martes, 21 de junio de 2016

Hay que prepararse. El año que viene es el centenario del Octubre de 1917







Hay que prepararse. El año que viene es el centenario del Octubre de 1917

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Ni sus más acervos críticos pueden negar que la Revolución de Octubre señaló un antes y un después en el curso de la historia. Su cadencia marcó todo el siglo xx, e incluso después de su derrota como modelo, todavía sigue siendo un momento histórico que marca el presente. Entre otras cosas, significó la primera revolución social triunfante en un marco histórico de
derrotas —en Alemania en tres ocasiones sucesivas,
1918, 1919 y 1921, un fracaso que constituyó el primer factor del ascenso del nazismo—, el desmoronamiento del imperio zarista, la aplicación de una acción política que, de entrada, firmó la paz, dio la tierra a los campesinos, consagró el poder de los soviets, aplicó el derecho de autodeterminación a países como Finlandia y Polonia, etcétera. Pero, más allá de cualquier otra cosa, la Revolución de Octubre mostraba a los oprimidos del mundo que el socialismo no solamente podía ser un sueño dominical, sino también una realidad. Esto fue lo que llevó a los de siempre a denigrarla desde el primer día, y a los inconformistas a asumir «positivamente» su destino.
Lenin, Trotsky y Octubre se confunden como parte de una misma historia. Mas, a pesar de todo esto, Trotsky, en su ejercicio como historiador, no duda en colocarse por debajo de Lenin y en afirmar lo siguiente: «En casi todos los casos, al menos en los más importantes, en que me he opuesto a Lenin, desde el punto de vista táctico o de organización, él tenía razón» (La revolución permanente).
Resultado de imagen de revolucion rusa trotskyAsí, en su Historia de la revolución rusa subraya que el papel de Lenin fue determinante, ya que sin él el partido bolchevique no hubiera sido el instrumento de la revolución, mientras que apenas resalta su propio papel como cabeza del Soviet de Petrogrado y como cerebro y ejecutor de la insurrección. Escribe en esta obra que llegó «a Lenin como a un maestro del cual había comprendido su fuerza y su importancia más tarde que algunos, pero puede ser que mucho más ampliamente». En otras ocasiones compara su evolución con la de aquellos a quienes llama «epígonos», viniendo con ello a decir que, mientras que los «viejos bolcheviques» miraron siempre a Lenin de rodillas, sin asumir la coherencia de su pensamiento en toda su amplitud y quedando «huérfanos» a su muerte, él, sin embargo, siempre lo miró de frente. Asumió su pensamiento después de un duro proceso de aprendizaje y pudo continuar sus aportaciones fundamentales como un leninista creativo. En este sentido, se compara con el erudito alemán Frank Mehring, quien empezó denostando al marxismo para convertirse luego en uno de los discípulos más importantes de Engels y morir como un comunista en las mismas barricadas que Rosa Luxemburgo.
Resultado de imagen de revolucion rusa trotskyGeneralmente ocurre que, cuando se habla de Trotsky, se insiste principalmente en esta etapa, por otra parte la más brillante de su biografía. Trotsky estaba convencido de que 1917 era el comienzo de una revolución mundial y de que la suerte inmediata de ésta se ventilaría en el transcurso de los próximos combates en Europa. Los bolcheviques que contaban al principio de este año con unos veinticinco mil militantes; pasó de la clandestinidad al poder en nombre de la mayoría en los soviets. Conservó este poder en nombre de una clase obrera minoritaria en un auténtico océano campesino y pequeñoburgués enfrentándose con un Ejército técnica­mente muy superior y con un terrible cerco internacional, y aniquiló la oposición de las clases privilegiadas mientras esperaba la extensión de la revolución por todo el mundo. Este partido no dudó en llevar a cabo su programa de paz, reforma agraria, derecho de autodeterminación —incluso con nacionalidades que luego serían ferozmente hostiles a la revolución— y el control obrero de la producción. En un primer momento, este gigantesco esfuerzo hizo pensar a Trotsky que su vía podía ser continuada incluso de mejor manera y en mejores condiciones en un tiempo en que las revoluciones se pusieron al orden del día. Pero luego este planteamiento fue atemperado por los propios hechos, sobre todo cuando las diversas crisis sociales alemanas plantearon la posibilidad de la revolución pero no las resolvieron. Este fracaso dislocó radicalmente la premisa esencial de Octubre, su carácter de ruptura del primer eslabón del imperialismo. La situación cambió de rumbo. Mientras que en Rusia no se daban las condiciones materiales para construir el socialismo, en Occidente las condiciones políticas para hacer la revo­lución se harían mucho más arduas por dos motivos complementarios: a) porque la burguesía, bien por la izquierda —reformas socialdemócratas para contener el proceso—, bien por la derecha —contrarrevolución preventiva—, no consentiría una fase de doble poder como la que encarnó Kerensky; y b) porque los partidos comunistas comenzarían una distorsión en su proyecto y significado...
La idea de una nueva internacional se hizo patente cuando los líderes socialistas votaron a favor de los créditos de guerra de sus propios gobiernos «patrióticos» y los bolcheviques llamaron a su creación cuando disfrutaron de un primer respiro, aunque, de hecho, ésta ya existía en la amplia solidaridad internacional con la revolución, así como en la presencia cada vez más creciente de viajeros que siguieron la estela abierta por John Reed. Esta internacional tendría que ser «el partido de la revolución mundial» en una era de la his­toria que Lenin caracterizó de crisis general del sistema capitalista, de guerras, revoluciones y contrarrevoluciones. Debía ser el instrumento para avanzar inmediatamente en la conquista de la mayor parte de las masas y del poder. Mientras en suelo ruso el cerco internacional agravaba las condiciones materiales, en el terreno internacional las derrotas de la revolución se sucedían. Trotsky, que había encarnado como pocos esta etapa de ascenso revolucionarlo, se encontrará ante las dificultades de un curso marcadamente reaccionario y lleno de imprevistos sobre el que la reciente historiografía impuesta por el neoliberalismo ha creado su propia escuela de falsificación. Pero empecemos por el año 1...

