Hay que
prepararse. El año que viene es el centenario del Octubre de 1917
Ni sus más acervos críticos pueden negar que la Revolución de Octubre
señaló un antes y un después en el curso de la historia. Su cadencia marcó todo
el siglo xx, e incluso después de
su derrota como modelo, todavía sigue siendo un momento histórico que marca el
presente. Entre otras cosas, significó la primera revolución social triunfante
en un marco histórico de
derrotas —en Alemania en tres ocasiones sucesivas,
1918, 1919 y 1921, un fracaso que constituyó el primer factor del ascenso del
nazismo—, el desmoronamiento del imperio zarista, la aplicación de una acción
política que, de entrada, firmó la paz, dio la tierra a los campesinos,
consagró el poder de los soviets, aplicó el derecho de autodeterminación a
países como Finlandia y Polonia, etcétera. Pero, más allá de cualquier otra
cosa, la Revolución
de Octubre mostraba a los oprimidos del mundo que el socialismo no solamente
podía ser un sueño dominical, sino también una realidad. Esto fue lo que llevó
a los de siempre a denigrarla desde el primer día, y a los inconformistas a
asumir «positivamente» su destino.derrotas —en Alemania en tres ocasiones sucesivas,
Lenin, Trotsky y Octubre se confunden como parte de una misma historia.
Mas, a pesar de todo esto, Trotsky, en su ejercicio como historiador, no duda
en colocarse por debajo de Lenin y en afirmar lo siguiente: «En casi todos los
casos, al menos en los más importantes, en que me he opuesto a Lenin, desde el
punto de vista táctico o de organización, él tenía razón» (La revolución permanente).
Así, en su Historia de la
revolución rusa subraya que el papel de Lenin fue determinante, ya que sin
él el partido bolchevique no hubiera sido el instrumento de la revolución,
mientras que apenas resalta su propio papel como cabeza del Soviet de Petrogrado
y como cerebro y ejecutor de la insurrección. Escribe en esta obra que llegó «a
Lenin como a un maestro del cual había comprendido su fuerza y su importancia
más tarde que algunos, pero puede ser que mucho más ampliamente». En otras
ocasiones compara su evolución con la de aquellos a quienes llama «epígonos»,
viniendo con ello a decir que, mientras que los «viejos bolcheviques» miraron
siempre a Lenin de rodillas, sin asumir la coherencia de su pensamiento en toda
su amplitud y quedando «huérfanos» a su muerte, él, sin embargo, siempre lo
miró de frente. Asumió su pensamiento después de un duro proceso de aprendizaje
y pudo continuar sus aportaciones fundamentales como un leninista creativo. En
este sentido, se compara con el erudito alemán Frank Mehring, quien empezó
denostando al marxismo para convertirse luego en uno de los discípulos más
importantes de Engels y morir como un comunista en las mismas barricadas que
Rosa Luxemburgo.
Generalmente ocurre que, cuando se habla de Trotsky, se insiste principalmente
en esta etapa, por otra parte la más brillante de su biografía. Trotsky estaba
convencido de que 1917 era el comienzo de una revolución mundial y de que la
suerte inmediata de ésta se ventilaría en el transcurso de los próximos
combates en Europa. Los bolcheviques que contaban al principio de este año con
unos veinticinco mil militantes; pasó de la clandestinidad al poder en nombre
de la mayoría en los soviets. Conservó este poder en nombre de una clase obrera
minoritaria en un auténtico océano campesino y pequeñoburgués enfrentándose con
un Ejército técnicamente muy superior y con un terrible cerco internacional, y
aniquiló la oposición de las clases privilegiadas mientras esperaba la
extensión de la revolución por todo el mundo. Este partido no dudó en llevar a
cabo su programa de paz, reforma agraria, derecho de autodeterminación —incluso
con nacionalidades que luego serían ferozmente hostiles a la revolución— y el
control obrero de la producción. En un primer momento, este gigantesco esfuerzo
hizo pensar a Trotsky que su vía podía ser continuada incluso de mejor manera y
en mejores condiciones en un tiempo en que las revoluciones se pusieron al
orden del día. Pero luego este planteamiento fue atemperado por los propios
hechos, sobre todo cuando las diversas crisis sociales alemanas plantearon la
posibilidad de la revolución pero no las resolvieron. Este fracaso dislocó
radicalmente la premisa esencial de Octubre, su carácter de ruptura del primer
eslabón del imperialismo. La situación cambió de rumbo. Mientras que en Rusia
no se daban las condiciones materiales para construir el socialismo, en
Occidente las condiciones políticas para hacer la revolución se harían mucho
más arduas por dos motivos complementarios: a) porque la burguesía, bien
por la izquierda —reformas socialdemócratas para contener el proceso—, bien por
la derecha —contrarrevolución preventiva—, no consentiría una fase de doble
poder como la que encarnó Kerensky; y b) porque los partidos comunistas
comenzarían una distorsión en su proyecto y significado...
