Pepe Gutiérrez-Álvarez
Las aventuras de Jack
London
.
En su libro más autobiográfico, Martin Eden,
London narra detalladamente su situación en la poca anterior y posterior de su
viaje al Valle del Yucón. Todos sus intentos para publicar sus cuentos
resultaron infructuosos, solamente tiene una oportunidad en 1895, se presenta a
un pequeño premio literario promovido por la revista Call de San Francisco lo
gana. Su escrito trataba del tifón que había presenciado en las costas
japonesas a bordo del Sophie Sutherland. Pero una golondrina no hace verano.
Para mantener su extraña familia debe de trabajar brutalmente en una
lavandería, mientras, estudia en la Universidad. Sus amoríos con la señorita Mabel
Applegarth, no son aceptados por la madre de ésta.
Se encuentra por lo tanto en cuna situación
insostenible. La extraordinaria fiebre del oro en el Yucón, fue el último gran eco
de los sueños de El Dorado. Como sí hubieran sido convocados por una grandiosa
señal, una cantidad inmensa de personas volvieron la espalda a su realidad
cotidiana, pelearon por reunir una base económica de sustento; tomaron el barco
en San Francisco o en Seattle; cargaron con pesados fardos con los que
atravesaron arriesgados pasos de montañas; se prestaron a cruzar terribles
rápidos que destruían embarcaciones; caminaron penosamente a través de largas
distancias, cruzando pantanos, y vivieron constantemente sometidos a peligros
como los de morir de hambre y de frío, de enfermedades en las soledades
inconmensurables. Todo sólo por la remota posibilidad de encontrar oro en el
trasfondo de algún helado arroyo canadiense, en un territorio desconocido aunque,
para algunos, era algo así como un Estado más de la Unión.
Todo esto era sabido, pero no fue obstáculo, como
tampoco lo fueron las advertencias de los más expertos que como John Muir, un
célebre naturalista que no dudó en llamarlos "horda de tontos". El
espíritu de esta advertencia queda magníficamente reflejado en esta profecía un
tanto sumaria de Ambroce Bierce: "¿Allanará (el futuro buscador de oro) el
camino siquiera de una civilización de trineos tirados por perros y por la
religión del reno. Nada saldrá de él. Es sólo una palabra en el viento, un
hermano de la niebla. No quedará ni un recuerdo suyo, en el campo de sus
actividades. La guerra que desheló y coló, se volverá a congelar. La loba
criará su gorda camada en la choza que él construyó, y de sus aleros, el alce
arrancará la hierba comestible, sin temor. La nieve cubrirá su rastro y todo
volverá quedar como antes".
Todos estos malos augurios fueron barridos y
olvidados con regreso esplendoroso de los primeros pioneros que volvían olor a
multitudes ostentando tesoros arrancados del suelo. Era tal su riqueza que un
lavandero de Seattle se consideraba desgraciado porque sólo había conseguido
15.000 dólares. A la verdad, ya un poco fantástico, la prensa de la época le
añadió sus buenas dosis de sensacionalismo. Inyectó entre la gente impresión de
que el valle del Yucón tenía el "campo aurífero más rico del mundo".
Un diario Ilegó a proclamar que había llegado fin de la depresión y el principio
de la prosperidad. La gente acabó por enloquecer. Veinticuatro horas más tarde
de que anclara el primer barco proveniente del Norte, dos mil neoyorkinos
trataban denodadamente de adquirir billetes, London fue uno de los que encontró
el cielo abierto. Le atraía la posibilidad de un éxito fulgurante y también la
aventura. Para reunir el capital suficiente tuvo que empeñarse y dejar empeñada
a su familia, pero ellos creían en el milagro. Se embarcó con su cuñado
Sheppard en el vapor Umatilla -en el que había tenido antes una aventura de
"polizonte"-, más tarde diría: "Tuve que dejar colgada la
carrera, y otra vez me encontré en la senda de la aventura en busca de
fortuna".
En el trayecto no tardó en formar equipo con tres
más, F. Thompson y J. Goodman que tenía conocimiento de minería y M, Sloper que
había sido carpintero.
Navegaron con prisas y vigor pero el invierno fue
avanzando con ellos. Así, al llegar a la boca del río Stewart, a unos 120 Km.
de su destino, quedaron atrapados: el negocio de los rápidos les impidió llegar
a tiempo. No fueron por ello, los únicos. Centenares de gambusinos (hasta un
circo ambulante) quedaron atrapados en aquellas frías inmensidades, y fueron no
pocos, sobre todo los más débiles, los que se doblegaron ante las circunstancias
que aparecían bajo las formas de congelamientos, enfermedades, fiebre de
cabaña, amén de la nostalgia y la melancolía y, cómo no, el fracaso de los que
cavaron sus tumbas, cumpliendo así, parte de la tétrica profecía de Ambroce
Bierce.
