Edward G. Robinson. Notas para un debate
Actualmente se ven más películas que nunca, pero
menos cine. Cada día se cierra una sala en ciudades y barriadas, cada queda más
lejos aquel tiempo en el que la “distracción” conllevaba la posibilidad de
disfrutar de grandes títulos, de obras de arte y de cultura que abrían
horizontes a la imaginación y al conocimiento. También en el cine hay que
luchar por la “memoria”, por recuperar, sino las salas comerciales sí al menos
una filmoteca local desde la que afirmar uno de los pilares del activismo
cultural municipalista.
En esas salas se podrán organizar ciclos, revisar aportes de cineastas, de género o de
actores con ciclos desde los cuales recuperar páginas de la una historia que no
se puede perder. Esto, que resulta perfectamente asequible desde el legado,
podrá dar lugar a jornadas o ciclos por ejemplo sobre Edward G. Robinson (Emanuel
Goldenberg Robinson (Bucarest,
Rumania, 1893-Los Ángeles, Ca., 1973), rumano nacionalizado norteamericano que
desde el inicio de los años treinta hasta el comienzo de los setenta fue uno de
los actores más emblemáticos del Hollywood problemático, del cine social y
negro, de una listado de películas de valor, a veces por su propia presencia.
Tras
debutar en el teatro en 1913, Edward G. Robinson pronto adquirió prestigio como
actor y como escritor, gracias a su obra The Kibitzer, que concibió con
Jo Swerling. Por entonces realizó varios intentos cinematográficos en el cine mudo,
pero será en el hablado donde se afirmará. Tras varias películas realizadas en los
años veinte, encuentra la consagración en 1931 con Hampa dorada (Mervin
LeRoy, el autor de Soy un fugitivo con Paul Muni, quizás el mejor alegato
anticarcelario de la historia), Edward realizó una creación que perfeccionó al
filo de los años, es la de un ser grosero, brutal y estúpido, sin rasgo alguno
que llegue a suavizar al personaje. Surgido de entre los rostros lisos y
delicados heredados del cine mudo, fue tal vez el actor más emblemático
engendrado por la crisis de Wall Street en 1929 y la cara más fuerte y más desnuda
de la gran depresión económica que siguió. Desde entonces, Robinson el más
representativo de los grandes del “thriller” Ofrecía, si no a la admiración del
público, la atracción por un personaje turbio, odioso y al mismo tiempo cercano
a la gente de la calle. Por muy anticuada que parezca hoy en día su creación
del caíd Rico Bandello en la película de LeRoy, guarda una importancia
sociológica que no puede ser subestimada.
Pero
correspondería a James Cagney afinar el personaje para crear el mito ambiguo
del gángster, el que eligiera aquella América en crisis. Robinson no era un
mito, sino un actor de composición, uno de los más grandes, que desarrolló su
arte en una serie de papeles francamente variados, todos ellos realizados
concienzudamente como una creación. En los años treinta, y sobre todo en la
“plebeya” Warner Bros, fue el duro de palabra crepitante y mueca de sapo de
muchas películas llenas de encanto e inventiva en títulos como El rey de la
plata [Silver Dollar, Alfred E. Green, 1932; El pequeño gigante [The
Little Gianf, Roy Del Ruth, 1933; A
Slight Case of Murder, Lloyd Bacon, 1938. También fue un extraño gángster
chino (El hacha Justiciera, W. A. Wellman, 1932), pero la categoría de
inolvidable la consigue de la mano de Howard Hawks en dos magníficos papeles
que interpreta con su habitual fogosidad, su fealdad extrañamente afeminada por
un pendiente: el cazador de tiburones manco de Pasto de tiburones (1932)
y el dueño del suntuoso saloon de La
ciudad sin ley (1935). Paralelamente introduce en ocasiones un matiz de
simpatía y de generosidad en su imagen de duro Balas o votos [Bulléis or
Ballets), quizás la “obra maestra” del irregular William Keighley, 1936. Igualmente
destacada fue su colaboración con Michael Curtiz, concretamente con Kid
Galahad (i1935), El lobo de mar (i194.); sin duda el mejor Jack
London de la historia del cine.
