Reds, una película a considerar seriamente (*)
Por si alguien no lo sabe, Reds
fue una producción financiada -ahí es nada- por la Barclay Mercantile
In., y distribuida mundialmente por la Paramount.
Su protagonista, Warren Beatty,
ejerció igualmente las labores de director, productor y participó en el
argumento, guión y diálogo, junto con el comediógrafo británico izquierdista,
Trevor Griffiths, que había colaborado en el cine con Ken Loach en su película
teóricamente más "trotskista", Fatherland (1986). También tomaron
parte, aunque sin aparecer en los títulos de créditos, Elaine May y Robert
Towne. La fotografía, de tonalidades oscuras en interiores y anaranjadas en
exteriores, estuvo a cargo del prestigioso Vittorio Storaro (Novecento), en
tanto que la música la puso Stephen Sodheim con aportaciones adicionales de
David Grusin. Fue estrenada en diciembre de 1981 en New York. La parte
norteamericana fue rodada en Lincolshire y en Londres, en tanto que la parte
rusa se dividió entre Finlandia y España. Aquí, concretamente, el palacio de
Riofrío de Segovia sirvió como escenario de los debates del Komintern, mientras
que el Alcázar de Sevilla hizo a su vez de fondo para el caótico Congreso
Internacional de Bakú. Luego, en las proximidades de Guadix (Granada), en un paisaje
que recordaba la estepa rusa, se filmó el asalto de los últimos reductos del
ejército blanco contra el tren en el que viajaba Reed, junto algunos de los
líderes de la revolución triunfante, hacia Moscú. Otro lugar elegido fue la Estación de las Delicias,
que se convirtió en la estación de Moscú, como ya lo había hecho en Doctor
Zhivago (David Lean, 1965), sin duda el principal antecedente fílmico de Reds.
El guión se apoyaba en los diversos
libros del propio Reed y Louise Bryant, y en menor grado en la mejor biografía
del primero, la escrita por Robert A. Rosenstone (de la que existe una edición
en castellano en ERA, México, 1975, trad. de Juan Tovar), al que Beatty
contrató como asesor histórico. En un largo artículo sobre la película escrito
a raíz de su estreno, Rosenstone considera que el título resulta
"intransigente, temerario, rotundo", muy en línea de Jaw
(Tiburón). No obstante, concede que Reds al menos no oculta el "hecho
fundamental: esta película trata de personajes radicales y revolucionarios, de
personas que no temieron agruparse bajo un nombre desprestigiado en los Estados
Unidos, que no temieron llamarse a sí mismos comunistas". Las divergencias
con Rosenstone fueron más allá del título, y de hecho, éste apenas sí tuvo que
responder a algunas preguntas específicas orientadas a precisar al máximo los
detalles cronológicos y la ambientación de algunos acontecimientos, algo sobre
lo que Hollywood mantuvo secularmente una proverbial despreocupación que,
empero, Reds, desmintió al menos en parte.
Según Rosenstone, el trabajo del
asesor histórico fue ínfimo comparado con el de la montadora, Dede Allen, que
tuvo que reducir drásticamente a 187 minutos todo lo rodado. Su cometido fue,
por un lado, reducir kilómetros de escenas filmadas sin dejar ningún hilo
argumental suelto, y ofrecer un metraje aceptable: para una distribución
millonaria, ya que los 35 millones de costo atribuidos al filme no se
traslucieron tanto en la pantalla como en una campaña publicitaria que, cuanto
menos, contribuyó a evitar el peligro de que la película conociera un fiasco
financiero como el sufrido poco antes (que de 53 millones de dólares sólo
recuperó al parecer uno y medio) igualmente radical en su contenido, la
subvalorada Las puertas del cielo (Heaven's gate), que arruinó la
prometedora carrera del controvertido Michael Cimino, y que fue considerada
como la primera aproximación "marxista" a la historia de las matanzas
de campesinos y emigrantes por los terratenientes y ganaderos en Norteamérica.
