MARÍA MONTEZ Y EL CINE DE AVENTURAS ORIENTALES
Los años cuarenta y
cincuenta fueron un tiempo dorado para el cine de aventuras que transcurría en
tiempos remotos y lugares exóticos, con chicos a prueba de balas o de espadas,
y con muchachas que quitaban el sueño al
público masculino.
público masculino.
El repertorio es muy
extenso, pero para acotar terreno podríamos decir cuatros cosas sobre lo que
llamábamos "películas de moros o de árabes", y esta referencia tenía
un carácter claramente positivo, sobre todo en relación a los "moros"
traicioneros y enemigos de la cristiandad que aparecían por igual en los libros
de historias, en los tebeos de El Guerrero del Antífaz o en las historias
rifeñas de los abuelos, que también hablaban de los "cafres" o de
"kábilas", dos palabras que tenían connotaciones netamente negativas.
Javier Coma dice que
este subgénero, aunque se remiten a los cuentos de la saga de Las mil y una noche (de hecho, el único título islámico
que, junto con el Corán, nos podía resultar más o menos familiar en la época),
son películas se podían agrupar según la zona, Oriente Medio, pero teniendo en
cuenta que también es determinante para la catalogación la época histórica, de
carácter medieval, y que además emanan en no pocos de tales filmes elementos
fantásticos" No obstante, por sus "argumentos, personajes,
escenarios, vestuarios, armas y paisajes", esta singular variación entre
la aventura y el fantástico tienen un sesgo muy diferente al que reconocíamos
como representativas del Medioevo europeo. En algunas de ellas, la ubicación
geográfica puede situarse en Egipto, en el antiguo norte de África
islamizado, pero también Trípoli, o tan próxima como Tánger
("posesión" española hasta los cincuenta), o naciones como Argel o
Sudán, "aunque aparezca habitualmente contemplada desde perspectivas
antropológica e históricamente frívolas", de manera que el referente
geográfico podía ser tan imaginario como el propio contexto histórico. Lo que
importaba era la aventura, y sí acaso el exotismo y el deslumbramiento de la
arquitectura árabe. Por lo demás, estas eran ciudades de los estudios que
hacían una película tras otra.
Como suele ocurrir con
tantos otros géneros cinematográficos, su germen hay que encontrarlo en una
tradición literaria, en el caso, repetimos, en los cuentos recopilados en El libro de las mil y una noche,
dos extensos volúmenes en el que se recogen leyendas orientales de
diferentes épocas y que desde el siglo XVIII pasaría a ser el principal
exponente de la literatura árabe en Occidente. Todo el mundo conoce el
ingenioso punto de partida de estos cuentos, atribuidos a una mujer,
Scheherezade, que cada noche debe tener uno a punto para no morir decapitada
como las otras favoritas del príncipe Haroun AI-Rashid, que finalmente,
seducido por la inagotable imaginación de la joven, acabaría casándose con
ella.
Sobre el extraordinario
valor de estas narraciones, del alto concepto que ha alcanzado entre nosotros,
valga como simple botón de muestra la opinión del poeta alemán Eric Fried que
al ser preguntado por las obras de Michael Ende respondió que no podían
compararse ni de lejos con este clásico, tan influyente por otra parte. No
obstante, para una infancia para la que los libros eran esas cosas del colegio,
este tipo de cine tuvo la incuestionable virtud de aproximarle a un mundo en la
que el valor de las películas podía medirse por su capacidad de despegar la
mayor imaginación y colorismo posible.
Aunque la mayor parte de
las producciones adscritas a este género no pasaron de la medianía, el número
de obras maestras fue bastante elevado, y sirvió varias generaciones de
espectadores y espectadoras, para iluminar sus imaginaciones por su desbordante
fantasía y su inequívoco toque erótico, muy por encima del que se permitía
normalmente en la época.
