Transición. Los pactos del silencio.
Ochenta años de la
guerra, cuarenta de las libertades, y España es el país con víctimas del
terrorismo fascista sin enterrar…después de Camboya cuya historia es más
reciente (y más compleja). Aquí las
víctimas son de un único lado, el franquismo no solamente enterró, honoró re
compensó a los suyos, también lo hizo con una mayoría que no tuvo otra
opción. Se creía que algo así se
perdería cada vez en el tiempo, pero ha sucedido justo al contrario: ha sido la
distancia del horror, el horror, lo que ha generado el movimiento de la
memoria, un movimiento que no sería lo que es sin el empeño de las nuevas
generaciones. Otros actores han sido los familiares de las víctimas más vinculados, los que quisieron olvidar, así como una nueva promoción de historiadores y especialistas que ido a los hechos. A enterrar de verdad a nuestros muertos, una necesidad imperiosa de toda civilización que se precie.
Esta política no hubiera
sido posible sin unos puntos de apoyos muy amplios. En primer lugar porque el
olvido fue una necesidad elemental para los familiares de muchas víctimas,
muchas de las cuales vivieron bajo el estigma del “rojo”. 1/
La “política del olvido”
comenzó con el decreto de amnesia general que impusieron, sin necesidad
de promulgarlo ni de argumentarlo en un papel, las cúpulas de los partidos
mayoritarios al inicio de la
Transición, en algo así como un añadido a los Pactos de la Moncloa. En este
acuerdo, el peor papel le correspondió al PCE lo que vale decir a su secretario
general por la lógica estaliniana según la cual la base deposita la confianza
en su Comité Central, éste
en su Buró y el Buró en su Secretario General indiscutido,
alguien cuyo oficio primordial es manipular. Quien tenga memoria recordará como
Carrillo reclamó “todo el poder” en el IX Congreso, un poder sin control por el
que llevó a cabo todo el proceso de adaptación al proyecto que encanaba Adolfo
Suárez, y por el cual impuso una contención total a la respuesta por la matanza
de la Moncloa,
el descarte de la República,
los citados pactos, la
Constitución, y todo lo que acabó desactivando el extenso
movimiento que acabó desbordando la “Reforma Pactada”.
Se ha tratado de
justificar esta actuación recordando que a veces había que saber dar un paso
atrás, y la seria amenaza de un golpe militar (que hubiera significado un paso
atrás hacia el franquismo “duro”, que aunque condenado al fracaso posiblemente
se habría llevado mucha gente por delante) no era una razón cualquiera. Pero,
aceptando que fuese así, esto no justifica semejante grado de desactivación. En
el socialismo cuando se habla de recular es para –siguiendo la expresión
francesa- saltar luego mejor, y sí lo que se trata de “evitar males mayores”,
esto no puede significar tirar por tierra lo que había costado el trabajo de
varias generaciones bajo un golpe de Estado permanente. De hecho, hubo una
adaptación del aparato político profesional a este esquema de contención, y la
evocación al peligro golpista se utilizó tanto para obligar a los sindicalistas
renuentes a firmar los Pactos de la
Moncloa (que marcan el inicio de un retroceso incontenible
del movimiento obrero), para dar por buena esa Constitución que tanto aprecia
el PP y su misma Majestad. El éxito de esta advertencia –con todo lo que
significa en este país de países- fue tal que hasta Felipe la
utilizó sin reparos en aquel “tour de force” mediático que acabó imponiendo el
“Sí” a la OTAN.
No hay otra explicación
del hecho de que un viejo zorro estaliniano como Carrillo haya sido y sea tan
valorado por los grandes medios y los más destacados próceres del nuevo
régimen, que le han rendido pleitesía una y otra vez, sobre todo alguien como
Martín Villa, tan representativo del antiguo régimen como de actual, un hombre
con sentido de Estado que reconoce la misma virtud en Santiago Carrillo,
representante de una ideología que el actual magnate no duda en equiparar con
la fascista en una equivalencia que le libera de su pasado. Carrillo dominaba
el partido desde los tiempos gloriosos de fervor estaliniano, y formaba parte
de una historia sórdida sobre la cual un comunista como Gregorio Morán da
cumplida cuenta en una obra de investigación cuyos críticos prefieren ignorar (1).