     Trotsky fue, al mismo tiempo, el primero que com­prendió el carácter social de la Revolución rusa, uno de sus líderes más brillante durante su ejecución y, luego, uno de sus mejores historiadores hasta el presente. Al cabo de los años tuvo que volver al campo de batalla —esta vez con la pluma— para expulsar a los falsarios de la burocracia que intentaban no sólo hacer desaparecer o desfigurar su lugar en la historia y el de la casi totalidad de los capi­tanes de la revolución, sino también distorsionar sus enseñanzas y convertir Octubre en una especie de fecha santa para mayor gloria de sus sepultureros y usurpadores. Trotsky estaba convencido de que la verdad histórica es un arma irrenunciable en manos de la clase revolucionaria y que son las clases decadentes las que temen la verdad y por eso la falsifican.

Sobre su obra como historiador escribió Deutscher: «Mientras que Marx se eleva muy por encima de su discípulo en cuanto al poder de su pensamiento abstracto y su imaginación gótica, el discípulo es superior como artista épico; especialmente como maestro en la representación gráfica de las masas y de los individuos en acción. Su análisis sociopolítico y su visión artística concuerdan hasta tal punto que no hay trazas de divergencia alguna. Su pensamiento y su imaginación se elevan juntos. Expone su teoría de la revolución con la tensión y el impulso vital de la narra­tiva; y su narrativa adquiere profundidad a partir de sus ideas. Sus escenas, semblanzas y diálogos, sensuales en su realidad, están iluminados interior­mente por su concepción del proceso histórico».
En la célebre Conferencia de Copenhague de 1932 organizada por las juventudes socialistas danesas, Trotsky, sintetizando las ideas que acababa de desarrollar en su Historia, enumera así las premisas que confluyeron en Octubre:

     1. La podredumbre de las viejas clases dominantes: de la nobleza, de la monarquía, de la burocracia; 2. La debilidad política de la burguesía, que no tenía ninguna raíz en las masas populares; 3. El carácter revolucionario de la cuestión agraria; 4. El carácter revolucionario del problema de las nacionalidades oprimidas; 5. El peso social del proletariado. A estas premisas orgánicas hay que agregar ciertas condiciones de coyuntura de excepcional importancia: 6. La revolución de 1905 fue una gran lección o, según la expresión de Lenin, «un ensayo general» de la revolución de 1917. Los soviets, como forma de organización irreemplazable de frente único proletario en la revolución, fueron por primera vez organizados en 1905; 7. La guerra imperialista agudizó todas las contradicciones, arrancó a las masas atrasadas de su estado de inmovilidad, preparando así el carácter grandioso de la catástrofe. Pero todas estas condiciones, que eran suficientes para que estallara la revolución, resultaban, sin embargo, insuficientes para asegurar la victoria del proletariado en la revolución. Para esta victoria faltaba una condición: 8. El partido bolchevique.