En este subgénero hubo
una reina: la dominicana de origen español y nacionalizada norteamericana María
Theresa Gracia de Santos Silas, conocida como María
Montez (1918-1951),
y de la cual los varones jóvenes y adultos de entonces no podían hablar sin un
brillo en los ojos, fue en los años cuarenta la reina indiscutible del
subgénero, gracias a los títulos mencionados Aunque el subgénero contaba con
precedentes míticos de los que cualquiera que hubiera tenido un poco oídos
podía haber sentido hablar, la mayor irrupción de títulos coinciden con el
apogeo del technicolor en las producciones de serie B, y más concretamente con la Universal que, aunque
más reputada por sus brillantes melodramas, también explotó a fondo este filón
después del éxito de Las mil
y una noche (Arabian
Nigths, 1942), del escasamente valorado John Rawlins, tituló que significó la
revelación de la bella e inexpresiva María Montez, la "reina del
technicolor" (y habría que añadir: del "camp").
Reestrenada en el cine
en los años setenta cuando el kitsch se
volvió a poner de moda, se trata de un espectáculo vistoso y sugestivo, que se
apoya en una trama bastante pueril, pero que combina la aventura y el buen
humor con unos decorados decididamente tan "camps" como efectivos, y
que sin ser ninguna obra redonda sedujo a toda una generación de espectadores,
y a cuya educación sentimental contribuyó más de lo que pueda parecer a primera
vista. Junto a María Montez trabajaron Jon Hall, Sabu, Turham Bey --habituales también
en las siguientes- y Leif Erickson. Rawlins (1920) antes de ser director,
ejerció numerosos menesteres (doble, actor en seriales, escenarista,
gag-man, montador), y ésta es su título más famoso, y a continuación repitió
con María Montez y con el mismo equipo en Sudán (Soudan,
1945), el antiguo Egipto es el área de que sin embargo consiguió subir el
listón de calidad media de la serie gracias a una inteligente e ingeniosa
factura cinéfila, y a un mejor desarrollo de las premisas del género que incluía
siempre un toque de autoironía, como sí sus responsables no se creyeran mucho
lo que estaban haciendo.
María Montez fue
igualmente la estrella de Alí Baba
y los cuarenta ladrones (Ali Baba and the Forty Thieves/ USA,
1944), dirigida por el prolífico Arthur Lubin, con el mismo equipo y con el
mismo diseño de producción aunque mucho más plana; La reina de Cobra(1944),
obra alimenticia de Robert Siodmack que partió de un guión de encargo de
Richard Brooks y que no escapa a los condicionantes de la serie, aunque se
trata de una película con cierto prestigio, mayor que otros de la serie pero en
absoluto superior; Tánger (Tangier/ USA, 1946), de George
Wagner, un cineasta en absoluto despreciable que trabajó muy menudo con John
Wayne, así como otras incursiones en otros subgénero "tropicales" del
cine de aventuras, a veces con su marido, el eficiente actor francés
Jean-Pierre Aumont, con el que tuvo una hija, la hoy olvidada Tina Aumont que
los años setenta trabajó en Italia en películas de todo orden, y fallecida no
hace muchos.
Lo que no se conoce
tanto es que María interpretó (y bastante bien) una serie de películas de
aventuras rodadas en Europa que, lamentablemente, fueron vista y no vistas por
aquí, y que yo sepa, no han gozado ni de pases televisivos ni de edición en
DVD. Mencionemos algunas de ellas: La
conquista de un reino ()1947),
del inmenso Max Ophuls, que resolvió con gusto y elegancia una trillada
aventura de capa y espada en la que María estuvo acompañada por Douglas
Fairbanks jr y el retorcido Henry Daniell, un “malo” de los buenos”; El ladrón de Venecia (1950), de John Brahm, que trata si no
recuerdo mal de una revuelta contra el Dux de Venecia en el tiempo de los
Borgias, y la estupenda La
venganza del corsario (Primo
Zeglio,1951), una animada adaptación de Emilio Salgari que fue su
despedida.
La trágica y prematura
muerte de María Montez la convirtieron en uno de los mitos de una generación
anterior a la mía, de los que eran niños en los años cuarenta y descubrían el
cine en color technicolor, un verdadero lujo que hacía perdonar la endebles
argumental que no debía parecer tanto a unos voraces lectores de tebeos, y unas
familias que iban al cine como a la más grande y más intensa de las fiestas
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