Sin embargo, ni este indudable mérito ni muchas buenas críticas la salvaron de
la quiebra, en parte porque la versión reducida la hacía bastante
incomprensible.
Desde el punto de vista de las ideas
políticas, Reds representa un auténtico "hito", una empresa
verdaderamente singular en un medio tan conservador como Hollywood. Este
"biopic" de John Reed y Louise Bryant tenía, como explica Rosenstone,
todas las señas de un desafío al sistema en una coyuntura especialmente
reaccionaria como la marcada por los gobiernos de Reagan y Thatcher. Evocaba
gloriosamente la trayectoria del más reconocido de todos los comunistas
norteamericanos, o sea de una ideología considerada como fuera de ley, la
responsable del "imperio del mal". Se trataba por lo tanto de un
proyecto singular con un alcance propagandístico; el nombre de Reed, que hasta
entonces era conocido casi exclusivamente por una minoría, pasaba a engrosar la
mitología popular, y millones de personas de todo el mundo supieron de su vida
y su obra gracias a la película. De hecho, otras tentativas de un calado
político más o menos similar, como lo pudieron ser la exaltación apasionada de
Rosa Luxemburg (1986) por Margarette Von Trotta, la evocación del Gramsci más
pensador en sus Días de cárcel (1976), de Liliano del Fra (por no hablar
de la acrítica evocación del "caso Dimitrov en La advertencia, de
nuestro J. A. Bardem), o la (muy mediocre) reconstrucción de El asesinato de
Trotsky por Losey, resultaron auténticas excepciones que nunca salieron de
dichos círculos minoritarios. Cuando se trataba de grandes producciones, la
manipulación grosera estaba garantizada, como resultó notorio en el desenfocado
retrato del Che (1969) servido por Richard Fleischer en el momento más
indigno de su irregular pero apasionante carrera.
Después de conseguir numerosos
premios como el de los cronistas de la ciudad de New York, considerados como la
antesala de los Oscars, luego fue la película más nominada de 1982, incluyendo
la nominación a "Mejor Película", alcanzando un récord que entonces
no se conocía desde Ben-Hur. No obstante, a la hora de la verdad, la
preciada estatuilla Únicamente recayó sobre la fotografía de Storaro, y sobre
Maureen Stapleton como "Mejor Actriz Secundaria", que había dado un
rostro inolvidable a Emma Goldman. Warren Beatty ganó el de "Mejor
director", lo que no resultó en absoluto tan convincente como en los otros
casos, pero se premió seguramente la tentativa como se volvió a hacer con otros
empeños industriales y personales similares a Kevin Costner por Bailando con
lobos, o a Mel Gibson por Braveheart. Cuando Beatty subió para recoger la
estatuilla al escenario del "Dorothy Chandler" al son de La Internacional, la
celebérrima canción de Eugene Pottier que, tradicionalmente, presidía las
manifestaciones y desfiles revolucionarios y obreristas, dio lugar a uno de los
momentos estelares más sorprendentes de la historia de Hollywood, y más de un
reaccionario (sin perspectivas históricas) pensó lo peor.
Aquel año los Oscars no resultaron
especialmente memorables; el de interpretación fue a parar a la augusta pareja
de En el estanque dorado, Katherine Hepburn -que había sido una de las
"rojas" más significadas del cine- y Henry Fonda, el inolvidable
protagonista de Las uvas de la ira. Significativamente el de la "Mejor Película
Extranjera", que se creyó seguro para El hombre de hierro, la
"estatua" que Andreij Wajda dedicó a Lew Walesa, que no tardaría en
poner boca abajo todas las concepciones sociales y democráticas de Solidarnosc
en mera politiquería neoliberal, acabó finalmente en manos de la húngara Mephisto,
de István Szabo, un personaje capaz de cualquier cosa con tal de estar entre
los vencedores, todo lo contrario que Reed.
