La revolución francesa en el cine
Un territorio en el que se insertan
biográficamente personajes como Herzen, Bakunin, Kropotkin, y el propio Tolstói.
El pensamiento social de Tolstói pues, no se encuentra tanto en sus obras de
ficción como en sus ensayos, sobre todo en los escritos al final de su vida.
Creo que a través del personaje central Pietr, Tolstói, ilustra magistralmente
la divisa que Miguel Unamuno aplicó a la variante española: “Que se vayan
los ocupantes, pero que se queden las ideas”.
La segunda según Ferro sería la
apreciación marxista (compartida por Kropotkin en este punto en su “Gran
Revolución”) era que como tal revolución se había quedado “a medias” a
pesar de los jacobinos como Robespierre y Saint Just y de la “Conspiración de
los Iguales” de Gracchus Babeuf, motivo de una de las mejores novelas de Ylia
Ehremburg del mismo título. Para algunos historiadores soviéticos, 1789
aparecía como referencia para prevenir movimientos terroristas como la
rebelión de Pugachev: es significativo que hasta 1978 no se realice un film
soviético que glorifique esta revuelta (Pugachev, de Alexei Saltikov), amén de ¡Tempestad! (1958), una ambiciosa y
parcialmente lograda adaptación de la gran novela de Alexandre Puskhin, La hija del capitán, que tiene como trasfondo esta gran
revuelta campesina liderada por Pugashev (soberbio Van Heflin) en los tiempos
de emperatriz Catalina II (Viveca Lindford). Recordemos que el de Pugashev
sería el mayor mito revolucionario ruso, un referente para la tradición
socialista-populista, no en vano este personaje lideró una mítica insurrección
agraria cuyos ecos pervivió al cabo de los tiempos.
Ferro añade otro factor más: “la Revolución cambió de
jefes el 9 Termidor”. Sugiere que sí por entonces asimilamos (comparando con el
período 1917-1920), a los mencheviques y eseristas con los girondinos, y a los
bolcheviques a los jacobinos, como tantas veces se ha hecho. Luego, sí Danton
representa los moderados y Lenin es un trasunto de Robespierre, ¿a quién le
correspondería el papel de Bonaparte?. Siguiendo con Ferro en un terreno que no
nos parece digno de su obra, nos habla de “un paralelismo inesperado, que puede
hacer de Trotsky”, un extraño Bonaparte que renuncia a utilizar el ejército que
les fiel en su lucha por el poder. Luego añade “o Stalin el homólogo de
Napoleón, tiene algo de incómodo y desagradable que justificaría los peligros
de la analogía y los silencios del cine soviético. Un cine que solamente en sus
últimas fases abordó la cuestión del estalinismo. Finalmente, Ferro habla de
que este cine prefirió “una visión marxista (o supuestamente marxista) de la
historia”, a través de tres películas sobre Comuna de París, siendo la
única conocida La Nueva Babilonia,
de Kozintsev y Trauberg (1929).
La siguiente peculiaridad que
presente el cine que trata de 1789 es casi la ausencia total de películas que
le sean favorables de modo global, la excepción en el cine clásico sería La
Marsellesa (1938), la célebre obra que Jean
Renoir realizó en su época (especialmente marxista y creativa) de entusiasta
del Frente Popular, pero yo al menos añadiría por los menos Scaramouche, sobre todo la versión de
George Sydney (1952), adaptación de la obra de un demócrata radical como Rafael
Sabatini (1875-1952) que también brindó al cine otros títulos progresistas como
El capitán Blodd.
Anota Ferro que Alemania dio el
ejemplo a principios de los años veinte con títulos como el Danton, de Dimitri Buchowetzki -un emigrado
ruso-, que daba vueltas al mito reaccionario –el franquismo intelectual lo
repitió ad nauseaum- según el cual la
revolución devora a sus hijos, y la muy valorada y frívola Madame Dubarry, del maestro Lubitsch,
que “años antes que la versión de Dieterle ya denunciaba los excesos
revolucionarios”. Ferro añade que “estos últimos cineastas, de todos modos, son
de los pocos que señalan los vicios de la corte de Luis XV”, algo que también
puede encontrarse en las diferentes versiones fílmicas de la obra de Charles
Dickens, Historia de dos ciudades, paradigma del “centrismo liberal” según el
cual a los abusos arbitrarios de la nobleza y de la corte le correspondió el
contrapunto de los excesos del pueblo, crudamente representados en las
“tricoteuses” que mientras tricotan la lana jalean la actividad de la
guillotina.
