Jean Malaquais. Cuatro notas nada más.
1. Edición
La editorial independiente asturiana Hoja de
Lata se presentó en la librería Taïfa de Barcelona. Lectores
empedernidos, editores aficionados y libreros, los socios de esta editorial se
lanzaron al proceloso mar de la edición profesional después de recibir uno de
ellos la carta de despido en la librería que trabajaba. Para la ocasión, los
editores Laura Sandoval y Daniel Álvarez, nos trajeron los cuatro primeros
libros que ya tienen en el mercado: “Los javaneses”,
de Jean Malaquais; “Arraianos”, de Xosé Luís Méndez
Ferrín; “Cartas de una pionera”, de Elinore Pruitt Stewart y “Paz,
amor y cócteles molotov”, de D. D. Johnston.
La edición original de Les javanais data de 1939, en París por Éditions Denoël. La primera edición en
castellano se hizo en Buenos Aires, en 1946 por la Editorial Sudamericana.
Y desde entonces que no se publicó en castellano esta obra, pese a los intentos
de Pepe Gutiérrez-Álvarez, el impulsor de la conocida web “Kaos en
la red”. Hace 40 años, el propio Gutiérrez-Álvarez pasó un
ejemplar por la frontera franco-española, pero lo requisó la policía en un
registro en la editorial Fontamara. Para los “secretas” todo lo escrito en
francés era sospechoso. A principios de 2000, la editorial Octaedro compró los
derechos para traducir la novela, con tan mala suerte que quebró antes de poder
hacerlo. Diríase que una maldición atenazaba la edición en castellano de esta
obra, sortilegio finalmente roto por éstos jóvenes editores. La novela “Los
javaneses” recibió el Premio Renaudot, compitiendo con el
mismísimo Jean Paul Sartre, y fue conocida en España de forma
indirecta, a través de los comentarios elogiosos que de ella hizo León
Trotsky.
Jean Malaquais no es más que el nombre afrancesado del
apátrida por vocación, de origen polaco, Vladimir Jan Pavel Malacki,
judío de nacimiento, pero ateo por convicción, militante comunista crítico y
heterodoxo, combatió en la
Guerra Civil española encuadrado en las filas del POUM.
Mantuvo una permanente controversia epistolar con André
Gide –también con Sartre y Louis
Aragon-, pero el Premio Nobel trabó amistad con Malacki
ayudándole a encontrar su estilo literario, y manteniéndolo económicamente.
Malacki vivió un tiempo en Estados Unidos, donde tradujo al francés “Los
desnudos y los muertos”, de Norman Mailer,
que fue otro admirador de la obra de Malacki. Antes de encontrar a su mecenas,
el novelista trabajó en diferentes oficios y su experiencia como minero en una
mina de plomo y plata le sirvió para escribir “Los javaneses”. La editora Laura
Sandoval nos explicó sobre esta obra que les hizo sufrir mucho
por la traducción: “Es un autor muy original, muy gamberro y alegre,
pero que hace unas cabriolas narrativas que nos hizo correr mucho”.
“Los javaneses” se centra en un núcleo de mineros de varias nacionalidades, polacos,
argelinos, republicanos españoles, alemanes que escaparon del nazismo, pero
también zaristas perseguidos por los bolcheviques. Una cosa tenían en común
todos ellos, eran expatriados y sin papeles, asunto de plena actualidad, por
cierto. Esta edición española está traducida, y también escribe el prólogo, por
otra de las editoras, Emma Álvarez. Pero nos sigue contando Laura Sandoval: “Lejos
de ser una obra triste o deprimente, por las penurias que pasan estos mineros
de la Provenza
francesa, es una novela muy alegre por la forma que está escrita. El autor
destila mucha ternura hacia sus personajes y demuestra, pese a todo, una gran
confianza en el género humano”. Obra coral y vitalista, las
historias de los distintos personajes se van entrelazando en una trama donde el
humor cumple su papel subversivo como arma cargada de futuro, que diría el
poeta.
2. Comentario Pepe Gutiérrez-Álvarez
A pregunta de éste redactor, Daniel Álvarez nos adelantó la
próxima obra que van a publicar. Se trata de una novela de precioso título: “En
cualquier caso, ningún remordimiento”, de Pino Cacucci y que se
basa en la vida del anarquista, atracador de bancos que, en 1910, trabajó como
chófer del mismísimo Arthur Conan Doyle, su nombre: Jules
Bonnot, personaje hoy reivindicado por muchos jóvenes
indignados de Francia e Italia.
Lo había contado en más de una ocasión, desde Kaosenlared y
desde otras páginas, había un interés por editar esta obra. Me lo había
comunicado Quim Cirera, el “alma mater” de la editorial Octaedro que venía
haciendo una apuesta difícil por autores “fuera de la ley” como Benjamín Peret
(El Quilombo de Palmares, Barcelona, 2000, traducción del propio Quim), el
Restif de la Bretonne
de Sara o la última aventura de un hombre de cuarenta y cinco años (Barcelona,
2001, tr. Paco Madrid), o El ladrón, de George Darien (idem), con un prefacio
de André Breton, una marca editorial en la que Los javaneses encajaba como un
guante. Poco después de editar las Memoria escueta, de Ngo Van, un
impresionante fresco sobre la historia del trotskismo en el Vietnam, Octaedro
no tardó mucho en cerrar como demostración de la mala vida que le esperaba a
los editores “no comerciales”.