Carrillo encarnaba como poco esa escuela de falsificación estaliniana que
resistió hasta el “explosión” del XX Congreso del PCUS, y que luego se fue
ajustando. Pero además, este verdadero “compromiso histórico” tenía lugar en un
momento en el que la descomposición de la burocracia mal llamada soviética
entraba en una fase acelerada de descomposición, al final de la cual la mayoría
de un partido tan importante en la “evolución eurocomunista” como el PCI,
acabaría tirando por la borda su pasado, tanto el agua sucia mostrada por la
sórdida implicación de Togliatti-Longo en el la “guerra sucia” contra el
trotskismo y otras disidencias como al niño, incluyendo la cultura de la Resistencia, en un
capítulo que hay que tener muy en cuenta para comprender lo sucedido en los
últimos tiempos en Italia (2).
El principal beneficiario
de esta desactivación-descomposición fue el PSOE (re)creado en Suresnes que no
tuvo ninguna dificultad en pasar del verbalismo socialista al discurso de una
modernidad sin memoria, tanto era así que Felipe abominó hasta de las
hemerotecas recientes, incluyendo hasta sus propios discursos en el momento de
la moción de censura contra Suárez, cuando todavía era “marxista”. El pasado
pasó a ser algo tan distante como la
Iglesia primitiva para el Vaticano. Su principal referente
pasaba a ser la Europa
socialdemócrata, pero ni tan siquiera...En el ámbito nacional sus glorias
quedaban para un pasado de antes de la guerra, en una lejanía suficientemente
remota y prestigiosa -Pablo Iglesias y los 100 años de honradez-, que se
cuidaba para sacar a pasear lo días de fiesta, como aquel Primero de Mayo que
Felipe dejó de ir a la manifestación obrera para depositar unas flores en la
tumba de Pablo Iglesias, convertido en un mito cuyas ideas eran tan valiosas
como inaplicables. En este terreno, el socialismo catalán mostró una maestría
difícilmente superable. Se arropó de una tradición socialista que llegaba hasta
Narcís Monturiol para llegar hasta Francecs Layret, y hasta al mismísimo Andreu
Nin al final de un largo etcétera cuya principal virtud radicaba en que le servía
como un título de nobleza antiguo que les servía de coartada, y que no les
obligaba a nada (3).
La historia socialista,
tan brillante como anacrónica, aparecía como un refuerzo obligado de esa
modernidad que les liberaba de las duras historias de la guerra (con páginas
tan conflictivas como la división Caballero-Prieto, la insurrección proletaria
de Asturias, la complicidad con el estalinismo de Álvarez del Vayo, Nelken, y
sobre todo de Negrín) y con una postguerra sobre la que no tenían mucho que contar,
y al final de la cual aparecían con la toda la irrelevancia de su bisoñez
militante. El PSOE aparecía como una superación de los viejos traumas. Según
Solé Tura como una superación del trágico conflicto entre comunismo y
anticomunismo. Era además, la única izquierda posible, la única factible para
optar por una alternancia siguiendo el diseño bipartidista que combinaba el
esquema canovista (el canon del PP), con el modelo anglosajón. En la medida en
que el cambio fue de clase política, el PSOE pasó a ser sin dificultad la casa
común de toda la izquierda que, fuera por desengaño o por cinismo, acabaría
aceptando el planteamiento de que fuera de las instituciones no existía más
vida política que la de limbo de los idealistas y los irreductibles.