Si seguimos el hilo de este esquema para hacer una lectura aproximativa de las ideas de Trotsky sobre Octubre, podemos realizar la siguiente síntesis.
Resultado de imagen de revolucion rusa trotskyLa autarquía rusa no había conocido ni la Reforma, ni el Renacimiento ni la revolución liberal burguesa, pero sí la revolución industrial, y sobrevivía anacrónicamente en el momento de la crisis general del capitalismo, dentro del cual constituía «el eslabón más débil». Sin embargo, en la medida en que la burguesía carecía de una sólida vertebración nacional y de apoyo social, se veía obligada a pactar con la camarilla palaciega del zar contra la revolución, exigiendo a cambio una apertura constitucional (el partido cadete sólo quería una monarquía constitucional).
En ausencia de otra alternativa política, la burguesía usurpó en febrero el poder que los obreros habían conseguido en la calle y en las barricadas. Sus representantes más calificados intentaron desde el primer momento impedir una ruptura total con el zarismo y evitar por todos los medios a su alcance la consecución de las tareas democráticas que se exigían ya desde los soviets que se establecían por doquier; reprimieron a los campesinos y se opusieron a todo intento de reforma agraria; exaltaron el centralismo de la Gran Madre Rusia y negaron sus derechos a las nacionalidades oprimidas; pospusieron una y otra vez la convocatoria de una Asamblea Constituyente y, sobre todo, no dudaron en ningún momento en proseguir la guerra expansionista, lo cual provocó la caída de su primer gobierno provisional. Cuando la crisis social socavaba su poder, la reacción movió  su mano derecha  e intentó llevar a cabo el golpe sedicioso de Kornilov para imponer una dictadura militar, mientras que con la mano izquierda instigaron a Kerensky y a los partidos reformistas a vaciar de poder a los soviets, acabar con la «anarquía» en el Ejército y reprimir a los bolcheviques, «enemigos de la libertad».
El campesinado, que era la mayoría en la nación, siguió esta vez a la decidida minoría proletaria. Los soldados fueron los que introdujeron los soviets en el campo, después de haberlos impuesto en los cuarteles, donde querían hacer valer los principios democráticos. Eligieron a sus representantes, se opusieron a las normas castrenses más odiosas y no se lo pensaron dos veces al disparar contra el oficial que quería utilizarlos contra sus compañeros o para luchar contra el «enemigo»; habían hecho suya la consigna de Karl Liebknecht: «El enemigo está en nuestro propio país». Los soviets campesinos defendieron en sus proclamas y en su intención a los eseristas y clamaron contra los bolcheviques; sin embargo, en la práctica exigieron una re­forma agraria radical, ocuparon las tierras y prendieron fuego a las propiedades de los terratenientes. Odiaban radicalmente la guerra y, como diría Trotsky, las tierras que conquistar no las veían en Constantinopla, sino en su propia aldea. En las nacionalidades oprimidas, los nacionalistas y los socialistas que reclamaron vanamente sus libertades al gobierno provi­sional sólo las consiguieron con la revolución bolchevique. Esta actuación consecuente hizo más que cualquier otra cosa en la difusión de las aportaciones de Lenin sobre la cuestión, aportaciones que se ampliarían sobre los movimientos de liberación antiimperialistas.
El proletariado fue la maravilla de la revolución. Había derrocado al zarismo con unas movilizaciones que iniciaron las mujeres y había creado organismos soviéticos en las empresas, en los barrios y en los cuarteles. Las grandes ciudades industriales como Petrogrado se convirtieron en el corazón del proceso revolucionario. Trotsky explica que la revolución fue, antes que nada, un cambio psicológico en las masas trabajadoras, que habían irrumpido en la historia con un valor extraordinario, con una gran dignidad y dispuestas a «asaltar los cielos»: dispuestas a conseguir la libertad y la igualdad. Habían tomado conciencia de que no debían seguir siendo los humillados y ofendidos de antes y de que podían solucionar con su unidad y su lucha los graves problemas ocasionados por los señores de las tierras y de las fábricas hasta establecer una nueva vida… En los soviets escucharon las propuestas y las verificaron en la práctica.
Resultado de imagen de revolucion rusa trotskyEn un principio, la mayoría esperó los frutos por la vía de las reformas y confió en los representantes eseristas y mencheviques; pero, al mismo tiempo, fueron tomando nota de las críticas minoritarias. Cuando la política de colaboración de clases se mostró como un freno a sus conquistas y sus exigencias de profundizarlas, se inclinaron hacia los bolcheviques y muchos incrementaron las filas de este partido.
Al Partido Bolchevique le correspondió el papel más difícil de todo proceso revolucionario: unir el programa más avanzado con una inserción mayoritaria en el movimiento. Fue la bisagra que unió la crisis social con la conquista del poder. Para Trotsky, las masas habían logrado poner el orden establecido al borde del abismo; pero, al igual que el herrero no puede coger el hierro candente con sus manos desnudas, las masas organizadas no pueden tomar el poder sin un partido que ha preparado el camino y se ha preparado para hacer la revolución desde mucho tiempo atrás. El principal mérito de este partido se encontraba en que había logrado, entre otras cosas, seleccionar a los mejores cuadros del movimiento social, había forjado sus instrumentos de programa y organización, y había aprendido de las masas y de los acontecimientos para saber ir contra la corriente hasta el momento en que la crisis social y la madurez de las masas lo pusieron ante el «mo­mento de la verdad». Entonces no le faltó decisión ni audacia.
Todo esto no quería decir, para Trotsky, que este partido fuera un monolito cimentado por una voluntad única y lineal y por unos hombres que desconocían las dudas y las contradicciones internas. Ésta es una leyenda estalinista que ha servido de base para el llamado «realismo socialista» en el arte y la cultura. El Partido Bolchevique tuvo que efectuar una importante y constante rectificación para estar a la altura de las circunstancias: superar su tradicional desconfianza hacia los soviets, despegarse del ala izquierda menchevique y de la izquierda del gobierno provisional, aceptar el giro estratégico propuesto por Lenin y asumir el carácter proletario de la revolución, abrir sus puertas a amplios sectores de las masas y a tendencias y militantes provenientes, como Trotsky y sus amigos, del grupo llamado “interradio”, e incluso a mencheviques, eseristas y anarquistas. Finalmente, tuvo que pasar por encima del natural conservadurismo de partido que, representado por Kaménev y Zinóviev, temía jugárselo todo a la carta insurreccional.
El proceso revolucionario tuvo un curso muy desigual. Empezó con el brusco salto de la revolución de febrero, que sorprendió a todos. Conoció el reflujo que siguió a las «jornadas de julio», durante el cual los bolcheviques tuvieron que oponerse a un movimiento semiinsurreccional cuando las condiciones no eran todavía propicias, y soportar luego la calumnia y la persecución (con Trotsky, la plana mayor bolchevique pasó por las cárceles, mientras que Lenin tuvo que esconderse para evitar lo que pudo ser un asesinato similar al de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht). Los bolcheviques no dudaron en apoyar a Kerensky con motivo del golpe de Kornilov, pero lo hicieron de tal manera que se fortaleció la desconfianza de las masas hacia los pactos con la burguesía y el armamento miliciano en fábricas y barrios, con una clase obrera que estaba desempeñando el papel protagonista de una obra en la que hasta los últimos planteaban sus inquietudes.
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En su Historia de la revolución rusa, este cuadro cobra la vida y la fuerza de una película como El acorazado Potemkin. Trata los hechos y los personajes con el rigor de un hipotético sabio militar que sabe reconstruir fielmente la realidad para no engañarse ni sobre su fuerza ni sobre la del enemigo. Pero en este cuadro hay dos puntos que podemos considerar débiles: la sobrevaloración de Lenin como el único personaje indispensable entre las piezas clave de la revolución, y una infravaloración del propio Trotsky y de Stalin. Según Trotsky, sin Lenin el partido bolchevique no hubiera ocupado el lugar que ocupó, y, sin este partido, la Revolución rusa seguramente hubiera seguido un curso muy parecido al que siguió la derrotada revolución alemana de 1918. Sin duda hubiera sido el partido más avanzado y honrado; pero lo más seguro es que se hubiera dividido en un ala de derecha (que bien podían haber encabezado Kaménev, Zinóviev y Stalin) y en otra de izquierda (con Sliapnikov, Bujarin y Piatakov, que eran más bien izquierdistas entonces), sin acertar en los momentos decisivos como los de julio, la «kor­niloviada» y la insurrección.
Nadie tenía ni podía aspi­rar a tener la autoridad que Lenin poseía en el partido, y el mismo Trotsky había invalidado su candidatura con su pasado antibolchevique. Ponía muy por encima de su propio valor la capacidad y el «genio prosaico» de Lenin para trabajar en la formación del partido, para mantener la unidad entre la democracia y la acción y para imponer sus criterios (lo que no siempre conseguía mediante la lucha política, la persuasión y el convencimiento). Por otros motivos, seguía subestimando a Stalin, ya que no captaba el peso y la influencia que tenía en el aparato bolchevique; seguía empequeñeciendo su figura sin entender que, aunque hecho de una pasta sumamente prosaica, Stalin poseía una capacidad física casi ilimitada (sólo compartida por Sverdlov) para el «frente interno» del partido.
En ese terreno se encontró con otros muchos para quienes la revolución ya había llegado a su finalidad básica, y cuando hablaban de ella se referían a consolidar altos cargos. Pronto, Stalin empezó a hablar en nombre de ellos y de las nuevas promociones para las que la «revolución» no era ya sino el Estado, sus razones y sus servidores, y no la primera cadena, el principio de algo…Un Estado que secularmente había estado manejado por una antigua burocracia, que, como ocurre después de todas las grandes transformaciones políticas, se adapta a la nueva situación para reproducir sus normas y sus formas de vida bajo otra capa. Una burocracia sobre la que la gran literatura rusa había ofrecido descripciones que más tarde pudieron reproducirse e incluso «enriquecerse» bajo el estalinismo, del que fue, en no poca medida, su propio fruto. Su venganza contra los que habían querido ir demasiado lejos.
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Antes de que el estalinismo impusiera su «historia» oficial en el movimiento comunista, a nadie se le ocurrió negarle a Trotsky su papel en 1917, y, sin ir más lejos, aunque con cicatería, el propio Stalin escribió en 1918: «Todo el trabajo de la organización práctica de la insurrección fue llevado a cabo bajo la dirección inmediata del presidente del soviet de Petrogrado, el camarada Trotsky. Se puede afirmar con seguridad que el partido debe principalmente y ante todo al camarada Trotsky el que la guarnición militar se pusiera rápidamente al lado de los soviets y la osada ejecución del trabajo por parte del Consejo Revolucionario de los soldados».

