Las anotaciones del mes de febrero transcurren bajo el signo de una plena normalidad cotidiana que comenzaba diariamente un poco antes de las 6:30 de la madrugada, con más o menos dificultades. Sin embargo, mi sistema de despertador funcionaba. Raramente esperaba a que el reloj sonara, minutos antes ya me había lavado, tomaba un café doble, y emprendía el camino hacia el trabajo. A Romi, que realizaba la misma rutina casi una hora más tarde le costaba mucho más esfuerzo. Los días en que yo libraba
por algún motivo, desde mis sueños la sentía que entraba y salía una y otra vez de aquí y de allá, cruzaba y volvía a cruzar el extenso pasillo, encendía y apagaba las luces, y a veces regresaba después de cerrar la puerta por algún olvido, aparte de dejar alguna bombilla encendida.
En tanto que ella
cogía el metro para cruzar dos paradas que le dejaban al pie de la cuesta
arriba de Ronda la Torratxa,
a mi me gustaba caminar a buen paso entre veinte y veinticinco minutos que me
servían como un ejercicio necesario para compensar las horas en que permanecía
leyendo o escribiendo. Cierto es que en su caso, la diferencia vino también
justificada por un incidente muy desagradable sucedido durante unos días en que
optó por la caminata. El trayecto nos llevaba por un callejero del barrio de
Sants con poco tránsito hasta desembocar en el puente de la Bordeta. Éste comprendía
un largo pasillo, y en el que coincidió reiteradamente con un energúmeno que la
agredía verbalmente, dejándola inquieta y atribulada. En un primer momento,
adaptamos los horarios para hacer el camino junto, pero para mí esto
significaba llegar tarde porque no se trataba que ella lo hiciera mucho más
temprano con todo lo que le tocaba con los estudios. Fuera por el horario o por
mi presencia, el energúmeno no volvió a dar señales de vida. Al final se impuso
el metro por el trayecto más largo pero que le ofrecía la compañía segura de
los transeúntes.
La mañana transcurría
con bastante rapidez. Después de asimilar entre las 8:45 y las 9:30, una
verdadera avalancha de usuarios que hacía cola para el laboratorio, pronto
llegaba la hora del desayuno que pasaba por un hermoso bocadillo en una granja
próxima donde, mientras Romi coincidía con el alboroto de auxiliares y
enfermeras que hablaban de los temas más diversos entre risas y bromas, yo
repasaba mi Mundo Diario o El País, y a veces hasta La Vanguardia que
el establecimiento ponía al servicio de los clientes.
En muchas ocasiones
este tiempo de lectura no era posible porque se me convocaba para contar las
anécdotas del momento, que les había y muchas, ya que entre los usuarios había
una diversidad intempestiva y verborreíca, y por parte del grupo de recepción
existía una predisposición natural. En aquel tiempo todavía no se repartían
botes precintados para las muestras de orina y demás, de manera que eran los
propios usuarios los que improvisaban sus propios recipientes, innumerables botellas de vidrio, algunas de
tamaño cercano a una garrafa. Como aquel señor al que habían pedido una muestra
de semen, y al traer su botella, declaró al entregarla en el mostrador como excusándose:
“Oiga, me han dicho que traiga un bote, y aquí está, pero yo ya no puedo meter
más”.
Claro que las
anécdotas no eran únicamente, digamos externas. Entre el propio personal
abundaban personajes que ya eran una anécdota en sí ya que, por aquel entonces,
todavía resultaba perfectamente visible que la Sanidad Pública
había sido una de las vías del régimen franquista para ejercer la práctica del
“enchufe” a los niveles más descarado, tanto era así que hasta bien entrada los
años setenta, nuestro administrador que era un tipo listo y formalmente
estricto, recibía a la gente que preguntaba por las posibilidades de
empleo:”¿Pero, Vd., tiene algún enchufe?”. Si la persona en cuestión respondía
que no, entonces él se levantaba concluyendo: “Pues oiga, le recomiendo que no
pierda el tiempo”. La primera promoción que entró por exámenes fue la mía, pero
aún y así continuaron dando empleo a personas que, en más de un caso y dos,
necesitaban atenciones psiquiátricas muy serias.
