar".
Claro, claro, me decían cuando comentaba estas historias que daban para un
volumen, pero también algunos que son buenos profesionales, las excepciones de
rigor, algunas dignas de mención.
Situados ya más en el
momento teníamos otro ejemplo notorio con un tal doctor Lozano, un
"paizano" dentista cuyas hazañas médicas y borracheras le llevaron
más de una vez al despacho del director, un militante de la "fracción
médica" más radicalizada del PSUC que, aunque tenía las manos atadas,
sabía ponerse en su sitio, y consiguió al menos cuadrar al comandante en
más de una ocasión, advirtiéndoles a gritos que no le iba a permitir otra
borrachera más como las que le hacían bailar por las escaleras y no
precisamente como Fred Astaire. Comentando sus hazañas, un dentista de otro
turno de la mañana, un médico catalanista excelente, nos comentó a los
presentes como los "nacionales" regalaron los títulos de dentista al
acabar la guerra. Los candidatos del ejército únicamente necesitaron poner en
la mesa del examen, su pistola y sus medallas de alférez provisionales o de
sargentos. Títulos pues que, como en el caso de Lozano, no correspondían en
nada a sus conocimientos. Estos no iban más allá que los propios de un
sacamuelas como los que habían en aquellos tiempos. Las enfermeras habían
descubierto por su cuenta que ni siquiera inyectar un antibiótico, y no le
dejaban tocar una aguja porque cuando se descuidaron, lo pagaron las víctimas
que regresaron a la consulta con la boca increíblemente hinchada y deformada, amén
que con una cara de susto supino, lo que él atribuía falsamente a una
"reacción". Cuando se embriagaba podía confundir la muela averiada
con otra en buen estado, entonces decía que un error lo tiene cualquiera.
Típico andaluz fulero, siempre dispuesto a actuar de "grasioso" y a
pagar convites y desayunos con sus bolsillos rebosantes de billetes de sus
consultas sin declarar, hablaba y hablaba. Una mañana en que estaba
visiblemente alegre y sin venir muy a cuento, comenzó a contarme como
"ellos" entraron en Arahal, un pueblo vecino al mío. Como si hablara
de una buena cacería, comenzó a comentar la escabechina de "rojos"
que hicieron al entrar, mira chiquillo, cayeron como moscas.
.:.
Aquella era una mañana
de poco gentío, y yo tenía por delante mi libro de rigor, quizás un Deustcher
de bolsillo. Cuando descubrió mi mirada a lo Robespierre, el doctor cambió
súbitamente de tercio. Le vine a decir secamente que a lo mejor ignoraba que
los crímenes contra la humanidad no caducaban, y él estaba hablando de algo que
ni siquiera era una guerra. Rehúso cualquier discusión, y trató entonces
de quitarle importancia a lo dicho, diciendo que no le hiciera caso, que él era
muy joven, que en realidad eran historias que había sentido contar, etc. Es
más, desde entonces trató de convencerme de que, por Dios, por Dios, él
no tenía nada en contra de los "rojos", anda ya. Él era
amiguete nada menos que del padre de Felipe González que era, justo de al lado
de su pueblo, y que en su casa habían un criado que era comunista y siempre los
había respetado, y no sé cuantas cosas más. Lo de Felipe era una credencial que
me facilitaba la parte corrosiva. Cuando insistía en ella, le replicaba que,
siendo así no tenía nada que temer, es más a lo mejor hasta le daban una
medalla atrasada.
El momento de mayor
tensión en la asamblea de la mañana llegó cuando, en pleno arrebato jacobino
lancé una dura advertencia a los que militantes y simpatizantes de Fuerza
Nueva, que los había. Algunos hasta los mencioné por su nombre, y me referí al
nutrido grupo de "fachas" de la Central de la Seguridad Social
en Balmes-Gran Vía que cada 20-N cogían sus autocares para hacer su
peregrinación al Valle de los Caídos, una de las Mecas del crimen organizado.
Les aconsejaba directamente, que más le valía no hacer ninguna señal que le
pudiera costar cara. Esperaba que no tuvieran nada que ver con la trama civil,
con el llamado "bunker", porque de ser así les podía costar muy caro.
