Retrato
de Ángel Fernández Santos, viejo trotsko y crítico de cine
No
creo que sea exagerado llamar la atención sobre el papel clave que Tierra y
Libertad (Land and Freedom, GB-España, 1995), ha jugado en la
evolución de nuestra izquierda radical, y en movimientos como el de la “memoria
histórica”. La película ganó toda clase de premios, y se paseó por los
más diversos escenarios en una fase histórica en la que el neoliberalismo podía
proclamar aquello de “cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han
alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha
terminado”, y de hecho, así lo hicieron algunas viñetas cambiando lo de
“ejército rojo” por
“izquierdas”. También creo de la mayor importancia que su
autor fuese Ken Loach, al que la crítica ya domesticada trataba como el último
exponente de un cine comprometido y militante, y que se había erigido como uno
de los referentes del frente del rechazo al neoliberalismo. Igualmente pienso
que nadie como Ángel Fernández Santos, contribuyó tanto a la difusión de este
frente desde el cine, y que posiblemente nadie contribuyó tanto a la
comprensión y aceptación de Tierra y
Libertad desde su espacio de crítico de cine en las páginas del diario “El
País”, y de ello, valgan como muestras los fragmentos que publicamos a
continuación.
Ángel
Fernández Santos (1934-2004), crítico de cine español, guionista, ensayista y
ocasional escritor de cuentos, era el hermano menor del filósofo y escritor
Francisco Fernández Santos (1928), ensayista marxista de formación trotskista,
autor de varias obras importantes, amén de introductor de Trotsky en la
generación de los sesenta con un artículo emblemático donde los haya: Trotsky,
nuestro contemporáneo, aparecido en el número 2 de los “Cuaderno de Ruedo
Ibérico”.
No
podría precisarlo, pero creo recordar que este fue el primer trabajo que gente
como el que escribe leyó sobre Trotsky en una época en el que este yacía
sepultado por una montaña de perros muertos. Francisco descubrió al viejo en su
casa a los 11 años, su padre era un maestro, socialista de izquierda de la
línea “caballerista”, y había guardado como paño en oro en algún recoveco
casero la primera edición castellana de Literatura y revolución, obra
que le cautivó como lo haría también conmovió al pequeño Ángel que gustaba
llamarse “viejo trotskista” aunque su única militancia conocida fue en el PSOE,
partido que dejó por una puerta cuando el equipo de Felipe echaba lo que les
quedaba de Marx por otra. De aquel tiempo data un soberbio artículo suyo de
proclamación de principios en el que se argumentaba que no se podría hablar de
democracia sin socialismo, y viceversa, un artículo similar al que había
publica como ángel Bernal en 1966 en el especial “Ruedo Ibérico” “Horizonte
español 1966” (vol. 2, p. 219), y en el que se podía leer: “Lo que, en última
instancia nos enseña los acontecimientos universitarios de 1965, es que la España de hoy, democracia y
socialismo son dos perspectivas hermanas, dos objetivos revolucionarios
imbricados recíprocamente de tal forma que sólo a un razonamiento abstracto y
pobre se le puede ocurrir desligarlos”.
Una
ecuación que he encontrado en su reseña de la película de Patricio
Guzmán, Salvador Allende unas líneas suyas equivalentes: "El
filme es conmovedor, elegante, poderoso. Deja ver detrás de su cadencia de
montaje la mano de un maestro en esta tarea del cine embarcado en su hermosa
batalla contra el olvido (…) Se trata de un documento de extraordinaria fuerza
evocadora, un insólito ejercicio de cine documental introspectivo, en el que
Guzmán conmemora desde rincones de su memoria íntima los momentos de gloria del
presidente Allende y lo que su figura tuvo de punto de encuentro con la soñada
esperanza de una fusión entre socialismo pleno y plena democracia" (EL
PAIS, Madrid, 14 de mayo 2004)
Parece
evidente que Ángel era más bien un trotskista quizás un tanto platónico, pero
no por ello menos convencido. De ahí que, al menos para algunos de los que
fuimos sus asiduos lectores, nos pareciera singular su presencia en un diario
que por las mismas fechas en que Ángel dejaba al PSOE, la empresa se fusionaba
con la estaba creando en el terreno de las instituciones Felipe González, el
mismo que poco antes aseguraba que ellos no eran socialdemócrata sino
socialistas, aunque finalmente quedaría claro que ni tan siquiera eran eso.