Una de ellas era un
celador catalán, con un aspecto que me recordaba al Alonso Quijano dibujado por
Gustavo Doré, y que añadía a sus peculiaridades el fumarse un “canuto” que otro
para sobrellevar el día. Solamente este Alonso daría para varias páginas de
anécdotas entre las que escojo dos derivadas de un cursillo de que realizó de
socorrismo que incluía métodos para reducir enfermos convulsivos. La primera
tuvo lugar durante la apretada jornada de los análisis. Desde mi puesto pude
ver que una muchacha muy hermosa permanecía reclinada contra la pared, y como
en un momento dado comenzó a deslizarse como desmayada, sin embargo antes de
caer al suelo apareció el digamos Alonso que la cogió como Errol Flynn a Olivia
de Havilland en Robín de los Bosques. Según me explicaron, aquella
precisión no fue producto de la casualidad, sino de una vigilancia justificada
por sus habilidades y por el conocimiento de que la muchacha era propensa al
desmayo.
La siguiente tuvo
como protagonista al único asiduo que se atenía a la imagen de convulsivo
peligroso, el Pedrito al que de tanto en tanto le “daba un ataque”. En ese
tiempo había que reducirlo con cuidado porque más de uno se llevó sus
mordeduras. Un día que Alonso cumplió solo con la faena, resulta que el Pedrito
sufrió el ataque entre los coches aparcados, y en medio del ajetreo los demás
nos olvidamos del asunto hasta que alrededor de una hora más tarde, mientras
cruzaba el patio para desayunar, sentí una voz muy tenue que rogaba, “Por
favor, por favor, si ya estoy bien”. Me
acerqué al lugar que estaba un poco apartado del tránsito y me encontré al
Alonso manteniendo al Pedrito con una especie de llave de yudo que no le
permitía apenas respirar. El hombre me miró
con unos ojos muy tristes, y me rogó que le lo liberara porque hacía rato
que le había pasado el “ataque” y el alonso no lo quería salta hasta que
viniera el médico. Su médico era una doctora psiquiatra que lo trataba
maternalmente, sobre todo cuando le llegaban los ataques, y así fue durante
años. Hasta que una mañana el lugar de la doctora estaba ocupado por un joven
doctor. Cuando éste apareció en medio de uno de un “ataque” del Pedrito en
medio de nuestro asombro le arreó dos sonoras bofetadas, una en cada mejilla, y
esta vez el Pedrito despertó como si estuviera en medio de un sueño, y que yo
separa nunca más le volvieron a dar más ataques.
Hay otra que nadie se
la cree, y es la aquella en la que el Alonso se equivocó y en vez de echarle la
llave al enfermo se la echó al doctor. Sin embargo, yo no olvidaré nunca la
expresión de éste cuando aparecí, ni cuando me dijo: “¿Tú encuentras esto
normal?”.
Para alguien que
había estado en los fregados de primera línea, una actividad tan periférica
como la de los jubilados, quedaba bastante lejana, cuando no exótica.
El ciclo de
movilización social que había puesto al franquismo contra las cuerdas se fue
atenuando hasta convertirse en lejanas batallas perdidas. La minoría que
persistía en la idea de que las libertades solo eran un comienzo, el principio
de mejoras y derechos de los que siempre habíamos hablado, estaban siendo
catalogados de “resistencialistas”, radicales o extremistas de izquierdas, de
idealistas irredentos que no se habían enterado de que ahora tocaba otra cosa,
y que, empero, seguían persiguiendo la quimera de un Santo Grial cuyo
significado era mucho más incierto. Lentamente se iba imponiendo aquel
sentimiento expresado por Pascal en una de sus frases: “Cuando el hombre quiere
ser un ángel se convierte en un diablo”. También la expresó un antiguo
intelectual del PSUC que declaró algo así, “Menos mal que no hemos ganado”..
Como tantos otros
irredentos, me sentía más bien desubicado.