Y remarqué que ya me encargaría yo de ello. Fue entonces cuando se alzaron
algunas voces para protestar por un tono que encontraban insoportable. Aquello
era demasiado. No se podía asustar así a la gente, a fin de cuentas aquellos
señores no se habían metido con nadie. No había porque prejuzgar necesariamente
que iban a tener algo que ver con todo aquello. Contesté que su pertenencia a
Fuerza Nueva era ya de por sí un dato más que significativo para pensar que,
cuanto menos, estaban por el exterminio de lo que ellos llamaban "la
antiEspaña" porque cuestionaban sus privilegios. Les recordé lo que
presenciaron unos compañeros durante unas vacaciones en Madrid, concretamente a
un grupo de jóvenes escuadristas que apuntaron con sus pistolas a unos
muchachos de comisiones, para presumir delante de todos "Si os matamos
aquí y ahora, no nos pasaría nada". Pero el tono de aplacamiento llegó
hasta la gente más próxima, alguna de las cuales tenían familiares
"fachas" y militares y no creían que apoyasen la aventura golpista.
También los había que tenían sus muertos por los "rojos", y en casi
todos los casos el sentimiento que predominaba era evitar cualquier
enfrentamiento. La teoría de Sender sobre los cántaros…
Pero a mí nadie me podía
convencer que la mejor respuesta pasaba por hacer el avestruz, eso significaría
renegar a todo lo que había hecho desde mitad de los años sesenta. Además,
tenía claro que el vientre del monstruo ya no contaba a favor con aquella
España "profunda" en la que el Medioevo y el capitalismo se daban la mano.
Contaba una y otra vez que algunas de las mayores movilizaciones obreras se
habían dado en lugares "santos" del franquismo como Navarra o el
Ferrol. A mí no me daban tanto miedo, y lo demostraba siempre que era
necesario. Aquel mismo año tuvo lugar un pequeño incidente que lo
demostró. Hacía tiempo que yo había asumido el papel de responsable del
personal subalterno sin dejar por ellos de permanecer como presidente del
comité de empresa en nombre de comisiones. Normalmente, la apertura al público
se hacía a las 7´45 h., ya que antes de las 8h., no había abierto ningún
servicio.
En aquel tiempo
previo, la entrada se llenaba con unas colas de decenas de personas. Como solía
ser habitual, una mañana entró alguien a hablar muy familiarmente con uno de los
celadores, y yo no le di la menor importancia a pesar de que se trataba de un
guardia municipal, concretamente el jefe del servicio en la ciudad, un tipo
alto con bigote de rastrillo a lo militar que hablaba con ciertas ínfulas, con
términos, yo hice, yo le dije, yo estaba allí. Reprimí mi fastidio por respeto
a mi compañero hasta que en un momento de su bla, bla, bla, declaró que con
Franco tales y tales cosas no pasaban. Faltaban diez minutos para la hora, pero
me dirigí a la puerta, aparté el público, y me dirigí al guardia para decirle
que hiciera el favor de hacer cola como todo el mundo. Se estaba quedando en
evidencia ante mis compañeros y ante la gente, que era la que a mí
--pedagógicamente-- me interesaba. Cada vez que ponía un pero, yo le replicaba
con rotundidad, "!Haga el favor¡". Cuando comenzó a amenazarme,
diciéndome que se había quedado con mi cara, que ya me cogería con mi coche, etc.,
yo insistía: "!Haga el favor, Vd. como todo el mundo, haga la cola…".
Mis compañeros habían visiblemente empalidecido, pero el jefazo se marchó
mascullando, aunque es bastante posible que aquel día aplazara su visita.
De una manera similar
actuaba cuando algún guardia entraba con sus armas, entonces lo obligaba a
salir a dejarla en su coche patrulla, hasta que llegó un momento que con los
atentados de ETA cambiaron las normas, un detalle del que tuvo a bien de
informarme uno de ellos al que tuve que pedirle mis disculpas.
.:.
En momentos de mayor calma, se imponían las reflexiones. Era evidente que el franquismo había conseguido que muchos enfermáramos de odio. Tanta crueldad, y sobre todo tanta impunidad, nos sacaban literalmente de quicio. El evento trajo a la memoria de los presentes otro acontecimiento anterior, cuando la policía mató al camarada Germán Rodríguez en los sanfermines de Pamplona, un acontecimiento que fue presenciado por Nines Sánchez y Pepe Barreto, que regresaron rebosando indignación ante la brutalidad policíaca.
