Memorias: 1981. un año bastante singular
1981 fue para mí un
año bastante especial, lo fue –supongo- para la mayoría de gente militante porque nos tocó vivir un
acontecimiento histórico tan denigrante como la tentativa del 23-f, y para mí
fue sobre todo el año de la gran experiencia “autogestionaria” de El Diario
de Barcelona, algo excepcional para alguien que apenas había comenzado a
escribir alguna cosa aquí y allá, y para dos colectivos de periodistas, uno que
venía de otras
guerras, y otro más o menos “amateurs” que vivieron los
grandes
momentos dentro de un acontecimiento propio.
guerras, y otro más o menos “amateurs” que vivieron los
Entonces yo ya había
cumplido treinta y cinco años pero estaba persuadido de que tenía toda la vida
por delante, y estaba saboreando las mieles de una relación de pareja que me
había sacado de un “impasse” emocional, y que a pesar de todos las deficiencias
del mundo, era una historia que crecía de manera que por más pesimista que
pudiera ser sobre el curso que estaba tomando la historia, personalmente me
sentía en una plenitud muy intensa, con momentos increíbles en lo personal.
Sobre todo en mi afán como escribiente (no me atrevo a decir “escritor”, éste
es todavía un traje que me viene bastante grande), como aquel día en que en la
redacción del diario barcelonés convergieron no menos de tres
publicaciones (Contraviento, Gaceta
del Libro, Tiempo de Historia) en las que aparecían artículos míos, una
coincidencia que no se volvería a repetir, entre otras cosas porque las tres
publicaciones no tardaron mucho tiempo en pasar a mejor vida.
Seguramente, a los
que me conocieron en la redacción del “Brusi” quizás les pude parecer alguien
hecho de “una pieza”, quizás porque estaba bastante hecho a tomar parte en
movilizaciones sociales, pero en realidad era de una pieza más bien frágil por todas las cosas que me
habían tocado vivir, con crisis personales que sin ir más lejos se manifestaban
en algo tan escasamente relevante como unas navidades. Si mis notas no me
engañan el año comenzó al final de unas pequeñas vacaciones que de alguna
manera, me compensaron de las malditas navidades con uno de los mayores regalos que me podía
dar la vida: con mucho tiempo libre para mis cosas. Dicho de otra manera,
tiempo para leer y escribir.
Con el tiempo he
sabido que el número de personas que tenemos fobia a las navidades somos
multitudes, pero en aquel tiempo estas fechas me hacían sentir como un “bicho
raro”. De haber permanecido en la buena fe de la infancia, sin duda habría
ofrecido mis plegarias al buen Dios para que me ayudara a pesar el mal trago. Y
es en aquel año además tenía pavor en repetir el bochorno de las “fiestas” del
año anterior, cuando obedeciendo un
compromiso con Romi asistí a una concurrida fiesta con un grupo de animosos
amigos suyos de la tradición “combaya”. No hubo tiempo para nada más, antes de
poder reaccionar –por ejemplo pasando por el baño para refrescarme la cara- me encontré inmerso en un ambiente
tan extraño como lo pudiera ser el de una ignota tribu de Nueva Guinea. Ni
sabía bailar y mucho menos lo que ofrecía el tocadiscos. Mucho menos sabía que
demonios estaban cantando. Me sentía tan espantado como un niño que teme la
oscuridad. Por lo tanto cada vez que alguien trataba de introducirme en sus
movimientos me invadía una especie de sudor frío, producto sin duda de un
visceral sentimiento de estar haciendo el más espantoso de los ridículos, y
además, estaba convencido que todos lo podían notar. Creo que a la segunda
tentativa me dejaron por imposible. De hecho lo que consiguieron es que me
sintiera más acosado y que me plegara todavía más hacia mi interior, buscando
otro lugar lo más lejos posible de allí.
Durante un rato, y
con la voluntad de no desairear a Romi que parecía tan identificada con el
jolgorio, me situé en el rincón más apartado y cuando ella me miraba –hasta me
hizo el ruego de por favor con un gesto con las manos-, me sentía un miserable
aguafiestas. Fue cuando no se me ocurrió otra cosa mejor para apartarme de
todos que simular una borrachera absolutamente imposible. Todos eran testigos
que únicamente había bebido Fanta Naranja, y no fue mucho más que un sorbo.
