En los años sesenta, las diferencias entre las condiciones
de trabajo y de vida entre los trabajadores españoles y los de los países más
avanzados, se hacía evidente de mil una manera, por las noticias de la
emigración –eso explica que yo no pude acceder a la SEAT porque puse en
“currículo” que había pasado por las cadenas de la Renault, por el turismo o
incluso por la propia prensa que contaba como los
obreros norteamericanos vivían mejor que los rusos en una época en el que se hablaba de “milagros económicos”, que se predicaba por todas partes que el neocapitalismo había conseguido regular las crisis del sistema e integrar a los trabajadores a través del consumismo.
Este “mensaje” fue repetido y subrayado por Hollywood,
incluso en las películas con Doris Day como era el caso de Suave como visión (That Touch
of Mink, 1962), en la que un alto ejecutivo (Cary Grant) “fastidia” a propósito
uno de sus empleados (Tony Randall), aceptando al momento todas
reivindicaciones laborales que este le plantea. Pero, la que yo recuerdo como
la más vehemente en este “mensaje” oficialista quizás sea An American Romance (1944), que aquí se estrenó por TVE como El sueño americano, sin duda de lo peor
de King Vidor, el mismo que, paradójicamente, había realizado El pan nuestro de
cada día, un alegato semianarquista sobre la ayuda mutua.
El “sueño” es de un trabajador emigrado que empezará
trabajando duramente en las minas, pero su ambición y su esfuerzo le ayudarán a
progresar hasta convertirse en un exitoso industrial “hecho a sí mismo”.
Obviamente, la verdad no era así, no solamente porque la oportunidad llegaba
para muy pocos, sino también porque para aprovechar dicha oportunidad tenía que
hacer cualquier cosa. Pero el hecho era que, exceptuando lla categoría de los
“pelotas” que en algunos casos parecían legión, la mayoría era consciente de
que en derechos sociales estábamos en “el culo de Europa”, dando lugar a un
ambiente en el que surgió una nueva generación de sindicalistas. En su mayoría
tomaron parte de Comisiones Obreras.
Llovía sobre mojado.
El cambio del horizonte militante,
de la burocratización acelerada de comisiones, de la crisis de la Asociación de Vecinos y
de los problemas de la Liga, coincidió con mi descubrimiento de mi faceta
de divulgador. Desde este nuevo ángulo, cada vez me costaba más salir de casas
a reuniones que aportaban pocas ilusiones. Al mismo tiempo, me fue seduciendo
la vida casera, el trabajo domiciliario entre libros y notas. El gusto por los
pijamas, los chandals y las
zapatillas. Disfrutar de su única compañía, ver
una buena película, salir a pasear por los alrededores y cosas por el
estilo. Para ella eso estaba bien, pero también lo estaba lo otro y si además
había gente que animara el cotarro, pues mejor que mejor, para ella, pasárselo
bien era sumamente importante, algo así como una manera de cargar las pilas .
La disyuntiva la llevó a buscarse otras compañías, una alternativa que me
liberaba de la obligación y que integré como natural. No lo era para nada, al
menos así me lo hicieron saber algunos conocidos que no concebía que dedicara
los festivos a “las letras”. Esta relación fue asimilable para ella mientras
tuvo que dedicar mucho tiempo a la carrera, cuando ella necesitó de una vida
tranquila vida casera en la que los intervalos eran necesarios, se daban los
encuentros. Cuando acabó la carrera, ya no necesitó tanto la vida hogareña y se
impusieron las salidas. En ese terreno, las distancias se fueron haciendo cada
vez más grandes.
Ella marchaba a la consulta un rato
después que yo lo hiciera cuando hacía turno matinal, luego volvía después de
que yo acabara el de la tarde cuando me tocaba. Esto daba lugar a una ecuación
económica similar, ella ganaba más del doble que yo.
Pero este no fue el único factor,
hubo otros. También fueron creciendo las
diferencias en las opciones más ideológicas. Aunque fuese desde el estupor, yo
persistía en mi opción vital. Pero ello lo vio todo desde un ángulo más
personal. , pero ella se fue apartando
de toda actividad. No es que cambiara sus ideas básicas, pero sí comenzó a
darle mayor importancia a la realización personal. Como a la práctica totalidad
de nuestros amigos, los grandes temas sociales y políticos les fue cayendo cada
vez más lejos, eran temas muy lejanos sin la menor implicación con el cada día.