Sobre la escuela de falsificación estaliniana, el célebre historiador francés Marc Ferro escribiría lo siguiente: «La historiografía estalinista y postestalinista, durante mucho tiempo, ha dado una versión errónea del papel de los individuos y de los grupos, especialmente anarquistas, eseristas o mencheviques. Cuando se trataba de personalidades bolcheviques tan eminentes como Trotsky, Zinóviev, Kaménev o Sliapnikov, los descalifica sobre el plano moral, los hace desaparecer cada vez que estuvieron de acuerdo con Lenin, reapareciendo sólo en el caso contrario» (La revolution russe de 1917, Flammarion, París, 1967, p. 121;  tr. PG-A). En el mismo libro, Ferro trata la His­toria de Trotsky como la «obra maestra» sobre la Revolución rusa.
Obviamente, durante mucho tiempo —por no decir siempre— se pensará en términos distintos sobre este tema, pero hoy podemos ya afirmar que, se esté a favor o en contra, no se podrá desarrollar la polémica sobre la base de la ya olvidada y despreciada historiografía esta­linista, y sí, al menos en lo fundamental, por supuesto, sobre la relación de los hechos que dieron Trotsky y su escuela, y por extensión todos los grandes testimonios sobre 1917 —como los citados de Reed y Sujanov— y todos los que dieron fe de las luchas internas en el seno del PCUS en los años veinte. Un buen ejemplo es el de E. H. Carr, quien, destrozando las historias oficiales del PCUS y dando por bueno el material testimonial de Trotsky, ofrece no obstante una interpretación de los hechos que, en algunos aspectos, puede entenderse como «favorable» a la «institucionalización inevitable» de Stalin.
emma goldmanPor otro lado, conviene subrayar que éste no fue un debate sobre fidelidades, sino que ocultaba un trasfondo de instrumentalización. Así, el proceso de excomunión del trotskismo fue una consecuencia más de la imposición de una nueva escolástica llamada «leninista», que secaría el pensamiento creativo en la URSS y, en buena medida, en todo el movimiento comunista internacional hasta extremos desesperantes. Todavía a principios de los años sesenta, el filósofo marxista francés Henri Lefebvre tenía que inventarse una cita de Lenin para colar sus propias tesis en la industria cultural del PCF.
El estalinismo ha acabado siendo la mayor de las tragedias para el ideal y la causa socialista en el mundo. Sus consecuencias más evidentes, la descomposición y ruina de los impropiamente llamados “países socialistas” o “comunistas”, que nunca fueron tales ya que ni tan siquiera en sus albores más míticos, sus fundadores dejaron muy claro que se trataba de iniciar un proceso histórico que .inevitablemente- tendría que saldarse a escala internacional. El internacionalismo era inherente al socialismo tanto or su propia naturaleza como por sus propias exigencias básicas, derivadas de se iniciaba en países atrasadazos y diezmados por desastrosos conflictos militares.
De esta manera, en la mayor de las paradojas conocidas, para buena parte de la gente militante que compartía sus ideales originales en lo concreto, significó detenciones, encarcelamiento, calumnias, hospitales psiquiátricos —manicomios infectos— o zonas inhabitables, cuando no torturas y la muerte. Páginas de barbarie incalculable sobre las que hoy no existe ya la más mínima duda, y que en su momento fueron difíciles de diferenciar de las atrocidades que la derecha atribuyó a la revolución desde el primer día. Semejante aberración, a los ojos del pueblo trabajador, ha acabado «asesinando» el ideal socialista y ensuciando el ideal comunista hasta el punto de que éste sólo puede plantearse desde un concepto de refundación en la que la primera premisa es proclamar su incompatibilidad con el estalinismo.
En este terreno, la cuestión de Trotsky y el trotskismo cobró desde el principio una significación primordial: representaba el rechazo más consecuente del curso estaliniano en nombre de todo lo que realmente fue. Hubo otras oposiciones, y cuando fue posible trabajaron juntas, pero ninguna de ellas actuó de una manera tan consecuente, y ninguna resultó tan perseguida y calumniada.
Antes de Gorbachov, la mejor manera de que, en la mayoría de los países llamados «socialistas», un turista se viera deportado inmediatamente hacia su país era que simplemente pronunciara la palabra «Trotsky».
En su primera novela, La broma, Milan Kundera ofrecía una aguda sátira sobre este tabú. En la Checoslovaquia de mitad de los años sesenta, un chico un tanto irreverente le escribía detrás de una tarjeta a su novia de las juventudes: «¡Viva Trotsky!», y desde entonces su vida se convirtió en una pesadilla.

