Lo que el viento se
llevó o como nos tragamos el racismo
No sé sí conocemos mejor la guerra civil norteamericana que la
nuestra, pero no me extrañaría mucho. En cualquier comparación, a los
franquistas les tocaría el papel de los sudistas seguramente sin ninguna de sus
posibles virtudes, al menos de las que ha tratado de
vender el cine….
vender el cine….
Lo cierto es que la guerra civil americana forma parte destacada
de nuestro imaginario que es, por excelencia, fílmico. La historia y los
símbolos de la vieja Confederación —los 13 estados sureños que en 1860 y 1861
declararon la secesión para preservar la esclavitud— ha formado parte de nuestro paisaje
cinematográfico más preciado a través del “western”, el género preferido
durante décadas. Es verdad que nos quedaba como una cosa exótica, lejana, pero
también lo es que nos ha llegado una imagen “positiva” de los sudistas,
normalmente distantes de la realidad de fondo: la trata de negros y la
esclavitud en las plantaciones, sin olvidar las tareas domésticas.
Un universo concentrionario
cuyas consecuencias siguen pendientes.
A quienes les parezca que todo esto es humo, tendría que
considerar muy seriamente la persistencia del tema racial en los EEUU, nuestra
Roma.
Tenemos que recordar la persistencia “idealista” y conservadora
reiterada entre las glorias de la democracia, blanca por supuesto. Sin embargo, la realidad, la verdad histórica
resulta empecinada, de manera que después de cada ciclo triunfal nos llegan
agolpadamente los datos de lo que se nos ocultaba.
Una de estas fases triunfales tuvo lugar en el curso de la “guerra fría cultural”, cuando se trataba de
demostrar que los problemas denunciados por los
comunistas, eran verdad solamente en parte, pero sobre todo, se trataba de
demostrar que, como en el caso social, todo tenía una solución razonable dentro de la
democracia liberal, de unos Estados Unidos donde siempre acababa mejorando e
integrando sus defectos.
Esta premisa propagandista fue desmentida en el curso de los años
sesenta, cuando la movilización de los “Derechos Civiles” contra el “apartheid”
made in USA, llegó a conmover la verdad oficial imperial, la misma que se
manifestaba en toda su barbarie en Vietnam, cuando los norteamericanos llegaron
a lanzar sobre la zona más bombas que todas las que se habían tirado por todos
los contendientes de la II Guerra
Mundial.
En las últimas décadas, en pleno apogeo del triunfal-capitalismo
que había ganado su guerra contra la nueva Cartago (la URSS), la exaltación imperial
volvía a insistir que la opresión racial había dejado de ser una pesadilla para
convertirse en un lejano recuerdo. El mayor ejemplo que se nos ofrecía era el
de Obama, el primer presidente negro, el
mismo que ha venido a demostrar que -como ha sucedido con la política imperial-
podía resultar justamente lo contrario.
Porque lo cierto es, una vez más se demuestra que los
descendientes de los esclavos negros en la “tierra de la Libertad” no pueden
resultar más opresiva. Después de los ejemplos carcelarios o de penas de
muerte, la verdad del racismo y la impunidad policial ha vuelto a estallar
hasta situarnos en un tiempo en el que la respuesta negra se está haciendo un
clamor porque, sí hay algo que está resultando evidente para la mayoría de la
comunidad y en particular a los jóvenes, es que sí Obama representa a alguien,
nos es a la comunidad negra precisamente.
Desde esta nueva perspectiva conviene volver a debatir sobre los
símbolos del racismo fílmico, el principal de los espejos en los que todos nos
podemos mirar como cómplices. Se ha vuelta a evocar Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, EUA, 1939), cuyo contenido racista fue
peinado después dos títulos que revelan la importancia que la cuestión
esclavista y racista llegó a tener en la historia del cine. Una historia viva
que nos lleva al 25 de mayo de 1936, cuando el flamante David O. Selznick
telegrafió a la agente literaria Katharine Brown, rechazando la posible compra
de una novela titulada Lo que el viento se llevó, uno de sus motivos
invocados era, a texto expreso, que la Guerra Civil norteamericana no le parecía ya un
tema adecuado, sin embargo el filme se benefició de una enorme aclamación de
crítica público, con once Oscars de la Academia en 1939 y entre seis y siete reestrenos
mundiales en las cuatro décadas siguientes. Aquí hubo uno en 1962 con un éxito
espectacular. Por entonces, nadie se percibía de sus partes oscuras.