La idea de una nueva internacional se hizo patente cuando los líderes
socialistas votaron a favor de los créditos de guerra de sus propios gobiernos
«patrióticos» y los bolcheviques llamaron a su creación cuando disfrutaron de
un primer respiro, aunque, de hecho, ésta ya existía en la amplia solidaridad
internacional con la revolución, así como en la presencia cada vez más
creciente de viajeros que siguieron la estela abierta por John Reed. Esta
internacional tendría que ser «el partido de la revolución mundial» en una era
de la historia que Lenin caracterizó de crisis general del sistema
capitalista, de guerras, revoluciones y contrarrevoluciones. Debía ser el
instrumento para avanzar inmediatamente en la conquista de la mayor parte de
las masas y del poder. Mientras en suelo ruso el cerco internacional agravaba
las condiciones materiales, en el terreno internacional las derrotas de la
revolución se sucedían. Trotsky, que había encarnado como pocos esta etapa de
ascenso revolucionarlo, se encontrará ante las dificultades de un curso
marcadamente reaccionario y lleno de imprevistos sobre el que la reciente
historiografía impuesta por el neoliberalismo ha creado su propia escuela de
falsificación. Pero empecemos por el año 1...
Trotsky fue, al mismo tiempo, el primero que
comprendió el carácter social de la Revolución rusa, uno de sus líderes más brillante
durante su ejecución y, luego, uno de sus mejores historiadores hasta el
presente. Al cabo de los años tuvo que volver al campo de batalla —esta vez con
la pluma— para expulsar a los falsarios de la burocracia que intentaban no sólo
hacer desaparecer o desfigurar su lugar en la historia y el de la casi
totalidad de los capitanes de la revolución, sino también distorsionar sus enseñanzas
y convertir Octubre en una especie de fecha santa para mayor gloria de sus
sepultureros y usurpadores. Trotsky estaba convencido de que la verdad
histórica es un arma irrenunciable en manos de la clase revolucionaria y que
son las clases decadentes las que temen la verdad y por eso la falsifican.
Sobre su obra como historiador escribió Deutscher: «Mientras que Marx se
eleva muy por encima de su discípulo en cuanto al poder de su pensamiento
abstracto y su imaginación gótica, el discípulo es superior como artista épico;
especialmente como maestro en la representación gráfica de las masas y de los
individuos en acción. Su análisis sociopolítico y su visión artística
concuerdan hasta tal punto que no hay trazas de divergencia alguna. Su
pensamiento y su imaginación se elevan juntos. Expone su teoría de la
revolución con la tensión y el impulso vital de la narrativa; y su narrativa
adquiere profundidad a partir de sus ideas. Sus escenas, semblanzas y diálogos,
sensuales en su realidad, están iluminados interiormente por su concepción del
proceso histórico».
En la célebre Conferencia de Copenhague de 1932 organizada por las
juventudes socialistas danesas, Trotsky, sintetizando las ideas que acababa de
desarrollar en su Historia, enumera
así las premisas que confluyeron en Octubre:
1. La podredumbre de las viejas clases
dominantes: de la nobleza, de la monarquía, de la burocracia; 2. La debilidad
política de la burguesía, que no tenía ninguna raíz en las masas populares; 3.
El carácter revolucionario de la cuestión agraria; 4. El carácter
revolucionario del problema de las nacionalidades oprimidas; 5. El peso social
del proletariado. A estas premisas orgánicas hay que agregar ciertas
condiciones de coyuntura de excepcional importancia: 6. La revolución de 1905
fue una gran lección o, según la expresión de Lenin, «un ensayo general» de la
revolución de 1917. Los soviets, como forma de organización irreemplazable de
frente único proletario en la revolución, fueron por primera vez organizados en
1905; 7. La guerra imperialista agudizó todas las contradicciones, arrancó a
las masas atrasadas de su estado de inmovilidad, preparando así el carácter
grandioso de la catástrofe. Pero todas estas condiciones, que eran suficientes
para que estallara la revolución, resultaban, sin embargo, insuficientes para
asegurar la victoria del proletariado en la revolución. Para esta victoria
faltaba una condición: 8. El partido bolchevique.
Si seguimos el hilo de este esquema para hacer una lectura aproximativa
de las ideas de Trotsky sobre Octubre, podemos realizar la siguiente síntesis.
La autarquía rusa no había conocido ni la Reforma, ni el
Renacimiento ni la revolución liberal burguesa, pero sí la revolución
industrial, y sobrevivía anacrónicamente en el momento de la crisis general del
capitalismo, dentro del cual constituía «el eslabón más débil». Sin embargo, en
la medida en que la burguesía carecía de una sólida vertebración nacional y de
apoyo social, se veía obligada a pactar con la camarilla palaciega del zar
contra la revolución, exigiendo a cambio una apertura constitucional (el
partido cadete sólo quería una monarquía constitucional).
En ausencia de otra alternativa política, la burguesía usurpó en febrero
el poder que los obreros habían conseguido en la calle y en las barricadas. Sus
representantes más calificados intentaron desde el primer momento impedir una
ruptura total con el zarismo y evitar por todos los medios a su alcance la
consecución de las tareas democráticas que se exigían ya desde los soviets que
se establecían por doquier; reprimieron a los campesinos y se opusieron a todo
intento de reforma agraria; exaltaron el centralismo de la Gran Madre Rusia y
negaron sus derechos a las nacionalidades oprimidas; pospusieron una y otra vez
la convocatoria de una Asamblea Constituyente y, sobre todo, no dudaron en
ningún momento en proseguir la guerra expansionista, lo cual provocó la caída
de su primer gobierno provisional. Cuando la crisis social socavaba su poder,
la reacción movió su mano derecha e intentó llevar a cabo el golpe sedicioso de
Kornilov para imponer una dictadura militar, mientras que con la mano izquierda
instigaron a Kerensky y a los partidos reformistas a vaciar de poder a los soviets, acabar con la «anarquía» en
el Ejército y reprimir a los bolcheviques, «enemigos de la libertad».
