Andreu Coll.
Reseña Memorias de un bolchevique andaluz
Este testimonio de Pepe Gutiérrez (*) es una lectura muy útil para la nueva generación militante por diversos motivos.
Retrato de una época. Permite entender el contexto en que se forjó la promoción
revolucionaria del 68 aquí y en los países vecinos, al tiempo que
deja entrever las continuidades y las rupturas que se han producido entre esta generación y la que estamos forjando en este nuevo ciclo de
radicalización política que está
empezando a caminar.deja entrever las continuidades y las rupturas que se han producido entre esta generación y la que estamos forjando en este nuevo ciclo de
Las Memorias hablan de una época en la que las luchas
revolucionarias estaban en ascenso en muchos lugares del planeta: China,
Yugoslavia, Cuba, Vietnam, Argelia, Bolivia... en la que la juventud del mundo
desarrollado se radicalizaba en solidaridad con estas revoluciones y a causa de
las contradicciones que provocaba el agotamiento de la onda larga expansiva del
neocapitalismo de posguerra, a la vez que capas importantes de la población de
los países del Este iniciaban luchas para democratizar esos regímenes
burocráticos y autoritarios y para avanzar en la construcción de un verdadero
socialismo. El 68 fue el año en que la dialéctica iniciada con la insurrección
húngara de 1956, la
Revolución cubana de 1959 y las grandes huelgas belgas de
1961 cristalizó en una revuelta mundial que unificó las luchas
antiimperialistas, las insurrecciones antiburocráticas y la nueva
radicalización del movimiento obrero en los países imperialistas (ejemplificada
por la huelga general francesa de mayo-junio de 1968), planteando abiertamente
la actualidad de la revolución a una nueva generación estudiantil y obrera. En
este contexto, la idea fuerza de las izquierdas radicales nacidas después del
68 era preparar las condiciones para hacer la revolución –a diferencia de hoy,
en que todavía no hemos trascendido la fase en que sólo apelamos al concepto
genérico de “anticapitalismo”.
Las corrientes más lúcidas entendieron después del 68 los
límites de las explosiones espontáneas y la necesidad de organizarse para ganar
la hegemonía dentro de la izquierda y el movimiento obrero. La no consumación
de la dialéctica de revolución permanente que conoció el mundo en aquella época
explica la nota política dominante de los últimos veinte años: “la
contrarrevolución permanente”.
La oleada de radicalización política que culminó en el 68 se cerró de un modo muy parecido a cómo se abrió: aplastamiento de las luchas antiburocráticas en el Este y China, que provocaron el estancamiento burocrático definitivo y, en buena medida, allanaron el camino a la restauración capitalista a partir de 1989; derrota de las luchas antiimperialistas, golpes de Estado en Chile, Uruguay, Argentina, etc; contención y reflujo de la radicalización obrera en Occidente, Portugal a partir de 1975, Estado español desde 1979, Italia y Francia desde 1981, Reino Unido desde 1984, etc.
La oleada de radicalización política que culminó en el 68 se cerró de un modo muy parecido a cómo se abrió: aplastamiento de las luchas antiburocráticas en el Este y China, que provocaron el estancamiento burocrático definitivo y, en buena medida, allanaron el camino a la restauración capitalista a partir de 1989; derrota de las luchas antiimperialistas, golpes de Estado en Chile, Uruguay, Argentina, etc; contención y reflujo de la radicalización obrera en Occidente, Portugal a partir de 1975, Estado español desde 1979, Italia y Francia desde 1981, Reino Unido desde 1984, etc.
Como sabemos hoy, pero sólo algunos advirtieron entonces
(entre otros muchas de las personalidades que salen retratadas en este libro),
la derrota de esta oleada revolucionaria mundial conduciría irremisiblemente a
una contraofensiva neoliberal, política, social y culturalmente devastadora. Y
esta contraofensiva ha creado las condiciones para la reedición de la peor de
las barbaries del Siglo XX: el neofascismo simbolizado por Le Pen, Haider,
Bossi, Fini, Pin Fortuyn, etc. Así pues, el hilo conductor de estas memorias es
la transición de una época de esperanzadoras revueltas cálidas a otra de
contrarrevolución fría que, de un tiempo para acá, estamos empezando a resistir
con dignidad.