En
los años treinta y cuarenta, Robinson aparece en la primera línea de los
actores comprometidos con las acusas radicales, su nombre se encuentra entre
los que dieron apoyo incondicional y ayudaron a la república española, entre
los primeros que prestan su nombre y su buen hacer a los alegatos antinazis
(Confesiones de un espía nazi, El
extraño, de y con Orson Welles) y antifascistas, en 1937 se adelanta a su
tiempo y visita pródigamente a Trotsky en Coyoacán donde lleva sus películas
(se sabe en concreto que lo hizo con El regreso del gángste (The Last
Gángster, 1937); la mejor que hizo en su vida Edward Ludwig, un cineasta
que trabajó mucho al servicio de John Wayne) para el disfrute del legendario
revolucionario y del pequeño grupo que está trabajando por levantar la bandera
de la última internacional proletaria.
Aunque
su trayectoria ya estaba fijada en los papeles de gángster totalmente malvado,
a veces de manera brillante, otras de manera un tanto rutinaria según las
exigencias de los estudios. Entre las primeras se contabiliza Cayo Largo (John
Huston, 1948), en la que Bogart encarna a un brigadista de la guerra de España.
En esta obra su primera aparición, sudando en un baño caliente, con el puro en
la boca, tiene un impacto sin igual. Suaviza su imagen en buen número de
títulos interpretando a representantes de la ley y el orden: policía como Investigación
criminal (Arnold Laven, 1953), pero ahí queda también el inspector de
seguros de Perdición obra mayor
de Billy Wilder de 1944. En este tiempo pareció haberse deleitado
con sus papeles de hombre corriente cuyo destino trastorna la vida,
composiciones atentas, realzadas con pequeños toques realistas deliciosos. Desde
este punto de vista resulta antológico su díptico con Fritz Lang, sus excepcionales
creaciones de criminólogo prudente (La mujer del cuadro, F. Lang, 1944)
o de empleado de banca/pintor aficionado (Perversidad, Id., 1945),
llevados al crimen por la astuta Joan Bennett. Más raros son sus papeles de
médium pequeño burgués, asustado de sus propios poderes en Al margen de la
vida (Julien Duvivier, 1943) y en Mil ojos tiene la noche (The Night Has
a Thousand Eyes, John Farrow, 1948), que cuenta con verdaderos entusiastas.
Mucho
más humanista era el personaje de aquel médico que descubría un remedio contra la
sífilis (Dr. Ehrllch's Magic Bullet, 1940), uno de los valientes y progresistas biopic de William Dierterle (Juárez, Zola), sin olvidar el de
padre italiano autoritario, respetado y odiado por sus hijos en Odio entre
hermano), un papel que adornaba con bondad, dulzura y también firmeza
sobresaliendo en medio de un reparto en el que el capitalismo más depredador y
despreciable acaba imponiéndose. Sus
trabajos más destacables de los años cincuenta y sesenta son composiciones llenas
de calor humano, tales como Millonario
de ilusiones (1959) un Frank
Capra tardío que ya no convencía como lo había hecho en los años treinta. Por
entonces, Robinson era un actor que se había arrodillado ante el macartismo, un
tipo que prefirió perder la dignidad para seguir haciendo películas en un
Hollywood en plena decadencia. A redescubrir un título importante: Sammy,
huida hacia el sur (Sammy Going South, 1963), de Alexandre Mackendrick, uno
de los cineastas que mejor se han acercado a la problemática del crecimiento de
los niños.