Años más tarde, fue Miguel Riera, “quien desde El Viejo topo
me interrogó sobre la obra, y casi por la misma época, un hilo que Miguel tenía
en mente desde hace tiempo, y le ayudé a recordar que ese hilo le venía seguro
de los comentarios que sobre ella realizó León Trotsky, que se puede encontrar
en la edición de Ruedo Ibérico de Literatura y revolución, concretamente, en el
tomo II que recoge “Otros escritos sobre la literatura y el arte” (pgs,
149-156). Si no recuerdo mal, Mariano Fernández Enguita preparó tamben una
edición para la edición de Obras de Trotsky en Akal (1977). Más tarde, José
Álvarez Junco, que toó parte en la edición de Ruedo Ibérico como traductor,
estructuró una edición abreviada titulada Sobre arte y cultura, aparecida en
Alianza Editorial, y que fue sin duda, la edición más difundida.
Ya recuerdo de mucho antes, cuando tuvo lugar una primera
discusión en el seno de la editorial Fontamara allá por la mitad de los años setenta,
y un viaje a París en 1975 con un macuto lleno de libros que pasó
“milagrosamente” la Aduana
(el funcionario que me paró se me quedó un Cinemonde con otos de la película
Emmanuelle), venía una edición francesa que debía de traducirse, pero que
se perdió a consecuencia de una redada policial en la editorial. Los “secretas”
se llevaron n montó de libros “sospechosos”, entre ellos Los javaneses, en
francés, pero también Contre le courant, que reunía los escritos de
Lenin y Zinóviev, Les paroles que embraleron le monde, de Jean-Jacques
Marie, y un largo etcétera. El trasfondo de las medidas policiales fue la
unificación de la LCR
con ETA VI, un asunto que no nos tenía que afectar ya que la célula de la
editorial estaba entonces con la LC,
pero no era cuestión de aclararlo, y mucho menos de ira reclamar los libros
que, claro está, ya no se pudieron editar.
Ya en fechas más reciente, desde
Kaos, traté de llamar la atención sobre la obra y el autor en base al texto de
León Trotsky y la biografía de Malaquais escrita por Guy Sabatier (www.kaosenlared.net/noticia/vindicacion-de-jean-malaquais),
que dejaba constancia de las inquietudes humanas y políticas de este personaje,
tan representativo de una época en la que los grandes ideales revolucionarios
habían quedado bloqueado por el estalinismo y por la “guerra fría”.
Jean Malaquais fue el alias de Vladimir Pavel Malack
(Varsovia, 11-04-1908, Ginebra, 22-XI-1998), militante revolucionario,
novelista y ensayista que escribió en su lengua natal y en francés. Formaba
parte de una familia judía, comunista como era lo propio, que llegó a País en
1930. Vladimir que trabajó duramente en los oficios más denigrantes. Ávido
lector, devora pasillos completos de libros de la Biblioteca Pública.
Fue descubierto por André Gide que mantuvo correspondencia con él desde 1935
hasta 1950.
Fue el autor de Las cuevas del Vaticano le ayudó a encontrar
su estilo y también le ayudó económicamente, pero eso no impidió a Malaquias a
mostrarse crítico con sus mecenas y ver en él “la generosidad diseñado para
aplacar su mala conciencia de un hombre rico." Después de combatir
como voluntario en la guerra española, Malaquais ganó el Premio Renaudot en
1939 por esta, su obra más conocida y a cuyo conocimiento y difusión
contribuyó un crítico literario que además era un camarada. León Trotsky.
En el tiempo de muerte que le sigue, su familia fue
aniquilada en los campos de concentración nazis, y aunque apátrida, Jean
fue movilizado en contra de su voluntad durante la II Guerra Mundial.
Huyendo, en 1943, recala en México donde tratará con Peret y Victor Serge, más
tarde a los Estados unidos, donde adquirirá la ciudadanía norteamericana.
Militante activo, Malaquais oscila entre el trotskismo y la
ultraizquierda bordiguista que tuvo una cierta importancia en los años
veinte y treinta para desaparecer casi enteramente, o quedar como una reliquia
de la memoria revolucionaria.
Leí el libro en francés allá por 1969, por lo tanto, cito la
edición de Hojalata de Oviedo:
En la Isla
de Java, como despectivamente llaman los franceses al poblado minero, la vida
es dura, pero las pequeñas distracciones —el burdel de Estève, con sus
impolutas pupilas, la taberna de la xenófoba señora Michel o los chismorreos de
las mujeres junto a la fuente— aligeran la vida de sus javaneses. Ahí están
también la trompeta del negro Hilary Hodge, las ocurrencias de la supuesta hija
perdida de los zares de Rusia o los tesoros escondidos de Sofía Blutova,
hechicera de la Isla. Los
torpes gendarmes locales andan tras la pista de «un tal Stalin», y míster
Kerrigan, el enchufado director de la mina, está muy ocupado jugando al
solitario.
Los javaneses es una divertidísima novela coral en la que
Jean Malaquais despliega todo su ingenio, ironía y acidez para hacernos reír
mientras nos muestra las condiciones de vida de la clase obrera a principios
del siglo XX. Una exquisita tragicomedia galardonada con el Premio Renaudot en
1939.
León Trotsky elogió en su día la novela por la gran calidad
literaria y verosimilitud con la que el autor perfila a los personajes, masa
coral sin protagonistas destacados, carentes de la épica o el pathos de otros
autores de supuesto realismo como Zola. Malaquais se las apaña, no obstante,
para mantener el pulso argumental recurriendo incluso a situaciones cómicas que
alivian el dramatismo del escenario de la mina.