Tal como indico más atrás, se puede
decir que sobre el papel Reds representaba el techo de lo tolerado ideológicamente
por Hollywood en cuestión de la permisividad ideológica, algo ciertamente
impensable solo unos años atrás. Recordemos que. a pesar del gran número de
episodios legendarios en la historia social norteamericana, Hollywood jamás
abordó ninguno de ellos más que de una manera tangencial, lo que vale incluso
para los líderes de la revolución de 1776, todos ellos más bien
"jacobinos". De hecho, algunos de estos episodios acabaron siendo
abordados por el cine europeo, tal es el caso del sindicalista y compositor del
IWW, Joe Hill, ejecutado por un pelotón de fusilamiento en Utah en 1916,
y sobre el que el sueco Bo Wideberg realizó una fría aproximación en 1976.
Antes uno de los componentes del "cine político" italiano, Giuliano
Montaldo, fue quien reconstruyera el célebre caso de Sacco y Vanzetti
(1971), y años antes Hal Asbhy había abordado una biografía del más notable
discípulo de Joe Hill, Woody Guthrie, en Bound for Glory (Esta tierra es
mi tierra, 1976), cuyo aliento crítico no le impide escamotear las relaciones
del famoso cantante con el partido comunista.
No obstante, conviene ajustar que, a
pesar de su línea conservadora tradicional (que, obviamente, no lo parecía
tanto en la España
de Franco, donde el cine "liberal" norteamericano era lo máximo de
izquierdas que se permitía), Hollywood fue en algunos casos una plataforma para
diversas tentativas radicales desde los tiempos en que el contradictorio David
Wark Griffith rompía una lanza a favor de la huelga en su obra más
representativa, Intolerancia. Durante los tiempos del cine mudo,
Hollywood toleró el apogeo de un cine cómico cuya vena antiburguesa y
libertaria resulta, vista en perspectiva, bastante sorprendente, sobre todo en
el caso concreto de Charles Chaplin que, como es sabido, acabó en abierto
conflicto con la capital del cine, y su cine considerado como
"subversivo" y él mismo obligado a exiliarse. Los años treinta
comenzaron con el éxito de uno de los mayores alegatos antimilitaristas de
todos los tiempos, como Sin novedad en el frente (Lewis Milestone,
1930), para proseguir con una lista de títulos cuya radicalidad resultaba obvia
para los espectadores proletarios e inconformistas, como son los casos de El
pan nuestro de cada día (King Vidor, 1934), y sobre todo Las uvas de la
ira. la soberbia adaptación que John Ford efectuó de la emblemática novela
de John Steinbeck.
Los cuarenta fueron calificados
(abusivamente) por los conservadores como la "Década Roja", sobre
todo en su vertiente antifascista, producto de la combinación del exilio izquierdista
europeo, en cuyo extremo se situaba nada menos que Bertolt Brecht, y las
inquietudes democráticas que latían en los estudios, sobre todo en la Warner. Aparte de
una larga lista de obras maestras que advertían contra el fascismo (un
antifascismo "prematuro" según el lenguaje neoconservador), hay que
anotar el esplendor de un "cine policiaco" en el que la trama
criminal apunta hacia las condiciones socioeconómicas dominantes, y con el que
en algunas ilustres ocasiones, como en El extraño amor de Martha Ivers
(Lewis Milestone, 1947), Cuerpo y alma (del guionista de la anterior,
Robert Rossen, 1947), o La fuerza del destino (Abraham Polonsky, 1947),
resultan evidentes metáforas anticapitalistas, una tentación que tiñe la época
hasta alcanzar incluso algunas producciones más convencionales, como puede ser
el caso de Undercorrent (Vincente Minnelli, 1946), donde una mujer
(Katherine Hepburn) se debate entre dos arquetipos de hombres, el perverso
(Robert Taylor) que encarna la quintaesencia de los valores burgueses, y el
bueno (Robert Mitchum), aquí un idealista que se preocupa por ser y no por
tener, un criterio básico del socialismo según Eric Fromm.