La
relación de Robinson con la política anticomunista de los amos de los EEUU,
resultó conflictiva. En marzo de 1947 el
senador californiano Jack Tenney le tildó de criptocomunista y, acto seguido,
el FBI comenzó a sospechar del actor no sólo como posible afiliado al partido
sino también como favorecedor de los intereses soviéticos. Fue privado del
pasaporte en 1949 y al año siguiente apareció en Red Channels, con lo
que se le cerraron las puertas de la radio y la televisión. Entonces emprendió
lo que constituiría una serie de comparecencias ante los inquisidores. El 27 de
octubre de 1950 se presentó voluntariamente ante investigadores del HUAC bajo
la dirección de Louis J. Russell en Washington e intentó justificarse por sus
actividades políticas en el pasado, alegando una supina ignorancia en torno al USAPC
las organizaciones del área del partido. Antes de que transcurrieran dos meses
se le citó en igual lugar para testificar, obviamente bajo juramento, ante un
subcomité del HUAC en el que figuraban Francis E. Walter y Harold H. Velde, con
Russell de nuevo allí. Entonces, después de subrayar su patriotismo y reiterar
un total desconocimiento de la infiltración comunista en Hollywood, Edward se
sintió feliz cuando Russell informó que no existía constancia alguna de que
aquél hubiese sido comunista (lo de Trotsky lo averiguó el biógrafo de éste,
Pierre Broué). Pero pronto algunos órganos de la prensa difundieron noticias
contradictorias acerca del supuesto blanqueamiento ante el HUAC y se redoblaron
los ataques contra Robinson, quien regresó a Washington para declarar otra vez
ante el HUAC el 30 de abril de 1952 tomó ahora la postura de aducir que los
comunistas y afines le habían engañado y manipulado. Francis Walter resumió lo
que pensaba el subcomité comunicando al interrogado que no había evidencia de
que un “tonto útil”. El 13 de mayo siguiente, Robinson recobró el pasaporte,
pero sólo por un año. Y aunque se rehabilitó gracias a la intervención de
alguien tan sórdido. Pero aunque su nombre fue rehabilitado. Ya nunca más un
auténtico astro de la pantalla.
Es
en este cuadro donde se sitúa su repugnante actuación en relación a ¡Bienvenido, Mister Marshall! (España, 1953). Robinson participaba como jurado del Festival de
Cannes del mismo año, y no soportó la escena –luego censurada- de la
bandera estadounidense hundiéndose en la acequia. Evidentemente, para Edward se
trataba de demostrar que a patriota no le ganaba nadie.
Su
declive moral estuvo acompañado por una deriva que le llevó a hacer papeles
indignos de su talento en Italia o en
España. Su última composición le valió una de las más bellas "retiradas"
cinematográficas que puedan concebirse: en Cuando el destino nos alcance (1973),
una de las mejores de un cineasta de talento como fue Richard Fleischer. Otras
películas de Robinson dignas de mención fueron El hombre de las dos caras (The Man With
Two Faces, Archie Mayo, 1934); Pasaporte a la fama (John Ford,
1935); El sorprendente doctor Clitterhouse (Anatole Litvak, 1938); Manpower
(Raoul Walsh, 1941); The Red House (Dalmer Daves, 1947); Martes
negro (Hugo Pregónese, 1954); Hombres violentos (The Violent Men, Rudolph
Maté, 1955), una de sus escasas incursiones en el western; Los diez
mandamientos (Cecil. B. De Mille, 1956), como el hebreo enamorado del
“Becerro de Oro”, por el que había claudicado casi todo Hollywood; Seven
Thieves (Henry Hathaway, 1956.); Dos semanas en otra ciudad (Vincente
Minnelli, 1962);); El gran combate (John Ford, 1964), donde sustituyó a
Spencer Tracy, ya muy enfermo y seguro que me dejo unas cuantas importantes en
el tintero.
Me
pregunto sí es mucho soñar que en un día no muy lejano las filmotecas
municipales planifiquen un ciclo sobre este extraordinario actor sin el cual no
se puede escribir la historia del cine, ¿es impensable que durante estas
jornadas hablemos de todo lo que plantean sus mejores películas?, ¿es mucho
soñar que jornadas como estas lleguen a las escuelas al igual que se va a tal o
cual museo con la particularidad de que para bien o para mal, el cine resulta
mucho más atrayente para todo el mundo?
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