domingo, 26 de junio de 2016

Memorias: Aprender a amar



Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezEn los años sesenta, las diferencias entre las condiciones de trabajo y de vida entre los trabajadores españoles y los de los países más avanzados, se hacía evidente de mil una manera, por las noticias de la emigración –eso explica que yo no pude acceder a la SEAT porque puse en “currículo” que había pasado por las cadenas de la Renault, por el turismo o incluso por la propia prensa que contaba como los

obreros norteamericanos vivían mejor que los rusos en una época en el que se hablaba de “milagros económicos”, que se predicaba por todas partes que el neocapitalismo había conseguido regular las crisis del sistema e integrar a los trabajadores a través del consumismo.
Este “mensaje” fue repetido y subrayado por Hollywood, incluso en las películas con Doris Day como era el caso de Suave como visión (That Touch of Mink, 1962), en la que un alto ejecutivo (Cary Grant) “fastidia” a propósito uno de sus empleados (Tony Randall), aceptando al momento todas reivindicaciones laborales que este le plantea. Pero, la que yo recuerdo como la más vehemente en este “mensaje” oficialista quizás sea An American Romance (1944), que aquí se estrenó por TVE como El sueño americano, sin duda de lo peor de King Vidor, el mismo que, paradójicamente, había realizado El pan nuestro de cada día, un alegato semianarquista sobre la ayuda mutua. 
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezEl “sueño” es de un trabajador emigrado que empezará trabajando duramente en las minas, pero su ambición y su esfuerzo le ayudarán a progresar hasta convertirse en un exitoso industrial “hecho a sí mismo”. Obviamente, la verdad no era así, no solamente porque la oportunidad llegaba para muy pocos, sino también porque para aprovechar dicha oportunidad tenía que hacer cualquier cosa. Pero el hecho era que, exceptuando lla categoría de los “pelotas” que en algunos casos parecían legión, la mayoría era consciente de que en derechos sociales estábamos en “el culo de Europa”, dando lugar a un ambiente en el que surgió una nueva generación de sindicalistas. En su mayoría tomaron parte de Comisiones Obreras.
Llovía sobre mojado.
El cambio del horizonte militante, de la burocratización acelerada de comisiones, de la crisis de la Asociación de Vecinos y de los problemas de la Liga,  coincidió con mi descubrimiento de mi faceta de divulgador. Desde este nuevo ángulo, cada vez me costaba más salir de casas a reuniones que aportaban pocas ilusiones. Al mismo tiempo, me fue seduciendo la vida casera, el trabajo domiciliario entre libros y notas. El gusto por los pijamas, los chandals y las zapatillas. Disfrutar de su única compañía, ver  una buena película, salir a pasear por los alrededores y cosas por el estilo. Para ella eso estaba bien, pero también lo estaba lo otro y si además había gente que animara el cotarro, pues mejor que mejor, para ella, pasárselo bien era sumamente importante, algo así como una manera de cargar las pilas . La disyuntiva la llevó a buscarse otras compañías, una alternativa que me liberaba de la obligación y que integré como natural. No lo era para nada, al menos así me lo hicieron saber algunos conocidos que no concebía que dedicara los festivos a “las letras”. Esta relación fue asimilable para ella mientras tuvo que dedicar mucho tiempo a la carrera, cuando ella necesitó de una vida tranquila vida casera en la que los intervalos eran necesarios, se daban los encuentros. Cuando acabó la carrera, ya no necesitó tanto la vida hogareña y se impusieron las salidas. En ese terreno, las distancias se fueron haciendo cada vez más grandes.
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezElla marchaba a la consulta un rato después que yo lo hiciera cuando hacía turno matinal, luego volvía después de que yo acabara el de la tarde cuando me tocaba. Esto daba lugar a una ecuación económica similar, ella ganaba más del doble que yo.