Esta fusión fue acompañada de la imposición de un nuevo paradigma según el cual
el comunismo era igual al GULAG, éste igual a Stalin, Stalin era lo mismo que
Lenin, y por lo tanto, todo aquel combate de la oposición de izquierdas
no fue más que una variación de la misma lógica “totalitaria”. Está claro que
Ángel no se cambió de camisa, por lo tanto siguió con sus apuestas por el cine
como arte y compromiso, tanto es así que se estableció como uno de los
defensores más constantes y razonados de una serie de películas que marcaron
con sus éxitos la existencia de una resistencia contra el Gran dinero.
Películas como las de Loach y otros como Stephen Frears contra la Thatcher, Un lugar en
el mundo, La estrategia del caracol, Daens, Lamérica, etcétera.
¿Qué
era lo que permitía que Ángel siguiera en aquella caverna postmoderna? No creo
que exista otra respuesta que no sea la de la existencia de una actitud
deliberadamente integradora por parte de PRISA. No se trataba desde
luego, de ningún caso especial. El diario tenía la intención de ocupar todo el
espacio de la izquierda, de no dejar que desde este punto de vista, no creciera
nada a su izquierda, e integró numerosas plumas que cuidaban jardines apartados
del edificio central. Además, se trataba de un proceso de involución, antes de
acceso del PSOE a la gestión gubernamental (y del 23-F, fecha clave que
marcó con fuego los límites del juego democrático), y las páginas de cine no
eran como las de economía, ahí si que no había lugar para márgenes. Sin
embargo, lo de Tierra y Libertad tuvo que resultar un conflicto que se
pudo respirar en sus páginas durante bastante tiempo. La película de Loach
atentaba contra el discurso dominante sobre la guerra civil que mantenían los
expertos de la casa. Para ellos no hubo revolución, o fue un mero estorbo. Su
horizonte de la época no podía sobrepasar la república liberal, en realidad
algo que quedara lo más cercano posible de la “Tercera España” que eran donde
querían instalarse ahora. Por lo demás, el debate provocado por la película,
transgredía el dogma de que la guerra era un asunto tan delicado que, como las
minas explosivas, solamente podrían manipular los expertos.
Cabe
suponer que viejo roquero, Ángel supo sortear las tensiones. Hubo un momento en
el que parecían que iban a por él, como Fernando Savater y Antonio Muñoz Molina
fueron a por Eduardo Haro Teglen que todavía escribía en la misma línea que lo
había hecho en Triunfo. Sin embargo, los comentarios despectivos,
como los que escribió Elvira Lindo, no fueron más allá, y ángel siguió con su
línea crítica. La misma que había defendido en Ruedo Ibérico, y en una lejana
revista como Nuestro Cine de la que fue secretario de redacción
con un plantel de críticos como Víctor Erice, Antonio Eceiza, Pedro Olea,
Santiago San Miguel, César Santos Fontela, entre otros. Nuestro cine
representó un frente de oposición en contra de la línea representada por la
semioficialista Films Ideal. La filosofía de estos era el cine por
el cine siempre que no se pudiera en cuestión los valores del “mundo libre” en
el que franco había ingresado de la mano del republicano Eisenhower. Conocido
en las buenas tertulias, respetado en todos los festivales, Ángel también vivió
la aventura cinematográfica desde dentro, como director (y guionista) fallido
en una película que has el mismo olvidó, Llegar a más (1967), película
inscrita en lo que se llamó “nuevo cine español”. Abordaba el asunto de
la emigración. Recuerdo que Nuestro cine fue inmisericorde, y cuando se
estrenó de tapadillo, ni tan siquiera hice por verla.
Pero
donde sobresalió de verdad ángel fue como guionista. En este oficio su
aportación no puede ser más sobresaliente. Ángel fue coautor de los
guiones de unas pocas excelencias del cine español. Anoten ustedes sino:
trabajó con Víctor Erice para el El espíritu de la colmena (1972) en la
que Ángel encarnó al silencioso maquis que la niña confunde con la criatura de
Frankenstein, y El sur (1983), con el mejor Francisco Regueiro, el de
Las bodas de Blanca (1975), Padre nuestro (1985), Diario
de invierno (1988) y Madregilda (1993), que yo diría que son de
obligada visión para la gente cinéfila, y también para los que quieren entender
algunos de los vías crucis de este país (de países). En suma, un conjunto
de filmes en los que sus directores supieron canalizar gran parte de su
carácter radical, "valleinclaniano", pedagógico, esperpéntico e
interesado en la memoria, la familia, la cultura, la política.