Al día siguiente
colocamos carteles de denuncia en todo el centro. En los que yo redacté
personalmente, se calificaba al ministro de Interior, Martín Villa, como el
primer terrorista de España. La reacción de algunos médicos, incluso los más
liberales, fue de escándalo, y en más de un momento la colisión conmigo estuvo
servida. Yo les replicaba que aquel señor, aunque tenía detrás todo el viejo
aparato de Estado, no podría soportar una mínima investigación criminal, y de
haberla tendría que penar por sus innumerables delitos contra el pueblo. Lo
decía con tanta energía que los carteles persistieron más allá de los
barruntos. Sin embargo, cada estaba más claro que el viento ya no soplaba
a nuestro favor, y las tentativas de movilizaciones para la ocasión resultó un
fracaso total.
El acto en l´Hospitalet,
organizado ambiciosamente en la
Iglesia de San José apenas si reunió a un pequeño grupo de
representantes de los partidos de la izquierdas, incluyendo socialistas como
Miriam Josa, psuqueros como Joan Saura, y Jaume Valls de Comisiones, los mismo
que el día anterior habíamos redactado una octavilla exigiendo la depuración de
los cuerpos represivos y las responsabilidades de los culpables. Aquella tarde,
después de una discusión sin solución, el representante del PCE (i), un
grupo maoísta muy relacionado con Argelia, nos trató casi de traidores porque
no quisimos convertir aquel acto testimonial en una manifestación ridícula. En
su intervención, el personaje comparó la situación española con la de la Argelia ocupada, un
razonamiento que abría las puertas a la justificación de una acción terrorista
que el grupo vivió muy efímeramente, y por el que pagaron algunas amistades que
se mantuvieron a pesar de Stalin y de Mao, porque, al menos entre la gente que
se conocía en el barrio, el sectarismo no estaba reñido con una honestidad
práctica reconocible en nuestros ámbitos.
En ausencia de otra
respuesta, la mayoría comulgó con la filosofía que se explicaba en un chiste
abiertamente reaccionario, el del paralítico que va a Lourdes, y cuando le cae
encima un tumulto, reza: Virgencita, que me quede como estoy. Hasta aquí
habías llegado, y la “historia oficial” comenzó a ser aceptada como verdad.
La acritud de mis
soflamas pusieron visiblemente nerviosos a los que eran conscientes (y temían)
por la presencia en el centro de mandos del ejército que también eran médicos.
Tenía que reconocer que en su mayoría no eran como los que tuve que disfrutar
con ocasión de mi servicio militar, pero también aquí los había dignos de ser
descritos por don Ramón María del Valle Inclán.
Uno de ellos era un tal
doctor Mingorance, un especialista que tenía la costumbre de retrasarse. Una
tarde en los tiempos en que Franco todavía firmaba penas de muerte atravesó la
entrada de la consulta, y cuando saludó, "!Buenas tardes¡", uno de
los presentes le respondió con una sorna muy legitima: "! Querrá Vd. decir
buenas noches". La consulta prosiguió con normalidad, pero cuando le llegó
el turno al de las buenas noches, el doctor se levantó para asegurarse si había
sido él, y cuando respondió que sí, le dio un gancho que le rompió el tabique
nasal. Al día siguiente, el administrador me encontró haciendo un comentario
sobre el asunto, y me llamó a su despacho. El mensaje era simple: "Vd. si
quiere trabajar aquí, ya lo sabe lo que le toca: ver, oír y callar".
Claro, claro, me decían cuando comentaba estas historias que daban para un
volumen, pero también algunos que son buenos profesionales, las excepciones de
rigor, algunas dignas de mención.
Situados ya más en el momento
teníamos otro ejemplo notorio con un tal doctor Lozano, un
"paizano" dentista cuyas hazañas médicas y borracheras le llevaron
más de una vez al despacho del director, un militante de la "fracción
médica" más radicalizada del PSUC que, aunque tenía las manos atadas,
sabía ponerse en su sitio, y consiguió al menos cuadrar al comandante en
más de una ocasión, advirtiéndole a gritos que no le iba a permitir otra
borrachera más como las que le hacían bailar por las escaleras y no
precisamente como Fred Astaire. Comentando sus hazañas, un dentista de otro
turno de la mañana, un médico catalanista excelente, nos comentó a los
presentes como los "nacionales" regalaron los títulos de dentista al
acabar la guerra. Los candidatos del ejército únicamente necesitaron poner en
la mesa del examen, su pistola y sus medallas de alférez provisionales o de
sargentos. Títulos pues que, como en el caso de Lozano, no correspondían en
nada a sus conocimientos.