Pero seguí con el teatro ante una situación que me resultaba insoportable, y
cuando encontré un refugio me quedé como dormido. El lugar no pudo ser otro que
una apartada butaca junto con las ropas y los bolsos, pero fue suficiente, y
allí permanecí temiendo que alguien encendiera la luz y me obligara a ofrecerle
explicaciones que no tenía, ni maldita la gana ya que me sentía especialmente
imbécil si me salía la patita de víctima de complejos y cosas de esas.
Regresamos tarde pero
bastante antes que acabara. Romi estaba visiblemente malhumorada. Lo mostró
dándome secamente las gracias antes de echarnos a dormir, pero aunque a mi no
me salían las palabras, encontré el suficiente aliento para decirle medio
lloroso que a lo mejor se tenía que tomar aquello como una prueba de amor, una
prueba triste pero prueba al fin y al cabo. De no haber sido por ella no me
habría acercado a aquel lugar ni a diez kilómetros. Aquella noche tardé lo mío
en quedarme dormido. Cuando lo hice me visitaron un buen número de pesadillas.
En todas actuaba como un hazmerreír de los demás, como si fuese un niño
extraviado y mala sombra que no sabía hacer nada, que no tenía gracia para
nada...
Fue cuando recordé
que actuando como solterón estas fechas eran más fáciles de sobrellevar, de
entrada porque no tenía que dar cuentas a nadie. De manera que en el momento
que se avecinaba las horas fatales ya tenía escogido mi programa de cine, por más que lo dieran en
una sala en el otro extremo de la ciudad. Cualquier cosa antes que encontrarme
con un vació que podía llegar a ser francamente insoportable. A ser posible
buscaba en aquellos inolvidables programas dobles alguno de los añejos pero
infalibles títulos de Jerry Lewis o mejor de los Marx Brothers que en los años setenta
volvieron a estar de moda, o en su defecto algunas de aquellas películas con
unas buenas dosis de risa garantizada. Su efecto era casi mágico, tanto era así
que durante un programa doble en el antiguo cine Cataluña –cuando los asientos
eran todavía de madera-, y con ocasión de un inolvidable programa excepcional
compuesto por El quinteto de la muerte y Sopa de ganso. Aunque al
entrar estaba con el ánimo tenebroso y al poco rato mi hilaridad llegó al
extremo de motivar la seria advertencia severa del acomodador para que me
comportara. Nadie que me viera en la “fiesta” pensaría que era el mismo.
Cuando resultaba que
el método del cine no funcionaba, entonces buscaba otros lugares alternativos
en los que olvidar sin necesidad de bebidas. Quizás el espectáculo gratuito y
singular del variopinto desfile humano de Las Ramblas que era de los más
particular, aunque esto no siempre funcionaba. Como en aquella noche de San
Juan en la que empezaba a sentirme bien aunque fuese en solitario, y me tropecé
con un señor que me confundió se empeñó en abrirme insistentemente la puerta de
su coche sin considerar mis insultos. Estaba también en su defecto el brillo y
el movimiento del mar en la intensa oscuridad de Rompeolas, aunque esto ya
tenía más inconvenientes, por ejemplo el del frío que influía en agravar mi
natural melancolía. Además, tampoco pasaba nada si me quedaba en casa con los
papas que se limitaban a ponerse delante de la maldita TV, y que ya estaban
habituados a que yo me clausuraré en mi habitación con mis libros, a lo más
podía sentir suspirar a mamá, mientras decía: “!Ay, qué le pasara a este
niño¡”.
Esta pues no era una
cosa de la que me gustara hablar. Así es que fueron pasando los días y los
meses sin darle más vueltas a aquel “mal rollo”, pero llegó un momento en que
el asunto se hizo ineludible. Mis anotaciones certifican que era medianoche de
un festivo de mitad de noviembre de 1980, y que el silencio en la vivienda era
absoluto. No había ninguna película digna de atención en la televisión. En cuanto
al sofá que acabábamos de estrenar, cumplía perfectamente su función relajante.