Todo
un historial que nos permite situar perfectamente el entusiasmo de ángel por el
cine combativo Loach, su implicación en el frente del rechazo del
neoliberalismo, y su compromiso con películas como Tierra y Libertad
cuya historia era también la suya, como lo era también la nuestra (y la de
ustedes que quizás no lo han visto)
Anexo:
Las dos reseñas de AFS sobre la película de Loach aparecidas en “El País”.
1.
A. Fernández-Samtos: Libertad y Tierrra (1-02-1996)
El
desacuerdo que sigue tiene también algo de autodesacuerdo. Las decisiones
gremiales conciernen a todos y cada uno de quienes formamos parte del gremio
que las decide y ninguno de sus componentes las podemos considerar del todo
ajenas, pues algo nos toca de ellas, aunque no las compartamos e incluso si nos
fastidian. Soy miembro del gremio que decide por votación los premios Goya de
cada año y por tanto sus decisiones me, involucran, aunque no sean las mías o
me haya abstenido de votar y no tenga nada que ver con lo que resulta de esa
votación. Sé de varios profesionales de ese gremio que se abstuvieron de votar
este año por la razón que aquí convoco: su perplejidad, a la hora de aportar su
grano a la decisión de cuál es la mejor película española de 1995, ante la
exclusión de Tierra, y libertad de la lista de merecedoras de ello.
Que
esta exclusión es, en palabra dulce, discutible (por eso aquí es discutida,
además de porque lleva dentro un gesto suicida) lo indican tres hechos: el
primero es que hace dos meses los miembros de la Academia de Cine de
Europa la eligieron mejor película europea del año; el segundo, que hace tres
días quienes deciden en Barcelona el premio San Jordi la consideraron como la
mejor película española; y el tercero, que ayer nos llegó la noticia de que los
críticos de cine de Francia reafirman el criterio de los primeros y decidieron
también considerarla (al alimón con la griega La mirada de Ulises) la mejor película
europea de 1995.
El
desacuerdo se refuerza si se añaden a estos reconocimientos otros dos: que la
película obtuvo el Premio de Crítica Internacional en el último festival de
Cannes; y que el locuaz actor francés Jean-Claude Brialy, que fue miembro del
jurado oficial de ese festival -en el que Tierra y libertad compitió y, pese a
las ovaciones que arrancó del público y las altas calificaciones que alcanzó en
los paneles de los críticos, no se llevó nada- declaró que la película fue
defendida por la mayoría de los jurados e incluso varios de ellos opinaban que
era la mejor, pero que éstos no pudieron sacarla adelante, debido a la
obstrucción frontal y terca de uno de ellos, el mexicano.
A
quienes no estén al tanto de los cambalacheos que preceden a la confección de
una lista de premios de esta especie -en la que entran en juego millonadas en
forma de imagen y de recaudaciones, una y otras con alcance mundial- les
sorprenderá que se produzca en ellos, y con frecuencia, esta curiosa especie de
vetos. Pero no hay de qué sorprenderse: el toma y daca entra allí en juego y
funciona, como funcionó cuando un productor francés, jurado en el festival de
Venecia, logró quitar literalmente de las manos de Carmen Maura, para llevarla
a las de su paisana Isabelle Huppert, la célebre Copa Volpi por su trabajo en
Mujeres al borde de un ataque de nervios. Y como funcionó en muchos otros casos
que han trascendido en confidencias como la de Brialy respecto de Tierra y
libertad en Cannes.
Ignoro
si Rosana Pastor, que actúa (maravillosamente) en esta película española y que
fue premiada con el Goya a la mejor -actriz- revelación, no acudió a recoger el
regalo porque no pudo o porque no quiso hacerlo. Me parecería fundado, de ser
cierto, que su ausencia del ritual de los Goya fuese un gesto de rechazo a
servir de coartada a la previa discriminación de los profesionales de la
academia contra Tierra y libertad, porque este olvido -a la luz de los cinco
recuerdos citados-, y ya en palabras no dulces, me parece bien un indicio de nacionalismo
y racismo cultural -el filme lo dirigió Ken Loach, que impone en sus trabajos
el equipo de profesionales, británicos como él, que comparte habitualmente la
creación de las películas que dirige- o bien de miopía o de barrida gremial
hacia dentro.