Hacía tiempo que el
activismo de la Asociación
de Pubilla Casas, de L´ Hospitalet, se
encontraba cada vez más embarrancada. Por otro lado, en nuestra más activa y
desbordante huelga sanitaria, con la firma vertical y unilateral de "la Ejecutiva" de
Comisiones a través de un tal José Mª
Fidalgo que sesgó fulminantemente la prometedora vida sindical de mi
"movido" y asambleario
ambulatorio, dejando la afiliación casi a bajo cero amén de un profundo mal
gusto de boca porque !quedaban tantas cosas por hacer¡. Gracias a dicho
retroceso la burocracia sindical me había cortado la yerba bajo los pies en
Comisiones. Sin apenas tiempo para aclarar la situación, pasé desde la turbulenta categoría de
representante de la izquierda sindical que incordiaba en debates y congresos
arremetiendo furiosamente contra los Pactos de la Moncloa, a la más sosegada
de un mero afiliado crítico, pero sin apenas base social, entre otras cosas
porque mucha de la gente luchadora había dejado de confiar en Comisiones.
Si por un momento,
conectaba con dicha base en alguna que otra asamblea o conferencia, la siguiente solía ser mucho más restrictiva,
y ya está. A veces me daba la sensación que el responsable de Comisiones de
Sanidad, el funcionario eurocomunista, el doctor Jordi Guillot, estaba mucho
más preocupado por impedir los desbordamientos combativos que por cualquier
otra cosa. Cuando se explicaba teóricamente, decía que ahora se trataba de
saber ser moderado, para ir acumulando fuerzas pacientemente. Lástimas que las
fuerzas se dilapidaron para siempre con tanta moderación, frustrando de esta
manera hasta las expectativas sociales más modestas.
Así es que, aunque
con los artículos y el libro seguía apareciendo y jugando un papel, ésta no era
la tarea que me correspondía, al menos en opinión de mis camaradas más inmersos
en las ingratas tareas de llevar el partido, y no eran poco los que pensaban en
voz alta, ¿en dónde me metía?. Mi respuesta no era sencilla, sobre todo cuando
me la plateaban con cierto tono acusatorio, extremo en el que José Borrás se
expresaba sin ambages, con comentarios taladradores del tipo: “Oye tú ¿dónde te
metes?, ¿Porqué no estás haciendo cosas que sabes hacer?, ¿Si los militantes
como tú plegais, apaga y vámonos?”, y otras amonestaciones por el
estilo. Tal como lo hacía, mirándote de forma severa y desafiante, me llegaba como un eco de aquel viejo cartel
republicano en el que un soldado tumbado y herido, lanzaba la pregunta: ”¿Qué
haces tú por la victoria?”. A veces, cuando estaba tranquillo, tenía mi
respuesta. Le decía por ejemplo: “Tranquilo, que por mí seguro que no va a quedar”, pero la verdad es
que ya no sentía lejos de aquel ritmo
frenético de antaño, y me convencía que ahora me tocaba otra cosa, justo lo que
antes no había podido o sabido hacer. Volver al activismo sin límite me evocaba
una forma de vida sin tiempo para mi nueva pasión, e intuía que por ahí corría
un peligro que no sabía muy bien definir, pero que asociaba a antiguos momentos
depresivos.
Todo sucedía con
cierta vertiginosidad, pero aunque el curso de la cronología parecía no haber
dejado huella de ninguna modificación vital especial. Lo cierto es que 1981
marcó en mi caso un momento importante en una inflexión más general. Ahora
tenía más tiempo para mis cosas, sin que me presionara una nueva reunión “de
aquí a un rato”. Supongo que evolucioné del arquetipo de radical siempre en
vilo, situación que quedaba más para los camaradas más implantados que tenían
que responder a proyectos muy concretos como dar vida a una opción sindical o
de movimiento. Sin caer en la desolación que manifestaban algunos. En este
sentido recuerdo haber oído decir a Juan Panadero que para nuestra generación
el tren de la historia pasó de largo cuando nos “colaron” los Pactos de la Moncloa. Aquella
me parecía una opción coyuntural, una apuesta por el triunfo, mientras que para
mí se trataba de una opción vital. La de estar con los perdedores, la de no ser
cómplice. Sin embargo, había sentido el reflujo social en las carnes, e intuía
que todo iba para largo, y en consecuencia, las reuniones se fueron espaciando
De alguna manera
comencé a ser consciente que con el asentamiento de unas gratificantes relaciones
de pareja, tenía que reordenar mi manera de vida, desarrollar unos nuevos
hábitos. Las ganas de estar con la compañera, y de cultivar otras actividades,
sirvieron como un “colchón” para “domesticar” mi carácter de "compulsivo
impaciente", propia de alguien que cree que cualquier acción tenía una
importancia trascendental, aunque parte de esta compulsión la llevé conmigo
tanto en el trato como en las cosas que ahora quería hacer. Pero en líneas
generales, aunque hacía bromas con Romi sobre si estaba casado con la causa o
con ella, creo que llegó un momento en que se podía hablar cuanto menos de algo
compartido. Sobre todo considerando que ella entonces también estaba “casada”
con sus estudios, y nadie discutía que estos eran una prioridad.