Estos no iban más
allá que los propios de un sacamuelas como los que habían en aquellos tiempos.
Las enfermeras habían descubierto por su cuenta que ni siquiera inyectar un
antibiótico, y no le dejaban tocar una aguja porque cuando se descuidaron, lo
pagaron las víctimas que regresaron a la consulta con la boca increíblemente
hinchada y deformada, amén que con una cara de susto supino, lo que él atribuía
falsamente a una "reacción". Cuando se embriagaba podía confundir la
muela averiada con otra en buen estado, entonces decía que un error lo tiene
cualquiera. Típico andaluz fulero, siempre dispuesto a actuar de
"grasioso" y a pagar convites y desayunos con sus bolsillos
rebosantes de billetes de sus consultas sin declarar, hablaba y hablaba.
Una mañana en que estaba visiblemente alegre y sin venir muy a cuento,
comenzó a contarme como "ellos" entraron en Arahal, un pueblo vecino
al mío. Como si hablara de una buena cacería, comenzó a comentar la escabechina
de "rojos" que hicieron al entrar, mira chiquillo, cayeron como
moscas.
Aquella era una mañana
de poco gentío, y yo tenía por delante mi libro de rigor, quizás un Deutscher
de bolsillo. Cuando descubrió mi mirada a lo Robespierre, el doctor cambió
súbitamente de tercio. Le vine a decir secamente que a lo mejor ignoraba que
los crímenes contra la humanidad no caducaban, y él estaba hablando de algo que
ni siquiera era una guerra. Rehúso cualquier discusión, y trató entonces
de quitarle importancia a lo dicho, diciendo que no le hiciera caso, que él era
muy joven, que en realidad eran historias que había sentido contar, etc. Es
más, desde entonces trató de convencerme de que, por Dios, por Dios, él
no tenía nada en contra de los "rojos", anda ya. Él era
amiguete nada menos que del padre de Felipe González que era, justo de al lado
de su pueblo, y que en su casa habían un criado que era comunista y siempre los
había respetado, y no sé cuantas cosas más. Lo de Felipe era una credencial que
me facilitaba la parte corrosiva. Cuando insistía en ella, le replicaba que,
siendo así no tenía nada que temer, es más a lo mejor hasta le daban una
medalla atrasada.
El momento de mayor
tensión en la asamblea de la mañana llegó cuando, en pleno arrebato jacobino
lancé una dura advertencia a los que militantes y simpatizantes de Fuerza
Nueva, que los había. Algunos hasta los mencioné por su nombre, y me referí al
nutrido grupo de "fachas" de la Central de la Seguridad Social
en Balmes-Gran Vía que cada 20-N cogían sus autocares para hacer su
peregrinación al Valle de los Caídos, una de las Mecas del crimen organizado.
Les aconsejaba directamente, que más le valía no hacer ninguna señal que le
pudiera costar cara. Esperaba que no tuvieran nada que ver con la trama civil,
con el llamado "bunker", porque de ser así les podía costar muy caro.
Y remarqué que ya me encargaría yo de ello. Fue entonces cuando se alzaron
algunas voces para protestar por un tono que encontraban insoportable. Aquello
era demasiado. No se podía asustar así a la gente, a fin de cuentas aquellos
señores no se habían metido con nadie. No había porque prejuzgar necesariamente
que iban a tener algo que ver con todo aquello. Contesté que su pertenencia a
Fuerza Nueva era ya de por sí un dato más que significativo para pensar que,
cuanto menos, estaban por el exterminio de lo que ellos llamaban "la
antiEspaña" porque cuestionaban sus privilegios. Les recordé lo que
presenciaron unos compañeros durante unas vacaciones en Madrid, concretamente a
un grupo de jóvenes escuadristas que apuntaron con sus pistolas a unos
muchachos de comisiones, para presumir delante de todos "Si os
matamos aquí y ahora, no nos pasaría nada". Pero el tono de aplacamiento
llegó hasta la gente más próxima, alguna de las cuales tenían familiares
"fachas" y militares y no creían que apoyasen la aventura golpista.