Resultado de imagen de revolucion rusa trotskyBibliografía. Según Marc Ferro, en su Historia de la revolución rusa Trotsky falsea en cierta medida su papel diluyéndolo. No resalta con las dimensiones debidas su papel en el Soviet de Petrogrado, ni su protagonismo en la preparación y ejecución de la insurrección. Sin embargo, Nikolai N. Sujanov (cuya Historia de la revolución rusa fue editada en una versión abreviada de Joel Carmichael por Caralt, Barcelona, 1970, tr. de Julio Gómez de la Serna) lo consideró «peor que Lenin». Resulta curioso que otras dos obras mayores sobre la historia de la revolución fuesen las de dos escritores norteamericanos. La primera es la celebérrima Diez días que conmovieron el mundo, de John Reed, de la que existen numerosas ediciones —la última en Orbis—, aunque conviene diferenciar entre la traducción soviética «corregida» por funcionarios estalinistas y la auténtica, y que se considera el mejor testimonio escrito no solamente sobre la Revolución rusa, sino sobre cualquier otra revolución (sobre Reed se puede consultar mi antología Rojos y rojas, El Viejo Topo, Barcelona, 2003). Lenin recomendó la obra de Reed como ejemplar de cabecera para todos los trabajadores del mundo, y Nadia Krupskaya prologó su primera edición rusa, que sirvió, junto con la Historia del citado cronista martoviano Nikolai Sujanov, como manual para las escuelas; nada que ver, pues, con las falsificaciones y santificaciones estalinistas. Una edición complementaria de la Historia fue la recopilación efectuada por Fontamara bajo el título La revolución de octubre (1977), que comprendía El triunfo del bolchevismo (tr. de N. Tasin), La revolución de Octubre (Ed. del Siglo; fue reeditada en la colección 70 de Grijalbo con el título Cómo hicimos la revolución de octubre), Quince años (tr. de Nin para la revista Comunismo), ¿Qué es la revolución de Octubre? (ídem) y Tres concepciones de la revolución rusa (Emili Olcina).
Resultado de imagen de Nikolai N. Sujanov (cuya Historia de la revolución rusaOtro clásico es el voluminoso ensayo de 1940 escrito por Edmund Wilson, Hacia la Estación de Finlandia. Ensayo sobre la forma de escribir y hacer la historia (Alianza, Madrid, 1972, tr. de R. Tomero, F. Zalán y J. P. Gortázar), y en la que la llegada de Lenin a Petrogrado en abril de 1917 es el punto de partida para «simbolizar el final del accidental camino que fue necesario recorrer para llegar a la conclusión de que la historia no está escrita de antemano y es posible la transformación del orden social. Esa larga corriente comienza con el primer teórico (Giambattista Vico) que intuyó que las instituciones sociales son obra del hombre; prosigue su curso con el gran defensor de la tradición revolucionaria francesa (Michelet), de la que se bifurca la escuela que consagra la decadencia de los viejos ideales (Renan, Taine, Anatole France); se hace caudalosa al recibir los afluentes del primer igualitarismo comunista (Babeuf) y del socialismo utópico (Saint-Simon, Owen, Fourier); se ensancha con la síntesis realizada por Marx y Engels (en encarnizada polémica con Lasalle y Bakunin); y corre torrencialmente hacia su destino final con la teoría y la práctica de Lenin y Trotsky» (extraído de la contraportada del libro). Edmund Wilson (1895-1972) fue uno de los «compañeros de viaje» del trotskismo norteamericano, y en esta reedición anota algunas importantes diferencias con su edición inicial. Otra historia de primera magnitud es la de E. H. Carr (Historia de la Rusia soviética, en Alianza Universidad), cuyo breviario La Revolución rusa (1917-1927) fue editado por Alianza (1981, tr. de Ludolfo Paramio) y ha contado con sucesivas reediciones (la última en el año 2002). Puede considerarse algo así como la culminación de una aproximación rigurosa a un acontecimiento sobre el cual el neoliberalismo trata de arrojar todos los perros muertos del siglo XX.