Obra olvidada en el universo literario en lengua
francesa,Los javaneses sin duda merece la oportunidad de ser descubierta y
apreciada por el público lector en castellano.
«Jean Malaquais, un escritor francés desconocido para mí me
hizo llegar un libro enigmáticamente titulado, Les Javanais. [...] el autor es
joven y apasionadamente enamorado de la vida. Pero sabe ya cómo mantener la
indispensable distancia artística entre la vida y él; una distancia suficiente
para impedirle sucumbir a su propia subjetividad —León trotsky, en «Un joven
gran escritor. A propósito de Les Javanais, de Jean Malaquais»,
1939.
Jean Malaquais (Varsovia, 1908 –
Ginebra, 1998), alias de Vladimir Jan Pavel Malacki, escritor en lengua
francesa de origen polaco. Hubo de buscarse la vida desde muy joven,
desempeñando toda suerte de oficios. En los años veinte entró a trabajar en las
minas de plomo y plata del sudeste francés, experiencia que le inspiraría su
obra más conocida y galardonada, la novela coral Los javaneses, en la que narra
con gran ingenio e ironía la penosa vida de un grupo de mineros extranjeros en
las explotaciones de la
Costa Azul. Fue publicada en 1939 y obtuvo el Premio
Renaudot, imponiéndose a Le mur, de Jean-Paul Sartre. Fue el traductor al
francés de Norman Mailer, y gran amigo de André Gide, con quienes mantuvo
acaloradas correspondencias sobre la creación artística y la política
internacional.
La editorial asturiana Hoja de Lata
ha puesto en el maltrecho mercado literario en apenas unos meses de vida tres
títulos arriesgados, fruto de su apuesta por la literatura fronteriza en el
amplio sentido de la palabra. Si primero se acercó al gallego Méndez Ferrín,
presentando una versión en castellano de "Arraianos", y después
redescubrió las "Cartas de una pionera" de Elinore Pruitt Stewart,
traducida al español por Rosana Herrero, ahora se atreven con un autor polaco,
asentado en francia, de nombre Jean Malaquais, alias de Vladimir Jan Pavel
Malacki; con "Los javaneses", «una tragicomedia coral que se impuso a
"Le mur", del gran Jean Paul Sartre en la final del Premio Renaudot»,
poco después de su publicación en 1939.
3. Rseña de Trotsky
. León
Trotsky: Un nuevo gran escritor. Sobre “Los Javaneses”, de Jean Malaquais
Es bueno que exista en el
mundo el arte, así como es bueno que exista la política. Es bueno que la
potencia del arte sea tan inagotable como la vida misma. En cierto sentido, el
arte es más rico que la vida porque puede aumentarla o disminuirla, recurrir a
los colores brillantes o, por el contrario, conformarse con el lápiz gris,
presentando al mismo objeto en todos sus aspectos, arrojando sobre él distintas
luces. Sólo hubo un Napoleón; pero sus representaciones artísticas son legión.
La fortaleza de Pedro y Pablo y otras prisiones zaristas me
pusieron en contacto tan íntimo con los clásicos franceses que durante más de
tres décadas seguí siendo un lector bastante regular de las más notables novelas
francesas modernas. Hasta en los años de la guerra civil yo tenía alguna novela
francesa en mi tren militar. Después, en el destierro de Constantinopla, llegué
a formar una modesta biblioteca de novelas francesas recientes. Fue devorada
por las llamas junto con mis otros libros en marzo de 1931.
Sin embargo, en los últimos años el interés que sentía
dichas novelas se ha desvanecido casi por completo. Los acontecimientos que
ocurrían en la tierra e incidentalmente sobre mi propia cabeza, eran demasiado
abrumadores. Lo referente al arte empezó a parecerme insípido y casi trivial.
Leí unos cuantos de los primeros volúmenes de la épica de Jules Romains. Pero
los últimos, especialmente aquéllos que retratan la guerra, me impresionaron
como un informe vacuo. Al parecer, ningún arte puede abarcar íntegramente la
guerra. En la mayoría de los casos la pintura de las batallas es del todo
superficial. Pero no es cuanto cabe decir al respecto. Del mismo modo que una
alimentación excesivamente condimentada estraga el paladar, la acumulación de
hecatombes históricas arruina el gusto por la literatura. Con todo, hace unos
días tuve nuevamente ocasión de repetir: Es bueno que exista el arte en el
mundo.
Jean Malaquais, un escritor francés desconocido para mí me
hizo llegar un libro enigmáticamente titulado, Les Javanais. La novela está dedicada a André Gide. Esto me
puso un poco en guardia. Gide se ha ido demasiado lejos de nosotros junto con
la época que reflejaba en sus disquisiciones circunspectas y ociosas. Aún sus
últimos libros, no obstante su interés, se leen como aportes humanos de un
pasado irrevocable. Pero las primeras páginas, no más, me convencieron
claramente de que Malaquais no estaba en deuda con Gide. Es, en verdad, del
todo independiente. Y ahí está su fuerza, en especial ahora, cuando cualquier
clase de dependencia se ha convertido en regla. El nombre de Malaquais no me
decía nada, a no ser cierta calle de París. Les
Javaneses es su primera novela; sus otros libros se anuncian aún
como libros “en preparación”. Sin embargo, esta primera obra produce
inmediatamente la idea de que el nombre de Malaquais quedará.
El autor es joven y apasionadamente enamorado de la vida.
Pero sabe ya cómo mantener la indispensable distancia artística entre la vida y
él; una distancia suficiente para impedirle sucumbir a su propia subjetividad.
