Memorias perdidas de una infancia andaluza
En un principio, esto de la vejez,
no tendría que preocuparme, al menos no más de la cuenta. Mi situación es de esas que se dicen
envidiables, por lo demás, este es un asunto que no tendría que venirme de
nuevo.
De entrada, yo más que padre tuve
abuelos. Dada las circunstancias existentes en 1946, con papé picando piedra,
sin casa, y sin horizontes, acabé siendo
adoptado por los
abuelos paternos, que era una pareja que provenía de “buenas familias”, aunque de todo aquello solamente quedaban los recuerdo de
todo lo
que se había perdido. La abuela, ana
Núñez Moreno, era un mujer pequeñita que había sido muy bonita de muchacha, y
que había criado seis varones, algunos de ellos especialmente “trabajozos”, o
dicho de otra manera, conflictivos. Se podría decir que lo había hecho sola ya
que él abuelo, José Gutiérrez Romero, el primero en el clan de los “Chuis”, el
único en la familia con cierto porte de señor, casi nunca estaba en casa.
Muchas fueron las veces que regresó de sus francuelas, sin pensar que al día siguiente no había nada
para comer. Entonces la abuela le sustraía los dineros, y al día siguiente
podía ofrecer las dos mesas, la buena que era para Don José, y la de los demás,
sí bien ella se había acostumbrado a comer tan poco que se decía de ella que
“comía como un pajarito”. Cuando yo empecé a reconocerlos, ella tenía ya el
pelo totalmente blanco, y con él jugaba a encontrarle pelos en la cabeza. Pero para mí suerte, entonces ya tenían todo
el tiempo del mundo, ella para preocuparse de mí cual madraza, y él para hablar
y contar historias. Siendo una beata convencida que tenía toda la casa repleta
de emblemas religiosos, la abuela empero no era de misa. Aunque no se atreviera
siempre a expresarlo, tenía sus reproches a la Iglesia, y hacia la gente
que se golpeaba mucho el pecho, pero que luego le negaba hasta un mendrugo de
pan a un pobre. Ella no lo hizo nunca, aunque no hubiese pan para después. abuelos paternos, que era una pareja que provenía de “buenas familias”, aunque de todo aquello solamente quedaban los recuerdo de
En los últimos años Don José
malvivió con un cáncer de pecho y con otro de garganta, un epílogo especialmente
trágico sobre todo considerando que no había dinero ni para los medicamentos
más indispensables. Sus crisis eran famosas, lo mismo que sus verdosos esputos,
tanto era así que una vez escuché decir a alguien “das más asco que los esputos
verde de Pepe “el Chüi”. Pero aquel fue también un tiempo de arrepentimiento,
todo el mundo coincidía que había sido un bala perdida. Había bebido, fumado, y
consumidos otros muchos excesos, algunos de ellos eran “de los que no se podían
decir”. Entre las historias que contaba, esta fue la más persistente. Esto,
añadido a las imágenes de algunos de mis tíos durmiendo las borracheras en
medio de la calle, fueron detalles que me impresionaron mucho. De alguna
manera, me cincelaron al menos en este aspecto. Mi sesgo de neopuritano está
estrechamente conectado con este cuadro. Un cuadro en el que el abuelo fue el
único lector más o menos asiduo, con
cierto criterio. Llegó a desesperar con “El Caso” y los pocos diarios que
llegaban para matar tanto tiempo muerto. Tanto fue así que a pesar de lo mal
que estaba, tomó la ingrata decisión de pedirle un favor a Don Pedrito
Gutiérrez, un familiar de segundo grado que
En el mundo que yo me crié, las cosas eran lo
que eran y no podían ser de otra de otra manera. Seguramente la más convencida
de este principio era la abuela Ana, que había parido y criado media docenas de
varones, en tiempos de mucha necesidad.
