lunes, 27 de junio de 2016

Los abuelos que era gente muy antigua



Los abuelos que era gente muy antigua
 Creo que he tenido la inmensa fortuna de haber sido criado por mis abuelos paternos. Habían tenido seis hijos, todos varones (y calvos como se pudo ver pronto), y casi todos se habían marcha cuando yo nací, de manera que fui recibido como  si hubiera sido el último hijo, con lapeculiaridad de que ya no tenían que dedicarles un tiempo que me dedicaron a mí,. Sin ellos mi autoestima variado mucho baja de lu ha sido.
Además, gracias a ellos, como el que no quería me legaron  la llama de sus propios recuerdos. De unas historia que eran el alimento natural de las conversaciones que renovaban tanto en el recogimiento hivernal como en los encuentros estivales en la calle, en las aceras. Se referían una y otra vez a la saga familiar que, aunque a la larga, se hiciera cada vez más distanciada, permanecían las descripciones de los hechos, de todas las cosas que a ellos les parecían valer la pena para ser narradas. Luego vino el declive, y muestra de este declive sería la extinción de mi nombre y primer apellido, el mismo que había presidido la rama paterna durante varias generaciones. Sobreponiéndose incluso a aquellos motes, una tradición que, entre otras cosas, servía para clarificar cuando entre apellidos que se asemejaban muc
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Aquel año ya no quedaba ningún Pepe Gutiérrez estable en el lugar. Los cinco primos hermanos que compartíamos la transmisión, hacía tiempo que habíamos emigrado. Mi primo Polo, que se convirtió en el director con más acento andaluz de toda la industria  hotelera de las islas Mallorca, y allí creó su propia rama familiar. El hijo mayor de mi tío Curro hizo el mismo viaje que yo a Barcelona, aunque él era todavía más chiquillo, de manera que sus recuerdos locales eran muy tenues. Otro Pepe, el hijo de mi tío Miguel y Roberta, la madre coraje, se instaló con ellos en Sevilla. El más pequeño, el de mi tío Manolo, el único que desarrolló una cierta vena artística familiar, acabaría instalado en la hostelería en Ibiza donde, además, regenta una tienda de hermosos objetos artesanales.
Papá que era el verdadero Pepe Gutiérrez desde que murió el abuelo, era el que mantenía un nexo mayor porque, aparte de ser el más antiguo y reconocido, raramente dejó de hacer su viaje estival, sobre todo después de su gozosa jubilación. El abuelo Pepe ya era por entonces un lejano recuerdo, parte de una Puebla perdida a la que la guerra primero, y  la emigración después, había dejado para los vestigios. Parecía que ya no quedaban pueblerinos como los de antaño, nadie decía periórico, penícula o upa y uma. Ahora eran todos modernos, el campo había pasado a ser algo más obrero con las mquinarias que, !chiquello, hay que ver lo que son capaces de hacer¡. 
Resultado de imagen de la puebla de cazalla sevillaSupongo que su entierro al filo de los sesenta, mi entierro por excelencia, fue algo así como un adiós a toda una rama familiar, al menos de su parte más popular y reconocia, o al menos así me lo parecía a mí. Aquel día, el primero en el que ejercí de mayor,  una enorme comitiva acompañó sus restos a la iglesia y al cementerio, en una escena multitudinaria que ninguno de sus descendientes conseguiría jamás repetir. Enemigo de las ceremonias religiosas, de las grandes dosis de hipocresía que convergían en los velatorios, y sobre todo, de tanto luto, a servidor aquel entierro nunca dejó de impresionarle. Tenía algo de película, de reconocimiento, justamente, lo mismo que le faltaba a otro que, coincidiendo con un momento en que le enseñaba a Maribel la Iglesia, desfiló delante nuestro con no más de media docena de personas.