Amar la vida con el afecto superficial del diletante -y hay diletante de mérito
la vida lo mismo que del arte- no es mucho mérito. Amar la vida con los ojos
abiertos y un sentido crítico cabal, sin ilusiones, sin adornos, tal como es,
con lo que ofrece, y aún más, con lo que puede llegar a ser, esto es la proeza
de un tipo. Fijar este amor a la vida con expresión artística sobre todo cuando
se refiere al estrato social más bajo, esto significa una gran obra de arte.
Por el sur de Francia doscientos hombres extraen estaño y
plata de una mina virtualmente exhausta de propiedad de un inglés que no desea
invertir más dinero en un nuevo equipo. La región está llena de extranjeros
perseguidos, sin documentos ni autorizaciones y al margen de la policía. No
son exigentes en cuanto a las condiciones de vida y de seguridad en el
trabajo. Están dispuestos a trabajar por cualquier salario. La mina y su
población de parias forman un mundo aparte, una especie de isla, que se llegó a
llamar “Java”, probablemente porque los franceses acostumbran a dar el nombre
de “Javanesa” a cualquier cosa incomprensible o exótica.
Casi todas las nacionalidades de Europa y no únicamente de
Europa, están representadas en esta Java. Rusos blancos, polacos de
temperamento extraño, italianos, españoles, griegos, checos, eslovacos,
alemanes, austriacos, árabes, un armenio, un chino, un negro, un judío
ucraniano, un finés… En toda esta banda heterogénea hay un solo francés, un
infeliz patético, que sostiene en alto el pabellón de la Tercera República.
En las barracas recostadas contra los muros de una fábrica consumida hace mucho
por el fuego, viven treinta célibes, que maldicen en distintos lenguajes. Las
mujeres de los otros, traídas también de todas partes del mundo, no hacen más
que aumentar la confusión de esta Babel.
Los javaneses desfilan a nuestros ojos, reflejando cada uno
su perdida tierra natal, convenciendo cada uno con su personalidad (y por lo
menos sin aparente ayuda del autor), parado cada uno sobre sus propios pies. El
austríaco Karl Affiller, añora a Viena mientras se harta de conjugaciones
inglesas; el hijo del Contraalmirante naval Ulrich von Taupfen, Hans, ex
oficial asimismo de la marina alemana y partícipe de la insurrección de Kiel;
el armenio Albudizian, que por primera vez en su vida come y bebe hasta
hartarse y emborracharse en Java ; el agrónomo ruso Bielsky, con su mujer media
loca y su hija estúpida; el viejo minero Ponzoque perdió a sus hijos en una
mina de su Italia nativa y que habla con igual gusto a un muro o a una piedra
del camino que a un compañero de trabajo; el “doctor Magnus” que dejó la Universidad de Ucrania
justamente antes de graduarse para no vivir como los demás; el negro americano
Hilary Hodges, que cada domingo lustra sus zapatos de charol –memento del pasado- y que nunca se pone;
el ex tendero ruso, Blutov, que se dice antiguo general para pescar clientes de
su futuro restaurante; aunque en verdad muere antes de que empiece la acción
de la novela, deja una viuda que adivina el porvenir.
Restos de familias deshechas, aventureros, soldados accidentales
de revoluciones y contrarrevoluciones, astillas de catástrofes nacionales,
refugiados de toda clase, soñadores y ladrones, héroes y cobardes, gente sin
raíz, hijos pródigos de nuestro tiempo: tal es la población de Java, “una isla
flotante amarrada a la cola del diablo”. Tal como dice ven Taupfen, “no hay una
pulgada de tierra en toda la superficie del globo donde se pueda poner el pie;
fuera, de eso tú eres libre; más allá del límite, más allá de todos los
límites”. El brigadier Carboni, catador de buenos cigarros y buenos vinos,
hace la vista gorda en lo que se refiere a los habitantes de esta isla.
Momentáneamente, pues, se hallan, “fuera de todos los límites”. Pero esto no
les impide vivir a gusto. Duermen en jergones de paja, a menudo sin
desvestirse; fuman mucho; beben mucho; comen solamente pan y queso para poder
beber más; raras veces se lavan, huelen pesadamente a sudor, tabaco y alcohol.
La novela no tiene figura central ni trazas de plan. En
cierto sentido, el propio autor es el héroe; pero no aparece en escena. La
historia cubre un período de varios meses y como la vida misma se compone de
episodios. No obstante el exotismo del ambiente la novela está, lejos del
folklore, la etnografía o la sociología. Es una novela genuina, un trozo de
vida convertido en arte. Podría pensarse que el autor escogió deliberadamente
una “isla” solitaria para pintar con más claridad los caracteres y las
pasiones humanas. Pero su significación es igual allí que en cualquier estrato
de la sociedad. Esta gente ama, odia, llora, recuerda, aprieta sus dientes. Ahí
está el nacimiento y solemne bautizo de una criatura del matrimonio polaco Warski,
ahí está la muerte, la desesperación de las mujeres, los entierros; y por
último, el amor de una prostituta por el doctor Magnus que hasta entonces no
había conocido mujer. Un episodio tan patético que sugiere el melodrama, de no
salvar el autor el escollo con honra dentro del orden que se ha impuesto.