El campesinado, que era la mayoría en la nación, siguió esta vez a la
decidida minoría proletaria. Los soldados fueron los que introdujeron los soviets en el campo, después de
haberlos impuesto en los cuarteles, donde querían hacer valer los principios
democráticos. Eligieron a sus representantes, se opusieron a las normas
castrenses más odiosas y no se lo pensaron dos veces al disparar contra el
oficial que quería utilizarlos contra sus compañeros o para luchar contra el
«enemigo»; habían hecho suya la consigna de Karl Liebknecht: «El enemigo está
en nuestro propio país». Los soviets campesinos defendieron en sus proclamas y
en su intención a los eseristas y clamaron contra los bolcheviques; sin
embargo, en la práctica exigieron una reforma agraria radical, ocuparon las
tierras y prendieron fuego a las propiedades de los terratenientes. Odiaban
radicalmente la guerra y, como diría Trotsky, las tierras que conquistar no las
veían en Constantinopla, sino en su propia aldea. En las nacionalidades
oprimidas, los nacionalistas y los socialistas que reclamaron vanamente sus
libertades al gobierno provisional sólo las consiguieron con la revolución
bolchevique. Esta actuación consecuente hizo más que cualquier otra cosa en la
difusión de las aportaciones de Lenin sobre la cuestión, aportaciones que se
ampliarían sobre los movimientos de liberación antiimperialistas.
El proletariado fue la maravilla de la revolución. Había derrocado al
zarismo con unas movilizaciones que iniciaron las mujeres y había creado
organismos soviéticos en las empresas, en los barrios y en los cuarteles. Las
grandes ciudades industriales como Petrogrado se convirtieron en el corazón del
proceso revolucionario. Trotsky explica que la revolución fue, antes que nada,
un cambio psicológico en las masas trabajadoras, que habían irrumpido en la
historia con un valor extraordinario, con una gran dignidad y dispuestas a
«asaltar los cielos»: dispuestas a conseguir la libertad y la igualdad. Habían
tomado conciencia de que no debían seguir siendo los humillados y ofendidos de
antes y de que podían solucionar con su unidad y su lucha los graves problemas
ocasionados por los señores de las tierras y de las fábricas hasta establecer
una nueva vida… En los soviets escucharon las propuestas y las verificaron en
la práctica.
En un principio, la mayoría esperó los frutos por la vía de las reformas
y confió en los representantes eseristas y mencheviques; pero, al mismo tiempo,
fueron tomando nota de las críticas minoritarias. Cuando la política de
colaboración de clases se mostró como un freno a sus conquistas y sus
exigencias de profundizarlas, se inclinaron hacia los bolcheviques y muchos
incrementaron las filas de este partido.
Al Partido Bolchevique le correspondió el papel más difícil de todo
proceso revolucionario: unir el programa más avanzado con una inserción
mayoritaria en el movimiento. Fue la bisagra que unió la crisis social con la
conquista del poder. Para Trotsky, las masas habían logrado poner el orden
establecido al borde del abismo; pero, al igual que el herrero no puede coger
el hierro candente con sus manos desnudas, las masas organizadas no pueden
tomar el poder sin un partido que ha preparado el camino y se ha preparado para
hacer la revolución desde mucho tiempo atrás. El principal mérito de este
partido se encontraba en que había logrado, entre otras cosas, seleccionar a
los mejores cuadros del movimiento social, había forjado sus instrumentos de
programa y organización, y había aprendido de las masas y de los
acontecimientos para saber ir contra la corriente hasta el momento en que la
crisis social y la madurez de las masas lo pusieron ante el «momento de la
verdad». Entonces no le faltó decisión ni audacia.
Todo esto no quería decir, para Trotsky, que este partido fuera un
monolito cimentado por una voluntad única y lineal y por unos hombres que
desconocían las dudas y las contradicciones internas. Ésta es una leyenda
estalinista que ha servido de base para el llamado «realismo socialista» en el
arte y la cultura. El Partido Bolchevique tuvo que efectuar una importante y
constante rectificación para estar a la altura de las circunstancias: superar
su tradicional desconfianza hacia los soviets, despegarse del ala izquierda
menchevique y de la izquierda del gobierno provisional, aceptar el giro
estratégico propuesto por Lenin y asumir el carácter proletario de la
revolución, abrir sus puertas a amplios sectores de las masas y a tendencias y
militantes provenientes, como Trotsky y sus amigos, del grupo llamado
“interradio”, e incluso a mencheviques, eseristas y anarquistas. Finalmente,
tuvo que pasar por encima del natural conservadurismo de partido que,
representado por Kaménev y Zinóviev, temía jugárselo todo a la carta
insurreccional.