Pensaban que estas aptitudes -unidas a las de
Jack que era ya un buen marinero- eran imprescindibles para llevar a cabo el
programa de excavaciones, prospección, transportes, navegaciones, construir
compuertas, barcas, trineos y cabañas, todo lo que necesitaban. No era London
el único literato que emprendió la aventura, pero la mayoría, tal como dijo un
cronista, descubría "que el Ártico era el país de Dios, y después, huía
tan rápidamente como podían". Las dificultades comenzaron desde el primer
momento. Al anclar en la ensenada de Dyes, en las proximidades del Va/le del
Yucón, se encontraron con una gran aglomeración de personas, caballos y
paquetes, que tenían entre sí el escarpado Paso de Chilkoot. Sheppard, con
sesenta años a sus espaldas contempló el panorama y volvió sobre sus pasos.
Pero los demás no se arredraron, lo peor del
camino eran los diez kilómetros escarpados sobre eI Chilkoot, y subirlos en
medio del calor de Alaska. Prueba de lo que significaba, eran aquellos
centenares de gambusinos que se hablan desplomado y se rompían para retroceder.
Podían costear un porteador indio, pero necesitaban los 500 dólares que exigía la Policía Montada
del Noroeste como pasaporte. London dio muestra fehaciente de su fortaleza. Se
desnudó de cintura para arriba y se echó sobre las espaldas casi 70 Kg. Todos
los días hacia un viaje redondo de 38 Kg., para arriba cargado y volvía para
abajo nuevamente. Lo que más le impresionó de esta peripecia fue el gran número
de caballos muertos o agonizantes -reventados, maltratados o desplomados sobre
las salientes-, que yacían en el camino. Algunos de sus dueños mostraron su
indiferencia negándose a gastar una bala para rematarlos. Sus corazones
-escribió Jack- se hicieron de piedra -de esos que no se rompían-. Y los
hombres del sendero del Caballo Muerto se convirtieron en bestias”.
Después se instalaron en el lago Linderman y
constituyeron dos barcas. "Yucón Belle" y "Belle of the
Yucón", sobre las cuales Jack escribió un poema que sus compañeros
consideraron superfluo. Cruzaron este lago, después los de Bennett, Tagish y
Marsh, sin apenas contratiempos, pero más adelante empezaron las aguas rápidas,
el Cañón Box, los Rápidos Squaws y los de White Horse que resultaron sumamente
peligrosos. Tampoco Jack tuvo dudas consultó el mejor tratado sobre el tema y
persuadió a sus compañeros en desistir del porteo que era más seguro pero más
largo, y optar por el no: «Las otras barcas, explicó, trataron de luchar contra
la corriente, para evitar las rocas. Nosotros iremos contra la corriente, y
ella nos tirará de las rocas».
El asunto no fue tan fácil. Las barcas tomaron
"tal velocidad que las paredes del cañón parecían dos trenes expresos que
pasaran por ambos lados. Los peligros de choque con las piedras puntiagudas que
amenazaban con hacer astillas la embarcación se presentaron a cada instante...
Fueron dos minutos terribles, y respiraron cuando llegaron a aguas tranquilas.
Pero aún no había terminado. Los escollos arrebataron a Jack el mando de la
embarcación. Por todos lados se metía el agua que amenazaba en tragarnos. La
«Yucón Belle" iba directa hacia la orilla izquierda llena de piedras
filosas, ya pesar de que me aferré al timón hasta que se rompió, no pude hacer
volver la proa de la barca río abajo". Pasaron el tramo más peligroso, el
llamado Crin de Caballo y desde entonces todo fue ya como una seda.
El hecho de que fuera lo que podemos llamar
"el equipo London", los únicos que llegaron a cruzar los rápidos en
aquella temporada, hizo que les llovieran ofertas para dedicarse a transportar
gente. En pocos días pasaron 120 barcas y ganaron con ello 3.000 dólares. La
parte que recibió Jack, fue lo más substancial que económicamente logró en la
aventura.
Abandonaron al arriesgado y beneficioso ejercicio
con la esperanza de Ilegar a Dawson antes de que concluyera la temporada de
navegación y cayera sobre ellos el invierno que hacía imposible la prolongación
del viaje. Se sentían poseídos por el ansia que posee algún arroyo como
aquellos que habían sido bautizados con nombres tan sonoros como Arroyo Fondo
de Oro, Colina de Oro, Orogrande, Arroyo Todo-oro, Arroyo Demasiado Oro, Arroyo
Oro Puro, Cúpula del rey Salomón, etc.