Pero este no fue el único factor, hubo otros. También fueron creciendo  las diferencias en las opciones más ideológicas. Aunque fuese desde el estupor, yo persistía en mi opción vital. Pero ello lo vio todo desde un ángulo más personal. , pero ella  se fue apartando de toda actividad. No es que cambiara sus ideas básicas, pero sí comenzó a darle mayor importancia a la realización personal. Como a la práctica totalidad de nuestros amigos, los grandes temas sociales y políticos les fue cayendo cada vez más lejos, eran temas muy lejanos sin la menor implicación con el cada día. En las discusiones de grupo sobre la cuestión, ella aceptaba mi imagen de quijote inmerso en causas como la Sudáfrica o Nicaragua, que le parecían muy bien pero que no decían nada. La noche que salimos de ver Missing, de Costa-Gravas, me pidió muy seriamente que fuese la última vez que la lleva a ver una película de cómo esa. Al igual que mucha otra gente, la literatura de autoayuda empezó a sustituir otras lecturas más complicadas como la de Anaïs Nin o Sylvia Plath.
Siempre le tuvo gusto a la maría y, aunque yo no fumaba ni quería probar nada, colaboré en lo que pude para que no le faltara lo suyo. A veces preguntando a algunos de mis camaradas sobre si tenían, para que alguien me dijeran, ¡Ostía Peter¡, eres la última persona que imaginaba pidiéndome yerba. Hubo una ocasión que los colegas se empeñaron en que lo probara y ella se opuso maternalmente, Igual le siente mal, insistía. Pero luego resultó que fue ella la que se puso lívida mientras que a mí se me desató la azotea. Esto ocurrió con algunos amigos que luego fueron importantes, que los hubo y no pocos.
Qsí bien unas décadas más tarde, el camarada Eve me señaló en fechas más recientes, que el mitin central, el que llenó uno de los teatros más importante de Oviedo,  significó el canto de cisne de la LCR asturiana. Una de las notas más llamativas del contexto las ofrecían el cuadro de antiguos radicales que habían acabado haciendo carrera en el nuevo régimen. En medio de un sarao alimentado por unas gustosas sardinas asadas y bañadas por un derroche de sidra, una militante comunista de peso, me interpeló si yo le podía garantizar que estas cosas no ocurrirían con nosotros. Evidentemente, me pedía demasiado.  Le reconocí que yo ya conocía casos de  camaradas sobre los que habría puesto la mano en el fuego,  y me había equivocado. Luego pude enterarme que –precisamente-, algunos de los que habían tomado parte en todo aquel evento, también acabaron siendo altos cargos de la comunidad. De Asturias marché a Galicia donde la aventura fue más difusa, de entrada el camaradas que me recibió en Vigo pertenecía a la fracción etílica, como me reconoció ante mi insistencia. Había montado un acto en el que contaba con gente del 68  de todas partes, entre ellos Alfonso Guerra. Se había comprometido con el teatro más grande de la hermosa ciudad, pero a la hora de la verdad quedamos los justos para tomar unas copas. Eso sí, comí y bebí con alegría, disfrute de las vistas y de amistades que un momento antes eran desconocidos y al momento después, parecían amigos de toda la vida

Quienes la podían ayudar y la ayudaba, eran la madre y la hermana. La madre le pudo dedicar más tiempo cuando cerró la empresa y le dieron una indemnización con al que pudieron comprar un piso con todas las adaptaciones necesarias. La hermana estaba allí pero también tenía su vida, sus propias metas y sus propias exigencias. En eso estábamos cuando Ciutat,  la revista que gestionaba Germán Pedra desde su área en el Ayuntamiento de L´ Hospitalat, aceptó mi sugerencia de realizar una extenso “dossier” sobre el tema. Lo escribí con entusiasmo y se lo enseñ
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezPor entonces,  ya había sobrepasado los treinta años y, hasta los ciegos se habían dado cuenta que algo me tenía que pasar con las mujeres. Las bromas se fueron haciendo cada vez más pesadas -¿qué te pasa, es que no te gustan las chicas?-, algunos de mis colegas insistían en quitarme el velo,  porque en realidad, yo huía, algo normal en no pocos chicos –o chicas-, con la peculiaridad de que no tenía motivos, para  creer que nadie me podía hacer caso, y era además alguien que en otros ámbitos, podía presumir de enérgico e incluso osado. Mi Dulcinea, se estaba descomponiendo. Entre otras cosas porque no solamente huía de las muchachas que no me gustaban, también lo hice con otras que me gustaban y que se habían adelantado haciendo lo que me parecía más difícil: dar el primer paso.