A través del libro transcurre la historia de dos árabes: los
primos Alahassid ben Califa y Daud Jalima. Violando la ley de Mahoma beben vino
una vez a la semana, los domingos; pero lo hacen con sobriedad, sólo tres
litros, para no dejar de ahorrar los 5.000 francos que necesitan para volver a
la región de Constantina donde están sus familias. No son verdaderos Javaneses,
sino incidentalmente. Sucede que Alahassid muere en un deslizamiento de la
mina. La historia del intento de Dau para sacar su dinero ahorrado del Banco es
inolvidable. El árabe espera durante horas, suplica, no se da por vencido
vuelve a esperar pacientemente. Por último se le quita la libreta de ahorros,
porque está a nombre de Alahassid, el único de los dos que sabía, firmar. Esta
tragedia minúscula está soberbiamente contada.
Madame Michel, la dueña de la taberna, se hace rica con esta
gente. Sin embargo, no les guarda cariño y los desprecia. No sólo porque es
incapaz de comprender su cháchara bulliciosa, sino también porque son demasiado
pródigos en las propinas. Llegan y se van con demasiada facilidad y nadie sabe
adónde: gente ligera que no merece confianza. Junto a la taberna ocupa desde
luego un lugar importante en la vida Java el burdel más próximo. Malaquais lo
describe detalladamente sin compasión; pero al mismo tiempo de modo muy humano.
Los javaneses miran el mundo desde abajo, pues ellos mismos
fueron arrojados de espaldas al abismo de la sociedad; por lo demás,
deben seguir así en la mina para extraer mejor el material. Lo que
constituye una perspectiva singular. Malaquais conoce muy bien sus leyes y sabe
aplicarlas. El trabajo en la mina está descrito sobriamente, y sin detalles
tediosos, con notable vigor. Ningún simple artista observador podía hacerlo de
este modo aunque hubiese bajado diez veces a la mina en busca de esos detalles
técnicos, que escritores como Jules Romains, por ejemplo, gustan lucir. Sólo un
antiguo minero convertido en gran artista podía hacerlo.
Aunque con implicaciones sociales, esta novela no tiene de
ninguna manera carácter tendencioso. No trata de probar nada ni de hacer
propaganda, como tantas producciones de nuestra época, sometidas a órdenes aun
en la esfera del arte. La novela es “sólo” una obra de arte. Sin embargo,
sentimos a cada paso las convulsiones de nuestra época, la más grandiosa y más
monstruosa; la más significativa y la más despótica que se conoce en la
historia humana. Una combinación del lirismo rebelde de la personalidad con la
épica feroz de nuestro tiempo crea tal vez el mayor encanto de este trabajo.
El régimen legal descrito dura años. El gerente inglés tuerto
y manco, siempre borracho, arregla las dificultades con la policía, obsequiando
a sus representantes con vino y cigarros. Los javaneses sin documentos siguen
trabajando en las peligrosas galerías de la mina, emborrachándose en la
taberna de Madame Michel y ocultándose tras los árboles cada vez que se dan con
los gendarmes, nada más que para ponerse a salvo. Pero todo tiene su fin.
El mecánico Karl, hijo de un panadero de Viena, deja su
trabajo voluntariamente, derrocha su tiempo paseándose por la playa bajo el
sol, escuchando las olas del mar y hablando con los árboles del camino. Obreros
franceses trabajan en una fábrica vecina. Tienen sus casitas con agua y
electricidad, pollos, conejos y hortalizas. Karl, como la mayor parte de los
javaneses mira este mundo ordenado sin envidia, más bien con algún desprecio.
“Han perdido el sentido del espacio; pero han ganado el de la propiedad.” Karl
corta una rama y azota el aire con ella. Siente ganas de cantar. Le falta voz;
de modo que silba. Entretanto, en un pozo de la mina dos hombres mueren: el
ruso Malinov, que presumía de haber combatido bolcheviques en Nijni Novgosod y
el árabe Alahssid ben Califa. El caballero Yacovlev, sobresaliente ex alumno
del Conservatorio de Moscú, roba a la vieja hechicera, Sofía Fedorovna, viuda
del que se pretendía general, y que había acumulado varios miles de francos.
Karl lo había visto por casualidad a través de la ventana abierta y Yacovlev
lo golpea en la cabeza con un garrote. Así la catástrofe o una serie de
catástrofes sobrevienen en la vida de Java. La desesperación de la vieja no
conoce límites y llega a producir náuseas. Vuelve la espalda al mundo; responde
con reniegos a las preguntas de la policía, permanece en el suelo sin comer ni
dormir un día, dos tres, agitándose sobre sus excrementos rodeada por un
enjambre de moscas.
El ladrón hace circular una noticia de los periódicos: ¿dónde
están los cónsules? ¿Por qué no hacen nada? El gendarme Carboni recibe una
circular instruyéndole acerca de la necesidad de vigilar estrictamente a los
extranjeros. El licor y los cigarros de John Kerrigan dejan de surtir efecto.
“Estamos en Francia, señor gerente, y debemos cumplir la ley francesa” El
gerente se ve obligado a telegrafiar a Londres. Recibe orden de cerrar la mina.
Java deja de existir. Los javaneses se dispersan para meterse en otras
covachas.
El amor
de Malaquais al hombre
Los remilgos literarios son ajenos a Malaquais; no evita las
expresiones fuertes ni las escenas enfadosas. La literatura contemporánea,
especialmente la francesa, está por regla general más libre al respecto que la
naturalista del tiempo de Zola, condenada por los puristas. Sería pedantería
ridícula decir que esto es bueno o malo. La vida se ha hecho más desnuda y
despiadada desde la guerra mundial, que destruyó no sólo muchas catedrales sino
también muchas convenciones; la literatura tiene más remedio que adaptarse a la
vida. Pero en qué difieren entre Malaquais y cierto escritor que se hizo famoso
hace algunos años, con un libro de crudeza excepcional. Me refiero a Celine.