1917 en 4 palabras
1. La recusación. La premisa central de toda aproximación del pensamiento único” (la historia se acaba con el capitalismo democrático) a la historia soviética es que todo fue ¡un desastre desde el primer día” (Antonio Muñoz Molina)...De lo que se desprende, consecuentemente, que toda tentativa de ruptura con este último, lleva al desastre, al totalitarismo inherente a todas las utopías.
No hay pues, a donde ir (Cioran)
Resultado de imagen de Nikolai N. Sujanov (cuya Historia de la revolución rusaDesde los más diversos medios establecidos (diarios, ensayos, documentales, etc.), en que, de no haber sido por los bolcheviques, el régimen zarista (mal liderado por un zar ingenuo y bienintencionado, Cf., Nicolás y Älejandro, una notable película de Franklin Schaffner)) habría acabado siendo una monarquía parlamentaria. En un documental sobre el Ejército Rojo emitido en el programa Segle XX del Canal 33, se afirma que el general Denikin quería que “los rusos decidieran libremente su destino”)
El bolchevismo fue totalitario desde el primer día, desde el primer momento trató de exterminar a sus adversarios, Lenin quería vengarse de la muerte de su hermano (el arrepentido Evgueni Evtuchenko); por lo tanto, Stalin no hizo más que continuar la obra de su maestro, en cuanto Trotsky, podía ser más brillante, pero no era mejor. Ya puesto en esta lógica, se le pueden sumar los nombres que se quieran: Rosa Luxemburgo, Durruti, Che, Pol Pot, Mao,  mezclando personajes tan extremos como los que se puedan dar  bajo otros mantos, por ejemplo, del cristianismo…
Este ha sido el canon establecido por la historiografía dominante después del desplome de la URSS en 1991, y de todo lo demás. En algunos casos, estas conclusiones se adornan con el aval de la apertura de los archivos soviéticos, como si esto dividiera la historiografía sobre Octubre en un ante y un después.

2. El canon neoliberal. Entre los años sesenta y setenta, la historiografía sobre la URSS conoció un auge extraordinario. Se fue estableciendo un nuevo enfoque en oposición:
--a la de los “cold warriors” del tipo Robert Conquest (la historia de la URSS era una historia del mal que permitía al autor justificar su apoyo entusiasta a la agresión USA al Vietnam, entre otras cosas);
--b) a la historia oficial establecida por el estalinismo en fases sucesivas, siendo la última la derivada del XX Congreso del PCUS, que apenas había sido cuestionada por los partidos comunistas más evolucionados…
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Con sus diversas matizaciones establecidas por sus diferencias en relación al carácter socialista de su punto de mira, esta historiografía más allá de la guerra fría”, fue presidida por la figura imponente de E. H. Carr, inicialmente un historiador conservador que acabó adoptando algunas de las premisas propuestas por Isaac Deutscher, no en vano la viuda de este, Tamara Deutscher, sería su más firme colaboradora. Su breviario, La revolución rusa. De Lenin a Stalin, es un resumen apretado de dicho punto de mira. Al lado de estos, cabe distinguir una extensa pléyade de investigadores y ensayistas: Moshe Lewin, Stephen Cohen, Pierre Broué, Georges Haupt, y otros muchos, entre los que se incluye nuestro Fernández Buey por muchos de sus trabajos. De una manera u otr, todos ellos han reconocido los aportes de la oposición de izquierdas antiestalinista, la que salvaguardó el honor del socialismo..
Desde los años ochenta, la “nomenklatura” neoliberal (en la que no han faltado numerosos “arrepentidos” como François Furet o Antonio Elorza) que se impondría hasta en la última emisora de radio, ha tratado de borrar todas estas aportaciones para imponer como tesis única, la URSS como “imperio del mal”.