Empezó hablando Romi. El lunes siguiente teníamos que responder en la empresa
sobre las tres opciones que se ofrecían de las pequeñas vacaciones de final de
año, por lo tanto no me quedaban excusas. No hay que decir que tras unas
primeras palabras ya habíamos descartado cualquier posibilidad de repetir en
convites más o menos similares al señalado. “Contigo no pienso ir nunca
más”, dijo ella, y fueron las últimas
palabras sobre el evento. Con todo, no faltaban ofertas, teníamos bastante
amistades, pero ella todavía desconfió: “Ya veremos, pero lo más seguro es que
no”, dijo de algunas en la que insistían en que “ya veréis que bien”, incluso
los hubo que con más precisión aseguraron “que me iban a quitar la mala folla”
de la que no pocos eran conocedores.
Habituada a escucha
mis largos razonamientos, Romi interpretó sin dificultad mi laconismo, por lo
que “ya que estábamos tan bien”, planteó que aquel era un buen momento para
revisar lo que me pasaba. “Porque no hay duda que te pasa algo”. “Por supuesto”, respondí. Pues bueno, ella
quería saber porqué me ponía tan tenso,
tan fuera de mí. Al fin y al cabo –insistía ella-: “Eran solo unas fiestas, y
se trataba nada más que pasarlo bien. ¿Tan difícil es para ti algo así?,
remachó ella concluyendo un interrogatorio que a pesar del tono confiado y
naturalmente amable, no dejaba de perturbarme. Solo estaba ella, por lo tanto
podía hablar sin miedo.
La tenía allí delante
mirándome con un leve toque de ironía, y me dispuse a explicar en lo
posible aquel “mal rollo” solo porque
ella lo pedía, aunque la voluntad no la tenía tan clara. No me tumbé en el sofá
pero pude hacerlo como si estuviera en presencia de un psiquiatra. De hecho ya
había concedido en alguna ocasión que lo necesitaba, claro que añadiendo en mi
defensa que ¿quién no?. Aunque estaba relajado y confiado, me albergaba la
sensación de abordar algún secreto feo e inconfensable, pero Romi merecía una
explicación, además nadie me podría ayudar mejor, no en vano ella era también
mi “víctima”. Sentía que la conversación también me ayudaba como había ocurrido
en otros traumas, sin ir más lejos en aquel tan gordo que me había impedido
abordar una relación de pareja. Al llegar este punto, me dijo en tono jocoso:
“Y menos mal que llegué yo. Y que por cierto, que mi buen trabajito que me
costó”.
Puestos en la
tesitura, no sé me ocurría otro camino que dar marcha atrás hacia la infancia.
Regresar a unas fechas no me traían ni una sola buena vibración, si acaso el
haber degustado ocasionalmente algunos ricos pestiños. A pesar de la lejanía
todo parecía inundado por unas noches lóbregas, de un frío que se hacía notar
incluso entre los niños que nos olvidábamos de todo con los juegos. Los
braseros tiraban poco y las ropas no
eran las adecuadas. Todavía me llegaba el aliento de un tiempo que no ofrecía
apenas un atisbo de bienestar, antes al contrario. Si hubo algunas alegrías
ligadas a la ocasión, no las registré como tales. Era como si la pobreza y los agobios se hicieran más palpables, más
insolente, sobre todo por el contraste que hasta el más inocente percibía
viendo a los niños más privilegiados. No había duda que el ambiente familiar era depresivo, sobre todo
por parte de papá que parecía preso de una situación que no le dejaba respirar,
de un sentido de la responsabilidad que se confundía con su nunca desmentida
hipocondría.
Tanto era así que
cuando alguien lanzaba en el bar que teníamos una modesta propuesta de animación
del tipo, “Qué tal para las fiestas de Navidad, ¿bien?”, lo más propio de papa
era responder: “!Sí, para fiestas y
alegrías estamos”¡. Ocurría lo mismo que cuando alguien se quejaba de algo, él
siempre tenía a punto algo peor. Si la voz amistosa insistía con lo de los
ánimos, argumentando aquello de “al buen tiempo buena cara”, papá sacaba a
relucir una larga lista de problemas.