Nadie había escrito antes que él con tanta obstinación fisiológica sobre las
necesidades y funciones del pobre cuerpo humano. Pero la mano de Celine era
guiada por un emponzoñado agravio que le hacía calumniar al hombre. El
artista, médico de profesión, se dijera que deseaba convencernos de que el ser
humano, impelido a funciones tan bajas, no se distinguía de un asno o de un
perro, excepto por una mayor astucia quizás y un mayor espíritu de venganza.
Esta odiosa actitud ante la vida cortó las alas del arte del autor: no fue más
allá de su primer libro. Casi al mismo tiempo que Celine otro escéptico se hizo
famoso, Malraux, que también buscaba justificar su pesimismo; pero no abajo,
en la fisiología, sino arriba, en las manifestaciones del heroísmo humano.
Malraux hizo uno o dos libros importantes. Pero carece de médula. Siempre anda
buscando una fuerza externa en qué descansar, alguna autoridad establecida. La
falta de independencia creadora ha echado a perder sus últimos libros con el
veneno de lo falso, malográndolos.
Malaquais no teme lo bajo y lo vulgar de nuestra naturaleza,
porque a pesar de todo, el hombre posee genio creador, pasión, heroísmo, lo que
está lejos de ser estéril. Como todos los verdaderos optimistas, Malaquais ama
al hombre por sus facultades potenciales. Gorki dijo una vez: “El hombre -¡esto
suena a soberbio!”. Quizás Malaquais no repetiría una exclamación tan
didáctica. Sin embargo, es precisamente la actitud que observa hacia el hombre
en su novela. El talento de Malaquais tiene dos aliados seguros: el optimismo y
la independencia.
Acabo de recordar a Máximo Gorki, otro cantor de los vagabundos.
El paralelo surge de por sí. Tengo presente en forma vívida cómo el mundo
lector se sintió asombrado por la primera gran historia corta de Gorki, Chelkash en 1895. El joven vagabundo saltaba
de pronto desde los bajos fondos de la sociedad a la arena de la literatura
hecho un maestro. En sus últimos escritos Gorki no ha superado esencialmente
aquel primer cuento. Malaquais no asombra menos que Gorki con el acierto de su
primera salida. Imposible decir de él que es un escritor que promete. Es ya un
artista consumado. En las antiguas escuelas los principiantes debían pasar por
terribles pruebas -golpes, intimidaciones, vituperios- antes de recibir el
temple preciso en el plazo más breve. Pero Malaquais como Gorki, fue armado por
la vida misma. La vida los lanzó, los hizo rodar por la tierra y después de una
preparación semejante los reveló maestros consumados en el campo de las
letras.
Con todo, ¡qué diferencia enorme entre sus épocas, sus héroes
artísticos! Los vagabundos de Gorki no son los desechos de la vieja cultura
urbana, sino los campesinos de ayer aún no asimilados por la nueva urbe
industrial… Los vagabundos de la era creciente del capitalismo están marcados
por un signo patriarcal y casi ingenuo. Rusia, políticamente joven en aquel
tiempo, estaba encinta de su primera revolución. La literatura se alimentaba de
ansiosas esperanzas y exagerados entusiasmos. Los vagabundos de Gorki están
embellecidos por el romanticismo prerrevolucionario. No ha pasado en vano
medio siglo desde entonces. Rusia y Europa han vivido una serie de conmociones
políticas y la más terrible de las guerras. Los grandes acontecimientos
aparejan grandes experiencias, principalmente, las amargas experiencias que
siguen a las derrotas y a los desengaños. Los vagabundos de Malaquais son el
producto de una civilización madura. Miran al mundo con ojos menos asombrados,
más prácticos. No son nacionales, son cosmopolitas. Los vagabundos de Gorki
iban del Mar Báltico al mar Negro o hasta Sajalin. Los javaneses no conocen
límites nacionales; se sienten lo mismo extraños o at home en las minas de Argelia, en los bosques de Canadá
que en los cafetales del Brasil. El lirismo de Gorki era melódico, a veces
sentimental y con frecuencia declamatorio. El lirismo de Malaquais, no menos
intento en lo esencial, es más sobrio en la forma y más disciplinado por la
ironía.
La literatura francesa, conservadora y exclusiva como ha
sido siempre, tarda en asimilarse las nuevas formas que ella misma ha creado
para el mundo y se resiste a la influencia extranjera. Sólo desde la guerra una
corriente cosmopolita penetra en la vida francesa. Los franceses han empezado a
viajar con más frecuencia, a estudiar geografía e idiomas extranjeros. Maurois
trajo a la literatura reciente al inglés estilizado: Paul Morand, los clubes
nocturnos del mundo. Pero este cosmopolitismo lleva el sello indeleble del
turista. Todo lo contrario sucede con Malaquais. Malaquais no es un turista.
Viaja de un país a otro de un modo que desaprueban las compañías de ferrocarriles
y las autoridades policiales. Ha rodado por todas las latitudes geográficas,
trabajando donde podía. Fue perseguido, sufrió hambre y absorbió las
impresiones del mundo junto con las emanaciones de las minas, y de las
tabernas baratas, donde los parias internacionales gastan generosamente sus mezquinos
salarios.