En las discusiones de grupo sobre la cuestión, ella aceptaba mi imagen de
quijote inmerso en causas como la
Sudáfrica o Nicaragua, que le parecían muy bien pero que no
decían nada. La noche que salimos de ver Missing,
de Costa-Gravas, me pidió muy seriamente que fuese la última vez que la lleva a
ver una película de cómo esa. Al igual que mucha otra gente, la literatura de
autoayuda empezó a sustituir otras lecturas más complicadas como la de Anaïs
Nin o Sylvia Plath.
Siempre le tuvo gusto a la maría y,
aunque yo no fumaba ni quería probar nada, colaboré en lo que pude para que no
le faltara lo suyo. A veces preguntando a algunos de mis camaradas sobre si
tenían, para que alguien me dijeran, ¡Ostía
Peter¡, eres la última persona que imaginaba pidiéndome yerba. Hubo una
ocasión que los colegas se empeñaron en que lo probara y ella se opuso
maternalmente, Igual le siente mal, insistía.
Pero luego resultó que fue ella la que se puso lívida mientras que a mí se me
desató la azotea. Esto ocurrió con algunos amigos que luego fueron importantes,
que los hubo y no pocos.
Qsí bien unas décadas más tarde, el
camarada Eve me señaló en fechas más recientes, que el mitin central, el que
llenó uno de los teatros más importante de Oviedo, significó el canto de cisne de la LCR asturiana. Una de las
notas más llamativas del contexto las ofrecían el cuadro de antiguos radicales
que habían acabado haciendo carrera en el nuevo régimen. En medio de un sarao
alimentado por unas gustosas sardinas asadas y bañadas por un derroche de sidra,
una militante comunista de peso, me interpeló si yo le podía garantizar que
estas cosas no ocurrirían con nosotros. Evidentemente, me pedía demasiado. Le reconocí que yo ya conocía casos de camaradas sobre los que habría puesto la mano
en el fuego, y me había equivocado.
Luego pude enterarme que –precisamente-, algunos de los que habían tomado parte
en todo aquel evento, también acabaron siendo altos cargos de la comunidad. De
Asturias marché a Galicia donde la aventura fue más difusa, de entrada el camaradas
que me recibió en Vigo pertenecía a la fracción etílica, como me reconoció ante
mi insistencia. Había montado un acto en el que contaba con gente del 68 de todas partes, entre ellos Alfonso Guerra.
Se había comprometido con el teatro más grande de la hermosa ciudad, pero a la
hora de la verdad quedamos los justos para tomar unas copas. Eso sí, comí y
bebí con alegría, disfrute de las vistas y de amistades que un momento antes
eran desconocidos y al momento después, parecían amigos de toda la vida
Quienes la podían ayudar y la
ayudaba, eran la madre y la hermana. La madre le pudo dedicar más tiempo cuando
cerró la empresa y le dieron una indemnización con al que pudieron comprar un
piso con todas las adaptaciones necesarias. La hermana estaba allí pero también
tenía su vida, sus propias metas y sus propias exigencias. En eso estábamos
cuando Ciutat, la revista que gestionaba
Germán Pedra desde su área en el Ayuntamiento de L´ Hospitalat, aceptó mi
sugerencia de realizar una extenso “dossier” sobre el tema. Lo escribí con
entusiasmo y se lo enseñ
Por entonces, ya había sobrepasado los treinta años y,
hasta los ciegos se habían dado cuenta que algo me tenía que pasar con las
mujeres. Las bromas se fueron haciendo cada vez más pesadas -¿qué te pasa, es que no te gustan las
chicas?-, algunos de mis colegas insistían en quitarme el velo, porque en realidad, yo huía, algo normal en
no pocos chicos –o chicas-, con la peculiaridad de que no tenía motivos,
para creer que nadie me podía hacer
caso, y era además alguien que en otros ámbitos, podía presumir de enérgico e
incluso osado. Mi Dulcinea, se estaba descomponiendo. Entre otras cosas porque
no solamente huía de las muchachas que no me gustaban, también lo hice con
otras que me gustaban y que se habían adelantado haciendo lo que me parecía más
difícil: dar el primer paso.
