En algunas de mis notas
personales de los años ochenta, aparecen algunas referencias al encuentro con
antiguos camaradas, que en tal o cual momento abandonaron el "barco".
No eran precisamente una
minoría, antes al contrario. Si el encuentro venía a ser el propio del
"tropiezo", normalmente la cortesía se manifestaba más o menos
efusiva, pero bastante breve. No había quizás mucho que hablar, al menos no
antes de aclarar en qué dirección habíamos quedado después de "todo
aquello", aunque a veces me embargaba la sensación de que, al menos
algunos, no querían hablar, quizás porque al final podía llegar la nota
desagradable. Conmigo, si el volta-face llegaba hasta la derecha, podía dar
lugar a alguna palabrota como “!Vete a la mierda¡”. En cambio, si el encuentro
transcurría, por ejemplo en el rato que ocupaba un trayecto en el metro, la
conversación era poco menos que inevitable, aunque entonces siempre quedaba lo
particular, como te va, qué haces, más que el qué piensas de tal o cual cosa.
Tampoco faltaba el buen
humor, como aquel día en que un antiguo "tovarich" cruzó un vagón de
parte a parte para advertirme que llevaba el flequillo sostenido con una
horquilla. No sería ni la primera, ni la última vez que me ocurría. Me la
colocaba en casa para evitar el flequillo sobre los ojos a la hora de escribir,
y en más de una ocasión, con las prisas, me olvidaba de quitármelo a salir de
casa, y hasta hubo casos en que la pinza me acompañó hasta el lugar de reunión,
entonces el tono bromista estaba garantizado. Cuando se imponía el tono
distendido, las preguntas sobre "a qué te dedicas" podía desviarse
tranquilamente hacia la broma, pero en general, eran pocos los que respondían
con franqueza, sobre todo si habían cambiado de barricada o se preparaban para
hacerlo.
Un momento un tanto
extraño tuvo como telón de fondo un tanatorio. Ocurrió el 12 de diciembre del
año 1981, con ocasión del fallecimiento del padre de una compañera de trabajo,
y resultó que el antiguo "Damián", del que más tarde supe se llamaba
Antoni Fernández Teixidor, y que ejercía, aparte de abogado, de cuñado de mi
amiga. Evitando darme mayores pistas sobre su dedicación en el momento, se
mostró muy afable hasta que llegó la pregunta sobre a qué te dedicas ahora.
Cuando le respondí que "a lo mismo", me miró con cierto estupor, y no
tardó en pasar al capítulo de las despedidas. No sé porque, pero al contemplar
su mirada, pensé que por su cabeza atravesó la misma consideración que otros
habían manifestado más abiertamente, con palabras como, "Pero hombre, ¿todavía
sigues con esas quimeras?". Por el camino opuesto él acabó siendo un alto
funcionario convergente.
Entonces ya se evocaban
diversos casos, aparte de los anónimos, de algunos más o menos famosos como
José Mª Mendiluce, Julio Rodriguez Aramberri, Pantxo Unzueta, Paco Lobatón, y
claro está, de todo del sector de líderes de la extinta liga comunista, que se
habían "colocado" en el equipo que se había colocado en los pasillos
del poder "socialdemócrata", en una suerte de jubilación militante,
al servicio de Pascual Maragall, viejo camarada felipista y, no por muchas
horas, del grupo "Comunismo", antesala de la LCR. Aunque pequeños,
estos trasvases tuvieron que ser bastante apreciados, y contaba además con el
antecedente de los antiguos poumistas que habían seguido la estela de Joaquín
Maurín, o de Josep Pallach, desde el exilio.
Quizás fue por eso que
una tarde del mes de junio, Daniel Font, uno de los animadores del área
cultural socialista, me llamó personalmente a la redacción del
"Brusi" para comentarme que "en el partido" estaban
interesados en mantener conversaciones con los trotskistas. Les parecíamos
gente muy interesante, y me habló de lo bien que se encontraban algunos en el
partido, en particular los antiguos poumistas. Claro, le respondí, pero ellos
perdieron la guerra, nosotros aún no hemos hecho la nuestra, aunque cierto era,
la nuestra era una buena escuela, pero no creía que eso se pudiera hacer así, a
granel. Como insistió les di los nombres y los teléfonos más asequibles de la Liga en Cataluña,
advirtiéndole que no creía que la cosa diera más que para un contacto, y aún y
así no se me ocurría muy bien para qué. De hecho, no hacía mucho que nuestra
gente había sido expulsada de la
UGT (claro que también a los "obiolistas").Y ahí
acabó todo, porque no me consta que insistiera ni él ni otros, aunque todavía
tuvimos ocasión de ver algún que otro destacado militante jugando un papel
institucional.
Por su amplitud estas
conversiones se convirtieron en un tema obligado de conversación que, en
nuestras tertulias empezaba con la típica frase, ¿sabéis a quien vi que…? o al
revés, se mencionaba a tal o cual, entonces alguno de los presentes, decía,
"Ostias, no sabes que ese tío, o esa tía, perteneció a la OIC o a Acción
Comunista…" Éste último, por citar un ejemplo, era el caso de José Mª
Fidalgo.