Pero mientras más se entusiasmaba ella, más precavido me volvía yo, una situación que provocaba un profundo desaliento en ella y un sentimiento de desconcierto en mí, que no entendía lo que me pasaba ni encontraba a nadie que me lo explicara, al menos no de manera satisfactoria aunque todo coincidan en señalar lo absurdo del efecto huida. Tanto era que, ante el asombro de propios y extraños,  era capaz de decir que no acompañaba al grupo de “El Topo” con el que salía “a pasar el rato”, porque no me podía perder el Julio César, de Mankiewicz, que ofrecían en la TV2. Fueron numerosas las ocasiones en que cuando sugería estar más dispuesto, a la hora de la verdad echaba la marcha atrás.
No fue hasta  mayo-junio de 1979, que llegó el momento en el que se me acabaron todas las excusas después de una reflexión militante, de tratar mi caso como un problema político o sea, dejando al margen las quimeras con chicas que no existían y, cuando se parecían al ideal, cuando no huía, siempre aparecían otros problemas: ya tenían pareja, yo no les interesaba, eran ajenas a mis inquietudes, etcétera. Lo tuve que hacer porque la vida pasaba, me sentía extraño e injusto y además, estaba notando situaciones amargas, en algo que más tarde, algunos amigos me describieron como claramente depresivas.  La soledad ya me estaba resultando como un extraño y cruel castigo.
Aunque fuese tarde, fui muy bien recibido.

Había algunos motivos importantes para que yo ocupara un lugar privilegiado en el mapa amoroso de Romi. Estaba el asunto del atractivo, que alguno debía de encontrar. Pero por lo que recuerdo, nunca le sentí ningún elogio sobre el físico,  fue su madre la que declaró con convicción “que era muy alto”. Si dijo alguna cosa sobre la presencia enérgica, evidente en los debates y asambleas donde me sentía como pez en el agua, también elogió la voz. Me llamaba solamente por el gusto de hablar conmigo, seguramente fue en este espacio de los conversaciones en el que primero nos encontramos.
Por estar como estaba,  acomplejados por creerse feos, porque nadie les hacía caso, por el contrario, hasta tenía un cierto éxito, era un tipo alto, decían que bien plantado y bastante elocuente. Lo tuve muy a menudo,  incluso entre chicas que se atenían a mis exigencias de belleza peliculera, incluso las hubo que dieron el primer paso en más de un caso.
Entre los ejemplos más memorable puedo señalar al menos dos, uno que tuvo lugar  allá por 1973, en medio de uno de aquellos picnic campestres organizados por el PSUC de L´ Hospitalet en los que venían gente de todo tipo. La ocasión me permitía desarrollar alguna de mis intervenciones críticas contra los pactos con una burguesía cómplice, que, por supuesto, no eran bien recibidas entre “los del Partido”. El hecho fue que aquel día, me llamó poderosamente la atención una hermosa muchacha de rasgos asiáticos,  que supuse venía acompañada de un novio que no la dejaba. Sin embargo al regreso, un amigo psuquero, me informó que se trataba muchacha adoptada por unos excelentes camaradas, los padres del  chico que andaba con ella. Ahí quedó la cosa, cuando apenas un mes más tarde, yendo en metro al taller en el que trabajaba, pude distinguir a la misma chica la chica entraba en el mismo vagó y que además, ¡Oh Dioses¡, me vino  a saludar. Sonriendo dulcemente me recordó como el chico que habló el otro día…Pero, después de responder torpemente,  me salió un resorte interior que me empujó a escapar, por lo que me bajé en la parada anterior arguyendo. Bueno, encantado, yo ya he llegado. 
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Aquel día me quise morir, lo mismo que sentí en otras ocasiones un mediodía en el cogí el autobús que me llevaba a casa y al que, para mí sorpresa,  subió la muchacha que más me gustaba de la farmacia de enfrente del Ambulatorio. Anteriormente había cruzado algún saludo y alguna que otra mirada lánguida, pero siempre pensé que tenía que tener una cola de pretendientes. Quizás no debía ser así o quizás había roto con el que tenía, el caso es que, parecía no querer perder el tiempo. Se sentó conmigo y comenzó a hacerme preguntas propias, ante lo cual me invadió la sensación de que el gato me había comido la lengua. También entonces me adelanté a mi parada. Durante un cierto tiempo, ni tan siquiera me acerqué a la farmacia aunque no me faltaron motivos para hacerlo. Durante ese tiempo,  a ella le tocó sufrir mis desplantes, producto de un anómalo “terror a las chicas”, que no encontraba vía de solución como, finalmente la acababa encontrando Jerry Lewis en una lista de películas que, en muchos casos, me sirvieron de terapia ante las caídas depresivas.