Aunque yo no sabía que era eso de las “letras”, tenía claro que debían ser deudas que se
agolpaban, papeles que llegaban cuando todavía le quedaba por pagar las
anteriores. A esto se añadían las graves dolencias de los abuelos, la abuela
materna con la embolia, el abuelo paterno con dos cánceres, por no hablar de
otras tristezas que al parecer nos mandaba Dios sin merecerlo. Si hubo alguna
tentativa, no pasó del estadio de un ensayo que se estrellaba con el ambiente.
Con estas lógicas no
había manera de cumplir con los rituales del jolgorio ni de los regalos, otro
asunto que podía incluirse en el mismo paquete de los suplicios. La lógica
depresiva también me atravesaba. Por otro lado, en aquellos días desaparecían
los amigos de juegos. No se me ocurría que podía hacer. No sabía que podía
hacer de diferente, pero una vez que me acerqué a uno de los coros de
villancicos del lugar con la mejor intención, y al oírme cantar
desafinadamente, el señor mayor que lo dirigía me echó a cajas destempladas por
lo mal que lo hacía ante las risas de los niños presentes. La misma tónica se
prorrogaba para los días siguientes, cuando en todas partes se hablaba de los
Reyes Magos. Siempre que la pregunta saltaba al aire, papá respondía con “ya
veremos si para reyes queda algo para comprar regalos”. De haberlos además, los
mejores regalos eran cosas como una camisa o unos calcetines. Algo conque
reponer unos atuendos que ya “se caían por los remiendos”, al decir de mamá,
que siempre estaba en estos detalles.
-“Pero, eso no podía
ser todo”, me interrumpió Romi.
Tomando la palabra me
enfatizó que también ella tenía su lista de penas. Por lo que recordaba la
festividad no fue precisamente Jauja aunque por otros motivos, por ejemplo
algunos tan tremendos como la súbita muerte de su padre cuando ella y su
hermana tenían nueve años. También sabía lo que era un ambiente familiar
depresivo. Quizás no tan fuerte, no en vano nos llevábamos diez años, y ella
estaba aquí en L´ Hospitalet, y no habían tanta carencia, el abuelo que había
sustituido al padre fallecido, provenía Celebraban los días señalados discretamente,
sin tirar petardos. Pero a pesar de todo, ella no se había quedado ahí. Todo lo
contrario. Si algo tenía claro era que había que disfrutar con las cosas que
tenemos. Y la pregunta siguiente era, si ahora todo lo que contaba quedaba
atrás, “¿porqué te has quedado ahí?”. “No veas, como si yo lo pudiera saber.
Algo debe fallar, porque como comprenderás no tengo las más mínimas ganas de
pasarlo tan endiabladamente fatal”, era mi respuesta en la que no era difícil
adivinar un amargo estupor.
Romi
ya había utilizado más de una vez las palabras “algo habrá que hacer”, que
tenían la virtud de provocarme no sé que inquietud, y en la última ocasión
sentí que debía decir algo: “Pues ya me dirás qué”. La verdad es que no lo
sabía porque yo no podía hacer lo que ella creía que se podía hacer desde su
perspectiva, que en nada se parecía a la mía. También tendía a repetir los
interrogantes, pero no se trataba de algo fácil de explicar. Es más estaba
convencido que, de existir, la explicación no sería suficiente. Si acaso me
ayudaría. Debía saber que el día en qué acepté acompañarla con sus amigos, me
había hecho el propósito cuanto menos de pasar desapercibido, y ya había visto
el resultado. Ahora era yo el que repetía que no podía ser una mera cuestión de
“querer” porque cuando me metía en semejante círculo, ni yo me reconocía.
Parecía que algo o alguien se apoderara de mí. Me desaparecía mi autoestima,
ajustó ella. Era eso, y en su lugar emergía una espantosa sensación de
ridículo, y en eso tenía algo que ver la parte materna. Cierto que normalmente
ya tenía problemas de timidez con la gente desconocida, y a veces también con
la conocida. Y no era que no le hubiera
dado vueltas al asunto, pero por más que en algún momento pudiera creer que lo
superaría, cuando llega la ocasión, sentía que había dentro de mí que era más
fuerte que cualquier reflexión.