3. La opción neozarista. La Rusia zarista era un gigante con los pies de barro,  un Imperio con unas estructuras sociales tan anacrónicas como injustas, el atraso y la miseria extrema fue denunciada a lo largo de todo el siglo XIX, durante el cual conoció una revolución industrial animada sobre todo por el capital extranjero (británico sobre todo). En ningún momento apareció una burguesía democrática digna de tal nombre, entre otras cosas porque, desde 1848, la burguesía internacional temía más a la clase obrera que a las viejas castas. En 1905 se demostró que solamente la alianza entre obreros y campesinos podían llevar a cabo las tareas democráticas básicas: reforma agraria, libertad de las nacionalidades oprimidas, la separación entre la Iglesia y el Estado,  etcétera. Como país dependiente, Rusia fue utilizada como “carne de cañón” de la Entente durante la “Gran Guerra”.  Después de la revolución de febrero (marzo en el calendario europeo), el gobierno provisional se mostró incapaz tanto de firmar la  paz unilateralmente (estaba atado a Gran Bretaña y Francia), como de aprobar las medidas democráticas que le exigían los soviet de obreros, campesinos y soldados. La única opción de orden –burgués y terrateniente- en Rusia era la de una dictadura militar de tipo fascista. El ejército blanco recompuesto con la ayuda inapreciable de las potencias occidentales, no tenía como objetivo ninguna democracia. Su principal característica era el antisemitismo, sin embargo, esos trazos desaparecen en muchas de las evocaciones documentales de la época.
De haber triunfado la contrarrevolución, el movimiento obrero y la democracia habrían sufrido un trato no mejor que el que le dispensó  el franquismo al español. En cuanto a la representatividad de la mayoría bolchevique, de no haber existido en grado superlativo, difícilmente habría superado todos los embates, sobre todo considerando que en un principio, su única defensa fueron las milicias obreras.
La historia, la literatura, los líderes soviéticos, nunca ocultaron la existencia de un terror rojo justificado como legítima defensa. Siempre fue, por lo tanto, la apertura de los archivos refrendaron o ampliaron lo que ya se sabía. Los bolcheviques habían asido testigos de la “Gran Guerra” (a la que se opusieron radicalmente), y no se detuvieron en miramientos en defensa de una revolución cuya victoria entendían como primordial para el socialismo internacional. Sibn lo que quedaba de la revolución, la Rusia soviética casi desarmada por Stalin (que eliminó a la élite más preparada del Ejército Rojo, que despreció todas las informaciones sobre una eminente ocupación nazi), nunca habría derrotado a Hitler, dando un nuevo curso a la guerra mundial.

4. Una revolución legitima. La toma del Palacio de Invierno no fue un golpe de Estado, sus consecuencias humanitarias fueron irrisorias en comparación con los golpes de Estado pensados contra una mayoría social a la que pretende aterrorizar. El gobierno provisional apenas si representaba una minoría dentro de los soviets. El gobierno soviético inicial cumplió todas sus promesas, firmó la paz con Alemania, dio la tierra  a los campesinos, puso a las empresas en sistema de autogestión y, lo que era mucho más difícil, demostró su carácter  internacionalista reconociendo el derecho de autodeterminación de los pueblos oprimidos, para ellos, el régimen zarista era  un cárcel de pueblos. Esta primera época quedó  reflejada en la Constitución soviética de 1918 que proclamaba    la Declaración de los Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado. En este tiempo, Lenin se paseaba entre la multitud sin escolta.
En aquellos “buenos tiempos” al decir de Trotsky, se vivieron numerosos momentos que dejaron constancia de la ingenuidad y la buena fe de la revolución, por ejemplo, los guardia rojos detuvieron a Wrangel y lo dejaron libre, porque dio su palabra de que no se levantaría contra los soviets, Alejandra Kollontaï “combatió” la huelga de los funcionarios de su ministerios, llorando a lágrima viva, Lunarchaski dimió cuando le llegó la noticia de que los Guardias Rojos habían destruido algunas piezas artísticas, lo cual no era cierto. Los bolcheviques intentaron gobernar con otras fuerzas políticas, pero estos interpretaron el tratado de Brest-Listovk como una traición, y promovieron atentados armados contra los líderes bolcheviques, en algunos casos, en colaboración con los servicios secretaros británicos que fueron especialmente activos.  No fue hasta finales de los años veinte, que las potencias imperialistas desistieron en sus afanes restauracionistas.
Hasta finales de los años veinte, los políticos e intelectuales opuestos al gobierno pudieron exiliarse, por la misma época tiene lugar la NEP y una fase de activismo cultural y artístico excepcional. Hasta 1927,  el PCUS apoya incondicionalmente todas las tentativas del Komintern. En 1921, Lenin propuso que la sede de ésta estuviera fuera de Rusia.