Para los “aperturistas”
del Movimiento, y no digamos para todos aquellos que (como describía “El Roto”
en una de sus más geniales viñetas) habían victoreado a Franco...con victores
de protesta”, el pacto les llegaba como agua bendita. En este sentido recuerdo
la respuesta de la que fue mano derecha de Carrillo, Pilar Bravo, una
excomunista convertida en alto cargo, y que a la pregunta sobre el
ascenso de un conocido torturador, respondió que la democracia nos hacía
iguales a todos al margen de donde procedíamos. La derecha puede ser
muchas cosas pero no estúpida, y para ellos aquel pacto les servía para entrar
en la democracia por la puerta grande. El presente sepultaba el pasado de los
Fraga, Martín Villa, Suárez, y por supuesto el de su majestad, sobre todo después
de que el 23-F acabara dejando las cosas en su sitio, deshaciendo todo lo que
se había desbordado por abajo. Desde entonces, la historia del
antifranquismo pasaba al trastero, y se pasaba a escribir una nueva
historia oficial siguiendo el modelo que siguió a la noche de Tejero-Milans del
Bosch y Cia. Según estas cuentas, su Majestad nos salvó de una posible
“pinochetada”, y por lo tanto, pasó a ser el rey de los republicanos amén de
una garantía contra cualquier “exceso”...por la izquierda
Esta victoria del
postfranquismo se vio ciertamente acrecentada con la restauración
neoconservadora a la que se apunta con pleno entusiasmo. Solamente los
franquistas más impresentables quedan un paso fuera de este encuentro que se
verá reforzado por la integración de antiguos liberales e izquierdistas ahora
arrodillados ante la Escuela
de Chicago, un terreno por lo demás en los que se establecen puentes con el
PSOE, e incluso con numerosos “gestores” que han hecho su carrera en el
PCE-PSUC y luego en IU y no digamos en IC-EV (donde no se concibe que
haya vida fuera de las instituciones), y que, bien instalados, han
renunciado a dar cualquier batalla, cuando no conciben la historia como una
suerte de blasón.
Por este camino se
impone una historia que será la que se ofrecerá desde todos los medios
dominantes, fuera de los cuales solo quedan las almas perdidas del purgatorio
de la izquierda testimonial que acabará casi totalmente disuelta a principios
de los noventa. Se trata de un comportamiento colectivo que algunos han
comparado con el síndrome de Korsakov en los individuos, un comportamiento que,
por una parte, produce la implosión del registro de los
acontecimientos sufridos, de la barbarie franquista, pero que impide su
fijación por cuanto evoca en el pasado y amenaza el presente. Se crea un clima
de miedo al pasado que bloquea la posible rememoración de todo lo
acontecido, incluyendo la “crónica negra” de la Transición, y se ofrece
un imaginario según el cual todo comienza –ya felizmente- con las libertades, y
una normalización que hace que la multiplicación de los beneficios
resulte algo respetable, y cualquier movilización social, una forma de
desestabilizar el sistema. Una mentalidad que expresaba perfectamente el Felipe
presidente cuando declaró ante una huelga que “no se dejaría presionar”, ¡como
si estuviese gobernando en el limbo de los justos!
Se puede hablar pues de
una ablación de la memoria, del olvido que haría posible la adaptación del
franquismo a la legalidad democrática. Y se explica como la única vía posible,
tanto es así que ahora más que nunca su élite económica y su clase política
aparecen salvaguarda de reproches y críticas por sus villanías pasadas y
presentes (el Martin Villa de ayer y de hoy resulta un buen símbolo). Se trata
de una lógica que ha blindado durante décadas a los banqueros de Franco de
nadie que señale sus logros, su botín y sus desmanes. La eficacia del
tratamiento fue tal que cuando se empezó a hablar de comisiones de la verdad y
de juicios contra los responsables de las dictaduras en Chile, Argentina o
Uruguay, los que se oponían en nombre de la “superación democrática” pudieron
esgrimir sonora advertencias no ya de Fraga Iribarne o Roca Junyet, sino
también del “Socialista” Felipe González, todas ellas en nombre de un modelo de
Transición presentado como un ideal, como un modelo a exportar.
Con semejante mentalidad
triunfante se explica que aquí ni tan siquiera hubo lugar para una modesta
Comisión de la Verdad
como en Sudáfrica, y los colaboradores de Franco, ni tan siquiera han
necesitado pedir excusas y justificarse, más bien lo contrario. Desde esta
lógica, el actual ministro del Ejército ha podido evocar las páginas oscuras de
Carrillo (es de suponer que en la historia del PCE), al tiempo que se deshacía
en declaraciones de vanagloria sobre aquel ejército que ocupó a sangre y fuego
su propio país, el mismo que en 1986 logro el prólogo del antecesor socialista
de Bono en la época, Narcís Serra, para un libro de historia militar en la que
se exaltaba al general Franco, lo cual no dejaba de resultar coherente para un
admirador del alcalde franquista Porciones, o con un “irresistible ascenso” en
unos medios bancarios que nunca como hasta ahora habían gozado de tanta
legitimación.