Llevábamos al menos
dos horas de conversación, cuando Romi añadió para diluir mis sentimientos de
culpa que seguramente ocurría a la inversa en otras materias.
-“¿Cómo
seguramente?”, repliqué.
“Bueno, pues sin
duda”, corrigió ella con aquella risa que la distinguía
Estaba lo suficiente
herido por mis “culpas” como para resistir la tentación de recordarle ingratamente la maldita
inseguridad que también la acosaba. Pero el caso era que, al menos en aquel
punto ella había conseguido “darle la vuelta” a los malos recuerdos. De
hecho, los combatía justamente al revés
que yo. O sea entrando todavía más en el ambiente de las fiestas, procurando
sacar el máximo partido de ellas. Mientras que yo huía, ella parecía necesitar
aquellos encuentros para no sentirse más triste de lo que le tocaba. Podía
estar mal a las once, pero a las doce ya sintonizaba con los presentes sin el
más mínimo problema de comunicación. No tenía ningún problema para “xarrar”,
reír, bromear, incluso emborracharse un poco, y llegar hasta a cantar si se
encartaba, ¡con lo mal que lo hacía¡. Lo tenía así de claro, Se sentía más viva
cuando gozaba de la sensación de habérselo pasado “puta madre”. A mí algo así
únicamente no me sucedía ni cuando me sentía seguro, como ocurría con la
actividad política, aunque también en este terreno me daban los “ataques”,
aunque mucho menos. Era en las fiestas
cuando normalmente me sentía envarado, torpe.
Claro que –se me
ocurría- que en esta manera tan
diferente de actuar debían de influir rasgos de carácter de primera magnitud.
Mis asignaturas no eran las suyas, y viceversa. Algo gordo se me había
instalado a lo largo de la infancia para seguir manteniendo este tipo de
reacciones tan sorprendentes, sobre todo considerando que había logrado atenuar
trabajosamente todo aquel maldito virus de la timidez, esto no era obstáculo
para que en los casos en que me movía en terreno desconocido. Por otro lado,
parecía evidente que la
Navidad debía contener una conexión intensamente negativa en
mi interior ya que incluso cuando estaba
más integrado, no podía evitar un intenso sentimiento de rechazo y de tristeza
soterrada. Así es que llagada estas fechas –le repetía a Romi- con gusto me
habría largado a la
Cochimbamba.
Habíamos llegado a un
tramo de la discusión en el que todo el misterio parecía cifrarse en el punto
del trauma infantil, y aparecía al descubierto que bajo el individuo adulto
subsistía un chiquillo atenazado por el miedo al ridículo, por una suerte de
maldición que me llevaba a huir de los otros, y que parecía incapaz de salir
del extravío. En vez de razonar me asediaba un bochorno inmenso que se
expresaba con una extraña sudoración, incluso hasta con problemas de
respiración. Solamente cuando lejos del lugar, recobraba mi imagen, y me sentía
afianzado en mi papel, conseguía recomponerme, aunque entonces me instalaba en
un descontento personal tan hiriente que bastaba la más mínima referencia al
hecho para que me sobrevinieran en buena medida las mismas sensaciones. Lo
mismo me ocurría tiempo ha cuando una chica que me hacía “tilín”, se acercaba
para hablarme.
Ya lo habíamos
repetido los dos, se estaba haciendo más bien tarde, y parecía que la discusión
no daba ya más de sí. Tampoco nos quedaba ya cuerda, ni aparecía nada parecido
a una alternativa a la vista, aunque fuese para atenuar el conflicto, un
conflicto que seguía pendiente ya que para ella la cuestión era –justamente- la
inversa. Agobiado por el sentimiento de fastidiarle sus fiestas, lo único que
se me ocurría era que “si acaso”, en momentos así, pues, pues...Pues que no
contara conmigo. Que prescindiera. Que bastante problema tenía ya con sentirme
fatal, para además, amargarle la vida a ella. Eso es, la esperaría leyendo. Pero
esto no la satisfacía. Claro que si no había más remedio.