Ella tenía como principio aceptar las cosas como eran, y se distinguía
de las demás mujeres por no salir de
casa. En sus creencias, la calle no era un lugar propio para las mujeres, y se
puede decir que vio pasar la vida desde una ventana, aunque también es verdad
que le gustaban las visitas. Muy esporádicamente, ya anochecido, se ponía su
toca para transitar sigilosamente por las calles menos alumbradas camino de la
única cita que estimaba ineludible: la de cumplir con los familiares de alguien
fallecido. Para tal aventura ni tan
siquiera tenía que cambiar el color de su ropa; vestía de luto riguroso desde
mocita. Desde ventana de la casa que teníamos en la calle Sevilla y que más
tarde pasó a ser el juzgado del pueblo, a unos pocos metros donde aseguraba que
de muchacha aseguraba haberse tropezado con “Pernales”, uno conocido bandido de
la zona, la abuela pasaba las horas viendo el bullicio, o esperando que el señor de la
casa regresara de sus correrías. Luego esperaba a que se durmiera para
sustraerle las cuatro pesetas con la que dar de comer a la familia, por este
orden: primero el santo padre que gozaba de rancho aparte, luego a los chicos
que, como los polluelos, siempre tenían hambre, y finalmente, ella se bastaba con lo que sobraba de tal
manera que casi se acostumbró a no comer. Como era de misa pero no asistía
nunca, la abuela hacía que la casa, con sus velas, sus cruces y sus imágenes
santas, la recordaran de alguna manera. Cierto que antaño, esta parecía ser una
actitud muy extendida, y el interior de algunas parecían pequeños centros
religiosos. Su vida era pues su casa, y
en ella se dedicaba a los suyos, a cuidar el gallinero así como las plantas y
las flores, de las que gustaba y entendía. En esto, mi madre se le parecía, y
en nuestros patios, como en tantos otros, podían fallar ni la blancura de las
paredes ni las plantas y macetas dispuestas para atraer aquellos comentarios
sobre lo limpio y bonito que estaba todo, y ante los que su cara se iluminaba.
Pero al fin de cuentas, el caso de la abuela Ana no resultaba tan
extraño en aquel tiempo en los que los únicos que tenían ciertos derechos a
pecar con la vida mundana eran los hombres. Cuando digo vida mundana me refiero
a cuatro cosas, pasar los ratos libre en los bares, ir al cine, y pocas cosas
más. Unos escenarios que estaban vedados a las mujeres que si bien podían ir al
cine, tenía que ser en compañía del marido. A los novios se les permitió pero
mucho más tarde, ya en los años sesenta, cuando lo de los cambios se
aceleraron, sobre todo con la emigración. Una década antes, los novios todavía
se veían por las rejas, y en los casos de pesar juntos, era en compañía, y
siempre sin tocarse. Para que una mujer pudiera ir del brazo de un hombre este
tenía que ser con su padre o con su marido.
Pero el abuelo, que había sido concejal del Ayuntamiento en los tiempos
de Primo de Rivera –la dictadura, decía veces, pero sin ningún reproche, en su
opinión la autoridad en un país era tanto o más necesaria que en un casa-, y
que no quedó encerrado hasta que un cáncer de pecho y otro de garganta lo
obligaron, no opinaba de hecho de una manera muy diferente. La vida era lo que
era, lo que siempre había sido, y sí podía ser otra cosa, que él no decía que
no, tenía que hacer para la gente rica que si puede, o en otros países, dos
citerior que papá repitió una y otra vez hasta su muerte. El abuelo había pues
vivido, y además lo había hecho y bien, de lo cual, sacaba una lección que
afloraba cuando el dolor y el precio de los calmantes le hacían lamentarse de
su maldita suerte, una suerte en la que tuvo mucho, pero mucho que ver, su mala
cabeza. Lo que padecía era algo así como el precio que pagaba por los ratos de
vinos, cartas y mujeres, de tablaos y juergas.
Pero a pesar de todas aquellas locuras que, de laguna manera, trataron
de imitar algunos de sus hijos que fueron beodos al menos como segunda
profesión, el abuelo era un señor con el que ninguno de ellos se atrevía
discutir, y sí alguno lo hacía, los otros se lo echaban inmediatamente en cara.
Era pues un señor, un personaje que mantuvo la prestancia y la elegancia por
más que la enfermedad lo estaba carcomiendo y apenas sí podía esconder los
remiendos.
Pero la verdad era que la vida ya no era tan así, así, y que las cosas
ya estaban cambiando, sobre todo en la segunda mitad de los años cincuenta,
cuando medio pueblo, comenzando por los seguían sufriendo diariamente el peso
de la muerte y el escarnio de lo que llamaban “la guerra”, aunque en realidad
el pueblo estuvo a centenares de kilómetros de la trinchera más próxima. De
hecho ya había cambiado radicalmente con la República y la guerra.