El proceso revolucionario tuvo un curso muy desigual. Empezó con el
brusco salto de la revolución de febrero, que sorprendió a todos. Conoció el
reflujo que siguió a las «jornadas de julio», durante el cual los bolcheviques
tuvieron que oponerse a un movimiento semiinsurreccional cuando las condiciones
no eran todavía propicias, y soportar luego la calumnia y la persecución (con
Trotsky, la plana mayor bolchevique pasó por las cárceles, mientras que Lenin
tuvo que esconderse para evitar lo que pudo ser un asesinato similar al de Rosa
Luxemburgo y Karl Liebknecht). Los bolcheviques no dudaron en apoyar a Kerensky
con motivo del golpe de Kornilov, pero lo hicieron de tal manera que se
fortaleció la desconfianza de las masas hacia los pactos con la burguesía y el
armamento miliciano en fábricas y barrios, con una clase obrera que estaba
desempeñando el papel protagonista de una obra en la que hasta los últimos
planteaban sus inquietudes.
En su Historia de la revolución
rusa, este cuadro cobra la
vida y la fuerza de una película como El
acorazado Potemkin. Trata los hechos y los personajes con el rigor de un
hipotético sabio militar que sabe reconstruir fielmente la realidad para no
engañarse ni sobre su fuerza ni sobre la del enemigo. Pero en este cuadro hay
dos puntos que podemos considerar débiles: la sobrevaloración de Lenin como el
único personaje indispensable entre las piezas clave de la revolución, y una
infravaloración del propio Trotsky y de Stalin. Según Trotsky, sin Lenin el
partido bolchevique no hubiera ocupado el lugar que ocupó, y, sin este partido,
la Revolución
rusa seguramente hubiera seguido un curso muy parecido al que siguió la
derrotada revolución alemana de 1918. Sin duda hubiera sido el partido más
avanzado y honrado; pero lo más seguro es que se hubiera dividido en un ala de
derecha (que bien podían haber encabezado Kaménev, Zinóviev y Stalin) y en otra
de izquierda (con Sliapnikov, Bujarin y Piatakov, que eran más bien
izquierdistas entonces), sin acertar en los momentos decisivos como los de
julio, la «korniloviada» y la insurrección.
Nadie tenía ni podía aspirar a tener la autoridad que Lenin poseía en el
partido, y el mismo Trotsky había invalidado su candidatura con su pasado
antibolchevique. Ponía muy por encima de su propio valor la capacidad y el
«genio prosaico» de Lenin para trabajar en la formación del partido, para
mantener la unidad entre la democracia y la acción y para imponer sus criterios
(lo que no siempre conseguía mediante la lucha política, la persuasión y el
convencimiento). Por otros motivos, seguía subestimando a Stalin, ya que no
captaba el peso y la influencia que tenía en el aparato bolchevique; seguía
empequeñeciendo su figura sin entender que, aunque hecho de una pasta sumamente
prosaica, Stalin poseía una capacidad física casi ilimitada (sólo compartida
por Sverdlov) para el «frente interno» del partido.
En ese terreno se encontró con otros muchos para quienes la revolución ya
había llegado a su finalidad básica, y cuando hablaban de ella se referían a
consolidar altos cargos. Pronto, Stalin empezó a hablar en nombre de ellos y de
las nuevas promociones para las que la «revolución» no era ya sino el Estado,
sus razones y sus servidores, y no la primera cadena, el principio de algo…Un
Estado que secularmente había estado manejado por una antigua burocracia, que,
como ocurre después de todas las grandes transformaciones políticas, se adapta
a la nueva situación para reproducir sus normas y sus formas de vida bajo otra
capa. Una burocracia sobre la que la gran literatura rusa había ofrecido
descripciones que más tarde pudieron reproducirse e incluso «enriquecerse» bajo
el estalinismo, del que fue, en no poca medida, su propio fruto. Su venganza
contra los que habían querido ir demasiado lejos.
Antes de que el estalinismo impusiera su «historia» oficial en el
movimiento comunista, a nadie se le ocurrió negarle a Trotsky su papel en 1917,
y, sin ir más lejos, aunque con cicatería, el propio Stalin escribió en 1918:
«Todo el trabajo de la organización práctica de la insurrección fue llevado a
cabo bajo la dirección inmediata del presidente del soviet de Petrogrado, el camarada Trotsky. Se
puede afirmar con seguridad que el partido debe principalmente y ante todo al
camarada Trotsky el que la guarnición militar se pusiera rápidamente al lado de
los soviets y la osada
ejecución del trabajo por parte del Consejo Revolucionario de los soldados».
Sobre la escuela de falsificación estaliniana, el célebre historiador
francés Marc Ferro escribiría lo siguiente: «La historiografía estalinista y
postestalinista, durante mucho tiempo, ha dado una versión errónea del papel de
los individuos y de los grupos, especialmente anarquistas, eseristas o
mencheviques. Cuando se trataba de personalidades bolcheviques tan eminentes
como Trotsky, Zinóviev, Kaménev o Sliapnikov, los descalifica sobre el plano
moral, los hace desaparecer cada vez que estuvieron de acuerdo con Lenin,
reapareciendo sólo en el caso contrario» (La
revolution russe de 1917, Flammarion, París, 1967, p. 121; tr. PG-A). En el mismo libro, Ferro trata la Historia de Trotsky como la «obra maestra»
sobre la Revolución
rusa.