Cierto que se puede hablar de una
subversión más bien ligth, pero también es justo tener en cuenta el significado
del cine para las masas populares, y que se trataba en definitiva de una
actividad empresarial. Seguramente nadie representó mejor este blando
radicalismo que Frank Capra, un señor que, conviene no olvidarlo, se opuso
siempre a la guerra del Vietnam, y cuyos alegatos de anarquismo ingenuo no
quita que algunas de sus mejores propuestas fílmicas podrían ser susceptibles
de ser interpretadas en clave izquierdista. No creo que la reacción contra este
tipo de cine -y contra la presencia de muchos "rojos" en Hollywood,
que incluía actitudes sindicalistas de izquierdas- sea explicable como una
"cruzada" personal del senador Joe MacCarthy y cuatro fanáticos más.
Baste señalar que a su lado se sentaron personajes que más tarde llegarían a la Casa Blanca, como el
mismísimo John F. Kennedy, o lo siniestros Richard Nixon y Ronald Reagan. Una
medida del alcance de la radicalización de un sector del mundo del cine, y de
las consecuencias de la reacción macarthista la ofrece la película La sal de la
tierra, obra de un colectivo de profesionales afines al partido comunista pero
cuyo contenido de fondo nos remite más bien a las tradiciones sindicalistas
revolucionarias y las propuestas de las Mujeres libres españolas.
Aunque a primera vista y al decir de
Orson Welles, la izquierda de Hollywood traicionó por mantener sus piscinas,
quizás quepa considerar que éste es un juicio bastante sumario, insuficiente
para comprender una realidad mucho más compleja. Entre otras cosas porque la
batalla no solamente se libró en el cine, también la izquierda y los sindicatos
norteamericanos conocieron un repliegue general (fruto tanto de la persistencia
represiva anticomunista como de las mejoras sociales parciales facilitadas por
el "New Deal"), y en el fondo soviético, al "otro lado", se
ofrecían las señales inequívocas de la descomposición del estalinismo, de un
"comunismo" deformado hasta extremos irreconocibles, y que en
Norteamérica evolucionaba hacia su plena desintegración (y corrupción en el
caso de algunas de sus cabezas, como el infausto Earl Browder). La represión no
se limitó desde luego a los encarcelados por desacato (con su correlato de
tragedias como la de John Garfield, el actor más representativo del
izquierdismo de los cuarenta), ni siquiera a la implantación de las "listas
negras", sobre la que, décadas después, Hollywood ofrecería algunos
testimonios, el más interesante de los cuales quizás sea The Front (La
tapadera, Martin Ritt, 1974), sino la constatación de un claro retroceso en las
temáticas y en los tratamientos de la historia social, y en consecuencia, como
un factor central en la ulterior decadencia del cine norteamericano.
Este declive, empero, no excluye ni
la persistencia de una hegemonía cinematográfica norteamericana, ni el
desengaño, aunque fuese mucho más parcial, de un cine alimentado por un
poderoso aliento crítico en el que, ironías de la historia, subsisten en primer
plano algunos de los grandes nombres de la época anterior, como Rossen (El
buscavidas, Lillith). En este cuadro tan contradictorio cabe analizar la
figura de Elia Kazan. Éste, después de su abyecta actuación (su actuación como
delator, así como su participación en películas de contenido anticomunistas (o
al menos ésta fue la interpretación dominante) como Fugitivos del terror
rojo (1953), o incluso como La ley del silencio (1954), no pueden
hacernos olvidar un dato primordial, a saber, que, al tiempo que madura su
dominio del medio y la profundidad de su narración, Kazan radicaliza su
contenido crítico que alcanza su cima en otras como Al Este del Edén
(1954) o Esplendor en la hierba (1961), por no hablar de su feroz
crítica del "american way life" en El compromiso (1969), o de
su denuncia de la guerra de Vietnam con su penúltima película, Los asesinos
(1972). Con toda su parte oscura, Kazan fue sin duda un modelo para Beatty, que
fue de las pocas voces de la izquierda que aplaudieron cuando éste recibió su
Oscar honorífico.