Tanto el horizonte de la riqueza como el de la
acción quedaron anclados. El "equipo" tomó posesión de una vieja
cabaña de un antiguo poblado de los que abundaban en la zona y que eran
testimonios de viejos fracasos, llamado Upper Island. No perdieron los ánimos.
Para Jack no faltaban alicientes, aquello "era algo fascinante". Por lo
demás tuvo tiempo para reflexionar y para leer el cargamento de obras marxistas
y/o evolucionistas que llevaba en la mochila... Más tarde, la influencia de
aquellos meses se hicieron perceptible en pasajes como estos: “Este soy yo, un
pequeño animal llamado hombre, un ápice de materia vital, setenta y cinco kilos
de carne, sangre, nervios, tendones, huesos y cerebro, todo ello blando y
tierno, susceptible al dolor, falible y frágil... Hundo la cabeza cinco minutos
en el agua y me ahogo, caigo de una altura de seis metros y me aplasto. Soy una
criatura a merced de la temperatura. El termómetro desciende unos cuantos
grados y mis dedos y mis orejas se ennegrecen, se caen... Soy débil y frágil,
una brizna de vida latente y gelatinosa, eso es lo que soy. A mí alrededor se
alzan las grandes fuerzas de la naturaleza, amenazas colosales de la
destrucción, monstruos carentes de sentimientos. No sienten el menor interés
por mí. No me conocen. Son inconscientes, despiadadas e inmorales. Ciclones y
tornados, rayos y tormentas, mareas y resacas, corrientes y torbellinos,
huracanes y tifones, terremotos y volcanes, olas gigantescas que saltan sobre
los navíos más altos reduciendo a pulpa a los seres humanos... Son monstruos
insensatos que ignoran a esta criatura toda nervio y debilidad que los hombres
conocen por Jack London y que se tiene por una persona decente y un ser
superior".
Aquel era "... un mundo de silencio y de
total inmovilidad. Todo estaba paralizado. El Yucón dormía bajo una capa de
hielo, de un metro de espesor. No soplaba ni un aliento de viento Ni la savia
se movía en el corazón de los abetos que cubrían los bancos, a cada lado del
río. Los árboles, cargados hasta el último infinitésimo de gramo de nieve que
sus ramas podían soportar, se alzaban en petrificación absoluta. El temblor más
ligero hubiera hecho caer la nieve, y la nieve no caía... Era un mundo muerto,
y además un mundo gris. El clima era claro y cortante. No había humedad en la
atmósfera, ni niebla ni bruma. Sin embargo, el cielo era una capa gris. Esto se
debía a que a pesar de no haber ninguna nube que empañara el brillo del día no
había- sol para darle brillantez..."
Su cargamento de sueños tensados hasta ahora por
la riqueza, se orientó un poco más hacia la literatura y la revolución. Estaba
persuadido de que de ser rico emplearla el capital en ambas cosas, aunque sus
compañeros jamás entendieron tan extraño maridaje. Y mucho menos admitían su
negligencia. Las tareas prosaicas, olvidadas mientras se dedicaba a especular
sobre Marx o Darwin. Todavía, antes de reemprender la marcha, vivió una
historia patética, Junto con Thompson salió aprovechando un trineo. Encontraron
un arroyuelo y lo trabajaron. Pronto encontraron una veta brillante como el
oro. Regresaron alucinados para dar a conocerla buena nueva todos le creyeron
menos dos expertos en minería. Le certificaron que aquello era pirita de
hierro, lo que los mineros llamaban el "oro de los tontos".
Aunque al parecer este espejismo no le afectó demasiado.
Lo cierto es qué ésta fue la primera y última expedición exploradora de London.
Consiguió llegar a Dawson en la primavera de 1895. Se trataba de una ciudad
populosa e increíble. Sobre ella le dijo London a un médico: "yo no sé
quién hizo este mundo, pero creo que yo mismo podría haber hecho un maldito
lugar mejor". Se parecía a una de aquellas ciudades del Oeste -Dodge City,
por ejemplo- improvisada, bulliciosa, rica y miserable. La niebla que era uno
de sus encantos, le daba un toque misterioso.
Allí London comprendió fácilmente que en aquel
combate no había lugar para los perdedores, o encontrabas un filón y podías
hacerte rico, o caías en la más negra de las miserias. Sin ambición rara vez
emprendes alguna incursión. London tampoco quería morir trabajando por el
miserable salario que se solía pagar en aquella ciudad de desocupados.
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