Entre un tiempo y
otro, hubo un período de transición que se manifestó por una voluntad de seguir
como "participante", eso por más las consecuencias ya no eran las
mismas, por no decir que en muchos casos eran bastante frustrantes. Con este
espíritu ejercí como "representante" de la Liga en diversas mesas o
plataformas, en las que cada vez estaba más claro el peso de los representantes
de las instituciones, por ejemplo determinando que lo que hacíamos fuera
noticia o no. Encuentro muy significativa la ocasión en que, a principios de
febrero, me enviaron a una convocatoria en apoyo a las luchas sindicato polaco
"Solidarnocs" sobre las que había escrito algunas notas divulgativas,
ofreciendo ciertos detalles sobre la relación entre el socialismo y el nacionalismo
polaco. Nuestra opción estaba orientaba primordialmente contra la burocracia, y
apostábamos por reforzar el ala izquierda. En la reunión me encontré con cargos
socialistas, responsables de la
UGT, USOC, más alguna entidad cristiana, de las que se había
distinguido contra el franquismo. Aunque al inicio sondeé la situación buscando
complicidades, cuando aprecié que si, que si, pero que la cuestión iba por otra
parte, actué en plan “mosca cojonera” crispando el ambiente, aunque alguien
aseguró que estaba bien que los trotskistas hiciéramos acto de presencia., a lo
que el de la UGT
ajustó que sí, pero que no éramos imprescindibles.
No abandoné mi lugar
e intervine enérgicamente para denunciar la hipocresía de nuestras derechas en
un tiempo en que estaba de moda ser anticomunista y fuera de la moda ser
antifascista.
Me metí con esos
diarios que nunca habían secundado una huelga, pero que ahora lo hacían con las
de Polonia. Eso por no hablar de aquellos diputados del partido de Fraga, tal
como la señora del excomunista y luego furibundo renegado, “Augusto Assia”,
alias de Ernesto Fernández Armesto. La dama se había colocado en su solapa una
consigna a favor del sindicato, pero el de USO trató de cambiar de tercio,
remarcando que los comunistas habían sido convocados, y no estaban allí. Algunos, como no habían acabado de “romper
totalmente con el estalinismo”, no
podrían estar, claro que a lo mejor no estaban porque se sentían juzgados o
simplemente porque no estaban de acuerdo.
Por aquel entonces me
contaron una anécdota estrictamente cierta, y protagonizada por una agrupación
de acendrados comunistas “prosoviéticos” que no tenían la menor duda que todo
lo que contaba la prensa burguesa sobre Polonia eran una sarta de mentiras,
como siempre. Tanto era así que organizaron un viaje aprovechando las
vacaciones, y marcharon voluntariosos y optimistas a Varsovia, especialmente a
los barrios obreros y a las empresas, donde llegaron gracias a sus nociones de
inglés y francés. Llegaban pertrechados con sus
banderas rojas, sus hoces con sus martillos y sus retratos del pobre
Lenin de la infame iconografía soviética, signos que, ¡estaban seguros¡,
reconocerían los “verdaderos” obreros” que encontrarían naturalmente en los
barrios obreros. Su sorpresa fue inenarrable en el momento en que comprobaron
que lo habían confundido con unos “provocadores” de la burocracia, y tuvieron
que escapar literalmente por piernas.
Por mi parte
insistía, de acuerdo, y decía: “Ya los criticamos”. Luego seguía con lo de la
doble banda, para criticar limpiamente al estalinismo y la burocracia no había
que conceder respiro a la derecha reaccionaria. Repetía que esta carecía de
legitimidad, y eso había que decirlo. Estaba todavía en forma y, claro, la
reunión se prolongó. Al final se me dio a entender que mi presencia al fin y al
cabo no era importante, y me fui sin firmar la hoja y sin atender que tipo de
convocatoria se iba a hacer. Aquella misma noche escribí una carta a los
diarios explicitando mi indignación contra la derechona que ahora se vestía de
"sindicalista". Pero aunque realicé varias copias, no me consta que
apareciera en ninguno de ellos, y pensaba en mi fuero interno ¿qué me había
creído?.