Notablemente extrañado por lo que me parecía verdaderamente insólito, me acerqué a uno de los presentes, el "Tele" (supongo que de Telesforo), un rudo e infatigable brasileño que, con su decomunal esfuerzo,  había montado un dinámico negocio de ladrillos, y con el que había compartido adicciones sevillistas, y le pregunté, como se explicaba aquello. Con su boca torcida masticando tabaco, el "Tele" se apartó del féretro, y me contó al oído: "Es que este fue de los que le dio a la pistola, tú ya sabes. Yo estoy aquí porque el hijo es un buen cliente, y es buena persona". Aquel mismo día, hice mi visita habitual a las tapias blancas del cementerio, un lugar cada vez más próximo al casco urbano y lleno de matojos, y en donde alguien llegó a decir que había gente enterrada fuera que dentro. Cuando se lo comenté a mi tita Encarnación, la Riverita, ella me volvió a contar la historia de su padre, uno de los tantos inocentes que yacían en aquel siniestro lugar, donde los que apretaron el gatillo pudieron actuar con la más absoluta impunidad. Algunos seguían todavía paseándose ante el aliento hostil de buena parte del pueblo, que lo castigaba como buenamente sabía, con el desprecio y escupiendo sobre el paso de su féretro.
Resultado de imagen de la puebla de cazalla sevillaSin embargo, a pesar de que la dinámica desvinculatoria era, a todas luces, irreversible, en el ámbito familiar todavía se vivía el sentimiento de conformar una modesta dinastía. Lo dejó bien claro mi tío Antonio en uno de  los últimos encuentros familiares al completo, con la media docena de hermanos al pleno aprovechando la ocasión. Se había evocado con ciertos ecos legendarios la figura del padre del abuelo que era, al parecer, todo un personaje. Aunque era un hombre que poseía sus tierras aunque nunca se ocupó muy seriamente de ellas. Su vocación estaba en hablar con unos y otros, yendo de aquí para allá por el pueblo, que sí los mayores eran todavía pequeños,  debían ser los tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. La verdad es que estas evocaciones no me llegaron con mucha precisión, y según parece, este lejano patriarca murió al principio de la República. Su recuerdo me llega teñido de aguardiente aguado,  su mayor devoción. Según se cuenta se puso bastante enfermo gracias a esta devoción, que sorbida en pequeñas dosis le tendría que dar un toque de "pedete lúcido" que es como se dice en Madrid, o sea que debería estar siempre más bien contento, dispuesto a la locuacidad y a la broma, un ejercicio que todavía enganchaba a mis padres hasta hacerles perder la noción del tiempo. Mamá en particular disfrutaba lo indecible, y la verdad es que, en esto tenía un especial talento. Muchos años después, todavía sigue siendo recordada por aquellas platicas en las que nunca faltaban unas buenas dosis de ironía, una capacidad para describir situaciones y gente con una condimentación que, cuando la veías de lejos, podías identificar claramente con las risas. 
El bisabuelo consultó con su médico, y este le prohibió que bebiera, pero esto no estaba a su alcance, y por lo tanto, el galeno finalmente le recetó que disfrutara de sus gustos porque, al fin de cuentas, no se trataba de que le amargaran sus últimos días. La conversación pasó entonces hasta el otro Pepe, el abuelo. Entonces fue cuando a mí se me ocurrió decir la mía sobre un nombre que no podías gritar en público, pues siempre se volvían unos cuantos. Así es que, de tener un hijo, no le llamaría de ninguna manera Pepe. Fue cuando mi tío Antonio, visiblemente molesto, me espetó: "!Pues sí no le quieres poner Pepe, le pones José¡". Pero este sentimiento mío debía ser compartido, ya que la tradición no solamente se apartó de su base local, es que ninguno de los primos con descendencia la volvió a aplicar, de forma que, al final de todo, papá sería el último Pepe Gutiérrez con cierto arraigo, el único que vivió lo suficiente en La Puebla para crear un familia, y ser recordado como tal, los demás ya somos variantes, hijos o sobrinos que, para ubicarlos ante alguien que pregunte, aparece como una rama      perteneciente ya a otro lugar, a otra historia.