Esta es una demostración
entre mil de que, además, el pacto funcionó hacia la izquierda transformadora,
pero hacia la derecha. Evidentemente, el franquismo puro y duro también pasó a
la trastienda, aunque en condiciones francamente privilegiadas, la Fundación Franco
pudo seguir haciendo de las suyas gracias al erario público, y nadie ha podido
ver por aquí ninguna estatua descabezada como aquella memorable de Stalin de
1956, que tan rotundamente expresada el sentir del pueblo húngaro. Ahí
siguen el Valles de los Caídos erigido con mano de obra esclava compuesta por
republicanos sobre los que “historiadores” como Ricardo de la Cierva puede decir
impunemente que “había tiros” por de privilegio de trabajar en sus obras
porque se expiaban penas. Pero quizás no sea esto lo peor ya que al fin de
cuenta es lo propio de la condición fascista, y que peor sea todavía ese
atracción por el “justo medio” expresado por algunos historiadores del área
institucional-socialista que no dudan en afirmar que en ambos lados hubieron
buenos y malos, un reino de equivalencias en el que se mueven gente antiguos
izquierdistas arrepentidos como Antonio Muñoz Molina o Andrés
Trapiello.
Nuestros medios de comunicación han jugado un papel de primer orden
en toda esta trama. Baste señalar que en 1981 y con unos pocos días de
diferencia, El País mandaba en una de sus editoriales a
Lenin a los infiernos para luego arrodillarse ante el milagro de Fátima. Con
esta medida, a la autocracia franquista se la llamaría el “régimen anterior”,
cuando no, el “antiguo régimen”, como si aquí hubiéramos gozado de un 1789. El
compromiso político de los altos dignatarios del régimen se registra con
formulas como “su carrera en el régimen anterior” o bien se escamotea porque
todo el mundo lo sabe (según respuestas de los redactores de un perfil de Fraga
en una propaganda del PP), y así, hasta crear todo un formulario en el que
también se atenúa las militancias antifranquistas, sobre todo cuando son
ciertas, y no digamos, si además se prolongaron al inicio de la Transición. Así
por ejemplo, en el sentido obituario que el españolista Jon Juaristi dedicó a
Luciano Rincón alias Luís Ramírez saltaba de su fase antifranquista a su fase
más concentrada contra ETA, dejando en la nada su continuada colaboración con la LCR así como sus artículos y
libros en los que denunciaba el presunto consenso de la Transición, y eso que
entonces Juaristi todavía no se había arrodillado ante Aznar.
En la nueva historia
oficial la lucha antifranquista ocupa un lugar totalmente subalterno, y cuando
resulta inexcusable, se enfoca como un preludio al espíritu pactista. Por
supuesto, la odisea de la reconstrucción del movimiento obrero y popular, las
luchas huelguísticas, universitarias y callejeras, se establecen como muestras
difusas del rechazo al “autoritarismo” del “antiguo régimen” (4), jamás
como batallas por espacios de libertad y por una dinámica de conquistas
sociales que acabaron convenciendo a los patronos que más le valía cambiar sus
complicidades. En esta historia banalizada hasta lo grotesco en aquella inefable
serie de TV de la señora Victoria Prego (5), adquiere mucha más
importancia anécdotas como la de la peluca de Carrillo, el
“feeling” entre el monarca y Suárez, la chaqueta de pana de Felpe González, el
“ya soc aquí” de Tarradellas, aunque en ocasiones la realidad también aparece
como cuando el entonces presidente de la CEOE, el siniestro Ferret Sala arengaba a los
suyos, y lanzaba la advertencia de qué con tanta huelga se estaba “provocando
de nuevo una guerra civil”...