Pero mientras más se entusiasmaba
ella, más precavido me volvía yo, una situación que provocaba un profundo
desaliento en ella y un sentimiento de desconcierto en mí, que no entendía lo
que me pasaba ni encontraba a nadie que me lo explicara, al menos no de manera
satisfactoria aunque todo coincidan en señalar lo absurdo del efecto huida.
Tanto era que, ante el asombro de propios y extraños, era capaz de decir que no acompañaba al grupo
de “El Topo” con el que salía “a pasar el rato”, porque no me podía perder el Julio César, de Mankiewicz, que ofrecían
en la TV2. Fueron
numerosas las ocasiones en que cuando sugería estar más dispuesto, a la hora de
la verdad echaba la marcha atrás.
No fue hasta mayo-junio de 1979, que llegó el momento en
el que se me acabaron todas las excusas después de una reflexión militante, de
tratar mi caso como un problema político o sea, dejando al margen las quimeras
con chicas que no existían y, cuando se parecían al ideal, cuando no huía,
siempre aparecían otros problemas: ya tenían pareja, yo no les interesaba, eran
ajenas a mis inquietudes, etcétera. Lo tuve que hacer porque la vida pasaba, me
sentía extraño e injusto y además, estaba notando situaciones amargas, en algo
que más tarde, algunos amigos me describieron como claramente depresivas. La soledad ya me estaba resultando como un
extraño y cruel castigo.
Aunque fuese tarde, fui muy bien
recibido.
Había algunos motivos importantes
para que yo ocupara un lugar privilegiado en el mapa amoroso de Romi. Estaba el
asunto del atractivo, que alguno debía de encontrar. Pero por lo que recuerdo,
nunca le sentí ningún elogio sobre el físico,
fue su madre la que declaró con convicción “que era muy alto”. Si dijo alguna
cosa sobre la presencia enérgica, evidente en los debates y asambleas donde me
sentía como pez en el agua, también elogió la voz. Me llamaba solamente por el
gusto de hablar conmigo, seguramente fue en este espacio de los conversaciones
en el que primero nos encontramos.
Por estar como estaba, acomplejados por creerse feos, porque nadie
les hacía caso, por el contrario, hasta tenía un cierto éxito, era un tipo
alto, decían que bien plantado y bastante elocuente. Lo tuve muy a menudo, incluso entre chicas que se atenían a mis
exigencias de belleza peliculera, incluso las hubo que dieron el primer paso en
más de un caso.
Entre los ejemplos más memorable
puedo señalar al menos dos, uno que tuvo lugar
allá por 1973, en medio de uno de aquellos picnic campestres organizados por el PSUC de L´ Hospitalet en los
que venían gente de todo tipo. La ocasión me permitía desarrollar alguna de mis
intervenciones críticas contra los pactos con una burguesía cómplice, que, por
supuesto, no eran bien recibidas entre “los del Partido”. El hecho fue que
aquel día, me llamó poderosamente la atención una hermosa muchacha de rasgos
asiáticos, que supuse venía acompañada
de un novio que no la dejaba. Sin embargo al regreso, un amigo psuquero, me
informó que se trataba muchacha adoptada por unos excelentes camaradas, los
padres del chico que andaba con ella.
Ahí quedó la cosa, cuando apenas un mes más tarde, yendo en metro al taller en
el que trabajaba, pude distinguir a la misma chica la chica entraba en el mismo
vagó y que además, ¡Oh Dioses¡, me vino
a saludar. Sonriendo dulcemente me recordó como el chico que habló el
otro día…Pero, después de responder torpemente,
me salió un resorte interior que me empujó a escapar, por lo que me bajé
en la parada anterior arguyendo. Bueno, encantado,
yo ya he llegado.
Aquel día me quise morir, lo mismo
que sentí en otras ocasiones un mediodía en el cogí el autobús que me llevaba a
casa y al que, para mí sorpresa, subió
la muchacha que más me gustaba de la farmacia de enfrente del Ambulatorio.
Anteriormente había cruzado algún saludo y alguna que otra mirada lánguida,
pero siempre pensé que tenía que tener una cola de pretendientes. Quizás no
debía ser así o quizás había roto con el que tenía, el caso es que, parecía no
querer perder el tiempo. Se sentó conmigo y comenzó a hacerme preguntas
propias, ante lo cual me invadió la sensación de que el gato me había comido la
lengua. También entonces me adelanté a mi parada. Durante un cierto tiempo, ni
tan siquiera me acerqué a la farmacia aunque no me faltaron motivos para
hacerlo. Durante ese tiempo, a ella le
tocó sufrir mis desplantes, producto de un anómalo “terror a las chicas”, que
no encontraba vía de solución como, finalmente la acababa encontrando Jerry
Lewis en una lista de películas que, en muchos casos, me sirvieron de terapia
ante las caídas depresivas.