No obstante, la mesa
no se tuvo que tomar la actividad muy en serio, ya que no me llegó ninguna
noticia de ella.
Cada vez estaba más
claro que, ahora no se trataba tanto de "galvanizar" los movimientos
en los tomaba parte, entre otras cosas porque a los que a mí me tocaban se
habían descompuesto con una rapidez vertiginosa. Se trataba de resistir, y en
lo posible recomponer.
Había que hablar de
una derrota, pero se utilizó otra menos cruda, "desencanto", tomada
de la famosa (y terrible) película de Jaime Chavarri sobre los Paneros para los
que la infancia fue algo que yo apenas si tuve noticias. A mi no me parecía la
más adecuada. Además gustaba decir que yo no había conocido ningún "encanto", sí acaso una
ilusión. Es más había luchado por la victoria, pero me había educado estudiando
las derrotas. Siempre tuve claro que, de no seguir el curso previsto, la
revolución podía ser un espejismo, aunque después de la insurrección de los
militares socialistas y demócratas en Portugal, no era tan descabellado pensar
que la próxima haría trizas los monumentos de Franco. Incluso en los momentos
más enaltecedores los sueños permanecieron contrapunteada por un acentuado y
viejo pesimismo, no creo haber ignorado nunca el peso de la tradición de la
barbarie en este país, como los “ultras” por más ridiculizados que fueran,
tenían cuanto menos la virtud de hacer aparecer como razonables a los
franquistas “convertidos” a la democracia, sabía que el ejército estaba ahí, y
también que las direcciones políticas estalinistas y socialdemócratas tenían
una gran experiencia desactivando ascensos revolucionarios. Claro que al margen
de la precisión o no del término “desencanto”, lo cierto es que empezó a llover
fríamente sobre nuestros ánimos. La desorientación era general. Mucha gente
fueron desapareciendo de los escenarios de lucha, buena parte de ellos para “colocarse” en lo
que mejor sabían hacer: maniobrar en política.
En medio de todo esto
comencé a cultivar la actividad de escribiente. Ésta, aparte de ser expresión
de una pasión largamente fraguada,
emergió en la coyuntura como una piedra en la que agarrarme, cierto que
además tenía la suerte de tener la piedra en casa, mientras Romi estudiaba en
la habitación de al lado, y el ambiente era tan agradable que a veces costaba
salir de casa. Me la tomaba como una variante
atractiva de la militancia. Un terreno propio en el que podía hacer las
cosas por el gusto de hacerlas. Que ocupaba y alumbraba hasta los tiempos
muertos. Aquellos en los que disfrutaba repasando u ordenando libros y
materiales cada vez más ingentes, quitándole el polvo, forrando, buscando el
título extraño o perdido. Disfrutaba viendo como crecían las estanterías hasta
comerse la mayor parte de las cuatro habitaciones y del comedor, ordenando una
y otra vez los libros que, aún sin quererlo, se habían convertido un poco en la
parte más significativa de la vivienda, en lo que al menos yo, más enseñaba a
las visitas. Decir por ejemplo, “Toda esta hilera está formada por obras de
Kautsky” o “Todo ese rincón se refiere al movimiento libertario”, etc.
Pero ni la amplia
documentación ni la capacidad de evocar lo que quería hacer con vehemencia,
servían de mucho a la hora de ponerme delante de una página en blanco. Todavía
escribir unas cuartillas me costaba lo mío. Sobre la corrección, baste decir
que en las ocasiones que Romi ponía sobre el papel su mirada universitaria, y
tenía que rehacerlo todo de nuevo. No solamente desde el punto de vista
ortográfico, con los malditos problemas con los tiempos, de una compulsiva
precipitación que no sé de donde me venía. A veces, más que escribir parecía
que tocaba en el piano una pieza arrebatadora, pero no era por ahí por donde
quería transitar ya que, cuando revisaba lo escrito, me sentía fatal. Por lo
mismo trataba de no tener que escribir más soflamas, aunque también. Sobre la
lucha guerrillera en El Salvador, por ejemplo.