En los sesenta y setenta tiene lugar
un resurgir de las ideas de izquierdas que, si bien se remite a las tradiciones
izquierdistas y/o "liberales" (un concepto que en Norteamericano
sería un equivalente al "rojo" europeo), con una nueva juventud
estudiantil movilizada contra el consumismo conformista y el belicismo
imperial, amén de una poderosa movilización de la importante minoría
afronorteamericana contra los prejuicios raciales, en resumen, con una
"nueva izquierda" que tendrá una amplia traducción en el sector más
inquieto de Hollywood, al frente del cual sobresalen actrices como Jane Fonda,
que llegó a hablar contra la guerra desde Hanoi, o como Warren Beatty que fue
portavoz del movimiento antiguerra en numerosas manifestaciones. De principios
de esta década data otra película que puede considerarse un antecedente del
posibilismo revolucionario de Reds, Espartaco, un "peplum"
monumental cuya lectura revolucionaria alentó el imaginario de una generación
que años más tarde desafiaría el orden establecido; claro que en 1960 se
iniciaba una fase histórica transformadora, algo que no se puede decir de la
época en que se rueda el filme de Beatty.
No estará quizás de más anotar que Henry
Warren Beatty (Richdmon, Valley, 1937), es el hermano pequeño de la actriz
Shirley MacLaine. Cursó estudios universitarios y más tarde de arte dramático
en New York, y tomó parte en los diversos movimientos críticos en la
universidad, y más tarde en las campañas de movilizaciones contra la agresión
norteamericana al pueblo del Vietnam; también destacó por su participación en
campañas electorales a favor de candidatos demócratas de izquierdas como Bob
Kennedy (1968), y George McGovern (1972), seguramente el candidato presidencial
del "sistema" más a la izquierda de la historia norteamericana
reciente. A medio camino entre la vehemencia inconformista de James Dean y la
fragilidad y sensibilidad de Montgomery Clift, o la presencia turbadora de
Marlon Brando, Warren consiguió compensar los tics sacados de esos modelos en
una serie de interpretaciones en la que sobresale en la conseguida como el
adolescente soñador asfixiado por las ambiciones burguesas de su padre en Esplendor
en la hierba, una de las películas más influyentes entre la nueva
levadura izquierdista.
En su trayectoria ulterior se
registran otros títulos de gran altura, como el apasionante drama psicológico Lillith
(1964), del último Rossen, y en donde interpreta' a un sensible joven que
entra a trabajar en un psiquiátrico con la intención de ser socialmente útil a
los demás, y allí conoce a Lillith (la malograda Jean Seberg, una de las
actrices más inquietas y emblemáticas de su época, comprometida con el
"Black Power", y presuntamente asesinada por la CIA), que desea poseer y ser
poseída y que le conduce por un camino trágico. Anteriormente había mostrado su
talento en la sugestiva Su propio infierno (John Frankenheimer, 1962), y
más tarde en Acosado (1965), una metafórica y extraña película del
primer Arthur Penn, con el que volverá a colaborar en la mítica Bonnie and
Clyde (1967), en la que el gangsterismo es enfocado como una manera un
tanto heterodoxa de entrar en los negocios. Por su composición del homicida
psicópata Clyde Barrow consigue un Oscar al mejor actor. Según declaró, fue
después de este film cuando se dio realmente cuenta de las exigencias que
implicaba su profesión.