Malaquais es un auténtico escritor francés; es un maestro
dentro de la técnica francesa de la novela -la más alta del mundo- para no
mencionar la perfección de su lenguaje. Y, sin embargo, no es un francés. Ya me
lo imaginaba mientras leía la novela. No porque el tono de su narrativa dejara
sentir a un extranjero, a un observador desde fuera. De ningún modo. Cuando
aparecen franceses en las páginas de su libro son franceses genuinos. Pero en
el arrimo del autor no sólo a Francia, sino a la vida en general, se siente al
“javanés”, a uno que ha salido de, “Java”. Esto no pasa con los franceses. A
pesar de todos los acontecimientos que conmovieron al mundo en el último
cuarto de siglo, los franceses continúan siendo sobradamente sedentarios,
demasiado estables en sus costumbres, en sus tradiciones para poder ver el
mundo con los ojos de un paria. En respuesta a una carta que le escribí al
respecto, el autor me contestó que era de ascendencia polaca. Debía haberlo
adivinado sin preguntar. La novela empieza con el esbozo de un joven polaco,
casi un adolescente de pelo pajizo, ojos azules, ávido de sensaciones, con el
buche vacío y la mala costumbre de sonarse las narices con los dedos, Manieck
Bryla. Sale de Varsovia acostado entre las barras de un coche corredor soñando
llegar hasta Tombuctú. Si no se trata del propio Malaquais es su hermano en
sangre y espíritu. Manieck anduvo vagando más de diez años. Aprendió muchas
cosas; maduró; pero sin perder nunca la frescura de su espíritu. Al contrario,
acumulando una sed insaciable de vivir que se hace por demás evidente en este
primer libro. Aguardamos uno nuevo. Sin duda, el pasaporte de Malaquais aún no
está en forma. Pero la literatura le ha concedido ya todos los derechos
inherentes a la ciudadanía.
Coyoacán, 7 de agosto de 1939.
Pasados tres años después de prácticamente veinte de olvido
(publicación de su tesis sobre Kierkegaard en 1971), los media (televisión,
radio, prensa…) habían redescubierto la existencia de un escritor llamado Jean
Malaquais. Efectivamente, ediciones Phébus tuvo el mérito de hacer reaparecer
su novela “Les Javanais”,
premio Renaudot en 1939; luego su “Journal
de guerre” (seguido por el inédito “Journal du Métèque”) cuya impertinencia referente a la Francia “putainiste” había
impedido hasta entonces su reedición en nuestra querida patria de los derechos
del hombre… cuando resulta ¡que había sido publicada en francés en Nueva York
tras la guerra!
Devorado por el cáncer, Jean Malaquais nos ha dejado el 22
de diciembre 1998, en Ginebra, donde residía con su compañera Elisabeth. Según
su propia expresión, “ha apartado definitivamente la escalera”…
Esto no impedirá que ediciones Phébus siga reeditando sus
otras novelas, como por ejemplo “Planète
sans visa” (aparición prevista para abril de este año) y “Le Gaffeur”. Por otra parte otros
editores publicarán su correspondencia con André Gide y sin duda su obra de
teatro “La Couerte paille” que una compañía prepara para su
puesta en escena. En cuanto a ediciones Syllepse, ha reproducido el panfleto
que ya habían sacado los “Cahiers Spartacus”,
revista animada por René Lefeuvre en febrero de 1947: “Le nommé Louis Aragon ou le patoite professionnel”.
El amigo que acaba de desaparecer y que ya cruelmente nos
falta, rechazaba formar parte, a pesar de su talento para la novela, de los
grupos literarios que se congratulan en los salones con la moda o sobre el
plató de televisión (sobrepasados los 90 años, en la habitación hospitalaria,
superando su sufrimiento, retoca hasta el fin el texto de “Planète sans visa” en vistas a su
reedición). Nunca quiso escribir novelas “de tesis”, aquello que había
comprendido León Trotsky cuando comentaba “Les
Javanais” en estos términos:
“Aunque posee una dimensión social, la novela en ningún caso
tiene un carácter tendencioso. No quiere demostrar nada, ninguna propaganda, al
contrario de tantas obras de nuestra época que en demasía obedecen a dictados,
incluso en el dominio del arte. La novela de Malaquais es “solamente” una obra
artística. Y, al mismo tiempo, percibimos a cada paso las convulsiones de
nuestra época, la más grandiosa y la más monstruosa, la más crucial y la más
despótica, que haya conocido hasta aquí la historia humana. La unión de un
lirismo personal refractario y de una poesía épica violenta, aquella de su
tiempo, forman, quizás, el encanto principal de esta obra”1.
Jean era también un compañero que después de los años 1920
había pertenecido a diversas corrientes de la izquierda comunista
internacionalista, las cuales se oponían no solamente al estalinismo sino que
criticaban ante todo a sus factores, como Lenin y los bolcheviques, que había
ocasionado la degeneración de la revolución rusa. Nacido en Varsovia, el 11 de
abril 1908, en una familia de origen judío, pero totalmente agnóstico (su
verdadero nombre era Vladimir Malacki), había dejado Polonia después del
bachillerato y, después de un largo periplo como vagabundo para descubrir el
mundo, había alcanzado Francia en 1926 la cual, en su imaginación de joven, le
parecía encarnar el país de las ideas revolucionarias. Este “meteco”, com se
calificaba él mismo, iba pronto a quedar decepcionado por aquella
autodenominada “tierra de asilo”:
“El estalinismo lo asquea todo tanto como el ambiente
nacionalista y xenófobo que reina en Francia. Gravita alrededor de la Liga comunista trotkista
dirigida por Rosmer, Franck, Naville, pero no se compromete, a diferencia de su
amigo Marc Chirik2. Hacia 1933, Vladimir Malacki que se hacía llamar Jean
Malaquais (como un muelle de París), toma contacto con los grupos
revolucionarios a la izquierda del trotskismo: “Union Communiste” de Chazé, bordiguistas italianos de “Bilan” inmigrados a Francia y Bélgica
(Ottorino Perrone, Otello Ricerri, Bruno Zecchini)”3.