Pensaba que había
llegado mi momento, y que el reposo no era tal. Estaba aprendiendo a ser un ensayista,
y con un horizonte muy estricto, el de divulgador. Ese era el objetivo, pero el
oficio estaba todavía por aprender. No obstante, con el verbo podía llegar
mucho más alto. Hablaba ante quien quisiera oírme, de una aportación muy
específica. Escribir con todo el calor posible vulgatas de todo tipo para un
sector de lectores que lo esperaban.
Que aún siendo
personas destacadas, por ejemplo en el ámbito sindical, sudaban para leer los
grandes textos, incluso lo más didácticos y atractivos, como los que firmaba
Don León (Trotsky), que servidor más que leerlo me los bebía en mis años
jóvenes, a veces sin apenas interrupción, disfrutando como un camello en un
oasis. Mi gran obsesión era hacerles llegar las grandes obras, y así por
ejemplo desarrollé una minuciosa, prolija e inacaba adaptación al castellano de
la edición francesa de Que lire?, un trabajo de bibliografía sobre el
socialismo que publicó en Masperó, Jean-Marie Brohm, y en la que se agrupaba la
bibliografía existente en francés sobre la historia social hasta el presente.
Se trataba de ofrecer las pistas de acercamiento de sus grandes capítulos, sus
protagonistas, sus múltiples disidencias, y su culminación en el combate contra
el estalinismo que había distorsionado y vuelto del revés el sentido de dicha
historia.
Con el tiempo, estas
aportaciones, desarrolladas parte a parte, adquirieron un cierto relieve entre
parta de la militancia. Llegaron a tener sus lectores, en una coyuntura en la
que buena parte de los intelectuales que se habían destacado en nuestra zona
crítica, y se habían cambiado en su mayor parte de barricada. Eran aquellos que
abundaban por ejemplo en los catálogos de editoriales tan significativas del
antes y el después del fin de la dictadura como ZYX-Zero que llegaron a tantas
partes. Su proceso de reconversión fue acelerado por la muerte súbita de los en
otra hora poderosos grupos maoístas así como por las sucesivas crisis del PCE,
que ya las empezó a tener al calor del mayo del 68 y de la ocupación soviética
de Checoslovaquia, dos momentos sobre los que no conocí ningún comunista
orgulloso. Esta fractura atravesó también el estrecho campo de nuestra frágil inteligentzia
trotskiana, y en poco, algunas de las plumas afines a la LCR se desmoronaron o se
cambiaron de barricada. En este ámbito, en poco tiempo el número de
arrepentidos superó netamente el de los que persistíamos. El reguero de
deserciones comenzó a acentuarse, y entre los intelectuales, pocos resistieron
los cantos de sirenas que les ofrecía el PSOE con el sueñuelo de la promoción
personal con piscina incluida. En la llamada “casa común” no había problemas
para publicar y figurar.
Los que dieron el
paso sabían que la militancia izquierdista era un obstáculo. Sus compromisos de antaño era una rémora para
escalar, para "salir en la foto" según la muy estaliniana expresión
de Alfonso Guerra, aunque de entrar en el juego, podía convertirse en un buen
“curriculum”, los que estaban en la primera línea del “gauchisme” no formaban
parte del pelotón de los torpes, más bien al contrario. Una vez dado el primer
paso –por algo como un trabajo cuando el repliegue radical dejó a mucha gente
sin empleo ni expectativas-, las coartadas fueron múltiples. Recuerdo que en un
episodio del “Informe Semanal” escrito por el mismísimo Ludolfo Paramio, se
ofrecía una imagen muy positiva de aquellos del mayo del 68 que ahora servían
eficazmente en la democracia, como si se tratara de haber aprendido un oficio
un poco locamente, para finalmente sentar la cabeza con un empleo en consonancia.
Muchos que siguieron siendo unos idealistas aunque ya atemperados, y se
mantuvieron en las proximidades, en tal o cual ONG, editorial o movimiento,
etcétera.
