Memorias: La “tercera edad”.
El 30 de junio del 2009, fue al día en
el que escribe que cumplía 63 años. El día santo que me jubilé, esto a pesar de
que me penaban un 8% por cada año que me faltaba la edad establecida de los 65. A los 11 trabajaba en el
bar de papá, sobre todo por las tardes y festivos, y tuve mi primera cartilla
de la Seguridad Social
en 1962. Aparte de los dos años en Paris (con el año largo en la Renault del que no guardé
un solo papel), y del tiempo de “mili”, nunca dejé de trabajar. Gané unas
oposiciones en la
Sanidad Pública a finales de 1992, y comencé a trabajar en febrero de 1973, donde seguí hasta el presente. Durante las primeras décadas, se pueden contar con los dedos de una sola mano las veces que me atuve a una baja médica, y
siempre por motivos
gruesos como pasar urgentemente por el quirófano (por una perintonitis), o por
un ingreso hospitalario con visos de gravedad, y cosas así. El drástico
descuento que no tenía en cuenta los años trabajados, ni que mi baja creaba un
puesto de trabajo para gente joven que, por lo demás ganaría mucho menos y
gozaría de mucho menos derechos, me pareció indignante, un detalle que
reflejaba tanta agresividad de la ofensiva empresarial como la debilidad de una
resistencia sindical de que, yo era testigo de tiempos mucho mejores y que
corruptos burócratas como José Mª Fidalgo habían tirado por la borda sin tener
para nada en cuenta la voluntad de la mayoría de los trabajadores que en medio
de una huelga profundamente participativa, se encontraron con un firma sindical
por las alturas, avalada por los que creían eran los suyos, y por lo cual
abandonaron masivamente la afiliación. De los 300 y pico carnets que habían de
Comisiones Obreras en nuestro ambulatorio, apenas si quedamos media docena, y
éramos los más politizados, y por lo mismo, los más disconformes. Sanidad Pública a finales de 1992, y comencé a trabajar en febrero de 1973, donde seguí hasta el presente. Durante las primeras décadas, se pueden contar con los dedos de una sola mano las veces que me atuve a una baja médica, y
En esta decisión se daban razones
personales, la primera era que gozaba de una situación social aceptable, sobre
todo considerando mi perfil de personas con muy pocas necesidades y gastos, no
tenía sobre mi espalda ninguna hipoteca, ningún descendiente con problemas. La
segunda era de orden personal, tenía la
cabeza llena de pájaros con lo de escribir, además, había aprendido bien la
lección de los papas que, después de pasar tantas y tantas calamidades, gozaron
de la vejez como un premio, como un tiempo en el que, dentro de las
limitaciones de sus ambiciones, estuvieron mejor que nunca, incluso hasta
parecían más jóvenes, sobre todo mamá que sacó relucir una parte presumida que
tenía por ahí guardada –tanto era así que tuve una sorpresa el día en que mis
hermanas me descubrieron una foto de soltara, en la que estaba
voluntariosamente elegante -, y pudo presumir sin disimulo de su porte cuando
en La Puebla
le repetían una y otra vez que había que ver lo bien que estaba, y que, ¡ay
dios mío¡, hasta parecía más joven que cuando se marchó. La verdad es que esto no debía resultar tan
extraño, ya que la “foto” que guardo en la retina de la llegada de mamá a la Estación de Francia de
Barcelona en 1962, tenía un aspecto de pobre acentuado por las desvencijadas
maletas de cartón, su silueta de mujer triste y enlutada, su rostro desmejorado
y quemado por el solo, en tanto que después, en plena “tercera edad”, hasta
relucía por su buen color y por lo erguida que marchaba.