Parece obvio que el asunto de las relaciones amorosas era algo que me quedaba fuera de campo. En el área familiar era algo que estaba ahí, pero que no se manifestaba lo más mínimo. Estaba el cine, claro está, pero era el otro lado del espejo. Un lugar en el que podías imaginar de todo, sin necesidad de tocar un solo pelo. Algo había del rechazo corporal, de ver a los otros como algo extraño, ajeno, a veces sucio, una herencia materna y del ambiente de pobreza. También la maldita timidez, pero en realidad, esta se mostraba bastante selectiva, casi se limitaba a las chicas, en particular a las que más me gustaban, en otro lado podía parecer hasta osado. El caso era que, todo esto se me estaba haciendo insostenible. Empezaba a vaciarme el imaginario de hipotéticas maravillas inexistentes que, cuando se acercaban, siempre presentaban inconvenientes. O era una chica linda ajena a mis inquietudes, o ya tenía propia historia o lo que era mucho más normal, yo mismo me quitaba de en medio, como ya he contado.

Hasta que me dejó, Romi había sido la mujer de una vida en la que no hubo lugar para ninguna otra. Es cierto que en el apartado del imaginario, el desfile era ininterrumpido, solamente entre las actrices se podía contar una legión. También las hubo de carne y hueso que durante una determinada coyuntura –normalmente breve-, se convertían en la heroína de una película que solamente transcurría en mi cabeza. En este terreno, podía ser el más audaz y el más romántico sin necesidad de intercambiar más palabras que unos buenos días.
Mi separación cayó como un rayo en la familia. No era para menos, era la primera que se daba en todo el ámbito conocido, de hecho, se sabía que eran cosas que se daban, pero hasta ahora había sucedido a otros, y por lo que se sabía, se trataba de verdaderos desastres que luego pagaban los padres que se veían con hijos, hijas y nietos, con todo el trasfondo de peleas por las posesiones o por la custodias.  Como pareja, Romi y yo habíamos recibido ecos de situaciones deleznables que, por muy mal que nos fuera, nos juramos no repetir.
Esta falta de referencias próximas convertía el hecho en algo todavía más arduo de asimilar, sobre todo considerando que la imagen que hasta ahora habíamos proferido resultaba de las más

Conviene añadir que estos asteriscos, con sus notas pobretonas, no reflejaban, ni remotamente, lo que en verdad acontecía, pero que, aún y así, contrastan con el mero asterisco, el de los otros ejercicios, cuentas de una periodicidad inapelable, frutos de un hábito digno de todo un capítulo de algún libro escrito por Sheree Hite, aunque entre nosotros el best-sellers era el de Alex Comfort, El placer de amar, aunque muchas de sus páginas al menos a mi, me pillaban lejos.
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezEn aquel tiempo de encuentros y equilibrios, ella estudiaba, yo escribía o leía, ella tenía sus clases y sus tiempos de estudio, yo llevaba a cabo mis reuniones, y ella disfrutaba de sus amistades galenas, yo también me sentía a gusto con mis cenas ilustradas, había tiempo para repasar vademecums y para hablar…Los fines de semana sobre todo, cumplíamos con las exigencias familiares, pero siempre había un tiempo para comer juntos, para una tarde o noche de cine, para hablar hasta las tantas de la madrugada, para dar un largo paseo por las viejas calles de Sants. Ambos teníamos algo de trajinantes, éramos de los que se "patean" las ciudades cuando las visitaban, y el barrio tenía sus encantos, sus gentes, sus tenderos, como el Pons del ultramarino de enfrente, un gentil anarco de toda la vida, todos con sus ristras de peculiaridades y anécdotas. Daba gusto darse unas vueltas, comentar sus múltiples detalles, quizás algo sobre sus gatos o sobre sus diversos "pirados", sobre tal o cual casa antigua, la vida que podían llevar en aquel bar o aquella pareja de niñas africanas vestidas a lo Romi Miranda, aparecidas como por encanto a altas horas de la madrugada, en una de aquellas noches de verano en las que huíamos del calor que nos agobiaba. Después de algunas de estas cosas, el encuentro amoroso llegaba como una recompensa, como una necesidad ulterior a un buen estado que se manifestaba en múltiples gestos y detalles.