Conviene no olvidar que para
Hollywood, los “fastos cortesanos proporcionan a los productores un marco
sensacional para su fábrica de sueños, cosa que no se puede decir, por
supuesto, de la pobreza del campesinado o las recogidas de impuestos. y por
otra parte, si después de la independencia, la revolución como fenómeno
político era rechazada de plano por la sociedad americana, a cambio podía jugar
el papel catastrofista que da vida al género preferido de los editores, de los
novelistas y de los cineastas: el melodrama”.
No ha sido otro el parámetro
dominante la Meca
del cine acabó asimilando esta posición “centrista” en detrimento del apoyo a
la revolución que caracterizó a los “padres” de la revolución de 1776, apoyo
que el cine ha dejado patente al menos en dos películas: Jefferson en París (1995), la muy
académica obra de James Ivory, y en La
nuit de Varennes, de
Ettore Scola a través de la figura de Tom Paine que participó tanto en la
norteamericana como en la francesa, dos filmes sobre los que prometo sendos
trabajos. Ferro hace notar que si bien Hollywood no duda “en denunciar la
miseria del pueblo y sus desgracias durante el Antiguo Régimen”, a partir del
Griffith de Las dos huerfanitas
(1922), una de las joyas del melodrama, “se pone el énfasis en la crueldad de
los jacobinos y, muy especialmente, de Robespierre, símbolo de la anarquía y el
bolchevismo”. Desde entonces, resulta evidente que el cine no dejó por lo
general de interrelacionar ambas revoluciones.
Curiosamente, resulta que en una
magnífica serie documental sobre la revolución se informa que los lugares donde
habitaban los soldados de la “brigada” que actuó a favor de la revolución
norteamericana contra los británicos, pasaron a ser baluartes de la revolución.
Por cierto, Lafayette
tuvo su “biopic” en 1961, en una superproducción dirigida por el anodino Jean
Dreville (al que Bertrand Tavernier exalta como resistente en su Salvoconducto), y en la que lo único
memorable sería Orson Welles actuando como Benjamín Franklin.
Pero –nos dice Ferro- en Francia
pasaría lo mismo. Nuevamente, con la excepción ya citada de Renoir, o habla de
la más reciente de Stellio Lorenzi, un cineasta italiano que dedicó una
película, La expedición, al protonarquista italiano Carlo Pisacane, pero del
que no he podido averiguar nada más. Generalmente, los cineastas franceses se
han apoyado en la crítica de los “excesos del Terror” para dar canchas a las
tesis de Action Française, lo cual es evidente en el caso de Sacha Guitry, un
director y escritor de talento pero tan reaccionario que no dudó en convertirse
en un “colaboracionista” aunque fuese a regañadientes. Ferro atribuye
inclinaciones fascistas parciales a Abel Gance, y en esta clave desde la que
analizará su obra más célebre: Napoleón
(1927), cuya significación para la historia del cine es por otro lado
incuestionable, no es en vano que Francis Ford Coppola patrocinó su
restauración. A mediados los años cincuenta, la crisis del estalinismo y su
extensión en los países del Este, pero sobre todo, la represión de la
revolución húngara de 1956, “favorecen –según Ferro- la corriente de
reprobación que, con efecto retroactivo, se hace extensiva primero a Stalin, y
después a Lenin, el bolchevismo, el marxismo, y más lejos todavía al espíritu
ilustrado que se considera responsable de la Revolución”.
Por este camino se llegará a la
fórmula que tanto se debatirá con ocasión del Bicentenario. De un lado su
condena neoliberal porque se quiere ver en sus excesos jacobinos el antecedente
del estalinismo, y de otro, la reafirmación por parte de la izquierda de su
papel central en la lucha por las libertades (incluso bajo su forma
napoleónica) y por su reivindicación de los derechos del hombre o sea por sus
méritos.