Me asistía otra razón y no era menor
por más que la gran mayoría seguramente se habría dado con un canto en los
dientes por gozar de una situación como la que me quedaba para los dos años que
tendría que seguir como recepcionista (lo de celador era algo solo del
principio, pronto hicimos tareas administrativas). Todo ello en un horario que
iba de las 14 hasta las 21 horas, y un lugar que estaba a poco más de un tiro
de piedra de casa. No obstante, no todo me pareció tan sencillo. Después de
permanecer durante unos tres años en el turno de noche donde el principal
problema ra, pues eso, no dormir, al regresar a mi puesto habitual, descubrí
que ya todo se hacía a través del ordenador. Las actividades más básicas, se
habían tornado más y más complicadas. El cuadro de personal se mantenía igual
que años atrás cuando la población había crecido considerablemente.
A esto
habría que añadirle la percepción de una situación en la que el personal
subalterno había perdido la voz. Que las conquistas de “ciudadanía” que se
habían logrado contra el franquismo y en el tiempo siguiente, cuando los
problemas se trataban como un problema
entre los trabajadores por más que todavía un médico era un médico y un
celador, un celador. Lo del ordenador se me hacía muy cuesta arriba, con mucho
tiempo y paciencia había aprendido a manejarlo en casa, pero con un enfoque
meramente artesanal, o sea sin presión, y con muy pocos vericuetos.
Aparte que, a tal como me habían marchado las
cosas, tenía la cabeza en otro sitio, la
experiencia me permitía diferenciar los terrenos en los que era capaz, y en los
que no lo era. Modestamente, me había mostrado bastante dispuesto cuando las
actividades laborales eran de orden artesanal, y lo más importante pasaba por
arreglar problemas a través del trato humano, facilitando el trato de los
usuarios con el engranaje de la institución. Pero esto se había reducido al
mínimo, hasta los usuarios eran llamados “clientes” sin asomo de ironía, y este salía de la consulta con sus papeles,
parte de los cuales se desviaban hacia los centros concertados, que eran la
cara encubierta de una privatización que parecía imparable, hasta que llegué el
momento en que las nuevas necesidades obliguen a reaccionar. Evidentemente, mi percepción de esta realidad
era bastante airada, tanto más cuando
para el resto del personal, fuese lo que fuese, no había nada que hacer.
La misma experiencia me había dejado
constancia de una tendencia de rechazo hacia los “artefactos”, una carencia que
supongo heredado del abuelo materno, como lo puede ser el desinterés por el
vestuario y otras cosas por el
estilo. Las dificultades de memorizar
los datos tecnológicos no era algo que había aparecido con el ordenador, ni
mucho menos. Nunca conduje un coche, ni tan siquiera una bicicleta. Durante el
año que permanecí en Renault, la compra a precio de empleado de un coche habría
sido un negocio redondo, por lo menos uno primero. Solo necesitaba venderlo
luego, pero ni por esa. Pude haber aprovechado el servicio militar para sacar
el carnet de conducir, pero tampoco. En el manejo del video, y luego en lo del
DVD, aprendí lo más imprescindible. Todavía mantengo a raya lo del mobil. Mi
buena memoria, por todos reconocida, no funciona con el ordenador Basta una
situación un poco tensa –en el trabajo de recepción eso es inevitable-, para
que se me forme un coagulo en la memoria. Durante casi dos años estuve haciendo
funcionar un “scanner” que me servía
para reciclar viejos artículos, pero después de estar día en la reparación,
respondí al técnico que me instaló de nuevo que no ra necesario que me volviera
a enseñar. Error, hasta que no vino el
amigo Elias, que me ayudaba en el ordenador como una actividad solidaria, no
hubo manera de hacerlo funcionar de nuevo. Detrás de todo esto rechazo a
reciclarme en un nuevo contexto, estaba también el estupor que produjeron las
noticias sobre la epidemia de suicidios en la empresa francesa de Telecom. No
creo que existiera entre esos trabajadores y trabajadoras ninguna
predisposición al suicidio, fueron las condiciones de “estrees” producida por
las exigencias de reciclaje competitivo la que les llevó a quitarse la vida.
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