Al tiempo que se repiten
las anécdotas se fueron estableciendo unos criterios según los cales,
quiera que no el franquismo comportó una modernización, y que en su seno fueron
consolidándose una generación de “liberales reprimidos” (así se definió en
frase célebre el ministro de Franco, López Bravo), y de ahí no hay más que un
paso para establecer la ecuación “centrista” según la cual, entre
la derecha que no quería ir demasiado lejos y la izquierda que se pasaba, se
impuso el punto de encuentro gracias al “savoir faire” de Juan Carlos I. En la
medida en que la el antifranquismo perdía representación, se fue imponiendo
desde los medios más cercanos a la población como la radio y la TV –no en las obras de
investigación, pero sí en los libros que aparecen en los escaparates (6)-,
se fue imponiendo otra vuelta a la tuerca según la cual la libertad fue posible
ante todo porque el franquismo facilitó la creación de una ”clase media”, y por
la lenta acción reformadora desde el interior del régimen, que eso sí, con la
ayuda de la oposición más razonable. La oposición no razonable era la encarnada
por aquellos jóvenes radicales a los que Muñoz Molina describe en
asambleas demenciales y con el coco comido por las lecturas de Lenin, Mao y
otros “sátrapas”.
Del ocultamiento de la memoria popular se pasó pues a la pura
suplantación, ni todo el PCF en su conjunto podía compararse con las proezas
democráticas, no ya de Suárez, sino de un Fraga o un Torcuato Fernández
Miranda. No hay más tomar nota de las sinceras declaraciones del primero para
el Corriere de la Sera, o la obra del segundo Lo que el Rey me ha pedido, que más bien parece un capítulo del
rey Arturo, al decir de Harold Bloom, el mejor de los reyes porque nunca
existió. En todo esto prima una realidad de fondo, la que ha hecho que la
derecha (y todo los poderes que en ella convergen), si bien ha mutado su
discurso, no ha dejado de movilizarse, y de crear influencia y opinión mientras
que la izquierda se ha instalado, ha desactivado su capital político en una
lógica vacía, la misma que presidía el pensamiento de Craxi cuando le
preguntaron sobre qué era el socialismo, y a lo que respondió: “.Es...lo que
hacen los socialistas”.
Se me dirá que no es
poco que la pesadilla de la dictadura se haya olvidado, y que a nadie se le
prohíbe las ideas, etc. Es verdad. Sin embargo, aquí cabe un matiz muy
importante, por ejemplo con el derecho de huelga. Antes era un derecho a
conquistar, pero lo cierto es que en el tardofranquismo las huelgas se hicieron
incontenibles, y estaban atizadas en no poca medida por la existencia del
propio régimen –que detenía a los líderes sindicales-, pero también por mejoras
sociales. En los últimos años de dictadura, la clase trabajadora avanzó hasta
el extremo que el despido se hizo inviable en muchas zonas industriales. Ahora
ese derecho está consagrado por la constitución, pero no se práctica, y no es
–precisamente- por falta de motivos. Algo como los despidos de Seat habrían
sido inconcebibles incluso cuando Franco inauguraba pantanos, sin embargo,,
ahora tales despidos son justificado como un mal menor. Una lógica –esta del
mal menor- que de haber funcionado bajo el franquismo nos habría llevado a
consolarnos pensando que mucho peor fueron los 60, los 50, y no digamos los
años 40, cuando todavía fusilaban a la gente.
En todo esto subyace una
lucha de un alcance enorme. Esta nueva historia oficial cortada a la medida de
la monarquía constitucional (pero menos, el rey marca unos límites), es como un
tributo para que la barbarie no vuelva a resurgir, para que no tengamos otros
salvapatrias sueltos. Una medida que marcan ellos, la medida de la UCD que tuvo que aplicar el
PSOE, la medida del PSOE que tuvo que respetar el PCE, unas medidas que
consagran la cultura de la derrota para la izquierda. Es un tributo que desarma
al pueblo militante, y que impone como único referente lo que es posible para
las grandes empresas. Una medida que permite recortar presupuestos sociales,
privatizar, despedir, pero que no permite poner coto a las inmobiliarias o al
aumento del gasto militar. Una medida que condena a las “clases subalternas” a
“buscarse la vida” y a “salvar su culo”, por lo que cualquier atropello social
puede quedar tan impune como esos beneficios empresariales que aumentan cada
año.