En aquel momento
salió a relucir un caso de separación conocido, y el problema era que ella se
sentía joven y bulliciosa, y él no quería salir de casita. Pero eso no siempre
era así, respondí con un toque perceptible de angustia. Ella entonces me volvió
a acariciar las mejillas –aquel era un tiempo lleno de caricias-, y a
continuación se acurrucó sobre mis brazos. Había algo que se hacía presente,
estábamos divinamente juntos. Lástima que no fuese igual cuando había gente por
medio. O para hablar con mayor precisión, cuando esa gente no pertenecía a mi
entorno. Porque cuando era el revés, el problema ni siquiera se planteaba, todo
lo contrario. Cuando los presentes eran mis amigos, Romi relucía sin
dificultad, tomaba parte en los encuentros con sentido y buen humor, y no le
importaba siquiera las “palizas” sobre temas políticos. Siempre encontraba una
manera de encontrar su lugar.
Le pregunte: “¿Pero,
qué hacemos?”. Callé, y esperé la respuesta. Está no parecía existir, o al
menos yo no la veía. Ahora no había fuga posible porque había por medio un
compromiso. Yo insistía en los quedarme solo. Ya me había acostumbrado estar a
gusto leyendo un libro. Antes de levantarnos me miró sonriendo para decirme con
sorna: “La verdad es que nunca pensé que me había casado con una criatura”. Un
poco picado respondí: “Lo mismo
digoooo”..
En medio de las risas
le recordé que solo unos pocos días atrás, me había llamado al trabajo toda
alarmada porque había encontrado una pobre cucaracha en el pasillo. Entonces le
respondí que no estaría insinuando que dejara de trabajar para cumplir la
misión. Como me pidió una solución, le recordé donde teníamos el flic, y
donde tenía que apretar. A las tres o cuatro horas después, cuando llegué a
casa, me encontré el bichejo desesperado
tratando de saltar un círculo de liquido blancuzco con ribetes de espuma, y sin
pensar dos veces la aplasté siguiendo un mecanismo espontáneo en el que había
por un igual gusto que disgusto. Tenía a mi alcance anécdotas como esta a las
que recurría cuando me abordaba la
sensación de que únicamente se hablaba de “mis neuras”.
Finalmente conseguí
sortear de la mejor manera posible las malditas navidades cenando con Romi unas
acelgas con champán con unos postres dignos de la ocasión. Pasado este mal
trago, aceptamos para los últimos días del año una invitación en una magnífica
casa en las afueras de Dosrrius, propiedad de nuestro amigo común y
compañero del ambulatorio, doctor
Burgues, un otorrino que fue uno de nuestros protectores amén de un
señor con su propia paginas en la historia de la medicina en Cataluña. En el
momento de la invitación le advertí que, durante estas malditas celebraciones
me sobrevenían trastornos parecidos a los que se atribuían en las películas a
los hombres lobos, pero no me hizo el menor caso. Respondió con sorna que ya
tenía a punto una bala de plata. La situación no era tan cruda, conocía cuanto
menos a la mitad de los presentes, y los demás mostraron su mejor cara. Entre
estos últimos había que contar con un diputado socialista, sobre el que no
tardaría en echar pestes, sin duda cuando actuando de presidente y portavoz del
Grupo Parlamentario Socialista declaró nada menos que la TVE estaba a la izquierda del
país. Si lo llego a saber entonces, la tenemos, seguramente hasta le habría
insultado por cómplice en el suicidio de las izquierdas. En esto yo no tenía
problemas de timidez ya que tenía mi papel de Saint Just bastante asumido y
ensayado.
Según consta en una
de mis anotaciones, en aquel encuentro se estaba fraguando una separación del
diputado con su primera compañera, una
chica estupenda que nos causó una excelente impresión. Sobre todo porque dejaba
claro siempre que podía que le repugnaban
todos y cada uno de los éxitos políticos de su señor marido, que, por
cierto, ya no se parecía en nada al que había conocido apenas unos años atrás.
