Memorias: Cines en L´Hospitalet
Creo que la generación de los
sesenta mantuvo una relación privilegiada con el cine.
Era la época, la expansión económica
que sigue la II Guerra
Mundial, en una coyuntura excepcional en el que se encuentran el capitalismo
norteamericano, el exilio europeo y un arte popular que será elevado a las
alturas. Es un encuentro en el que las salas de cine se multiplican. En los
años cincuenta, en La Puebla
que debía de tener unos quince mil habitantes (una parte de los cuales vivían
en el campo), llegó a haber hasta cinco cines, dos de invierno y tres de
verano, que era cuando más apetecía por el calor.
En los años sesenta, L´Hospitalet
hubo hasta cuatro salas en Coll-Blanch-Torratxa, dos en Pubilla Casas…Los fines
de semanas no podías llegar un poco tarde porque, por lo general, ya no quedaban asientos, y a media tarde no
era fácil caminar por los laterales. En el pueblo, las puertas de las salas
permanecían abiertas (al igual que las casas), y sus paredes estaban repletas
de carteles con títulos por estrenar, y no me cansaba de mirarlos un día tras
otro. Me sobrecogían como lo habían hecho algunos paisajes, o hizo la Iglesia en mis primeros años. Se podían encontrar
carteles en cualquier esquina, y se hablaba de las películas un poco en todas
partes.
Esta expansión era diferente a la de
los años treinta o cuarenta, a las épocas convulsas en las que, por lo general,
entrar en el cine era casi un lujo para la mayoría de la población. Por eso mis
mayores se limitaban a citar algunos títulos que recordaban o algunos actores,
normalmente los más locales como Imperio Argentina, Miguel Ligero o Manuel Luna
o Estrellita Castro en caso de mamá, en cuanto a los norteamericanos conocían
unos pocos y les costaba decir sus nombres. También fue diferente después, a
partir de los ochenta, un tiempo en la que las salas empezaron a decaer, y
finalmente a cerrarse.
En el marco en el que crecí el
cine comenzó a ser el espectáculo preferido del pueblo. Decían en casa que yo
nací “cuando había pasado lo peor”, los tiempos de “la jambre”, un tiempo en el
que el pueblo llegó a contarse hasta cinco salas de cine, dos de invierno y
tres de verano. Ni antes ni después, la cosa fue igual.
En el tiempo que nos prendía, una
entrada podía ser un lujo para la mayoría, en el que nos sigue, llegó la caja tonta con sus trivialidades. Al
final todo desapareció y solamente
quedaron las multisalas de los centros comerciales, en el caso de L´Hospitalet,
en lo que antaño había sido La Farga. Es
verdad que también se veían más películas, pero eso era otra cosa, sobre todo
para los que apenas si llegaron a saber lo que era ver un programa doble de los
buenos tiempos con todo lo que comportaba. Por lo general, la gente que sigue viendo
cine a través de la pequeña pantalla es
la que más hace vida en casa, y viven
mucho de los recuerdos. Es lo que explica por ejemplo el éxito del pase de
western, cuando este género consta entre los menos atractivos de las nuevas
generaciones, parte de la cual cree que el cine comienza con la trilogía de La guerra de las galaxias.
No sabría decir muchas cosas de la
cinefilia de estas nuevas generaciones, pero si me consta que la nuestra, por
poco que sea, son posibles largas conversaciones sobre lo que insisto en
subrayar, fue un encuentra entre el pueblo y la mayor expresión de cultura
popular que jamás haya existido. Y no tengo la menor duda que esta relación
aceleró y moldeó nuestra pasión política.
En otros trabajos he evocado con
mayor o menor acierto mi intensa relación con el cine, de una dimensión vital
que, vista a grandes trazos, se inicia en la falda de mama, sigue a través de
las sesiones infantiles del pueblo, se intensifica en los cines de barriada de
L´Hospitalet (de hecho, por toda Barcelona), y se amplia con los cine-club,
primero universitarios, luego de barriada; transcrecer con las lecturas de
revistas, sobre todo de Nuestro Cine
(Films Ideal ya me parecía demasiado de derechas, aunque nunca dejé de
maravillarme con el Hollywood de su época dorada), y más tarde, con el Dirigido por…; atraviesa la frontera y
me lleva a París, y allí a convertirme en una verdadera “rata” de Filmoteca, en el caso de la de Trocadero de
cuando Henri Langlois (glorificado por Bertolucci en Soñadores) aparecía en escena para explicar que dientres había
sucedido con las escenas que faltaban.
Los setenta siguen siendo de
esplendor de los programas dobles, pero también de los ciclos en blanco y negro
de la TVE sobre
Gary Cooper, Bette Davis, Errol Flynn y tantos otros, una fascinación cultivada
a pesar de mi menosprecio del medio, el
agotamiento laboral y militante, así hasta llegar a los ochenta en la que ya se
trataba de ver tal o cual película. Luego llegó el momento de la llegada del
vídeo casero animado por el deslumbramiento causado por Cosmos
de Carl Sagan, sin olvidar la filmoteca televisiva de la medianoche. De aquí
hasta llegar a los delirios del coleccionismo, primero en Beta, luego en VHS, y
finalmente en DVD, como si quisiera abarcarlo todo. A todo lo cual habría que
añadir una experiencia de cine-club en Sant Pere de Ribes en los años noventa
con momentos únicos como el suscitado por los pases de tierra y Libertad para
los colegios, y una sesión nocturna que se quedó sin un asiento libre, algo que
ya solamente ocurría excepcionalmente.
A lo largo de todo este tiempo puedo
distinguir una continuidad que se manifiesta por un cierto culto a las
películas que más me emocionaron en tiempo de inocencia, pero también una
evolución en la que Hollywood cuenta con una primacía de primer orden aunque
fuese combinada por el aprecio hacia cine europeo, el neorrealismo y el
nacional-popular italiano en primer lugar, pero también del francés, y por
supuesto el hispano a pesar del horror del franquismo, en especial el de las
tres B (Buñuel, Berlanga, Bardem). Esta
inclinación también se manifiesta por gusto de memorizar –nada me ayuda
más a reconocer tiempos pasaos que las fechas de las películas-, el hobby de los programas y las revistas,
sin olvidar una fascinación por el “star system” que, como en el caso del gusto
por ver buen fútbol, por más que he tratado de neutralizar, sigue ahí, pegado a
la piel.
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