Aparte de intervenir en diversos
títulos más bien convencionales, se enfrentó a Liz Taylor en El único juego
de la ciudad (George Stevens, 1970), y se convirtió en el inesperado y
convincente John McCabe de Robert Altman en Los vividores (1971), frente
a Julie Christie. Señaló la existencia de un "poder invisible" detrás
de la trama de un asesinato político que se remitía inequívocamente al de
Kennedy en El último testigo (Alan J. Pakula, 1974). Beatty cambió de
registro y produjo Shampoo (film del que fue coguionista) yen el que se dio un
papel que rozaba la autoparodia (Hal Ashby, 1975). Después dirigió e interpretó
la más bien banal El cielo puede esperar (Heaven can wait, 1978), basada
en un guión entre él mismo y su amiga Elaine May, que se trataba de hecho de un
"remake" de El difunto protesta (Her Comes Mr. Jordan),
firmado en 1941 por Alexander Hall y Robert Montgomery. Beatty realizó un buen
lanzamiento y el film obtuvo un gran éxito de público.
Este último éxito personal le
permite abordar su viejo proyecto sobre John Reed, un personaje sobre el que se
había producido un auténtico "revival" al calor de la ola de
radicalización de la época. Según cuenta Rosenstone se trataba de un proyecto
sobre el que habían empezado a trabajar en 1972, cuando éste trabajaba en su
libro: "...empezamos ocasionales contactos (a veces personales, a veces
por teléfono) para hablar de la película de John Reed, que él siempre estaba
dispuesto a realizar. Nuestras conversaciones giraban en torno a la vida de
Reed y Louise Bryant, de sus amigos y compañeros y del período histórico que
todos ellos vivieron". Cuando Beatty se aprestó a realizar su acariciado
proyecto en 1979, ya la ola radical precedente se estaba apagando, lo que no
sería en absoluto ajeno al hecho de que, presionado por el cambio del viento,
Beatty acabara orientando dicho proyecto hacia un territorio menos radical, más
seguro, introduciendo un enfoque primordial hacia un "love story" con
un fondo histórico caótico-revolucionario siguiendo las trazas de Doctor
Zhivago, de ahí que, por ejemplo, Marc Ferro definiese Reds como un
Sub-Zhivago, combinando el drama político más o menos difuso (a lo que no era
ajena la dificultad proverbial de trasladar las grandes ideas al cine),
atravesada por un melodrama amoroso más grande que la vida (y que la
revolución). Beatty pues adaptaba su "biopic" revolucionario a una
fórmula probada, a un esquema narrativo que había guiado todos los grandes
frescos "históricos" de Hollywood, incluyendo aquellos en los que el
personaje protagonista no conoció ningún gran amor. Esta actitud sería
remachada por las declaraciones efectuadas por el propio Beatty durante su
campaña de promoción de Reds, y durante la cual, por citar un ejemplo,
para "curarse en salud" o "nadar y guardar la ropa",
efectuó declaraciones tan generales como las siguientes:
"Rojos es lo que es. Yo creo
que cualquier película tiene su propia política, como cualquier relación
personal o amorosa tiene su propia política. No está tan separada la política
sexual de la política práctica o de la política económica. Todo está relacionado.
Ahora bien, no voy a hablarles de la política de Rojos. Si la película
la hubiera hecho usted, o la hubiera hecho cualquier otro... Podría hablar de
la política en una película de Walt Disney o de la política de En busca del
Arca Perdida, pero no voy a hablarles de la política de Rojos... "
Después de Reds, la carrera
artística de Warren Beatty no merece mucha consideración. Dick Tracy
(1990) resultó una curiosa y exitosa adaptación del célebre personaje del
"comic" creado por Chester Gould, y aunque no carezca de interés, lo
más sobresaliente es la fotografía de Vittorio Storaro; de las patrocinadas por
él como Bugsie. otras, más vale no hablar; sin embargo, 18 años después de
Reds, Beatty sorprenderá con otra película "roja", Bullworth
(1998), en la que vuelve a ejercer de hombre orquesta. Esta conexión es
subrayada por Ángel Fernández Santos al escribir: "No es la primera vez
que Warren Beatty se mete en refriegas políticas comprometidas. Ya lo hizo, y
mejor que bien, en Rojos (...). Si en Rojos, aquel retrato épico de los
revolucionarios soviéticos, este artista nos mostraba que en los Estados Unidos
también había habido comunistas ilustres como John Reed, en Bullworth,
Beatty se nos presenta como un iconoclasta del sistema de su propio país"
(El País, 16-05-99). Ya antes, con ocasión del pase de la película en el
Festival de Venecia, el mismo crítico había escrito: "Beatty se quita el
polvo de la mediocridad de Bugsie y reanuda el camino que dejó
abandonado en Rojos, ahora multiplica su coraje con auténtico celuloide
de vitriolo que incendia y corroe, mediante una devastadora y graciosa farsa
trágica, las turbias moquetas de la clase dirigente del Washington del
'felliogate' (ídem, 13-9-99).