Parece obvio que el asunto de las
relaciones amorosas era algo que me quedaba fuera de campo. En el área familiar
era algo que estaba ahí, pero que no se manifestaba lo más mínimo. Estaba el
cine, claro está, pero era el otro lado del espejo. Un lugar en el que podías
imaginar de todo, sin necesidad de tocar un solo pelo. Algo había del rechazo
corporal, de ver a los otros como algo extraño, ajeno, a veces sucio, una
herencia materna y del ambiente de pobreza. También la maldita timidez, pero en
realidad, esta se mostraba bastante selectiva, casi se limitaba a las chicas,
en particular a las que más me gustaban, en otro lado podía parecer hasta
osado. El caso era que, todo esto se me estaba haciendo insostenible. Empezaba
a vaciarme el imaginario de hipotéticas maravillas inexistentes que, cuando se
acercaban, siempre presentaban inconvenientes. O era una chica linda ajena a
mis inquietudes, o ya tenía propia historia o lo que era mucho más normal, yo
mismo me quitaba de en medio, como ya he contado.
Hasta que me dejó, Romi había sido
la mujer de una vida en la que no hubo lugar para ninguna otra. Es cierto que
en el apartado del imaginario, el desfile era ininterrumpido, solamente entre
las actrices se podía contar una legión. También las hubo de carne y hueso que
durante una determinada coyuntura –normalmente breve-, se convertían en la
heroína de una película que solamente transcurría en mi cabeza. En este
terreno, podía ser el más audaz y el más romántico sin necesidad de
intercambiar más palabras que unos buenos días.
Mi separación cayó como un rayo en
la familia. No era para menos, era la primera que se daba en todo el ámbito
conocido, de hecho, se sabía que eran cosas que se daban, pero hasta ahora
había sucedido a otros, y por lo que se sabía, se trataba de verdaderos
desastres que luego pagaban los padres que se veían con hijos, hijas y nietos,
con todo el trasfondo de peleas por las posesiones o por la custodias. Como pareja, Romi y yo habíamos recibido ecos
de situaciones deleznables que, por muy mal que nos fuera, nos juramos no
repetir.
Esta falta de referencias próximas
convertía el hecho en algo todavía más arduo de asimilar, sobre todo
considerando que la imagen que hasta ahora habíamos proferido resultaba de las
más
Conviene
añadir que estos asteriscos, con sus notas pobretonas, no reflejaban, ni
remotamente, lo que en verdad acontecía, pero que, aún y así, contrastan con el
mero asterisco, el de los otros ejercicios, cuentas de una periodicidad
inapelable, frutos de un hábito digno de todo un capítulo de algún libro
escrito por Sheree Hite, aunque entre nosotros el best-sellers era el de Alex Comfort, El placer de amar, aunque muchas de sus páginas al menos a mi, me pillaban
lejos.
En
aquel tiempo de encuentros y equilibrios, ella estudiaba, yo escribía o leía,
ella tenía sus clases y sus tiempos de estudio, yo llevaba a cabo mis
reuniones, y ella disfrutaba de sus amistades galenas, yo también me sentía a
gusto con mis cenas ilustradas, había tiempo para repasar vademecums y para
hablar…Los fines de semana sobre todo, cumplíamos con las exigencias
familiares, pero siempre había un tiempo para comer juntos, para una tarde o
noche de cine, para hablar hasta las tantas de la madrugada, para dar un largo
paseo por las viejas calles de Sants. Ambos teníamos algo de trajinantes,
éramos de los que se "patean" las ciudades cuando las visitaban, y el
barrio tenía sus encantos, sus gentes, sus tenderos, como el Pons del ultramarino
de enfrente, un gentil anarco de toda la vida, todos con sus ristras de
peculiaridades y anécdotas. Daba gusto darse unas vueltas, comentar sus
múltiples detalles, quizás algo sobre sus gatos o sobre sus diversos
"pirados", sobre tal o cual casa antigua, la vida que podían llevar
en aquel bar o aquella pareja de niñas africanas vestidas a lo Romi Miranda,
aparecidas como por encanto a altas horas de la madrugada, en una de aquellas
noches de verano en las que huíamos del calor que nos agobiaba. Después de
algunas de estas cosas, el encuentro amoroso llegaba como una recompensa, como
una necesidad ulterior a un buen estado que se manifestaba en múltiples gestos
y detalles.