Sin ir más lejos: habíamos adelgazado considerablemente. Sorprendentemente, a Romi le cambió radicalmente el metabolismo, de manera que, para sorpresa del ámbito más próximo que la tenía por "gorda", apareció grácil y ligera. Aunque ahora no hacía ningún tipo de régimen, incluso sus comidas están más copiosas, y sin embargo, se adelgazó hasta hacerse casi irreconocible, o al menos, es lo que decía todo el mundo. Esto fue un misterio sobre el que uno de los médicos conocidos, brindó su explicación. Romi se había esforzado antaño con diversos regímenes, pero, a pesar de conocer épocas severas e incluso de hambre, se enfrentaba angustiada con problemas de gordura que, entre otras cosas, resultaron un obstáculo de manera que influyó para que nuestra relación se postergara al menos durante dos años, en los que yo, un panoli influido por otros malos vientos, rehuia cualquier cosa que no fuese pasear o ir al cine, y rechazaba nerviosamente cualquier insinuación o tentativa, a veces con el más peregrino de los pretextos
Mi procesos de adelgazamiento no fueron deudores de ningún misterio. Ni siquiera tuve que pasar por el endocrino, el Dr. Alloza, cuyo nombre  sufría las más alucinantes variantes por parte de los usuarios, y cuya enfermera siguió engordando a pesar de que decía atenerse al estricto régimen que él le había indicado, tomando al pie de la letra las fotocopias sobre el sistema de comidas recomendables. Un tanto extrañado por la paradoja, el hombre aprovechó el final relajado de una consulta para sentar a la enfermera como a una paciente. Cogió la tablilla, y le fue detallando en sus diversas opciones. Por poco se desmaya cuando descubrió que todo era un problema de oído. Donde él había dicho o, ella había entendido y. Así, la carne o pecado se convirtieron en carne y pescado. Naturalmente, yo no tuve estos problemas didácticos. Me lo explicó todo pacientemente, una dietista, Rosalía, amiga íntima de Romi, y compañera de fatigas para el MIR. Luego Romi me controlaba y me ofrecía constantes consejos sobre el precio que se pagaba con el sobrepeso y con las malas costumbres alimenticias, así el día que me enteré que una aceituna tenía más calorías que un yogourth, me olvidé de ellas.
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En el curso casero, Rosalía insistió en tres criterios básicos. El primero pasaba por reducir drásticamente la sal, el azúcar, las grasas, el pan, y ante la extrañeza de mamá, que me había educado en la tradición popular panera, reduje la ración de pan a menos de la mitad. El segundo descansaba una pirámide que empezaba por un fuerte desayuno, un plato fuerte que iría aminorando hasta llegar a una cena temprana y ligera. Esto significó el cambio de una merienda de croisands por otra de manzanas, unas hermosas manzanas que, al cabo del tiempo, se harían famosas en mis trabajos tanto por su tamaño como por la puntualidad de su degustación. Tanto era así que los había que, por ejemplo, me llamaban y me decía: "No te llamado antes porque sabía que era la hora de las manzanas". Esto significó la dolorosa renuncia de los flanes del mediodía del restaurante, el mío y el de Romi, pero me ayudó el hecho de que, al reducir en buena medida las porciones de azúcar, la voracidad por lo dulce permaneció como un regalo para los ojos, pero no para el estómago, aunque en esta caso las excepciones me podían a veces.
Tal como se traslucen en las notas, la historia funcionó como una negación de los años perdidos de soledades y sequía sentimental. La suma de asteriscos aparecía como pruebas fehacientes de ello. Romi no era ajena a mis perturbaciones cinéfilas. Las descubrió fortuitamente en las primeras semanas, revolvió un cajón y allí se escondían como un pecado infantil.  El hallazgo le costó un momento de furor y lágrimas. Luego lo integró como algo que no afectaba directamente a la relación, igual que no tenían porque afectar las numerosas experiencias que ella había vivido, un disloque comparadas con las mías, que quedaron todas por hacer.
