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Cuando se estrenó Faraón (Polonia, 1966), se habló de una
“introducción de la inteligencia en el cine espectacular”, del posible
descubrimiento de un “Bertold Bretch del cine”, otros destacaron sus “inmensos
decorados en medio del desierto, las escenas de batallas, la pompa de la corte
y el vestuario, todo se combina para conseguir un rico sabor de época”. Ha
pasado el tiempo y la película no ha perdido sino que ha ganado adhesiones: está considerada como “la película”
por excelencia sobre el antiguo Egipto. Fue producción realizada en una
coyuntura creativa de la
cinematografía del país, la que corresponde a la época
reformista de Gomoulka, que fue un equivalente de la Kruschev en la URSS, del último líder comunista
aceptado por el pueblo polaco. Es un momento en el que –todavía- el Estado
social aparecía como un medio de progreso frente a una Iglesia anclada en la
vieja Polonia.
Su director, Jerczy Kawalerowicz
(Gwozdca, Ucrania, 1922-Varsovia, 2009),
está considerado como el mejor cineasta polaco de su generación. Su película más famosa sería Madre Juana de los
Ángeles (1960), una rigurosa crítica del fanatismo religioso, un
antecedente de Faraón consiguió el premio
especial del jurado del festival de Cannes de 1961 y recibió numerosos
galardones en diversos festivales.
Faraón representó una experiencia
completamente atípica dentro del entonces pujante cine del Este, en nada dado a
los grandes presupuestos. El guión,
firmado por el escritor Tadeusz
Konswicki y por el propio Kawalerowicz, era una adaptación de la obra homónima
(1895) de Boreslaw Prús, seudónimo de Alexander
Glowacki (1845-1912). Encarcelado en su juventud, en una prisión rusa por
haberse sublevado contra la ocupación rusa y puesto en libertad gracias a las
gestiones de su familia, Prús contribuyó a que
su visión del nacionalismo polaco, adquiriera un carácter muy personal, Prús fue uno de los grandes escritores nacionales
polacos y su obra fue en su tiempo interpretada como una parábola laica sobre
el reino de Polonia, pero este es un terreno en el que las opiniones varían
mucho.
El novelista inventó para su historia el reinado de Ramsés XIII
al que situó en un período de
crisis histórica en la que Egipto comienza a mostrar signos evidentes de
decadencia y ruina, un contexto que se inspira en los hechos acontecidos a
fines del Imperio Nuevo de la dinastía
XX, después de siglos de riquezas y poderío, y cuya historia mantiene no pocas
similitudes con la de Akenaton. Prús combina esta licencia con la presencia de
personajes históricos verdaderos, como el sumo sacerdote Herhor, creador de una
dinastía paralela establecida en Tebas en el 1085 a.C., y que llegó a
convertirse en el primer rey pontífice del Imperio. Su
temática, situada en un pasado tan lejano causó una cierta sorpresa, todavía
quedaba lejos Mika Waltari y su Sinuhé el
egipcio, sin duda la novela más popular sobre el Antiguo Egipto y de la que
existe una “colosal” adaptación cinematográfica (Michael Curiz, 1954), en pleno
apogeo del CinemaScope que, aunque fallida, no está exenta de interés, sobre
todo en los referente al faraón Akenatón, considerado el primer “hereje” de la
historia.
La trama comienza brillantemente
cuando Ramsés XIII (George Zelnik), hijo
del faraón, se encuentra en la cuenca del Nilo amenazada por los asirios que están construyendo un Imperio que
se está extendiendo rápidamente y presiona con insistencia e impaciencia en las
fronteras de Fenicia y Judea. En estas maniobras aparecen algunos de los hilos
de la historia. Dos escarabajos enfrentados en el desierto detienen a un ejército. El sumo sacerdote Heror (Pietr Pawloski), posible
trasunto de Herihor, sacerdote-guerrero que gobernó de manera independiente en
el Valle del Nilo durante el reinado del último faraón de la XII Dinastía, Ramsés
(1100-1070), aconseja como alternativa de paso cegar el canal que un miserable
esclavo ha dedicado toda su vida a
excavar para conseguir la manumisión de sus hijos. Su lamento no traspasa los
sentimientos de los poderosos.
Kawalerowicz nos muestra, en medio de un desierto de tonos de oro y
cielo, cómo la prepotencia de los poderosos no se detiene ante nada. El mismo
ejército detenido por la superstición religiosa pasa por delante del cuerpo
exánime del esclavo ahorcado, una escena impresionante que daja constancia de
la nula importancia del trabajador.