Desde entonces, aunque fuese como un retroceso brutal, ya nada fue igual, el propio abuelo repetía
que todo fue para peor, y allí estaban
todas aquellas biografías de guerra y de hambres que emergían detrás de los
visillos, pero también en las notas cotidianas. Además, allí estaba el régimen
en todas partes, así por ejemplo, un día me sorprendí viendo un rótulo en el
que la calle Sevilla de siempre se llamaba en realidad calle general Mola. En
realidad lo que sucedía es que los mayores no se enteraban o no se querían
enterar, se habían adaptado casi
genéticamente al principio de no significarse, de no discrepar, pero bastaba
tener una mínima perspectiva para saber que la infancia de los abuelos no había
sido como la nuestra, ellos eran ya mayores cuando llegó la luz eléctrica, cuando
hablaron por primera vez por teléfono, en ver volar un avión, o en
escuchar aquel aparato se sentía en el
bar de papá y que hablaba de guerras, de inventos, y eel que siendo todavía
pequeño escuché narra el cuento de garbancito en el vientre del buey, y me puse
malo porque me sentían tan poca cosa como él.
Ellos querían olvidar mientras que yo quería recordar. Me decían que por
cuando yo nací ya empezó a pasar los años de “la jambre” sobre la que se
contaban toda clase de anécdotas, como la del “Maula”, un señor con el aspecto
muy acentuado de labriego, que se hizo famoso porque fue a comprar un kilo de
pan y cuando llegó a su casa que no debía de estar más allá de cien metros,
descubrió que cachito a cachito no había dejado ni el rastro del kilo. No era poca cosa pues que no te faltara el cuenco de pan con aceite,
porque todavía quedan familias que no tenían para el pan de cada día. Que eso
era así se hacía perceptible viendo como algunos e las que todavía quedaba
alguna secuela, especialmente en algunas familias, y lo se porqué pude ver como
algunos niños, algunos primos y algunos de mis amigos, como el Garrido cuyo
padre quedó lisiado porque le explotó una barrena cerca.
Seguramente más habitual e incluso
más persistente era la que me llevaba a alguna dehesa, y sin darme cuenta me
acercaba donde había una manada de toros bravos, oscuros y de enorme tamaño.
Trataba de pasar desapercibido cuando uno de ellos arremetía contra mí en medio
de un páramo cuyo árbol más cercano no aparecía por ninguna parte. Entonces me
despertaba igualmente sudoroso y sobresaltado, sorprendido por la oscuridad y
el silencio y con los primeros brotes de la conciencia de que –a dios gracia-
todo era, pues eso, un sueño. Pienso que aquí el cine no tenía nada que ver, que
los referentes eran unos calendarios que por entonces eran muy habituales, y en
los se reproducía alguna pintura en la que se describía como una fuerte
advertencia sobre la locura de unos chicuelos que se habían acercado a una
manda con afán de hacer una capea que le iba a costar muy cara al primero de
ellos. Otra fuente perturbadora tuvo que ser la presencia de varias cabezas de toros miuras disecadas
en una sala grande oscura perteneciente a la hacienda del famoso torero
sevillano Manuel Fuentes, que había vivido su retiro en nuestra localidad en
una enorme mansión. Aquella sala permanecía ocurra y vacía, y era accesible
simplemente empujando un portalón. El hilo me lleva también a una curiosidad, a
la que liga mi nacimiento con la fecha de la cogida del célebre torero Manolete
que tuvo lugar el 29 de agosto de 1947 en la plaza de Linares, y que fue cogido
por un formidable miura (“era fuerte como un miura”, se solía decir) llamado
Lineros…
Eran lo que decía muchos familiares y amigos (“Sí hombre, me acuerdo yo,
este niño nació por las fechas en que murió Manolete”), lo cual no era cierto,
en tal momento yo había cumplido catorce meses, si bien había cierta verdad en
ello ya que la fecha si que coincide con el momento en el que había sobrevivido
a lo que llamaban una enfermedad de la predula que venía a ser como el
seudónimo que se la dio entonces a la tuberculosis, todo con el fin de evitar
la alarma social, un secreto tan bien guardado que no me enteré hasta fechas
recientes cuando la realización de un imprevisto electrocardiograma causado por mi actuación como enfermo
simulado que visitaba intempestivamente a una joven doctora. Esta creyó ver
signos alarmante en mi corazón, lo consultó con otros doctores jóvenes que
inmediatamente me desviaron hacia Els Camils, el hospital del más cercano del
Garraf, donde un afamado cardiólogo, el doctor Pereira, me inquirió sí había
tenido tuberculosis de niño. Le respondí, “No, tuve predula”. Fue cuando nací
de nuevo después de que la familia había dado por totalmente inasequible el
simple hecho de llevarme a Sevilla, la capital. Al final, tuvo que hacer el
gesto piadoso del hijo de “la señora condesa”, el que consiguió que esta se
aviniera a costearme la estancia en un hospital. Pero de haber sido tan de
santos como mi abuela Ana, yo le habría puesto devotamente unas velas al doctor
Fleming.