Obviamente, durante mucho tiempo —por no decir siempre— se pensará en
términos distintos sobre este tema, pero hoy podemos ya afirmar que, se esté a
favor o en contra, no se podrá desarrollar la polémica sobre la base de la ya
olvidada y despreciada historiografía estalinista, y sí, al menos en lo
fundamental, por supuesto, sobre la relación de los hechos que dieron Trotsky y
su escuela, y por extensión todos los grandes testimonios sobre 1917 —como los
citados de Reed y Sujanov— y todos los que dieron fe de las luchas internas en
el seno del PCUS en los años veinte. Un buen ejemplo es el de E. H. Carr,
quien, destrozando las historias oficiales del PCUS y dando por bueno el
material testimonial de Trotsky, ofrece no obstante una interpretación de los
hechos que, en algunos aspectos, puede entenderse como «favorable» a la
«institucionalización inevitable» de Stalin.
emma goldmanPor otro lado, conviene subrayar que éste no fue un debate sobre
fidelidades, sino que ocultaba un trasfondo de instrumentalización. Así, el
proceso de excomunión del trotskismo fue una consecuencia más de la imposición
de una nueva escolástica llamada «leninista», que secaría el pensamiento
creativo en la URSS
y, en buena medida, en todo el movimiento comunista internacional hasta
extremos desesperantes. Todavía a principios de los años sesenta, el filósofo
marxista francés Henri Lefebvre tenía que inventarse una cita de Lenin para colar sus propias tesis en la industria
cultural del PCF.
El estalinismo ha acabado siendo la mayor de las tragedias para el ideal
y la causa socialista en el mundo. Sus consecuencias más evidentes, la
descomposición y ruina de los impropiamente llamados “países socialistas” o
“comunistas”, que nunca fueron tales ya que ni tan siquiera en sus albores más
míticos, sus fundadores dejaron muy claro que se trataba de iniciar un proceso
histórico que .inevitablemente- tendría que saldarse a escala internacional. El
internacionalismo era inherente al socialismo tanto or su propia naturaleza
como por sus propias exigencias básicas, derivadas de se iniciaba en países
atrasadazos y diezmados por desastrosos conflictos militares.
De esta manera, en la mayor de las paradojas conocidas, para buena parte
de la gente militante que compartía sus ideales originales en lo concreto,
significó detenciones, encarcelamiento, calumnias, hospitales psiquiátricos
—manicomios infectos— o zonas inhabitables, cuando no torturas y la muerte.
Páginas de barbarie incalculable sobre las que hoy no existe ya la más mínima
duda, y que en su momento fueron difíciles de diferenciar de las atrocidades
que la derecha atribuyó a la revolución desde el primer día. Semejante
aberración, a los ojos del pueblo trabajador, ha acabado «asesinando» el ideal
socialista y ensuciando el ideal comunista hasta el punto de que éste sólo
puede plantearse desde un concepto de refundación en la que la primera premisa
es proclamar su incompatibilidad con el estalinismo.
En este terreno, la cuestión de Trotsky y el trotskismo cobró
desde el principio una significación primordial: representaba el rechazo más
consecuente del curso estaliniano en nombre de todo lo que realmente fue. Hubo
otras oposiciones, y cuando fue posible trabajaron juntas, pero ninguna de
ellas actuó de una manera tan consecuente, y ninguna resultó tan perseguida y
calumniada.
Antes de Gorbachov, la mejor manera de que, en la mayoría de los países
llamados «socialistas», un turista se viera deportado inmediatamente hacia su
país era que simplemente pronunciara la palabra «Trotsky».
En su primera novela, La broma, Milan Kundera ofrecía una aguda
sátira sobre este tabú. En la
Checoslovaquia de mitad de los años sesenta, un chico un
tanto irreverente le escribía detrás de una tarjeta a su novia de las
juventudes: «¡Viva Trotsky!», y desde entonces su vida se convirtió en una
pesadilla.
Bibliografía. Según Marc Ferro, en su Historia
de la revolución rusa Trotsky falsea en cierta medida su papel diluyéndolo.
No resalta con las dimensiones debidas su papel en el Soviet de Petrogrado, ni su protagonismo en la preparación y
ejecución de la insurrección. Sin embargo, Nikolai N. Sujanov (cuya Historia de la revolución rusa fue
editada en una versión abreviada de Joel Carmichael por Caralt, Barcelona,
1970, tr. de Julio Gómez de la
Serna) lo consideró «peor que Lenin». Resulta curioso que
otras dos obras mayores sobre la historia de la revolución fuesen las de dos
escritores norteamericanos. La primera es la celebérrima Diez días que conmovieron el mundo, de John Reed, de la que existen
numerosas ediciones —la última en Orbis—, aunque conviene diferenciar entre la
traducción soviética «corregida» por funcionarios estalinistas y la auténtica,
y que se considera el mejor testimonio escrito no solamente sobre la Revolución rusa, sino
sobre cualquier otra revolución (sobre Reed se puede consultar mi antología Rojos y rojas, El Viejo Topo, Barcelona,
2003). Lenin recomendó la obra de Reed como ejemplar de cabecera para todos los
trabajadores del mundo, y Nadia Krupskaya prologó su primera edición rusa, que
sirvió, junto con la Historia del citado
cronista martoviano Nikolai Sujanov, como manual para las escuelas; nada que
ver, pues, con las falsificaciones y santificaciones estalinistas. Una edición
complementaria de la Historia fue la
recopilación efectuada por Fontamara bajo el título La revolución de octubre (1977), que comprendía El triunfo del bolchevismo (tr. de N.
Tasin), La revolución de Octubre (Ed.
del Siglo; fue reeditada en la colección 70 de Grijalbo con el título Cómo hicimos la revolución de octubre), Quince años (tr. de Nin para la revista Comunismo), ¿Qué es la revolución de Octubre? (ídem) y Tres concepciones de la revolución rusa (Emili Olcina).