También los había que tenían sus muertos por los "rojos", y en casi
todos los casos el sentimiento que predominaba era evitar cualquier
enfrentamiento. La teoría de los cántaros…
Pero a mí nadie me podía
convencer que la mejor respuesta pasaba por hacer el avestruz, eso significaría
renegar a todo lo que había hecho desde mitad de los años sesenta. Además,
tenía claro que el vientre del monstruo ya no contaba a favor con aquella
España "profunda" en la que el Medioevo y el capitalismo se daban la
mano. Contaba una y otra vez que algunas de las mayores movilizaciones obreras
se habían dado en lugares "santos" del franquismo como Navarra o El
Ferrol. A mí no me daban tanto miedo, y lo demostraba siempre que era
necesario. Aquel mismo año tuvo lugar un pequeño incidente que lo demostró.
Hacía tiempo que yo había asumido el papel de responsable del personal
subalterno sin dejar por ellos de permanecer como presidente del comité de
empresa en nombre de comisiones. Normalmente, la apertura al público se hacía a
las 7´45 h., ya que antes de las 8h., no había abierto ningún servicio.
En aquel tiempo previo, la entrada se llenaba con unas colas de decenas
de personas.
Como solía ser habitual,
una mañana entró alguien a hablar muy familiarmente con uno de los celadores, y
yo no le di la menor importancia a pesar de que se trataba de un guardia
municipal, concretamente el jefe del servicio en la ciudad, un tipo alto con
bigote de rastrillo a lo militar que hablaba con ciertas ínfulas, con términos,
yo hice, yo le dije, yo estaba allí. Reprimí mi fastidio por respeto a mi
compañero hasta que en un momento de su bla, bla, bla, declaró que con Franco
tales y tales cosas no pasaban. Faltaban diez minutos para la hora, pero me
dirigí a la puerta, aparté el público, y me dirigí al guardia para decirle que
hiciera el favor de hacer cola como todo el mundo. Se estaba quedando en
evidencia ante mis compañeros y ante la gente, que era la que a mí
--pedagógicamente-- me interesaba. Cada vez que ponía un pero, yo le replicaba
con rotundidad, "!Haga el favor¡". Cuando comenzó a amenazarme,
diciéndome que se había quedado con mi cara, que ya me cogería con mi coche,
etc, yo insistía: "!Haga el favor, Vd. como todo el mundo, haga la
cola…". Mis compañeros habían visiblemente empalidecido, pero el
jefazo se marchó mascullando, aunque es bastante posible que aquel día aplazara
su visita.
De una manera similar
actuaba cuando algún guardia entraba con sus armas, entonces lo obligaba a
salir a dejarla en su coche patrulla, hasta que llegó un momento que con los
atentados de ETA cambiaron las normas, un detalle del que tuvo a bien de
informarme uno de ellos al que tuve que pedirle mis disculpas.
En momentos de mayor
calma, se imponían las reflexiones. Era evidente que el franquismo había
conseguido que muchos enfermáramos de odio. Tanta crueldad, y sobre todo tanta
impunidad, nos sacaban literalmente de quicio. El evento trajo a la memoria de
los presentes otro acontecimiento anterior, cuando la policía mató al camarada
Germán Rodríguez en los sanfermines de Pamplona, un acontecimiento que fue
presenciado por dos compañeros de
trabajo y amigos, Nines Sánchez y Pepe Barreto, que regresaron rebosando
indignación ante la brutalidad policíaca. Al día siguiente colocamos
carteles de denuncia en todo el centro. En los que yo redacté personalmente, se
calificaba al ministro de Interior, Martín Villa, como el primer terrorista de
España. La reacción de algunos médicos, incluso los más liberales, fue de
escándalo, y en más de un momento la colisión conmigo estuvo servida. Yo les
replicaba que aquel señor, aunque tenía detrás todo el viejo aparato de Estado,
no podría soportar una mínima investigación criminal, y de haberla tendría que
penar por sus innumerables delitos contra el pueblo. Lo decía con tanta energía
que los carteles persistieron más allá de los barruntos.
Luego todo fue pasando de aquella
manera, como sí la vida no pudiera ser otra cosa, aunque los hechos confirmaban
el análisis efectuado por Rossana Rossanda en su obra Un viaje inútil: "La nueva
España nacía prudente, mediadora; nacía como Franco moría, a pasos posiblemente
imperceptibles. Como sí hubiese que vigilar para no despertar a alguien, a
alguien no claramente definido pero amenazador, más que un grupo o un hombre,
una especie de cosa que, de resucitar, lo convertiría todo en sangre y
catástrofe."(p. 150)
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