domingo, 26 de junio de 2016

Memorias: La “tercera edad”.



Memorias: La “tercera edad”.
 Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezEl 30 de junio del 2009, fue al día en el que escribe que cumplía 63 años. El día santo que me jubilé, esto a pesar de que me penaban un 8% por cada año que me faltaba la edad establecida de los 65. A los 11 trabajaba en el bar de papá, sobre todo por las tardes y festivos, y tuve mi primera cartilla de la Seguridad Social en 1962. Aparte de los dos años en Paris (con el año largo en la Renault del que no guardé un solo papel), y del tiempo de “mili”, nunca dejé de trabajar. Gané unas oposiciones en la
Sanidad Pública a finales de 1992, y comencé a trabajar en febrero de 1973, donde seguí hasta el presente. Durante las primeras décadas, se pueden contar con los dedos de una sola mano las veces que me atuve a una baja médica, y
siempre por motivos gruesos como pasar urgentemente por el quirófano (por una perintonitis), o por un ingreso hospitalario con visos de gravedad, y cosas así. El drástico descuento que no tenía en cuenta los años trabajados, ni que mi baja creaba un puesto de trabajo para gente joven que, por lo demás ganaría mucho menos y gozaría de mucho menos derechos, me pareció indignante, un detalle que reflejaba tanta agresividad de la ofensiva empresarial como la debilidad de una resistencia sindical de que, yo era testigo de tiempos mucho mejores y que corruptos burócratas como José Mª Fidalgo habían tirado por la borda sin tener para nada en cuenta la voluntad de la mayoría de los trabajadores que en medio de una huelga profundamente participativa, se encontraron con un firma sindical por las alturas, avalada por los que creían eran los suyos, y por lo cual abandonaron masivamente la afiliación. De los 300 y pico carnets que habían de Comisiones Obreras en nuestro ambulatorio, apenas si quedamos media docena, y éramos los más politizados, y por lo mismo, los más disconformes.
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezEn esta decisión se daban razones personales, la primera era que gozaba de una situación social aceptable, sobre todo considerando mi perfil de personas con muy pocas necesidades y gastos, no tenía sobre mi espalda ninguna hipoteca, ningún descendiente con problemas. La segunda era de orden personal,  tenía la cabeza llena de pájaros con lo de escribir, además, había aprendido bien la lección de los papas que, después de pasar tantas y tantas calamidades, gozaron de la vejez como un premio, como un tiempo en el que, dentro de las limitaciones de sus ambiciones, estuvieron mejor que nunca, incluso hasta parecían más jóvenes, sobre todo mamá que sacó relucir una parte presumida que tenía por ahí guardada –tanto era así que tuve una sorpresa el día en que mis hermanas me descubrieron una foto de soltara, en la que estaba voluntariosamente elegante -, y pudo presumir sin disimulo de su porte cuando en La Puebla le repetían una y otra vez que había que ver lo bien que estaba, y que, ¡ay dios mío¡, hasta parecía más joven que cuando se marchó.  La verdad es que esto no debía resultar tan extraño, ya que la “foto” que guardo en la retina de la llegada de mamá a la Estación de Francia de Barcelona en 1962, tenía un aspecto de pobre acentuado por las desvencijadas maletas de cartón, su silueta de mujer triste y enlutada, su rostro desmejorado y quemado por el solo, en tanto que después, en plena “tercera edad”, hasta relucía por su buen color y por lo erguida que marchaba.
Me asistía otra razón y no era menor por más que la gran mayoría seguramente se habría dado con un canto en los dientes por gozar de una situación como la que me quedaba para los dos años que tendría que seguir como recepcionista (lo de celador era algo solo del principio, pronto hicimos tareas administrativas). Todo ello en un horario que iba de las 14 hasta las 21 horas, y un lugar que estaba a poco más de un tiro de piedra de casa. No obstante, no todo me pareció tan sencillo. Después de permanecer durante unos tres años en el turno de noche donde el principal problema ra, pues eso, no dormir, al regresar a mi puesto habitual, descubrí que ya todo se hacía a través del ordenador. Las actividades más básicas, se habían tornado más y más complicadas. El cuadro de personal se mantenía igual que años atrás cuando la población había crecido considerablemente. 
A esto habría que añadirle la percepción de una situación en la que el personal subalterno había perdido la voz. Que las conquistas de “ciudadanía” que se habían logrado contra el franquismo y en el tiempo siguiente, cuando los problemas  se trataban como un problema entre los trabajadores por más que todavía un médico era un médico y un celador, un celador. Lo del ordenador se me hacía muy cuesta arriba, con mucho tiempo y paciencia había aprendido a manejarlo en casa, pero con un enfoque meramente artesanal, o sea sin presión, y con muy pocos vericuetos.   
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezAparte que, a tal como me habían marchado las cosas, tenía la cabeza en otro sitio,  la experiencia me permitía diferenciar los terrenos en los que era capaz, y en los que no lo era. Modestamente, me había mostrado bastante dispuesto cuando las actividades laborales eran de orden artesanal, y lo más importante pasaba por arreglar problemas a través del trato humano, facilitando el trato de los usuarios con el engranaje de la institución. Pero esto se había reducido al mínimo, hasta los usuarios eran llamados “clientes” sin asomo de ironía, y  este salía de la consulta con sus papeles, parte de los cuales se desviaban hacia los centros concertados, que eran la cara encubierta de una privatización que parecía imparable, hasta que llegué el momento en que las nuevas necesidades obliguen a reaccionar.  Evidentemente, mi percepción de esta realidad era bastante airada, tanto más cuando  para el resto del personal, fuese lo que fuese, no había nada que hacer.
Resultado de imagen de pepe gutierrez alvarezLa misma experiencia me había dejado constancia de una tendencia de rechazo hacia los “artefactos”, una carencia que supongo heredado del abuelo materno, como lo puede ser el desinterés por el vestuario y otras cosas  por el estilo.  Las dificultades de memorizar los datos tecnológicos no era algo que había aparecido con el ordenador, ni mucho menos. Nunca conduje un coche, ni tan siquiera una bicicleta. Durante el año que permanecí en Renault, la compra a precio de empleado de un coche habría sido un negocio redondo, por lo menos uno primero. Solo necesitaba venderlo luego, pero ni por esa. Pude haber aprovechado el servicio militar para sacar el carnet de conducir, pero tampoco. En el manejo del video, y luego en lo del DVD, aprendí lo más imprescindible. Todavía mantengo a raya lo del mobil. Mi buena memoria, por todos reconocida, no funciona con el ordenador Basta una situación un poco tensa –en el trabajo de recepción eso es inevitable-, para que se me forme un coagulo en la memoria. Durante casi dos años estuve haciendo funcionar un “scanner”  que me servía para reciclar viejos artículos, pero después de estar día en la reparación, respondí al técnico que me instaló de nuevo que no ra necesario que me volviera a enseñar.  Error, hasta que no vino el amigo Elias, que me ayudaba en el ordenador como una actividad solidaria, no hubo manera de hacerlo funcionar de nuevo. Detrás de todo esto rechazo a reciclarme en un nuevo contexto, estaba también el estupor que produjeron las noticias sobre la epidemia de suicidios en la empresa francesa de Telecom. No creo que existiera entre esos trabajadores y trabajadoras ninguna predisposición al suicidio, fueron las condiciones de “estrees” producida por las exigencias de reciclaje competitivo la que les llevó a quitarse la vida.
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