Así pues, se ha querido filmar 1789 a través del prisma
empañado de la “guerra fría”, de tal manera que el “centrismo liberal” y las
actitudes reaccionarias han ido de la mano. Las producciones de Hollywood
que han funcionado siguiendo estereotipos culturales muy yankis, han tenido a
subrayar la frivolidad y la prepotencia del Antiguo Régimen en contraste
con la austera y puritana América, tabla de salvación para los náufragos…Las
grandes damas que viven romances apasionados y a las que son redimidas por el
amor en el peor de los casos como María Antonieta o la Du Barry, acaban siendo
víctimas propiciatorias de un populacho al que en ningún momento se asocia con
la palabra democracia. Este esquema se reproducirá por igual con la Revolución rusa y el
comunismo, identificando de estas maneras las dos revoluciones para llegar a
una condena global en nombre de los valores de libertad que encarna la
democracia liberal, aquella que al decir de presbote felipista da oportunidades
tanto al palacio como a la cabaña.
Desde la época del cine mudo,
Hollywood ha vivido bajo la hegemonía del melodrama, un enfoque que acabará
contaminando todos los demás géneros, y el histórico no fue ninguna excepción.
En el melodrama se requiere que un personaje haga de víctima, “por lo general
femenino, ya ser posible encarnado por una hermosa actriz, y el guión debe
procurar que el espectador se ponga en el lugar de la sufriente protagonista”.
El paso siguiente es un contexto histórico en el que –como diría Dickens-
ocurriera lo mejor y lo peor, de tal manera que auspiciara “una serie de
peripecias violentas, providenciales o catastróficas que no siempre se deben a
la lógica de los acontecimientos”. El público se hizo a un esquema que ya había
sido ampliamente probado en la literatura popular. Desde este punto de vista, la Revolución no deja de
ser un acontecimiento colosal como lo podía ser una guerra civil (Lo que el
viento se llevó), un terremoto (San Francisco), el incendio de una gran ciudad
(Chicago), las inundaciones de los monzones (Las lluvias de Ranchipur), etc.
La revolución normalmente no tiene motivos ni logros identificables, son
ante todo un cataclismo en medio del cual los personajes naufragan, y viven sus
experiencias más terribles o más sublimes.
Este esquema resulta bastante
ostensible en las adaptaciones de Historia
de dos ciudades, de Dickens, de la que permanecerá –a pesar de
su carácter “centrista”- especialmente la versión de 1935 del mejor Clarence
Brown, sobre todo por la interpretación antológica de Ronald Colman, una cumbre
que no pudo mejorar en absoluto el gran Dirk Bogarde en 1958; en la escarizada
y hoy olvidada El caballero Adverse,
de Mervyn LeRoy (1936), una película “liberal” de aventuras en la que se hace
una referencia casi mística del esclavismo que haría las delicias del Vaticano
ya que sale un monje que ayuda a los esclavos y que “convierte” al negreo, sin
olvidar la ya mencionada María
Antonieta, de W. S. Van Dyke, en cuyo final Fersen le ofrece a
Maria Antonieta un pasaje para las Américas. Las Américas será también el
destino de la pareja formada por Jean-Paul Belmondo y Merlène Jobert en Gracias y desgracias de un casado del año 2
(1971), una película del estimable Jean-Paul Rappenau (Cyranno), que presenta
la revolución como una revolución.
Al menos para el cine, los tiempos
estaban cambiando, y durante un tiempo el modelo de La
Marsellese se impondría al del cine
norteamericano y al francés más conservador, pero eso será motivo para otra
entrega…
Notas
1) El cine y la revolución apareció como prólogo al grueso volumen que
la Pompidou
dedicó a un ciclo homónimo. E3l trabajo de Ferro fue traducido para la edición
castellana de la obra de Ferro, Historia
contemporánea y el cine (Ariel, Barcelona, 1995). Todos los entrecomillados
pertenecen a esta edición.
2) Para mayor detalle me remito a mi
artículo Danton en DVD aparecido en
Kaosenlared.
3) Este punto lo ha tratado
ampliamente en mi trabajo sobre “el cine y la trata de negros”, igualmente aparecido
en Kaosenlared.
No hay comentarios:
Publicar un comentario