Entonces había sido uno de los animadores de un colectivo que tomó el nombre de
“El Topo”, situado en un territorio intermedio entre el marxismo y el
anarquismo, hasta que imprevisiblemente, en un momento dado, sus líderes
ingresaron en la UGT
y en el PSC, donde inmediatamente ocuparon cargos ejecutivos. Durante un
tiempo, los antiguos “topos” siguieron hablando de autogestión, control obrero
y por supuesto, de socialismo, pero en la medida en que ellos ascendían fueron
cambiando vaciando los significados de estos conceptos. Habían pocas cosas que
me pudieran indignar más.
Empero, a pesar de
que siempre llevaba a cuesta mis dosis de veneno, mis palabras en las
conversaciones nunca sobrepasaron el ámbito de la cortesía. En parte porque
creía que debía de respetar los anfitriones, y en parte porque nuestro hombre
era un animador nato, y contribuyó a que me sintiera distendido. Por lo demás,
el futuro alto cargo –seguramente advertido- evadió cualquier colisión conmigo.
No tomó en consideración mis dardos muy “sui generis” ya que evidentemente no
era ni el momento, ni el lugar ni yo era nadie para recordarle que la lucha
continuaba y cosas así. Además aquel era un tiempo habitado por la sensación de
un paréntesis que para mí venía a ser como un “refugio” para eludir las
fastidiosas inclemencias de la festividad
Tengo pues que añadir que en medio de un ambiente festivo y distendido,
el hombre demostró que estaba al tanto de la magnífica historia del movimiento
obrero, incluyendo el libertario, recurso que mostró evocando los espíritus
traviesos de Marx y Bakunin en unas deliciosas experiencias espiritistas que por
un momento me hicieron olvidar mis descreimientos. Pero siendo uno como es, no
pude por menos que pensar en mi fuero interno que de andar por las
proximidades, ambos deberían haberse mostrado especialmente cabreados
contemplando como después de sembrar dragones cosechaban pulgas.
Y al final de todo,
pasó tiempo el día de reyes, y pude sentirme al menos en parte realizado porque
todavía había podido aprovechar el resto de mi tiempo libre para leer y leer y
avanzar en un articulo sobre la historia Tercera Internacional que me costó
horrores terminar a pesar de que tenía la historia escrita por Pierre Frank en
dos volúmenes subrayada hasta el ahogo, y cuyo destino sería –como el de tantos
otros de la misma época-, el de no ser nunca publicado.
De entre mis notas de
este mes destacan algunas como las dedicadas a un viaje al Montseny para
disfrutar melancólicamente de los paisajes y saludar a los colegas del VI
Congreso de la LCR
con un cargamento de ejemplares de El Diario de Barcelona. Aproveché la ocasión
para saludar viejas amistades y parlamenté con Miguel Romero sobre mis posibles
crónicas para Combate, que era
todavía semanal, claro que el Rouge de la Ligue
francesa era diario, entre otras cosas, gracias a la ayuda inapreciable de
Leopold Trepper, el legendario jefe de la “Orquesta Roja” infiltrada en el
ejército nazi pero al servicio de la
URSS, y que había invertido en el proyecto parte de los
beneficios del éxito editorial de unas memorias en las que efectuaba un medido
e impresionante reconocimiento de la oposición trotskiana al estalinismo
durante la medianoche del siglo.