Resultado de imagen de la puebla de cazalla sevillaSi el que pregunta es alguien que conoció los años cincuenta, el referente principal sigue siendo el abuelo que sí vivió la práctica totalidad de su vida en La Puebla. Allí nació en 1890, siendo hijo de José y de Francisca Romero. Ya no queda nadie que lo pueda recordar de sus buenos tiempos, cuando era un "señorito" con notable apostura, lo suficientemente acomodado como para evitar la leva militar (a África, a la guerra contra "los cafres", donde nada se le había perdido). O sea que pasó por encima de  ese pasaje, el de la "mili", que todos sus hijos maldecían cuando la evocaban, sobre todo por el capítulo de las humillaciones y los malos tratos a que acostumbraban los militares, los carceleros de la España monárquica en la que se educó el abuelo. Crecido entre pañales, con criadas, y con dinero a disposición, el abuelo nunca se acabó de enterar de los problemas de la vida hasta que ya fue demasiado tarde. Según parece fue concejal en el Ayuntamiento durante la dictadura, pero no profesaba ninguna afiliación política, no estaba por esas cosas, aunque quizás se le podía definir como un conservador animado de una cierta liberalidad. Aunque debió de casarse más bien joven ya que tenía poco más de veinticinco años cuando nació papa. Era un señor de mundo que alternaba con otros señoritos en sucesivas juergas, una vida sin compromisos gracias a las licencias ilimitadas que entonces gozaban los hombres de cierto postín mientras las mujeres cargaban con todo lo demás.
Pero a pesar de su vida disipada tuvo que estar enamorado de la abuela, Ana Núñez Moreno, nacida dos años antes también en La Puebla, hija de Antonio y Encarnación, la bisabuela a la que llegué a conocer ya que falleció en la calle San Oscura cuando le quedaban poco para cumplir el siglo. Lo digo porque lo recuerdo hablando de ella con entusiasmo. La evocaba como una muchacha muy inocente que nunca salía de casa, su idilio transcurrió estrictamente a través de la reja, y seguramente no se dieron un beso hasta el día de la boda. Había una foto de entonces en la que la abuela parecía una dama medieval con un vestido que le tapaba el pie y con una cabellera que tocaba el suelo.  La abuela era prima hermana de la “cantaora” Antoñita Moreno que trabajó con Pepe Marchena en la película Reina mora, un bodrio descomunal que fue un éxito de taquilla en el pueblo..
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Cuando se casaron allá por la mitad de los años diez del siglo pasado, ambos gozaban de una buena situación social, y durante cierto tiempo tuvieron una criada, una señora a la que llegué a conocer, vivía en una casa con techo de pajuelo en la calle Artana, y me viene a la memoria cada vez que alguien menciona la palabra "migas" porque ella me sirvió una muy suculentas. En un intervalo no superior al de una década se cargaron de seis hijos, todos varones, luego todos "chuis", apodo derivado de la dificultad de un niña marchenera con media lengua que llamaba a mi tío Currito, Chüito. Todavía queda el sello, seguramente con más alcance que el de Gutiérrez, y no digamos que el de Nuñez, aunque por esta parte los primos y parientes fueron bastante abundantes. La multiplicación de la prole no llevó al abuelo a repensar su situación, él siguió con sus noches y días de francachela, y no paró hasta que no pudo más. Durante un tiempo, unos pocos años, se instalaron en Marchena, hasta que regresaron a La Puebla, a una casa de la calle Sevilla, donde luego instalaron el juzgado. Aunque no eran reconocidos como gente pobre, lo cierto es que papá y los titos, padecieron calamidades sin cuentos. No había dinero, el abuelo dormía cuando volvía de sus noches de vinos y cartas, y la abuela no tenía un real. Muchas veces lo conseguía aprovechando que él dormía, y es que en su mentalidad de esposa cristiana,  la abuela Ana estaba convencida que no era correcto exigirle a su marido el dinero para el pan de sus hijos. De lo que había, al igual que en los cuarteles, el abuelo se llevaba la mejor parte, el huevo frito y el chorizo, un manjar que los hijos no probaban más que cuando Dios quería, por su parte, la abuela arrebañaba los huesos sacándole el tuétano, y apreciaba extraños manjares como la mondadura de patata que tenían, decía, mucho alimento.
                   



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