Durante este período, después de haber trabajado en una mina
de plomo y de plata (sud de Francia, cerca de Hyères) y rodeado por muchos
explotados que hablaban todas las lenguas del mundo (serán los “héroes de su
novela “Les Javanais”), se ve
empujado a hacer toda clase de pequeños trabajos y se encuentra a la deriva en
París sin tener un domicilio fijo (a menudo dormirá bajo los puentes de la “ciudad
de la luz”).
“En 1936 sale hacia España al estallar la revolución;
establece contacto con las milicias del POUM y la columna Lenin, dirigida por
los disidentes bordiguistas italianos como Enrico Russo. Un día tiene la mala
suerte de encontrarse de cara con Ilya Ehrenburg, escritor estalinista
promovido jefe de brigada internacionalista. Está a punto de ser ejecutado como
“agente fascista” y provocador. Consigue regresar a Francia. Entra en contacto
con Victor Serge y Ciliga, huidos del Goulag estalinista”4.
Refugiándose en la biblioteca Sainte‑Geneviève hasta la
tardía hora de cierre, lee mucho y aprende no solamente a familiarizarse sino
también a dominar la lengua francesa. Habiéndose ganado la simpatía de André
Gide, a causa de una correspondencia crítica sobre la condición del escritor en
relación a la de los trabajadores obligados a ganarse cada día su pan y
alienados por la fatiga del trabajo, es gracias a él que se lanza a la
redacción de “Les Javanais”
(cuidados médicos, dinero, préstamos para la casa).
Durante la guerra, después de haber sido movilizado en la
línea Maginot, cae prisionero en la ofensiva alemana de 1940, pero consigue
escapar y pone los pies en Marsella con su compañera rusa Galy. Allí forma
parte del grupo de intelectuales refugiados que huyen del nazismo (Breton,
Péret, Victor Serge…) y trabaja en la cooperativa obrera denominada “le croque‑fruit”
dirigida por trotskistas. Criticando la explotación es despedido en compañía de
su amigo Marc Chirik. Gracias al Comité de ayuda a los intelectuales y
sobretodo al sostén indefectible de Gide, acaba por obtener un visado para sud‑América.
Escapa a las redadas de los nazis embarcándose para Venezuela, más tarde hacia
México. Allí, los revolucionarios en el exilio se pelean y desgarran: a
consecuencia de las posiciones oportunistas de Victor Serge, que quiere crear
un “frente democrático” en lugar de denunciar la guerra imperialista en los dos
campos, Jean rompe brutalmente con él5. En 1946, le es concedido un visado para
los Estados Unidos: conoce un joven escritor Norman Mailer de quien traduce la
novela “Les Nus et les Morts”,
y de quien, a pesar de los altibajos, será un fiel amigo hasta el fin.
En 1947‑48, de regreso a París, participa con el grupo
comunista de izquierda “Internationalisme”
que procede de la herencia bordiguista bajo la influencia de Marc Chirik y en
el que militan compañeros como Robert Salama (llamado “Mousso”), Serge
Bricianer, Louis Evrard,… Pero, a pesar de permanecer sólidamente anclado en
las posiciones revolucionarias de la corriente de ultra‑izquierda (izquierda
alemana, holandesa e italiana) y manteniendo una extensa correspondencia con “Internationalisme”, con Marc Chirik en
particular, Jean es demasiado rebelde para poder aceptr algunas tendencias
hacia el dogmatismo y a la apología del partido. Antes bien, se ve inclinado
hacia los comunistas de los consejos holandeses tales como Pannekoek y Canne‑Meyer.
Cuando reside en París durante los años 1960, aporta su contribución al grupo
animado por Maximilien Rubel y sus “Cahiers
pour le socialisme des conseils”.
Los hechos de mayo 68 le permiten precisar este tipo de
evolución y así no participará en “Courant
Communiste International” fundada en 1975, todo y siguiendo amigo
de Marc Chirik, con quien se entrega a discusiones acaloradas cuando lo
reencuentra (llegan incluso a enfadarse). He tenido la suerte de conocerle
gracias a los debates que levantaron los días siguientes al 68, y de trabar
amistad con él durante cerca de treinta años. En el curso de los 1980, se
instala en Ginebra donde trabaja su compañera Elisabeth, pero haciendo
frecuentes estancias en París, lo que nos permite profundizar nuestra relación
amigable y política.
Mientras ha permanecido en condiciones (1996‑97), se ha
esforzado por estar perfectamente al corriente de la actualidad, reflexionar
teóricamente y desplazarse a las reuniones del medio de la ultra‑izquierda. Los
compañeros de “Perspective
Internationaliste” han apreciado de manera particular su presencia
y sus precisiones, tanto en las reuniones del “Cercle de discussion” como en aquellas organizadas por el
grupo. Estaba de acuerdo en la necesidad de criticar las antiguas posiciones y
hacer avanzar la teoría con la ayuda del método marxista.
¡Salud Jean, quedas entre nosotros gracias a todos tus
escritos, tanto literarios como políticos!
París, diciembre 1998
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