Otro hilo se extiende hasta
Sarah (Lucyna Winnicka, esposa de Kawalerowicz), una bella
muchacha hebrea, a la que el príncipe se lleva consigo a palacio. Sin embargo,
Sarah será olvidada
por otra mujer, Kama (Barbara Bryl), una sacerdotisa bailarina del templo de
Astoreth, que un día se entera de que Sarah le ha dado un hijo a Ramsés y que
éste pretende proclamarle su heredero. Más tarde, Kama le dice que el niño ha
sido bautizado en la religión judía siguiendo las órdenes de Heror. Éste se propone ofrecer a los
israelitas el hijo medio judío medio egipcio del futuro faraón como el Mesías
que han estando buscando. Cuando fallece el anciano Faraón, que se había negado
a escuchar las críticas de su hijo a los sacerdotes, Ramsés ocupa el trono con
una actitud desafiante.
Rodada en Turkmenistán, Faraón debe
su prodigiosa ambientación a que muchos planos se filmaron entre las ruinas de
templos egipcios. Por primera vez en nuestras pantallas los egipcios mostraban
rasgos negroides en una caracterización que Terenci Moix califica como
“portentosa”...
A través de la historia del ascenso,
lucha y caída de este Ramsés figurado, la película desarrolla un brillante
análisis de los mecanismos políticos y de las luchas por el poder entre el
joven rey y la casta sacerdotal, cada uno representando coherentemente sus
propias razones, estando la novela plagada de referencias a la Polonia de entre siglos,
pudiéndose interpretar la obra como una metáfora del enfrentamiento entre el
Estado liberal-democrático (o sea, laico) de un lado, y la Iglesia constantiniana al servicio de los
antiguos señores, del otro. Se pueden efectuar diversas lecturas de la película
tomando como trasfondo la época del régimen de Gomoulka, un alto cargo
represaliado que en 1956 había encabezado una "revolución" controlada
pero que supo orientar hacia unos márgenes más amplios de libertades que, entre
otras cosas, permitió un notable impulso a un cine nacional y crítico.
Al tratar de utilizar el tesoro con
el que pretende recomponer el ejército se encuentra con el voto en contra de
los sacerdotes de Amón, que lo guardan en un laberinto secreto del templo y
argumentan que únicamente podrá usarse cuando Egipto se encuentre en grave
peligro, momento que todavía no creen llegado. El Faraón decide entonces
recurrir a la acción, busca alianzas con los banqueros fenicios que le
advierten contra las maniobras de los sacerdotes y que no conocen más Dios que
el poder y el dinero. También busca alianza con los mercenarios que se venden
al mejor postor, a los libios cuyas
características están tomadas de los relieves funerarios de Ramsés II en
Medinet-Habú. Su plan es mover los hilos en un complot con el que se propone
arrestar a los sacerdotes para acusarles de alta traición con pruebas facilitadas por agentes
fenicios. Al mismo tiempo quiere que los
soldados y sus fieles ocupen el templo y el laberinto. Pero el sumo sacerdote
descubre la maniobra y consigue precipitar los acontecimientos. Los sacerdotes
neutralizan a los partidarios del rey explotando astutamente un eclipse de sol,
un fenómeno que únicamente la casta
sacerdotal estaba en condiciones de predecir. Este poder, aboca a las filas
adversarias a la descomposición por temor a las manifestaciones airadas de la
naturaleza. Esto ocurre en unas escenas en las que la cámara se agita
nerviosamente. Quizás para dar una sensación de pánico generalizado. El
sacerdote demuestra que Osiris está enojado con Egipto con un altavoz cuyo
potencial recuerda a la voz de Yahvé en el cine bíblico. Al final Ramsés XIII,
que se halla solo en el laberinto, es asesinado y el ejército, fiel a la
dinastía, esperará en vano su salida por la puerta del templo. El Estado
seguirá así dominado por la casta sacerdotal, detentadora de innumerables
privilegios.