Sin
ir más lejos: habíamos adelgazado considerablemente. Sorprendentemente, a Romi
le cambió radicalmente el metabolismo, de manera que, para sorpresa del ámbito
más próximo que la tenía por "gorda", apareció grácil y ligera.
Aunque ahora no hacía ningún tipo de régimen, incluso sus comidas están más
copiosas, y sin embargo, se adelgazó hasta hacerse casi irreconocible, o al
menos, es lo que decía todo el mundo. Esto fue un misterio sobre el que uno de
los médicos conocidos, brindó su explicación. Romi se había esforzado antaño
con diversos regímenes, pero, a pesar de conocer épocas severas e incluso de
hambre, se enfrentaba angustiada con problemas de gordura que, entre otras
cosas, resultaron un obstáculo de manera que influyó para que nuestra relación
se postergara al menos durante dos años, en los que yo, un panoli influido por otros malos vientos, rehuia cualquier cosa que
no fuese pasear o ir al cine, y rechazaba nerviosamente cualquier insinuación o
tentativa, a veces con el más peregrino de los pretextos
Mi
procesos de adelgazamiento no fueron deudores de ningún misterio. Ni siquiera
tuve que pasar por el endocrino, el Dr. Alloza, cuyo nombre sufría las más alucinantes variantes por
parte de los usuarios, y cuya enfermera siguió engordando a pesar de que decía
atenerse al estricto régimen que él le había indicado, tomando al pie de la
letra las fotocopias sobre el sistema de comidas recomendables. Un tanto
extrañado por la paradoja, el hombre aprovechó el final relajado de una
consulta para sentar a la enfermera como a una paciente. Cogió la tablilla, y
le fue detallando en sus diversas opciones. Por poco se desmaya cuando
descubrió que todo era un problema de oído. Donde él había dicho o, ella había
entendido y. Así, la carne o pecado se convirtieron en carne y pescado.
Naturalmente, yo no tuve estos problemas didácticos. Me lo explicó todo
pacientemente, una dietista, Rosalía, amiga íntima de Romi, y compañera de
fatigas para el MIR. Luego Romi me controlaba y me ofrecía constantes consejos
sobre el precio que se pagaba con el sobrepeso y con las malas costumbres
alimenticias, así el día que me enteré que una aceituna tenía más calorías que
un yogourth, me olvidé de ellas.
En
el curso casero, Rosalía insistió en tres criterios básicos. El primero pasaba
por reducir drásticamente la sal, el azúcar, las grasas, el pan, y ante la
extrañeza de mamá, que me había educado en la tradición popular panera, reduje
la ración de pan a menos de la mitad. El segundo descansaba una pirámide que
empezaba por un fuerte desayuno, un plato fuerte que iría aminorando hasta
llegar a una cena temprana y ligera. Esto significó el cambio de una merienda
de croisands por otra de manzanas,
unas hermosas manzanas que, al cabo del tiempo, se harían famosas en mis
trabajos tanto por su tamaño como por la puntualidad de su degustación. Tanto
era así que los había que, por ejemplo, me llamaban y me decía: "No te
llamado antes porque sabía que era la hora de las manzanas". Esto
significó la dolorosa renuncia de los flanes del mediodía del restaurante, el
mío y el de Romi, pero me ayudó el hecho de que, al reducir en buena medida las
porciones de azúcar, la voracidad por lo dulce permaneció como un regalo para
los ojos, pero no para el estómago, aunque en esta caso las excepciones me
podían a veces.
Tal
como se traslucen en las notas, la historia funcionó como una negación de los
años perdidos de soledades y sequía sentimental. La suma de asteriscos aparecía
como pruebas fehacientes de ello. Romi no era ajena a mis perturbaciones
cinéfilas. Las descubrió fortuitamente en las primeras semanas, revolvió un
cajón y allí se escondían como un pecado infantil. El hallazgo le costó un momento de furor y
lágrimas. Luego lo integró como algo que no afectaba directamente a la
relación, igual que no tenían porque afectar las numerosas experiencias que
ella había vivido, un disloque comparadas con las mías, que quedaron todas por
hacer.