Para implantar la lógica
de este pacto por el olvido la historia se pasó a manos de los historiadores, a
los especialistas, sobre todo a los consagrados cuyas obras y discursos pasaron
a los escaparates. Ellos tomaron la palabra en sustitución de las víctimas.
Así, toda una cohorte de expertos podían hablar en la TV y ocupar las tribunas de la
prensa diaria y especializada para hablar de anarquistas o comunistas, mientras
que los protagonistas de estos movimientos, quedaban como hemos dicho, para el
trastero. Mientras que los testimonios vivos y las obras de investigación
crítica quedaban para los circuitos minoritarios, los revisionistas eran
catapultados desde plataformas privilegiadas (con programas modélicos como
aquel “Tercer Grado” en la TV2),
un escaparate compartido con un grupo de expertos que actuaban como defensores
del nuevo orden.
En este terreno,
compartiendo disputas a la manera del espectáculo de las polémicas
parlamentaria se situaban demócrata-cristiano-ucedísta Javier Tusell que había
actuado como verdadero comisario de la
UCD en TVE, y un paso más allá las variantes
“postsocialista” representadas por Raymond Carr, Juan Pablo Fusi, y los
historiadores en plantilla del grupo PRISA como Antonio Elorza y Santos Juliá
(con sus numerosas variaciones autonómicas), cuya principal preocupación ha
sido establecer lo que es correcto y lo que no lo es. En este juego se inscribe
actuaciones como la aplicación del grado de “estalinista” a Julio Anguita,
atribuyendo a éste características que eran más propias del viejo Santiago
Carrillo, al que, por el contrario, se empleaba como ejemplo de pragmatismo y
realismo político. No se trata por lo tanto de un debate de escuelas –moderados
contra radicales-, sino de un cano según el cual el “Estado de Derecho” era
éste y no otro, y además pretender ir más allá –por ejemplo cuestionando al
monarca-, significaba haber perdido los papeles. Es este sentido resulta harto
sintomático la campaña que ambos llevaron contra la película Tierra y Libertad.
Han tenido que pasar
muchas cosas, para que la gota desborde el vaso. Pero hasta aquí hemos llegado,
se ha cerrado el círculo, y esto ya no da para más. Actuaciones como la de
Wotyla santificando católicos del bando franquista, o la prepotencia del PP en
el poder, por no hablar de los desafueros de la COPE, más todo lo que ha comportado la era Bush,
no han podido por menos que suscitar una primera oleada de rechazo. Por otro
lado, la imposición de una historia oficial “superadora” suplantando el
protagonismo desde debajo de miles y miles de republicanos, antifranquistas y/o
rupturistas (revolucionarios), ha acabado suscitando un movimiento conocido
como de “recuperación de la memoria histórica” y que no tiene parangón en otros
países.
En este movimiento
convergen momentos y generaciones distintas aunque les une el sentimiento de
reclamar un derecho primordial, el derecho a la verdad, y a la justicia. Su
“base social” ha sido, de entrada toda esa gente “antigua” que no se ha
resignado, que ha estado moviendo la tierra para encontrar a sus seres queridos
y enterrarlos como lo que fueron. También están los jóvenes que no han sido
engullido por la ideología consumista, y que so los que puesto su dinamismo en
toda clase de plataformas (sobre todo en Internet). También están los
investigadores que han entrado en terreno vedado para dejar en evidencia que
las razones de Estado no pueden ser los de la verdad histórica. Con todo, se ha
creado una nueva situación que ha puesto en cuestión un círculo de mentiras y
verdades a medias, y ha abierto otro retomando el hilo abandonado, ahora sin
vuelta atrás. Al igual que en los años setenta, sus libros y documentos son
visibles, a veces incluso éxitos, da lugar a editoriales y a colecciones
nuevas, y a un ambiente en el que hay un público interesado que de alguna
manera no acepta la cultura de la derrota.