En
realidad, estas tres hipótesis se reducen a una, son la misma: ahora que no
existen, en cuanto productos, películas españolas, sino europeas comunitarias
hechas aquí o con recursos de aquí, expulsar fuera del impulso de crecimiento
de nuestra industria del cine una película que está extendiendo por todo el
mundo una generosa y vigorosa imagen de España es en realidad, bajo la especie
de autoprotección, una estrecha, torpe y (como dije) suicida manera de tirar
piedras al propio tejado.
2.
Conmovedora derrota (7-04-1995)
Esta
bellísima, tierna y, sin embargo, furiosa película cuenta la historia de una
casi desconocida y cuantitativamente pequeña -pero con capacidad desveladora de
la interioridad del multitudinario desastre en que desembocó el movimiento obrero
europeo posterior- derrota ocurrida dentro de la gran derrota de España por el
fascismo: la destrucción por el Ejército republicano, por entonces en gran
parte en manos de Stalin, de las milicias trotskistas (aunque su estrategia fue
combatida desde su exilio en México por el propio Trotski) del disidente POUM o
Partido Obrero de Unificación Marxista, aliado a la resistencia anarquista
contra el Gobierno republicano central. De su condición de representación de la
convivencia de un puñado de luchadores que se entienden mutuamente por encima
de su disparidad de idiomas, proviene la fuerza de captura emocional de Tierra
y libertad, su capacidad para conmover e incluso para hacer despuntar un llanto
con dientes apretados. Loach, fiel a su estilo (más elaborado de lo que a
primera vista parece) de siempre, transmite esa conmoción gracias a la
capacidad de convicción y de contagio que misteriosamente da a las imágenes; y
a la inmediatez y cercanía, de refinada estirpe documental, que en esas
imágenes adquieren los personajes, llenos de vigor, que representan. Es una
obra de grandísima talla moral y deslumbradora (tiene tripas complejísimas: el
guión de Allen es pura relojería) sencillez analítica, que -con L'Espoir, de André Malraux- contiene el
más bello tributo que el cine ha dado a la memoria de la España libre.
Hablada
en un maravilloso entrelazado de castellano, inglés británico, inglés
americano, francés, alemán y catalán, esta babel cinematográfica ocurre en la España de 1937, pero es
mucho más que la reconstrucción de un capítulo espantoso y todavía semioculto
de la guerra civil española. Es también, y sobre todo, la representación de un
rincón del más negro capítulo de la historia universal de la infamia en este
siglo: el estalinismo, visto desde la evocación de un puñado de sus incontables
víctimas.
Desmontar
ahora, cuando se ha desmoronado, la sangrienta impostura estalinista es un
deporte generalizado en Occidente, pero demasiado fácil para concederle mérito.
En cambio, desmontarlo en aquellos años, como hicieron con energía intelectual
y moral suicida -León Trotski (debería releerse hoy el debate sobre la URSS entre este hombre, que
la creó, y Bruno Rizzi, en 1939, donde todo quedó predicho) y un puñado de sus
discípulos, era firmar la autocondena a muerte. Tierra y libertad es, por ello,
la representación de un pliegue del suicidio de los últimos -y el tiempo ha
sentenciado que únicos genuinos- revolucionarios bolcheviques.
Las
armas que Loach y Allen emplean para representar esta tragedia son de contundencia
y transparencia ejemplares. Escenas básicas, como la -asombrosa por su mezcla
de sencillez y hondura, de espontaneidad y rigor- asamblea de milicianos y
campesinos para decidir el destino de la tierra ganada en combate, son
candidatas a formar parte del poema de la esperanza del desesperado, pues
contienen cine llevado al límite de sus posibilidades de representar la pasión
-que el filme revela no extinguida- que funde e identifica libertad y
generosidad.
El
trenzado de prodigiosas composiciones -muchas de intérpretes no profesionales-
y la exquisita graduación que Loach y Allen imprimen en la casi imperceptible
médula argumental de la historia de amor (en registros de creación lírica de
gran elegancia) entre lan Hart y Rosana Pastor están entre lo más hermoso que
ha dado a las pantallas el cine europeo reciente, de manera que verlo
reconcilia con un arte que se degrada cuando no reencuentra, como ahora en esta
incomparable película, sus conexiones perdidas con la busca de la verdad.
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