En el día 25 se
señala lo divinamente que me lo pasé contemplando (en el cine Diagonal) La vida de Brian (1979), tanto fue así que Romi me tuvo que recoger del suelo más
de una vez. Hacía tiempo que no me reía tan exageradamente, y en ello tenía que
ver mi propia identificación de antiguo creyente con aquel especie de Ben-Hur
(una vida paralela a la de Cristo) pero al revés, pero también la discusión que
mantuvimos en Dosrrius con la que resultó ser la excepción “fachosa” entre unos
invitados más bien izquierdosos. Se trataba de una señorita “pija” de menos de
treinta años y devota del ascendente Opus Dei que presumía de rutilantes
apellidos de familias que habían actuado de ministros de Franco en los buenos
tiempos. Como no era cuestión de actuar ásperamente, interpreté el papel de
alguien que prestaba mucha atención a lo que decía, aunque creo que una vez le
pregunté como el que no sabe la cosa si conocía al cardenal Pinochet. Entre sus
desafectos más obsesivos se contaba el de repetir los anatemas eclesiásticos
contra la sátira de los Monty Python, de manera que Romi y yo nos prometimos ir
a ver la herejía nada más poner los pies
en Barcelona. Dicho y hecho, y la combinación fue explosiva. Con su imagen en
la cabeza, los disparates bíblicos me parecieron doblemente geniales, incluso
me reí a mandíbula batiente con los debates sectarios del grupo izquierdista
hebreo que se peleaba por el orden de las mismas siglas. Seguramente, los
guionistas tenían en aquel momento en mente algunas de las páginas más absurda
de la historia trotskista, que las había y considerables, baste recordar que J.
Posadas acababa vitoreando este nombre cuando firmaba sus soflamas con
seudónimo.
En el último sábado
del mes hay un registro significativo de mi pertinaz negativa en acompañar a
unos amigos que se habían empeñado a llevarme a una discoteca de Cornellá un
sábado noche, después de una abundante cena que invitaba a aligerar un poco el
cuerpo con el ejercicio de la danza. Estos amigos pertenecían a una familia
bis. Dos matrimonios entre hermanos, los Barreto-Sánchez y los Sánchez-Barreto,
que más de una vez ya lo habían intentado antes vanamente, y no fueron los
primeros. La discusión meramente escolástica duró más de una hora, durante la
cual enumeré una y otra vez mis propias razones: "a) tengo sueño; b) odio
un lugar con una música que no me gusta y lo anula todo, y c) no me hace
maldita gracia tener dolor de cabeza el día siguiente…".
Sin embargo, con el
apoyo cómplice de Romi consiguieron convencerme, y les acompañé porque no se dijera que no lo
había intentado. Luego, la verdad es que
no fue para tanto aunque seguí sintiéndome condenado a ser un maldito
"patoso", un sentimiento que conectaba plenamente con el que me
llevaba a huir radicalmente de las navidades y fiestas similares, y seguí sin
entender porque se pagaba por permanecer en un lugar con aquellos ruidos. Tardé
años en volver.
Es verdad, que uno en
estas cosas era de un rancio un tanto deliberado, aunque con la música
seguramente también se daba algún problema de otorrino con la música un poco
estruendosa. Este detalle me lleva a otra nota en la que se registra un
encuentro en el marco del citado congreso con algunos jóvenes revolucionarios
que estaban “a la última” en lo referente a música. Mientras debatía
informalmente con ellos sobre temas más trascendentes, el más amigo tuvo a bien
preguntarme con cierta sorna qué música prefería. Le respondí con unas buenas
dosis de provocación: "Para mí desde que murió Antonio Machín, nada vale
ya la pena". Su cara era de auténtico estupor y los demás me miraban como
diciendo, “Pero. ¿de donde se ha escapado éste tío “carca”?”. La verdad era que
exageraba, pero no demasiado. Mi tiempo era el del musical norteamericano amén
de los cantautores y el del flamenco, pero los que de verdad me gustaban eran Antonio Machin y
Nat King Cole. Por lo tanto, en este aspecto, me quedé generacionalmente muy
fuera de todas las ondas.
El día 30 asistimos
mucho más a gusto en una fiesta en solidaridad con El Salvador celebrada en el
Pueblo Español de Montjuich, y en que coincidían todos los rojos. Se vivía
entonces el momento álgido de una insurrección popular que resucitaba la sombra
gigantesca de un líder comunista, Farabundo Martí, que como Sandino, no se
rindió a la colonización norteamericana, y por entonces, parecía que la
victoria estaba al alcance de la mano. El mismo hecho de que la guerrilla
hubiera sobrevivido era ya de por sí algo plenamente significativo, y aquí
había que hacer todo lo que fuera posible, mucho más de lo que realmente hacía,
liado como estaba en escribir en vez de actuar.
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