---Notas
---1) La obra del
periodista comunista Gregorio Morán. Miseria
y grandeza del Partido Comunista de España, 1939-1985 (Planeta, Barcelona, 1986), pudo
desarrollar (como promete en la portada) un “análisis implacable de importantes
episodios históricos hasta ahora nunca desvelado” gracias a qué los líderes del
PCE pensaban que haría otra cosa. Resulta bastante singular el hecho de que
entre sus críticos no se encuentren los criticados que ya habían optado por
“otra historia” como la que, por citar un ejemplo, le dedicaría (Planeta,
Barcelona, 1983) a Carrillo el “último Claudín”, o sea el Presidente de la Fundación Pablo
Iglesias. En ella pasa de puntillas sobre una conversión compartida al
estalinismo, es “a pesar de todo” el mismo Carrillo al que se le reconoce los
servicios prestados en la
Transición.
---2) Aunque la
“nomenklatura” del PCI había empezado su “apertura” un paso por delante de los
demás partidos comunistas, no fue hasta la caída del Muro de Berlín (y del
“irresistible ascenso” del neoliberalismo), que tiró por la borda toda su
historia para pasar a la socialdemocracia y tratar de ocupar el espacio dejado
por la fuga de Craxi. Como ocurrió en el Este, muchos de los que se habían
atenido al guión de la propia historia oficial, acabaron, no ya abjurando del
Togliatti estalinista (convertido en centro de todas las “revelaciones”
oscuras), sino del todo el historial comunista, hasta el punto que su
secretario general pudo hacerse del Opus Dei sin abandonar el caro y declarar a
cuatro columnas en El País que Wotyla había tenido razón contra el
comunismo...El periodista naturalmente no le preguntó por Nicaragua ni por
Monseñor Romero.
---3) Completamente
ausente de la primera línea de la lucha antifranquista, el PSC buscó sus
referentes donde pudo, por ejemplo en el lejano “pedigrí” de la militancia en
el FLP de algunos de sus “barones”, o en la afiliación de una franja de
antiguos poumistas, la mayoría de los cuales habían escogido el “Mundo libre”
ya a principios de los años cincuenta, o sea habían “jubilado” de la
militancia. De esta manera podía criticar el estalinismo, eso sí sin
diferenciar apenas entre el Julián Grimau torturador de “trotskistas” y
el otro que se jugó la piel contra el franquismo.
---4) La derecha y sobre
todo la diplomacia norteamericana, han hecho verdaderos encajes de bolillo con
un concepto de “totalitarismo” en base al cual los enemigos de “Mundo libre” o
de Norteamérica eran “totalitarios” y las dictaduras amigas eran sencillamente
“autoritarias” que es como Felpe definió el franquismo con el apoyo entusiasta
del un Jorge Semprún muy arrepentido de sus pecados como Federico Sánchez o
como guionista de Costa-Gravas. Con esta normativa se hizo posible que Juan
Carlos I visitara sin que nadie dijera nada a Videla, y que se armara la
marimorena cuando se trataba de que visitara a Castro.
---5) Verdadera
“especialista” en la “historia” de la Transición, la señora Prego concibió sus famosas
“Crónicas” siguiendo las pautas de la más convencional trama de Hollywood, en
un guión que lo único que se echó en falta fue el beso entre sus majestades
para que el “happy end” fuese total. Una breve pincelada “profesional”: el
autor de estas línea recuerda un informativo en TV2 a principios de los ochenta
en el que la señora apareció contando unas “noticias por confirmar” según la
cual Raúl Castro había dado un golpe de Estado contra su hermano...
---6) Este
avasallamiento editorial llegó al extremo que en algunas de las paradas
habituales montadas por gente de izquierdas en Barcelona con motivo del Día del
Libro, era de lo más común encontrar las obras de Pío Moa o César Vidal como si
tal cosa, mientras que para encontrar las obras de investigación había que dar
la lata en las grandes librerías. Afortunadamente, esta situación ha cambiado
considerablemente en los últimos tiempos, algo se está recuperado de la
juventud perdida.
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