Resultado de imagen de Nikolai N. Sujanov (cuya Historia de la revolución rusa5. Una revolución traicionada. Sin embargo, no es cierto que gangrena burocrática comenzase después de la muerte de Lenin. Esta enfermedad, de entrada, se entiende por el atraso secular del país, por el dominio cultural que los funcionarios del antiguo régimen siguen manteniendo sobre la población. Una población que podía estar con la revolución, pero que seguía con un pie en su estadio anterior marcado por el analfabetismo, el antisemitismo, el machismo, el alcoholismo, etc. La guerra civil deja a la vida económica y social, al borde del abismo. Los soviets no pueden funcionar cuando ha desaparecido la mayor parte de la industria. Las medidas tomadas entonces por los bolcheviques contra otras minorías revolucionarias, así como los recortes en  derechos democráticos reconocidos de siempre en el partido, fueron fatales…
En este contexto, el Estado se convirtió en el epicentro de la vida, y el partido se confunde con el Estado. Gran parte de la vanguardia había muerto en la guerra, otra parte está con los bolcheviques porque son los que han ganado. El viejo partido de gente que se la juega por una revolución que exigió grandes sacrificios, deja paso al nuevo partido de la “promoción Lenin”. Parte del aparato (la Checa),  ha crecido utilizando métodos bárbaros, de hecho, son ellos los que imponen una solución drástica a la revuelta de Kronstadt. Son “cuadros” que se creen con derecho a una recompensa, sobre todo aquellos que, como Stalin, confunde la revolución con sus ambiciones personales.  No es por casualidad que “el último combate de Lenin” (que este quiere llevar a cabo con Trotsky), parta de la idea de que la URSS era un “Estado obrero burocráticamente degenerado”.
Aquí cabría una discusión muy importante sobre la vida social y cultural posrevolucionaria, el partido que, se fue quedando aislado en el curso del avance revolucionario, acabó asumiendo un papel excesivo a todos los niveles, incluyendo la vida cotidiana.
En realidad, sus escritos de esta época son los primeros textos de lo que luego será la Oposición de Izquierdas.  Sin embargo, su muerte deja a Stalin sin rival, y permite que Stalin (más Zinóviev, Kámenev y Bujarin), se vista con el traje del “marxismo leninismo”. Convertido en un icono, Lenin es citado y manipulado como el referente “verdadero” y “legitimador” del “marxismo-leninismo”, algo que no existió mientras vivió, que no pudo haber existido desde el momento en que su pensamiento estaba siempre abierto a la crítica y a la reconsideración- Lo dicho: sus últimos escritos son una crítica, una reconsideración de muchas de las cosas que se habían hecho, amén de los apuntes para un análisis muy lúcido de una nueva realidad….

6. La revolución se postuló como la antesala de una revolución internacional, como (la ruptura) del primer eslabón de la cadena imperialista, una hipótesis que fracasó en su primera fase (1918-1923, sobre todo en Alemania), pero que dejó abierta una vía que pudo repetirse en otras ocasiones. Sin el potencial apoyo  de la clase obrera mundial, no habría sobrevivido, el imperio británico tuvo que ceder en sus afanes contrarrevolucionarios “porque no quería ver un soviet en Londres”.  El socialismo en un solo país se fundamentó en la idea de que el socialismo ya estaba en marcha, tal como había quedado después de la guerra. Cambió el internacionalismo por el nacionalismo, de manera que el Komintern tuvo que abandonar su estrategia para convertirse en la expresión de la política exterior rusa, se “rusificó”.
Aunque deformada y traicionada, la revolución rusa siguió siendo un referente pala los trabajadores como antes lo había sido la toma de la Bastilla para la izquierda democrática.  Desde los años treinta, este imaginario se confundió con otro,  con el de un país miserable y atrasado que se ponían en la primera línea de las naciones con un crecimiento económico fulgurante, como  modelo de un desarrollo económico alternativa  (planificado en función de la mayoría social) que el  imperialismo les negaba, de ahí que para muchos, las críticas a la naturaleza ambivalente de la URSS y al estalinismo, les pareciera parte de la propaganda anticomunista. Este modelo fue el animó al general Giap, como él mismo cuenta en sus memorias, incluso lo fue para el laborismo británico de principios de los años cuarenta. Este “socialismo” ha llegado convertirse en un modelo fracaso, incluso en lo contrario que en un modelo, pero en otros tiempos, tuvo un carácter movilizador.
Resultado de imagen de Nikolai N. Sujanov (cuya Historia de la revolución rusaPor otro lado, sin el miedo a la URSS y al “comunismo”, el imperialismo no habría  permitido el avance de muchas revoluciones anticoloniales (de cuba sin ir más lejos), ni el capitalismo habría transigido tanto tiempo con las conquistas sociales inscrita en lo que se ha llamado un tanto abusivamente, “Estado del Bienestar”.
Esta historia no es agua pasada, ni mucho menos. No lo es tampoco, 1789, le pasado no se archiva, sigue vivo.
Todavía es importante defender sus razones y su legitimidad, y no olvidar los avances que trajo consigo, ahora más evidente cuando el capitalismo  se ha quedado sin oposición. No obstante, una de las tareas más importantes de la izquierda militante actual ha sido desplazar las cuestiones hacia las denuncias concretas del neoliberalismo, abogando por nuevos alternativas en base a la máxima participación democrática posible.  


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