Otro clásico es el voluminoso
ensayo de 1940 escrito por Edmund Wilson, Hacia
la Estación
de Finlandia. Ensayo sobre la forma de escribir y hacer la historia
(Alianza, Madrid, 1972, tr. de R. Tomero, F. Zalán y J. P. Gortázar), y en la
que la llegada de Lenin a Petrogrado en abril de 1917 es el punto de partida
para «simbolizar el final del accidental camino que fue necesario recorrer para
llegar a la conclusión de que la historia no está escrita de antemano y es
posible la transformación del orden social. Esa larga corriente comienza con el
primer teórico (Giambattista Vico) que intuyó que las instituciones sociales
son obra del hombre; prosigue su curso con el gran defensor de la tradición
revolucionaria francesa (Michelet), de la que se bifurca la escuela que
consagra la decadencia de los viejos ideales (Renan, Taine, Anatole France); se
hace caudalosa al recibir los afluentes del primer igualitarismo comunista
(Babeuf) y del socialismo utópico (Saint-Simon, Owen, Fourier); se ensancha con
la síntesis realizada por Marx y Engels (en encarnizada polémica con Lasalle y
Bakunin); y corre torrencialmente hacia su destino final con la teoría y la
práctica de Lenin y Trotsky» (extraído de la contraportada del libro). Edmund
Wilson (1895-1972) fue uno de los «compañeros de viaje» del trotskismo
norteamericano, y en esta reedición anota algunas importantes diferencias con
su edición inicial. Otra historia de primera magnitud es la de E. H. Carr (Historia
de la Rusia
soviética, en Alianza Universidad), cuyo breviario La
Revolución rusa
(1917-1927) fue editado por Alianza (1981, tr. de Ludolfo Paramio) y ha
contado con sucesivas reediciones (la última en el año 2002). Puede
considerarse algo así como la culminación de una aproximación rigurosa a un
acontecimiento sobre el cual el neoliberalismo trata de arrojar todos los
perros muertos del siglo XX.
1917 en 4 palabras
1. La recusación. La premisa central de toda aproximación
del pensamiento único” (la historia se acaba con el capitalismo democrático) a
la historia soviética es que todo fue ¡un desastre desde el primer día”
(Antonio Muñoz Molina)...De lo que se desprende, consecuentemente, que toda
tentativa de ruptura con este último, lleva al desastre, al totalitarismo
inherente a todas las utopías.
No hay pues, a donde ir (Cioran)
Desde los más diversos medios establecidos (diarios,
ensayos, documentales, etc.), en que, de no haber sido por los bolcheviques, el
régimen zarista (mal liderado por un zar ingenuo y bienintencionado, Cf.,
Nicolás y Älejandro, una notable película de Franklin Schaffner)) habría
acabado siendo una monarquía parlamentaria. En un documental sobre el Ejército
Rojo emitido en el programa Segle XX del Canal 33, se afirma que el general
Denikin quería que “los rusos decidieran libremente su destino”)
El bolchevismo fue totalitario desde el primer día, desde el
primer momento trató de exterminar a sus adversarios, Lenin quería vengarse de
la muerte de su hermano (el arrepentido Evgueni Evtuchenko); por lo tanto,
Stalin no hizo más que continuar la obra de su maestro, en cuanto Trotsky,
podía ser más brillante, pero no era mejor. Ya puesto en esta lógica, se le
pueden sumar los nombres que se quieran: Rosa Luxemburgo, Durruti, Che, Pol
Pot, Mao, mezclando personajes tan extremos como los que se puedan dar
bajo otros mantos, por ejemplo, del cristianismo…
Este ha sido el canon establecido por la historiografía
dominante después del desplome de la
URSS en 1991, y de todo lo demás. En algunos casos, estas
conclusiones se adornan con el aval de la apertura de los archivos soviéticos,
como si esto dividiera la historiografía sobre Octubre en un ante y un después.
2. El canon neoliberal. Entre los años sesenta y setenta, la
historiografía sobre la URSS
conoció un auge extraordinario. Se fue estableciendo un nuevo enfoque en
oposición:
--a la de los “cold warriors” del tipo Robert Conquest (la
historia de la URSS
era una historia del mal que permitía al autor justificar su apoyo entusiasta a
la agresión USA al Vietnam, entre otras cosas);
--b) a la historia oficial establecida por el estalinismo en
fases sucesivas, siendo la última la derivada del XX Congreso del PCUS, que
apenas había sido cuestionada por los partidos comunistas más evolucionados…
Con sus diversas matizaciones establecidas por sus
diferencias en relación al carácter socialista de su punto de mira, esta
historiografía más allá de la guerra fría”, fue presidida por la figura
imponente de E. H. Carr, inicialmente un historiador conservador que acabó
adoptando algunas de las premisas propuestas por Isaac Deutscher, no en vano la
viuda de este, Tamara Deutscher, sería su más firme colaboradora. Su breviario,
La revolución rusa. De Lenin a Stalin, es un resumen apretado de dicho punto de
mira. Al lado de estos, cabe distinguir una extensa pléyade de investigadores y
ensayistas: Moshe Lewin, Stephen Cohen, Pierre Broué, Georges Haupt, y otros
muchos, entre los que se incluye nuestro Fernández Buey por muchos de sus
trabajos. De una manera u otr, todos ellos han reconocido los aportes de la
oposición de izquierdas antiestalinista, la que salvaguardó el honor del
socialismo..