Al juego de la ubicación
de tiempo y espacio político, se sumaban los datos del porqué, como, cuando,
etc. Estaba claro que había una explicación sociológica elemental. La izquierda
había sido derrotada, mucho de sus "profesionales" se quedaron fuera
de lugar, sin un empleo, sin un objetivo claro, y no había más que acercarse a
los partidos institucionales para darse cuenta de la diferencia existentes
entre alguien que "había hecho la carrera" contra el franquismo, y
los que no eran más que advenedizos. A veces, dicha aproximación podía tener un
prólogo meramente profesional, actuabas en tal cual departamento, hasta que
aparecía un dilema. Seguir chupando rueda o dar el salto, y cuando dabas el
salto, aparecía otra dichosa condición objetiva. Un sueldo que te llevaba a
instalarte en un ajetreo del que salir significaba dar un paso hacia atrás, y a
veces, si la alternativa era el paro, el paso podía ser hacía el vacío. Pero
habían todavía muchos factores más, casi todos derivados de la derrota, los
fracasos hacían que las opciones personales cobraran mayor importancia, y que
los malestares, las discrepancias.
A veces no se trataba de
gente que no había cambiado de barricada, sino simplemente que la habían
dejado, y no pocos de ellos siguieron siendo amigos, y por lo tanto, parte
significada de la amplia lista de invitados que una noche u otra cenaron en
casa, y participaron en aquellas tertulias que acababan tardes y que resultaban
bien regadas. No pocos entre ellos dejaron claro su escepticismo y trataron de
poner a prueba la permanencia de mis razones, unas razones que tenía que situar
en el reloj del tiempo, sobre todo considerando que, como muestra de
reafirmación, servidor solía empezar proclamando que su problema era más bien
inverso. Dado el espectáculo del mundo me sentía menos revolucionario de lo que
debería ser, seguramente porque no era ajeno a las tentaciones de las
comodidades, aunque, me justificaba, cuando se trataba de optar, lo tenía claro
tanto en las pequeñas cosas, por ejemplo haciendo las huelgas como los primeros
a pesar de ser jefe de personal, y repetía con toda seguridad que si el golpe
militar se hubiera impuesto, habría escogido el camino de la clandestinidad de
nuevo.
Sin embargo, a pesar de
estas reafirmaciones sería hipócrita negar la presencia de un soterrado
pesimismo en mis fueros internos, una cierta desolación que tenía unas raíces
que iban más allá de lo meramente coyuntural, y que le daba vuelta a las
enormes dificultades de una revolución socialista en cualquier parte, no
digamos aquí. Claro que, remachaba siempre, por mí no iba a quedar, además,
cuando se renunciaba a luchar por mundos mejores, se acababa perdiendo incluso
lo que se tenía. .
En el orden del ideario
nunca tuve la menor duda de quienes eran los malos, ni el capitalismo llevaba a
la barbarie, de hecho no desaprovechaba ninguna de las líneas que escribía para
remachar en este criterio básico, refrendado día a día, sobre todo cuando las
líneas pasaba por el "Tercer Mundo". Estaba de acuerdo plenamente con
unas opiniones vertidas por John le Carre, en la que éste afirmaba que la
socialdemocracia se equivocaba al pensar que el capitalismo no era tan malo,
era mucho peor, la droga del dinero estaba detrás del nazismo y de todas las
barbaries. Y me hacía gracia las de un Arthur Koestler según el cual no todos
los capitalistas eran malos. Como si se tratara de un problema individual,
podía añadir que los había hasta muy buenos, solo necesitaban tener un poco de
conciencia, como en las películas de la abuelita Capra.
Tampoco todos los
oprimidos eran buenos, ni mucho menos, la pobreza corrompía. Era más, el
socialismo adquiría un sentido complementario porque trataba de sentar las
bases de una humanidad en la que no habría que ser malvado para sobrevivir.
Todo indicaba que las mejores gentes e incluso las mejores civilizaciones eran
las que se mantenían en un estadio intermedio. Lejos de los poderosos,
temerosos de perder sus privilegios y ávidos por tener más, y de los muy
pobres, incultos y abocados a una lucha por la vida en la que el prójimo era
visto como un competidor.
Admitía que, en el caso
de la revolución socialista, el camino era cualquier cosa menos fácil, todo lo
contrario, y que además, no lo tenía muy claro en cuanto a su horizonte
histórico, Engels por ejemplo se lo planteaba muy a largo plazo, Lenin creyó en
vísperas de la revolución de febrero que su generación quizás no llegara a ver
la revolución, Trotsky al final, lo veía, con motivo, todo muy oscuro, y en el
tiempo que precede a los mayos del 68, a lo más se veía que era posible en el
"Tercer Mundo".
No hay comentarios:
Publicar un comentario