Es
más, seguramente esta conciencia le permitió exigir sus propias cuotas de
libertad y las tuvo, también en este terreno.
En
muchos de estos casos, por no decir en la mayoría, las tensiones se derivaron
de mis notables "mancanças". Cuando estaba claro que era así, llegaba
un momento en el que se imponía una larga y prolija discusión, al final de la
cual llegaba una explicación liberadora en la que, cuanto menos, trataba de
ofrecer una explicación derivada de mis partes oscuras e incontroladas que me
hacían ser responsable y víctima al mismo tiempo. A veces le parecía
extremadamente abstraído por mis ocupaciones, las mismas que en época de idilio
le llevaron a firmar una bella edición de las Poesías completas de Miguel Hernández, dedicada "Al hombre
mejor ocupado que conozco", pero a veces le parecían excesivas. Aunque lo
peor sucedía cuando el carácter se me embotaba por un ataque agudo de
timidez, sobre todo en presencia de sus
amigos, y en particular en casas extrañas. Aunque trataba de disimular, había
momentos en los que no sabía donde meterme. Algo me atenazaba por dentro,
creando una situación tensa, y ella sufría. Más de una vez me dijo que se lo
pasaba muy bien conmigo a solas, pero raramente acompañados. A veces los
desencuentros se prolongaban, incluso algunos días en los que no encontrábamos
huecos para una sesión en el sofá o en la cama. Cuando el problema lo vivía
ella, se refería a sus dificultades para tomar una decisión, a mí me tocaba ser
por lo menos igual de paciente y de reparador.
En
una de estas conversaciones hizo notar mi olímpica indiferencia por la gente
que no me interesaba, simplemente las trataba correctamente, pero en el fondo
lo ignoraba todo sobre ellas, y entonces citó el caso concreto de una compañera
en el ambulatorio. No había contado con mi memoria y capacidad de observación.
Para no saber nada le ofrecí un retrato personal en el que abundaba los
detalles que ella misma, tan calurosa y tan próxima a esta persona, ignoraba.
Sin embargo, esto no le quitaba su parte de razón, ella se implicaba
personalmente, yo solo cuando la situación me requería. Solo entonces
demostraba que había aprendido a actuar en problemas difíciles viendo
películas.
En
no poca medida, aquella era una relación de conveniencia, de ósmosis, como las
que llevaban a veces algunos animales, y eso algo tan claro que cuando veíamos
un documental en el que se ofrecían ejemplos, era muy propio realizar
irónicamente el comentario, "Mira, como nosotros". Por lo tanto, no
se parecía en nada a ningún amour fou,
pero estos únicamente existieron en la parte más quimérica de mi cerebro, lo
cual ya es decir. Ella no tenía nada de quimera aunque era una persona
sumamente singular, alguien concreto, con una vida y una personalidad propia,
con unas exigencias, con unos propósitos, con una inmensa capacidad de
dar, todo un conjunto de cosas que
contribuyeron para que los años ochenta, los del apogeo devastador de la
llamada revolución conservadora, un momento histórico de retrocesos
desesperantes en la historia, paradójicamente fuesen para mí, en lo personal,
unos tiempos especialmente felices.
Claro que esto también tenía otra lectura, me sentía bien
tal como estaba, algo que ya no podía ser. Quizás fuese por aquel miedo al ridículo y aquella
decencia que convertía a las comadres que lo hacía en “putonas”.
En 1946, hacía muy poco tiempo que
papá “había vuelto de la guerra”, en la que fue enrolado en agosto de 1936, con
casi mil jóvenes más de un pueblo que había conocido intensas agitaciones
agrarias, y un ayuntamiento mayoría socialista. En los recuerdos familiares, lo
de la guerra y los “años de la jambre” se confunden, quizás porque la represión
siguió, y también porque la postguerra se prolongó hasta la muerte del
“Caudillo”, el equivalente hispano de “señores de la guerra” como el “Duce”, el
“Führer”, y otros por el estilo. La fecha de mi nacimiento se relacionaba en el
ámbito más cercano con la muerte de “Manolete” en la plaza de Linares embestido
por un miura, lo cual era mentira, aunque según se mire, también era verdad.