Desde los años ochenta, la “nomenklatura” neoliberal (en la
que no han faltado numerosos “arrepentidos” como François Furet o Antonio
Elorza) que se impondría hasta en la última emisora de radio, ha tratado de
borrar todas estas aportaciones para imponer como tesis única, la URSS como “imperio del mal”.
3. La opción neozarista. La Rusia zarista era un gigante con los pies de
barro, un Imperio con unas estructuras sociales tan anacrónicas como
injustas, el atraso y la miseria extrema fue denunciada a lo largo de todo el
siglo XIX, durante el cual conoció una revolución industrial animada sobre todo
por el capital extranjero (británico sobre todo). En ningún momento apareció
una burguesía democrática digna de tal nombre, entre otras cosas porque, desde
1848, la burguesía internacional temía más a la clase obrera que a las viejas
castas. En 1905 se demostró que solamente la alianza entre obreros y campesinos
podían llevar a cabo las tareas democráticas básicas: reforma agraria, libertad
de las nacionalidades oprimidas, la separación entre la Iglesia y el Estado,
etcétera. Como país dependiente, Rusia fue utilizada como “carne de cañón” de la Entente durante la “Gran
Guerra”. Después de la revolución de febrero (marzo en el calendario
europeo), el gobierno provisional se mostró incapaz tanto de firmar la
paz unilateralmente (estaba atado a Gran Bretaña y Francia), como de aprobar
las medidas democráticas que le exigían los soviet de obreros, campesinos y
soldados. La única opción de orden –burgués y terrateniente- en Rusia era la de
una dictadura militar de tipo fascista. El ejército blanco recompuesto con la
ayuda inapreciable de las potencias occidentales, no tenía como objetivo
ninguna democracia. Su principal característica era el antisemitismo, sin
embargo, esos trazos desaparecen en muchas de las evocaciones documentales de
la época.
De haber triunfado la contrarrevolución, el movimiento
obrero y la democracia habrían sufrido un trato no mejor que el que le
dispensó el franquismo al español. En cuanto a la representatividad de la
mayoría bolchevique, de no haber existido en grado superlativo, difícilmente
habría superado todos los embates, sobre todo considerando que en un principio,
su única defensa fueron las milicias obreras.
La historia, la literatura, los líderes soviéticos, nunca
ocultaron la existencia de un terror rojo justificado como legítima defensa.
Siempre fue, por lo tanto, la apertura de los archivos refrendaron o ampliaron
lo que ya se sabía. Los bolcheviques habían asido testigos de la “Gran Guerra”
(a la que se opusieron radicalmente), y no se detuvieron en miramientos en
defensa de una revolución cuya victoria entendían como primordial para el
socialismo internacional. Sibn lo que quedaba de la revolución, la Rusia soviética casi
desarmada por Stalin (que eliminó a la élite más preparada del Ejército Rojo,
que despreció todas las informaciones sobre una eminente ocupación nazi), nunca
habría derrotado a Hitler, dando un nuevo curso a la guerra mundial.
4. Una revolución legitima. La toma del Palacio de Invierno
no fue un golpe de Estado, sus consecuencias humanitarias fueron irrisorias en
comparación con los golpes de Estado pensados contra una mayoría social a la
que pretende aterrorizar. El gobierno provisional apenas si representaba una
minoría dentro de los soviets. El gobierno soviético inicial cumplió todas sus
promesas, firmó la paz con Alemania, dio la tierra a los campesinos, puso
a las empresas en sistema de autogestión y, lo que era mucho más difícil,
demostró su carácter internacionalista reconociendo el derecho de
autodeterminación de los pueblos oprimidos, para ellos, el régimen zarista
era un cárcel de pueblos. Esta primera época quedó reflejada en la Constitución
soviética de 1918 que proclamaba la Declaración de los
Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado. En este tiempo, Lenin se paseaba
entre la multitud sin escolta.
En aquellos “buenos tiempos” al decir de Trotsky, se
vivieron numerosos momentos que dejaron constancia de la ingenuidad y la buena
fe de la revolución, por ejemplo, los guardia rojos detuvieron a Wrangel y lo
dejaron libre, porque dio su palabra de que no se levantaría contra los
soviets, Alejandra Kollontaï “combatió” la huelga de los funcionarios de su
ministerios, llorando a lágrima viva, Lunarchaski dimió cuando le llegó la
noticia de que los Guardias Rojos habían destruido algunas piezas artísticas,
lo cual no era cierto. Los bolcheviques intentaron gobernar con otras fuerzas políticas,
pero estos interpretaron el tratado de Brest-Listovk como una traición, y
promovieron atentados armados contra los líderes bolcheviques, en algunos
casos, en colaboración con los servicios secretaros británicos que fueron
especialmente activos. No fue hasta finales de los años veinte, que las
potencias imperialistas desistieron en sus afanes restauracionistas.
Hasta finales de los años veinte, los políticos e
intelectuales opuestos al gobierno pudieron exiliarse, por la misma época tiene
lugar la NEP y
una fase de activismo cultural y artístico excepcional. Hasta 1927, el
PCUS apoya incondicionalmente todas las tentativas del Komintern. En 1921,
Lenin propuso que la sede de ésta estuviera fuera de Rusia.