Memoria y relevo militante. El libro destaca los problemas que siempre plantea el relevo generacional de la militancia. Narra muy bien cómo muy pocos luchadores del exilio parisino fueron capaces de transmitir su experiencia de una forma útil y estimulante a la nueva generación antifranquista a causa de sus problemas para reubicarse, para asumir que se estaba conformando una nueva generación que no arrastraba los desgarros políticos y personales que siempre comportan las grandes derrotas y para entender las nuevas condiciones en las que se reconstruía la izquierda. La mayoría tenía la percepción de que la Historia se había acabado con la derrota de la Revolución española y que ya sólo quedaba reunirse para discutir sobre las traiciones de unos y los errores de otros y para pontificar a los jóvenes que se acercaban a las tertulias sobre la inviabilidad de levantar nuevos proyectos revolucionarios después de lo que había sucedido. El libro ofrece retratos entrañables de los viejos y las viejas revolucionarias que, como Juan Andrade, María Teresa García o Quique Rodríguez, sí pusieron su experiencia y su confianza al servicio de las tareas de la nueva generación sin quedarse “colgados” en la época de la República y siendo conscientes de que el protagonismo de la reconstrucción de una nueva izquierda revolucionaria recaería en los jóvenes.
“No sólo de política vive el hombre”. El libro también plantea muy bien la siempre difícil relación entre vida militante y vida personal. Pone de relieve dos cuestiones centrales de la militancia. Una se apunta en una conversación mantenida con Livio Maitan en 1968 cuando éste, refiriéndose a la lucha antifranquista, le dice: “[que] consideraba natural que, sin una perspectiva política clara, muchos jóvenes se desalentaran después de las primeras experiencias” (pp. 147-148). La otra cuando, después del hundimiento de la LCR en el contexto de la restauración conservadora y de una dolorosa separación matrimonial, el autor hace la reflexión siguiente: “[...] la falta de respuesta con que se perpetró esta deslegitimación global de las tradiciones socialistas me llevó al borde de una desesperación contra la cual necesitaba recomponer mi vida privada y sentimental de la manera más sólida posible, de lo contrario no habría dios que aguantara” (pp. 321-322). Estas dos precondiciones del militante “que milita toda la vida” –la convicción militante de un lado, y una vida personal equilibrada de otro– son fundamentales para afrontar las tareas revolucionarias actuales, que exigen una lenta carrera de fondo para recomponer el movimiento social, cultural y político de la izquierda. Sin perder de vista que en cualquier momento pueden surgir situaciones que nos exijan, de nuevo, poner toda la musculatura en acción.
La paciencia impaciente. Estas memorias también son un alegato en defensa de la continuidad y la renovación de la corriente marxista revolucionaria en sentido amplio, sin sectarismos, partiendo de lo que Daniel Bensaïd denomina la “memoria pluralista del movimiento obrero”: una concepción de la historia de la lucha de clases en la que, demostrando respeto hacia todas las corrientes de la izquierda, pero sin renunciar al balance crítico de sus trayectorias, se destaca la memoria de las gestas colectivas y a menudo anónimas que han atravesado todos los combates por la emancipación.
Esta es una concepción muy valiosa en el contexto actual, en
que muy a menudo tendemos a rechazar instintivamente la historia de la
izquierda sin haberla asimilado previamente. Este rechazo tiene, en parte, la
gran virtud de querer investigar nuevas formas de hacer rompiendo con el peso
de las rutinas y las tradiciones, pero corremos un doble peligro. Por un lado,
si no asimilamos críticamente el patrimonio militante de otras generaciones
–sus aciertos y sus errores– corremos el riesgo de repetir los mismos errores
bajo nuevas formas y, a su vez, relegar exclusivamente a la experiencia propia
la resolución de problemas políticos que el conocimiento de los aciertos de
otros proyectos podría acelerar. Por otro, la falta de interés por la historia
de la izquierda y sus testimonios nos puede privar de uno de los estímulos
morales más potentes para la militancia: la conciencia de la continuidad, la
empatía con los vencidos, la pretensión de continuar y de otorgar sentido a las
luchas y los proyectos con los que otros militantes –conocidos o anónimos– nos
precedieron.
A lo largo de las páginas centrales del libro, que describen
cómo nació a la política un pequeño colectivo de barrio, se pone de relieve una
actitud inquieta y a su vez desconfiada hacia todas las organizaciones y
corrientes de la izquierda. Y cómo, progresivamente, se va investigando –a
través de lecturas y contactos personales– la historia de cada “familia” sin
prejuicios ni sectarismo. La avidez por tomar contacto con las nuevas
organizaciones de la extrema izquierda iba acompañada del sentimiento de la
necesidad de encontrar las “raíces políticas” y de distinguir “el grano de la
paja”. Ello explica en buena medida el acercamiento de este grupo al marxismo
revolucionario y su afiliación a la Cuarta Internacional.
Así pues, Memorias de un bolchevique Andaluz es una lectura amena y
estimulante para resolver la tarea que tiene que afrontar nuestra generación
militante: recoger y rechazar el pasado simultáneamente, para conseguir ser
realmente contemporáneos de nuestro tiempo y asumir sus exigencias.
(*) Pepe Gutiérrez Álvarez, Memorias de un bolchevique
andaluz, El Viejo Topo, Barcelona,
2002, reseña aparecida en la revista VIENTO SUR
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