.A lo largo de los años jóvenes creo que las
pesadillas fueron quizás más asiduas, pero por lo general, también más
dispersas. No se dan muchas reiteraciones, aunque quizás pueda anotar un par de
excepciones. La primera tuvo mucho que ver con la militancia política. Bajo el
franquismo es las motivaciones eran constantes, y como a cualquier hijo de
vecina, me impactaban las lecturas o los relatos de malos tratos o torturas.
Sin embargo, a mí no me sucedían. Sin embargo, si persistí en una pesadilla en
la que los elementos más brutales eran
la entrada violenta en casa, la requisa de4 mis libros más apreciados, y claro
está, el pánico generalizado de los míos. Algo que tenía mucho más que ver con
las advertencias de estos que veían mis libros como una prueba de mi
implicación para la policía, y en la advertencia de de suceder algo, no sabrían
si lo podrían soportar. Bastante habituales fueron las noches en las que los
que dormían cerca mía, me sentían farfullar algún tipo de discurso sin mucho
pie ni cabeza, tanto era así que en muchos casos se enteraban todo ellos menos
ello. Curiosamente, en estos casos mi memoria se quedaba bajo cero, blanca. Si
acaso como un eco lejano, tampoco parece que llegara a articular frases propias
del léxico político.
Los sueños eróticos fueron constantes, por lo general relacionados con
el imaginario cinematográfico. Pero también
fueron constantes los inspirados por algunas de las chicas que me habían
hecho suspirar, y, al menos que yo recuerde, ninguna fue tan fuerte como la que
motivó una muchacha que hizo de portavoz de las juventudes comunistas de L
´Hospitalet en un tiempo en el que ya se actuaba con un pie en la legalidad. Me
quedé tan prendado de ella que aquel día enmudecí para sorpresa de los afines
que no entendía que no hubiera pedido la palabra cuando todos sabían que me
tocaba hacerlo. Debía de estar con las reservas plenas porque aquella misma
noche superé mis propios record de polución nocturna. Amanecí literalmente
bañado en las entrepiernas, preocupado por evitar que mamá se percatara aunque
ella era en este punto la discreción personificada. A ella lo que le preocupaba
es que estas cosas me pudieran pasar sin estar en casa.
Años más tarde mi visitó con una extraña insistencia una pesadilla que
parecía extraída de una de aquellas patéticas españoladas con varones
reprimidos hasta el desvarío. No tengo dudas de que la responsabilidad la tuvo
mi primera compañera que descubrió
atónita que yo todavía dormía con calzoncillos, y en invierno, con calcetines.
La mordacidad de sus comentarios fueron más que suficientes para que eso no
volviera a ocurrir, pero la cosa fue que en medio de los sueños descubría que,
efectivamente, estaba desnudo de cintura para abajo. Tal evidencia que podía
palpar perfectamente era de tal fuerza que todo el delirio se circunscribía en
encontrar algún taparrabo en el lugar donde el subconsciente me había llevado,
normalmente delante de gente conocida. Ulteriormente semejante sueño se fue
haciendo más y más distanciado, y cuando tenía lugar, mi apresuramiento ya no
era el mismo. En fechas más recientes he soñado con tal o cual “love store”
protagonizado por algunas de las mujeres que querido con dos particularidades,
una, que tanto ellas como yo teníamos algunas décadas menos, y dos, que tienen
lugar en el París de los sesenta, y yo vivía en una miserable buhardilla que
parecía algo así como la trastienda de algún taller. Lo curioso quizás que no
recuerdo haber estado nunca en un sitio tan miserable, pero el lugar insiste en
aparecer aunque su estado no parece importarle mucho a la chica, por lo general
situada en un momento en el que una relación rota se recompone.
Con la jubilación he tenido
constancia de otros sueños que he podido registrar por su carácter reiterado.
Uno de ellos es uno que ya viene de antiguo aunque ahora parece ganar peso.
Sucede que por algún azar administrativo que no logro entender me veo obligado
a repetir en su totalidad o en parte el servicio militar obligatorio, y me
reciben unos militares de baja estofa que no quieren atender mis rogativos que
insisten en que yo ya había cumplido en los años setenta, en que ya no tenía
edad para estas cabronadas, y creo que en algún caso los he amenazado con hacer
un trabajo de subversión. No hay que decir el despertar es una liberación como
la que me acompaña cuando me despierto de otra pesadilla reiterada. Esa que me
hace vivir una suma de problemas normalmente de transporte y que me están
impidiendo que llegué al trabajo a mi hora….Cuando me despierto sudoroso y
apresumbrado y descubro inmediatamente que, afortunadamente, ya no tengo que
preocuparme con el trabajo.
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