5. Una revolución traicionada. Sin embargo, no es cierto que
gangrena burocrática comenzase después de la muerte de Lenin. Esta enfermedad,
de entrada, se entiende por el atraso secular del país, por el dominio cultural
que los funcionarios del antiguo régimen siguen manteniendo sobre la población.
Una población que podía estar con la revolución, pero que seguía con un pie en
su estadio anterior marcado por el analfabetismo, el antisemitismo, el
machismo, el alcoholismo, etc. La guerra civil deja a la vida económica y
social, al borde del abismo. Los soviets no pueden funcionar cuando ha
desaparecido la mayor parte de la industria. Las medidas tomadas entonces por
los bolcheviques contra otras minorías revolucionarias, así como los recortes
en derechos democráticos reconocidos de siempre en el partido, fueron
fatales…
En este contexto, el Estado se convirtió en el epicentro de
la vida, y el partido se confunde con el Estado. Gran parte de la vanguardia
había muerto en la guerra, otra parte está con los bolcheviques porque son los
que han ganado. El viejo partido de gente que se la juega por una revolución
que exigió grandes sacrificios, deja paso al nuevo partido de la “promoción
Lenin”. Parte del aparato (la
Checa), ha crecido utilizando métodos bárbaros, de
hecho, son ellos los que imponen una solución drástica a la revuelta de
Kronstadt. Son “cuadros” que se creen con derecho a una recompensa, sobre todo
aquellos que, como Stalin, confunde la revolución con sus ambiciones
personales. No es por casualidad que “el último combate de Lenin” (que este
quiere llevar a cabo con Trotsky), parta de la idea de que la URSS era un “Estado obrero
burocráticamente degenerado”.
Aquí cabría una discusión muy importante sobre la vida
social y cultural posrevolucionaria, el partido que, se fue quedando aislado en
el curso del avance revolucionario, acabó asumiendo un papel excesivo a todos
los niveles, incluyendo la vida cotidiana.
En realidad, sus escritos de esta época son los primeros
textos de lo que luego será la
Oposición de Izquierdas. Sin embargo, su muerte deja a
Stalin sin rival, y permite que Stalin (más Zinóviev, Kámenev y Bujarin), se
vista con el traje del “marxismo leninismo”. Convertido en un icono, Lenin es
citado y manipulado como el referente “verdadero” y “legitimador” del
“marxismo-leninismo”, algo que no existió mientras vivió, que no pudo haber
existido desde el momento en que su pensamiento estaba siempre abierto a la
crítica y a la reconsideración- Lo dicho: sus últimos escritos son una crítica,
una reconsideración de muchas de las cosas que se habían hecho, amén de los
apuntes para un análisis muy lúcido de una nueva realidad….
6. La revolución se postuló como la antesala de una
revolución internacional, como (la ruptura) del primer eslabón de la cadena
imperialista, una hipótesis que fracasó en su primera fase (1918-1923, sobre
todo en Alemania), pero que dejó abierta una vía que pudo repetirse en otras
ocasiones. Sin el potencial apoyo de la clase obrera mundial, no habría
sobrevivido, el imperio británico tuvo que ceder en sus afanes
contrarrevolucionarios “porque no quería ver un soviet en Londres”. El
socialismo en un solo país se fundamentó en la idea de que el socialismo ya
estaba en marcha, tal como había quedado después de la guerra. Cambió el
internacionalismo por el nacionalismo, de manera que el Komintern tuvo que
abandonar su estrategia para convertirse en la expresión de la política
exterior rusa, se “rusificó”.
Aunque deformada y traicionada, la revolución rusa siguió
siendo un referente pala los trabajadores como antes lo había sido la toma de la Bastilla para la
izquierda democrática. Desde los años treinta, este imaginario se
confundió con otro, con el de un país miserable y atrasado que se ponían
en la primera línea de las naciones con un crecimiento económico fulgurante,
como modelo de un desarrollo económico alternativa (planificado en
función de la mayoría social) que el imperialismo les negaba, de ahí que
para muchos, las críticas a la naturaleza ambivalente de la URSS y al estalinismo, les
pareciera parte de la propaganda anticomunista. Este modelo fue el animó al
general Giap, como él mismo cuenta en sus memorias, incluso lo fue para el
laborismo británico de principios de los años cuarenta. Este “socialismo” ha
llegado convertirse en un modelo fracaso, incluso en lo contrario que en un
modelo, pero en otros tiempos, tuvo un carácter movilizador.
Por otro lado, sin el miedo a la URSS y al “comunismo”, el
imperialismo no habría permitido el avance de muchas revoluciones
anticoloniales (de cuba sin ir más lejos), ni el capitalismo habría transigido
tanto tiempo con las conquistas sociales inscrita en lo que se ha llamado un
tanto abusivamente, “Estado del Bienestar”.
Esta historia no es agua pasada, ni mucho menos. No lo es
tampoco, 1789, le pasado no se archiva, sigue vivo.
Todavía es importante defender sus razones y su legitimidad,
y no olvidar los avances que trajo consigo, ahora más evidente cuando el
capitalismo se ha quedado sin oposición. No obstante, una de las tareas
más importantes de la izquierda militante actual ha sido desplazar las
cuestiones hacia las denuncias concretas del neoliberalismo, abogando por
nuevos alternativas en base a la máxima participación democrática posible.
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