Una parte mayor de semejante mérito fue debidamente reconocido a
Selznick por críticos e historiadores de todo el mundo, con la excepción de los
críticos que siguen atribuyendo el filma
a Victor Fleming al que el productor ni tan siquiera permitió acercarse a la
mesa de montaje, olvidando que fue Selznick el que estuvo detrás de todo. Al
productor se debieron todos los pasos esenciales, desde la compra de la novela
al montaje final, incluyendo la contratación y eventual despido de un ejército
de escritores para la adaptación, así como de los otros directores sucesivos
(George Cukor, Sam Wood; además hay escenas dirigidas por William Cameron
Menzies), y los abundantes cambios en elenco y equipo técnico.
La película se convirtió en una leyenda (en mi pueblo haberla
visto parecía ser una seña de distinción), produciendo montañas de artículos y
una buena cantidad de libros que detallan la filmación y las peripecias que
rodearon a la novela (de la que no sé de nadie que la haya leído, aunque los
comentarios subrayan que “no es igual que la película), sin olvidar detalles
como el certamen nacional con que
durante 1938 Selznick quiso encontrar a la Scarlett O'Hara
ideal, mientras barajaba ambiciones de 15 estrellas, hasta el estruendo con que
el film fue aclamado en el sur de los demonios, en especial entre los
“caballeros” del KKK que se sintieron representados en personajes de rasgos tan
nobles como Ashley Wilkes, encarnado por Leslie Howard cuya muerte inmediata
añadía más madera a la leyenda, aunque bajo el franquismo a ningún periodista
se le ocurría subrayar que Howard murió mientras trataba de combatir contra el
nazismo.
En el terreno del espectáculo, la película fue una culminación en la que Hollywood desarrolló el
sonido y el color, enfatizó los valores de producción, del “sistema de
estrellas” que alcanzó su cima hasta tal punto que a sus principales actores se
les reconoció por esta intervención, incluso el mero hecho de haber formado
parte de las candidatas o candidatos era algo que se subrayaba. El solo hecho
de que Selznick se arriesgara a una duración tan prolongada, con una proyección
que obligaba a una exhibición en dos partes con un intervalo, resultó algo
insólito, un adelanto de un nivel de “colosalismo” que no llegó a cuajar hasta
los años sesenta, ya en plena guerra contra la
TV. Por
cierto, se cuenta que en la noche en que se emitió por primera vez desde la
caja tonta, las calles de los EEUU se
vaciaron.
Entre las curiosidades que rodean a la producción cabe señalar la
escasa relevancia de la autora de la novela Margaret Mitchell, una mujer
retraída y casi inválida que había escrito antes algunos cuentos cortos, que no
tenía confianza en un texto pergeñado trabajosamente a través de años y que
sentía por el Viejo Sur la adoración
que sus padres y toda su educación le habían inculcado en su hogar de Atlanta
(Georgia). En los años siguientes al éxito, Margaret Mitchell no llegó a
escribir nada más; en 1949, cuando se acercaba a cumplir sus 49 años, la Mitchell fue atropellada
por un automóvil y murió cinco días después. Su tumba de Atlanta no contiene
ninguna mención especial sobre su obra, tampoco cuenta con un lugar significado
en la historia de las letras. En realidad, la obra fue un referente adoptado
con la mayor astucia por Selznick que operó numerosos retoques en una narración
cinematográfica que era una finalidad superior a la de la obra original, en la
que la “superioridad” blanca se manifiesta sin mayores miramientos.
El célebre productor decidió que no habría escenas bélicas, sino
imágenes indirectas de la guerra: los inválidos que regresan apoyados en
muletas, una multitud de heridos acostados en un improvisado hospital de
Atlanta, un ocasional soldado norteño que invade una casa privada. También por
decisión de Selznick se eliminó del guión toda referencia al Ku Klux Klan,
borrando así un tema de segura controversia, aunque para los más advertidos las
referencias eran obviamente racistas, no había más que ver las escenas en las
que se describe a los negros liberados como presuntuosos delincuentes, detalles
que la Academia
ayudó a subsanar con el oscar a la mejor actriz secundaria para la inmensa
Hattie MacDaniel, la “Mamie”, la “ama” incondicional que seguramente lo era
desde que la amamantó, como era habitual entonces, pero cuya brillante
personalidad no le permitía más que ser una “apéndice de la “amita”.
Lo más curiosos sería que Lo que el viento se
llevó acabó siendo el film más representativo de la Guerra de Secesión,
conquistando no ya la obvia aclamación del sur sino la aceptación en todas
partes como uno de los mayores triunfos de Hollywood, una admiración compartida
por generaciones. Una admiración que –insisto- nos convierte en cómplices, al
igual que la empatía airada a favor del cine de denuncia nos convierte en
solidarios.
(Y como es habitual ya a lo largo de otros
muchos artículos, creo que nunca se insistirá lo suficiente lo que desde el
punto de vista pedagógico y crítico, nos permite el cine, un medio al que antes
estábamos invitados sin posibilidad de decir la nuestra, pero que ahora se
puede plantear justamente al revés: desde nuestras propias exigencias, que no
son pocas).
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