Es más, seguramente esta conciencia le permitió exigir sus propias cuotas de libertad y las tuvo, también en este terreno.

En muchos de estos casos, por no decir en la mayoría, las tensiones se derivaron de mis notables "mancanças". Cuando estaba claro que era así, llegaba un momento en el que se imponía una larga y prolija discusión, al final de la cual llegaba una explicación liberadora en la que, cuanto menos, trataba de ofrecer una explicación derivada de mis partes oscuras e incontroladas que me hacían ser responsable y víctima al mismo tiempo. A veces le parecía extremadamente abstraído por mis ocupaciones, las mismas que en época de idilio le llevaron a firmar una bella edición de las Poesías completas de Miguel Hernández, dedicada "Al hombre mejor ocupado que conozco", pero a veces le parecían excesivas. Aunque lo peor sucedía cuando el carácter se me embotaba por un ataque agudo de timidez,  sobre todo en presencia de sus amigos, y en particular en casas extrañas. Aunque trataba de disimular, había momentos en los que no sabía donde meterme. Algo me atenazaba por dentro, creando una situación tensa, y ella sufría. Más de una vez me dijo que se lo pasaba muy bien conmigo a solas, pero raramente acompañados. A veces los desencuentros se prolongaban, incluso algunos días en los que no encontrábamos huecos para una sesión en el sofá o en la cama. Cuando el problema lo vivía ella, se refería a sus dificultades para tomar una decisión, a mí me tocaba ser por lo menos igual de paciente y de reparador.
En una de estas conversaciones hizo notar mi olímpica indiferencia por la gente que no me interesaba, simplemente las trataba correctamente, pero en el fondo lo ignoraba todo sobre ellas, y entonces citó el caso concreto de una compañera en el ambulatorio. No había contado con mi memoria y capacidad de observación. Para no saber nada le ofrecí un retrato personal en el que abundaba los detalles que ella misma, tan calurosa y tan próxima a esta persona, ignoraba. Sin embargo, esto no le quitaba su parte de razón, ella se implicaba personalmente, yo solo cuando la situación me requería. Solo entonces demostraba que había aprendido a actuar en problemas difíciles viendo películas.
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En no poca medida, aquella era una relación de conveniencia, de ósmosis, como las que llevaban a veces algunos animales, y eso algo tan claro que cuando veíamos un documental en el que se ofrecían ejemplos, era muy propio realizar irónicamente el comentario, "Mira, como nosotros". Por lo tanto, no se parecía en nada a ningún amour fou, pero estos únicamente existieron en la parte más quimérica de mi cerebro, lo cual ya es decir. Ella no tenía nada de quimera aunque era una persona sumamente singular, alguien concreto, con una vida y una personalidad propia, con unas exigencias, con unos propósitos, con una inmensa capacidad de dar,  todo un conjunto de cosas que contribuyeron para que los años ochenta, los del apogeo devastador de la llamada revolución conservadora, un momento histórico de retrocesos desesperantes en la historia, paradójicamente fuesen para mí, en lo personal, unos tiempos especialmente felices.
Claro que esto también tenía otra lectura, me sentía bien tal como estaba, algo que ya no podía ser. Quizás fuese por aquel miedo al ridículo y aquella decencia que convertía a las comadres que lo hacía en “putonas”.
En 1946, hacía muy poco tiempo que papá “había vuelto de la guerra”, en la que fue enrolado en agosto de 1936, con casi mil jóvenes más de un pueblo que había conocido intensas agitaciones agrarias, y un ayuntamiento mayoría socialista. En los recuerdos familiares, lo de la guerra y los “años de la jambre” se confunden, quizás porque la represión siguió, y también porque la postguerra se prolongó hasta la muerte del “Caudillo”, el equivalente hispano de “señores de la guerra” como el “Duce”, el “Führer”, y otros por el estilo. La fecha de mi nacimiento se relacionaba en el ámbito más cercano con la muerte de “Manolete” en la plaza de Linares embestido por un miura, lo cual era mentira, aunque según se mire, también era verdad. Mentira porque el evento aconteció más de un año después, en agosto de 1947. Verdad también porque tuve como un segundo nacimiento: mi vida se salvó “milagrosamente” de una tuberculosis, sobre todo gracias a un hijo de “la Condesa”, un “garbanzo negro” en una familia de “señores”. Primera lección: no todos los “señores” eran igual de malos. Mis recuerdos del resto de la década son muy difusos. Todavía tuve más suerte porque por estas fechas, ya había pasado lo peor de los “años de la jambre”.


Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezEl pase de papá de trabajador a pensionista tuvo lugar aquel mismo mes. Desde hacía cierto tiempo, su empresa, la Comercial Ebro, en la que había trabajado desde principios de los años sesenta con un sentido de la responsabilidad exacerbado, comenzó a reducir plantilla. A aquellos pulcros empresarios yanquis ligados a tradiciones protestantes integristas, muy amantes de una jerarquización extremadamente minuciosa que creaba salarios diferenciados hasta entre trabajadores que prácticamente hacían lo mismo,  no se les ocurrió nada mejor que echar mano a los métodos de la escuela de Chicago que entonces conocía sus años del esplendoroso ensayo de economía neoliberal en el Chile de Pinochet. Contrataron a un contramaestre al que los trabajadores, en buena parte ya mayores como papá, no tardaron en tildar de "negrero". Estaba clara que la intención de precipitar la marcha "voluntaria" de los que les estorbaba para sus piadosos beneficios. De carácter pusilánime, siempre temeroso de lo que podía pasar,  papá había estado durante años efectuando una misma faena revisando metros y metros de tela para detectar las posibles taras. En los últimos años, comenzó a tener problemas con la vista, una dificultad que fue aprovechada por el "negrero" para amargarle más la vida. Cada vez que éste le sacaba a relucir despóticamente las taras que le habían pasado inadvertidas, papá regresaba a casa, deshecho, inmerso en un ataque de tensión histérica que trasladaba en no poca medida a mamá. En algunos momentos pareció estar al borde de una depresión, y de eso me habló el médico de cabecera que lo atendió. Durante un tiempo porfié en acompañarle, y encararme yo mismo con el "negrero", pero papá no quería ni oír hablar de nada parecido. 
Fue cuando, después de una de sus mayores crisis, me reuní con dos amigos sindicalistas bastante fornidos y decididos. No hubo mucho que contar. Entonces ideamos una de aquellas medidas de salud laboral que la CNT de los años heroicos había adoptado como un método lícito de lucha. El plan era sencillo, yo señalaría al "negrero" al final de una jornada, y ellos le montarían un "número" fuerte en un escenario adecuado. Allí le enseñarían a respetar a los más débiles. Todo estaba en marcha cuando, después de una visita de papá al oculista, éste me comunicó que, con las cataratas que tenía, no estaba obligado a trabajar, y menos revisando taras en la ropa. 
Lo llevé también a un cardiólogo. Éste detectó un pequeño soplo en el corazón, nada grave siempre que no estuviera expuesto a grandes emociones. Entonces apareció la solución, una baja de larga enfermedad. Luego, un tiempo en el paro, y al final, una jubilación relativamente prematura que sería (y fue) como una justa recompensa de tantos años de fatigas. Claro que, al principio casi me arrepentí. El hombre no paraba de darle vueltas y más vueltas sobre si le correspondía tal cosa o no. Cuando le aclarabas tal concepto, reaparecía al día siguiente con que había encontrado a alguien que le "decía" algo diferente, aunque se tratase de un ramo, convenio o situación totalmente extraña a la suya. Era cuando volvía a darle vueltas a lo "le quedaría", y después de cada respuesta, persistía con la misma cantinela. Tanto fue así que llegó a agobiar de verdad a nuestro consejero, el flemático y encantador señor de la Rosa, el más amable y bromista de los funcionarios de la Agencia de la Seguridad Social que gestionaba su caso. Ambos celebramos con jubílo cuando a papá le llegó la primera pensión, y comprobó que era más de lo que esperaba. Fue cuando coincidimos que en algunos momentos habíamos tenido sobrados motivos para estrangularlo en legitima defensa por lo pesado y reiterativo que llegó a ser.


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