Mentira porque el evento aconteció más de un año después, en agosto de 1947.
Verdad también porque tuve como un segundo nacimiento: mi vida se salvó
“milagrosamente” de una tuberculosis, sobre todo gracias a un hijo de “la Condesa”, un “garbanzo
negro” en una familia de “señores”. Primera lección: no todos los “señores”
eran igual de malos. Mis recuerdos del resto de la década son muy difusos.
Todavía tuve más suerte porque por estas fechas, ya había pasado lo peor de los
“años de la jambre”.
El
pase de papá de trabajador a pensionista tuvo lugar aquel mismo mes. Desde
hacía cierto tiempo, su empresa, la Comercial Ebro, en
la que había trabajado desde principios de los años sesenta con un sentido de
la responsabilidad exacerbado, comenzó a reducir plantilla. A aquellos pulcros
empresarios yanquis ligados a tradiciones protestantes integristas, muy amantes
de una jerarquización extremadamente minuciosa que creaba salarios diferenciados
hasta entre trabajadores que prácticamente hacían lo mismo, no se les ocurrió nada mejor que echar mano a
los métodos de la escuela de Chicago que entonces conocía sus años del
esplendoroso ensayo de economía neoliberal en el Chile de Pinochet. Contrataron
a un contramaestre al que los trabajadores, en buena parte ya mayores como
papá, no tardaron en tildar de "negrero". Estaba clara que la
intención de precipitar la marcha "voluntaria" de los que les
estorbaba para sus piadosos beneficios. De carácter pusilánime, siempre
temeroso de lo que podía pasar, papá
había estado durante años efectuando una misma faena revisando metros y metros
de tela para detectar las posibles taras. En los últimos años, comenzó a tener
problemas con la vista, una dificultad que fue aprovechada por el
"negrero" para amargarle más la vida. Cada vez que éste le sacaba a
relucir despóticamente las taras que le habían pasado inadvertidas, papá
regresaba a casa, deshecho, inmerso en un ataque de tensión histérica que
trasladaba en no poca medida a mamá. En algunos momentos pareció estar al borde
de una depresión, y de eso me habló el médico de cabecera que lo atendió.
Durante un tiempo porfié en acompañarle, y encararme yo mismo con el
"negrero", pero papá no quería ni oír hablar de nada parecido.
Fue
cuando, después de una de sus mayores crisis, me reuní con dos amigos
sindicalistas bastante fornidos y decididos. No hubo mucho que contar. Entonces
ideamos una de aquellas medidas de salud laboral que la CNT de los años heroicos había
adoptado como un método lícito de lucha. El plan era sencillo, yo señalaría al
"negrero" al final de una jornada, y ellos le montarían un
"número" fuerte en un escenario adecuado. Allí le enseñarían a
respetar a los más débiles. Todo estaba en marcha cuando, después de una visita
de papá al oculista, éste me comunicó que, con las cataratas que tenía, no
estaba obligado a trabajar, y menos revisando taras en la ropa.
Lo
llevé también a un cardiólogo. Éste detectó un pequeño soplo en el corazón, nada
grave siempre que no estuviera expuesto a grandes emociones. Entonces apareció
la solución, una baja de larga enfermedad. Luego, un tiempo en el paro, y al
final, una jubilación relativamente prematura que sería (y fue) como una justa
recompensa de tantos años de fatigas. Claro que, al principio casi me
arrepentí. El hombre no paraba de darle vueltas y más vueltas sobre si le
correspondía tal cosa o no. Cuando le aclarabas tal concepto, reaparecía al día
siguiente con que había encontrado a alguien que le "decía" algo
diferente, aunque se tratase de un ramo, convenio o situación totalmente
extraña a la suya. Era cuando volvía a darle vueltas a lo "le
quedaría", y después de cada respuesta, persistía con la misma cantinela.
Tanto fue así que llegó a agobiar de verdad a nuestro consejero, el flemático y
encantador señor de la Rosa,
el más amable y bromista de los funcionarios de la Agencia de la Seguridad Social
que gestionaba su caso. Ambos celebramos con jubílo cuando a papá le llegó la
primera pensión, y comprobó que era más de lo que esperaba. Fue cuando
coincidimos que en algunos momentos habíamos tenido sobrados motivos para
estrangularlo en legitima defensa por lo pesado y reiterativo que llegó a ser.
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