Al margen de sus posibles inexactitudes
históricas, lo cierto es que esta película es un triunfo del cine sobre
cualquier historia oficial, Faraón no
se parece en nada a las historias “sagradas” y “oficialistas” propias de
Hollywood o Cinecittá. El protagonista es una suerte de Akenaton, un rey
ambicioso y reformador que cuenta con el respaldo de los mercenarios libios,
que lucha y pierde frente a una casta sacerdotal que controla la riqueza y
manipula la fe de un pueblo sumido en la miseria y en la superstición. Su línea
argumental, y por lo tanto, no tiene nada que ver con el habitual maniqueísmo
del cine tradicional. Más bien, a la
hora de distribuir los papeles, trata de comprender las razones de cada parte; tampoco los malos lo son
intrínsecamente. La realización rehuye el estereotipo del melodrama histórico y
prima la descripción de las luchas por
el poder político, todo ello con un análisis psicológico complejo; no existen
los héroes, el único que habla de los pobres es el sacerdote disidente. El espectáculo siempre
permanece al servicio de la trama. Los personajes representan realidades que el
cine “colosal” tiende a soslayar y aquí se insertan en grupos sociales
claramente definidos. Así, por ejemplo, se ofrece una visión inédita de los
hebreos, que no pueden ser asimilados y son mal vistos por los sacerdotes por
las mismas razones, seguramente, que lo fueron por griegos y romanos, porque
formaban una sociedad medio integrada, con unas formas de vida paralelas.
Resumiendo: por más que se avive la
polémica sobre su contenido, Faraón sigue siendo una sugestiva
excepción, un ejemplo de otra manera de
hacer cine sobre el Antiguo Egipto que, desdichadamente, no tuvo
continuidad. Su éxito crítico fue considerable, sobre todo cuando fue
reestrenada con sus más de dos horas de metraje.
Faraón
sufrió una distribución pésima en España; se estrenó en círculos restringidos y
con un metraje menguado. Más tarde corrió una
versión catalana de dos horas. De
ahí que la edición en DVD, restaurada y remasterizada digitalmente, merezca ser
anotada. Dicha edición incluye algunas escenas que desaparecieron de la versión
que se había visto normalmente en nuestro país; aún así su metraje (145
minutos), es todavía inferior al original, de 183. Hay que hablar, ante todo,
de dos escenas que en DVD aparecen en lengua polaca subtituladas al castellano.
Ambas secuencias inciden en la concepción marxista originaria del autor, que
subraya el enfoque de orden económico, normalmente ausente en el cine, y no
digamos en el “peplum”. En la primera, de aproximadamente cuatro minutos de
duración, se presenta a Ramsés entrevistándose con un banquero fenicio al que
le pide un préstamo de diez talentos. El fenicio, arquetipo del hombre de
negocios que sabe jugar con las apremiantes necesidades del cliente, acaba
prestándole 15 talentos a devolver en el plazo de tres años, con diez talentos
al año en concepto de interés. En la segunda escena, de la misma duración,
vemos una reunión entre el joven faraón y los sumos sacerdotes. El joven rey
les anuncia que ha decidido decretar un día de fiesta para el pueblo por cada
seis días de trabajo, una mejora a la que el principal sacerdote responde con
la siguiente razón: el Estado perderá de esta manera diez mil talentos anuales.
Será entonces cuando Ramsés decida emplear el tesoro del laberinto, el tesoro
de los dioses según la casta sacerdotal, para sufragar las decisiones que deben
cambiar el rumbo de todo un país.
Detalles.
1.
Paradójicamente, considerado como un autor marxista, Jerczy Kawalerowicz
acabaría sus días como realizador con una versión del Quo Vadis de
Mankiewicz realizado al gusto de Woltyla, el papa polaco que tanto contribuyó a
aniquilar la semilla de la “teología de la Liberación”,
especialmente en Centroamérica, donde el Vaticano se puso del lado del Imperio
norteamericano. Es evidente que este Kawalerowicz estaba tan lejos del que
realizó Faraón como Prús lo podía estar de Sinkiewicz. Éste glorificaba
una leyenda de persecución, la persecución de los cristianos en la época de
Nerón, y convertía al emperador en un tirano sanguinario con toques “gay”
(cuando fue un “bendito”, comparado con Franco o Pinochet), señalando de alguna
manera la opresión de Polonia bajo el imperio de los zares (cismáticos). Desde
la primera escena de Faraón,
Kawalerowicz dejaba claro, desde la primera escena, que existían opresores y
oprimidos y que si bien el pueblo llano que debía trabajar duramente para
sobrevivir, los clérigos anteponían sus
propios intereses a cualquier otro, incluyendo los de “la nación” en peligro.
2.
Esta fue la última ocasión en que el llamado “socialismo real” apareció
como una vía de progreso frente a la
Iglesia polaca, ligada al “ancien régime” monárquico y a la derecha
tradicional y centro de la oposición interior al régimen “comunista”. Ni que decir tiene que el desprestigio de la
burocracia estalinista ha afectado a la alta consideración habitual sobre Faraón,
oscurecida por una agobiante propaganda
y en la cual todo proyecto social ajeno al capitalismo resultará sistemáticamente denigrado.
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