También Mark Robbins habla de Reds,
a la que define como "una producción de una multinacional acerca del
periodista John Reed que el director y actor planteó como una historia de amor
imposible solo con el fin de expresar en voz alta algunas de sus inquietudes
políticas del momento. que son las mismas que ahora" (Dirigido n° 278,
abril, 1999). En una entrevista publicada en el mismo número, Gabriel Lerman
afirma al abordar Bullworth: "Dispuesto a aprovechar al máximo el
poder que confiere ser una leyenda estadounidense, es cierto es que Beatty se
ha empeñado en hacer una película que, probablemente, sólo podía haber
realizado con el apoyo de un gran estudio. Bullworth es una sátira furiosa
contra el sistema político norteamericano y un verdadero manifiesto de la lucha
de clases que habría hecho sonreír con orgullo a León Trotsky". Por su
parte, Esteve Riambau anota: "Políticamente muy incorrecto, Bullworth
utiliza munición de grueso calibre y prescinde de florituras estéticas pero su
discurso es perfectamente nítido y sin concesiones (...) Desencantado, el mismo
Beatty que en Rojos cantó el panegírico del comunista John Reed abjura ahora de
los mecanismos electorales de su país con una vitriólica incisión no exenta de
contradicciones" (Fotogramas, abril, 1999).
Desde esta nueva toma de posición
radical, Beatty denuncia el sistema bipartidista norteamericano que funciona en
realidad como un partido único, y en el que el derecho a voto esconde el hecho
de que las decisiones las toman los poderes que están más allá de las
libertades. Pensó que tenía una oportunidad mediática, y sondeó la posibilidad
de presentarse en una candidatura antisistema para las presidenciales y en la
que la periodista liberal acomodaticia, Barbara Probst Solomon creyó encontrar –abusivamente-
los ecos de John Reed.
En sus declaraciones, a veces dignas
de Reed, Beatty arremetió contra las consecuencias del neoliberalismo. Beatty
se pregunta: "¿Es que ya nadie protesta, es que ya nadie se atreve a
hablar por la gente que no tiene voz?" Denunció el robo de las
privatizaciones: "Estamos viviendo un silencioso golpe de Estado de los
grandes intereses económicos contra los intereses públicos"; y señaló que
el crecimiento económico estaba siendo acompañado por un crecimiento acelerado
de la pobreza -el 10% de las familias norteamericanas viven al borde la
miseria-, y apuntó también con palabras gruesas contra el racismo más o menos
encubierto, contra la compraventa de los políticos, etc. En resumen, que el
liberal-izquierdista de los sesenta, el ambivalente autor de Reds, sigue
siendo un personaje singular que ha levantado una voz lúcida y consciente que
sonó con palabras que ocuparon las páginas de los diarios de todo el mundo, y
muchas de las cuales se volvieron a escuchar en las manifestaciones masivas en
la ciudad de Seattle en contra de los planes de la espeluznante OMC
(Organización Mundial del Comercio).
(*) Fragmento del estudio incluido
en mi edición de escritos de John Reed titulado Rojos y Rojas, y
publicado por El Viejo Topo, que incluye igualmente una extensa biografía del
autor de Diez días que conmovieron el mundo.
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