Entre los “nuestros”
que desde entonces me fueron llegando noticias formaron una pequeña ristra, que
sin duda resultaba mucho mayor desde la perspectiva de la gente que había
ocupado responsabilidades más altas. En mi lista aparecían cuanto menos, los
autores de Asaltar los cielos, Pantxo Unzueta el “vasquista” experto en El
País, el sociólogo y ensayista Julio Rodríguez Arramberri, el quien sabe
donde Paco Lobatón, el diplomático y escritor José Mª Mendiluce, posiblemente
el más popular de todo y el más Liga, no en vano llegó a ocupar el cargo de
secretario general el poco tiempo en que este funcionó, el filósofo
universitario Felipe Martínez Marzoa. Seguramente el que a mí me resultaba más
familiar o más leído fue Luis Ramírez, alias de Luciano Rincón, al que conocía
muy vivamente desde que era una de las plumas de Ruedo Ibérico, y que hasta mediados
los años ochenta por lo menos años fue un fustigador de las componendas de la
“Transición” desde Combate o El Viejo Topo. Cuando falleció años después, Jon Juaristi le dedicó
una necrología en El País en la que
su trayectoria "saltaba" las etapas, y pasaba por las bravas del
antifranquismo de los tiempos en que Luciano era una de las primeras espadas en
Ruedo Ibérico hasta su última etapa,
de oposición radical al nacionalismo vasco por la vía del rechazo a ETA. En
esta etapa se distinguió por la proximidad al área felipista, una experiencia
que, por lo visto, convertía la fase que le había antecedido en una página en
blanco.
Las anotaciones
a lo largo del mes de febrero no dejan constancia de nada significativo,
exceptuando quizás una intervención muy trabajada por las lecturas en otro acto
de solidaridad con El Salvador, o la preparación de un largo artículo sobre el
significado del XX Congreso del PCUS, un momento clave durante el cual se dio a
conocer el célebre Informe Jruschev con destino a Historia y Vida, y que de manera fragmentaria sirvieron para montar
un "collage" en el "Brusi", donde llamé alrededor de las
17h., del día 23 para preguntar que pasaba con ellos. Tenía que ocurrir alguna
cosa en la redacción ya que me tuvieron un buen rato en el aparato, hasta que,
Jaume, mi contacto en Internacional,
cogió el auricular y sin esperar mi pregunta, me gritó: "Oye, ¿no sabes lo
que está pasando?. !La Guardia
Civil ha ocupado las Cortes…¡".
No tuvo que decirme
más, antes de colgar ya tenía en la mano un viejo transistor de papá, y la caja
tonta a punto. Pendientes de ambos aparatos permanecí durante varias horas,
intentado descifrar que era lo que aquellos energúmenos, militares por
supuesto, tenían detrás para atreverse a tratar a los diputados como si fuesen
delincuentes comunes. Aquello no podía formar parte de un único escenario, y la
cábala era hasta donde llegaban sus apoyos. Indudablemente tenía que formar
parte de un plan mucho más amplio, no en vano, las noticias y los rumores sobre
movimientos golpistas nos venían acompañando desde antes de la legalización del
PCE, que desde entonces se convirtió en la prudencia hecha partido, y entre otras
cosas, como ultimo argumento para justificar pactos tan injustificables como
los llamado de la Moncloa,
un obús contra la línea de flotación el movimiento obrero.
Durante horas, nadie
dijo nada sobre que papel jugaba en todo aquello su majestad, el
"chico" de la película ahora ya que a nadie se le ocurría que el
ejército cumpliera por sí mismo con su deber constitucional. Con todo lo que
tenía archivado en la memoria, hubo un momento para recordar lo ocurrido cuando
el golpe de los coroneles, un episodio que le costó las mieles de la corona a
su cuñado Constantino. También hubo una instantánea para la mamá de éste,
Federica, en una foto en la que la
vestía la camisa parda con un cierto aire a lo Pilar Primo de Rivera. El hecho
de que a Constantino le hubiera salido el tiro por la culata permitía pensar
que Juan Carlos I no tropezaría en la primera piedra. A lo largo de las
conversaciones a lo largo de toda la noche también existieron momentos para
pensar en el silencioso "amigo americano", sobre todo porque aún
chorreaba sangre del golpe militar en Turquía, el último en la flamante Europa
sobre el que aquí casi nadie dijo nada. En estas tertulias improvisadas, nadie
dudaba que Reagan era un fascista posibilista, alguien que trataba de aplicar
el "talón de hierro" en nombre de la democracia…
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