Mayo del 68 y el FLP
El mayo del 68 fue un acontecimiento que confirmó a muchos de nosotros
que la clase obrera podía tener la última palabra. En los medios radicales fue
como un relámpago en la medianoche, una gesta deslumbrante
que irrumpió en
nuestra vida como un torrente incontenible a través de diarios y revistas. Sería
determinante para delimitar la división entre los sectores más gradualistas y
los que apostaban por una revolución. Algunos no se lo pensaron dos veces.
Desde la distancia, “Carapalo”,
vivió las jornadas como le era propio, leyendo
todo lo que le caía en las manos.
Por aquel tiempo, los felipes había iniciado una evolución
hacia la izquierda que acabaría dando lugar a un encuentro al mayor nivel con
el trotskismo de la “promoción Krivine”, sí bien en extraña coexistencia al
menos durante una fase, con otras lecturas, entre ellas la de Louis Althusser,
entonces en su apogeo.
En este sentido, García Alcalá
recoge el testimonio de Meritxell Josa que se presentó en la cuarta y última
conferencia del FOC que se celebró, como era propio, en una iglesia, y lo hizo
“con un libro de Trotsky bien visible, para que se supiera claramente lo que
pensaba. En realidad, lo que hacía era provocar la expulsión” (2001; 255). Este
era, al parecer, un motivo suficiente, ya que en el FLP se había empezado a
desconfiar de los grupos trotskistas que ya estaban emergiendo como
competidores. El mismo autor recoge una versión según la cual a mediados de
1967, el grupo de Colomar intervino en
una asamblea sobre las Comisiones Obreras Juveniles en la Escuela del Clot, “sólo
sabían que hablar de Trotsky y del Ejército Rojo” (2001; 221), sin duda un
testimonio exagerado ya que lo propio entonces era argumemtar sobre cosas
concretas por más que se citara a Trotsky y a otros clásicos.
Carapalo se convirtió entre nosotros en uno de los primeros estudiosos de
Trotsky. Lo muestra el detalle contado por Miguel Romero “Moro”, uno de los felipes más destacados, que le recuerda
una intervención “magistral” en una asamblea de Madrid hablando de las
reivindicaciones democráticas, la asamblea constituyente y todo lo demás, o sea
la conexión del programa democrático radical con el programa de transición que
permitiría pasar de la crisis social a la revolución. Todo un entramado que fue
presentado por Juan sin citar fuentes y que a los presentes les pareció apabullante…hasta
que les llegó el ejemplar de los Escritos
de España de Trotsky, en la flamante edición de Ruedo Ibérico descubrieron
que aquel discurso no era cosecha propia como había dejado entender en un gesto
bastante habitual entre algunos líderes de aquel tiempo. De Juan se solía decir
–sobre todo los que no lograban convencer por igual- que tenía una “buenas
biblioteca”, de lo que no había la menor duda. Estaba al tanto de todo lo que
se publicaba tanto aquí como en Francia.
Aunque las lecturas de Juan eran bastante
diversa (incluía mucha literatura, en especial la novela negra) y por más que
Lukács no se encontraba entre sus héroes favoritos, creo que sí tenía un libro
de cabecera ese era Lenin. La coherencia
de un pensamiento (1924). Se trataba de un título clave del joven Georg
Lukács. Al menos a mí, muchas de las afirmaciones doctrinales que escuché a
“Roberto” me sonaban claramente a la letra de la obra que, como era propio
entonces, tenía prolijamente subrayada. Había sido editado primero en Francia por
Maspero (que corría entre el personal que leía francés) y luego en castellano
la recién creada “colección 70” de Grijalbo. Por error o por por ironía, a
veces se citaba como el Lukács de Lenin.
En aquella fase, Lukács representaba la
gran cultura marxista y entre las élites, citar su Estética aparecía como el
colmo del refinamiento de izquierdas. De ahí que, años más tarde, un periodista
de izquierda citaba unas palabras
escuchadas a señor en una salida del Liceo, !Y
que no nos vengan ahora con la
Estética del Lukács¡, como muestra del cambio de
paradigma en la que se entraba en los ochenta.
Éste libro –complementario de Historia y conciencia de clase-, lo
escribió Lukács en la fase de impaciencia revolucionaria (1918-1923) que siguió
al Octubre ruso, en plena expansión
de la III Internacional, una fase que
se saldaría con una suma de derrotas, sobre todo en Alemania (donde hubo
sacudidas revolucionarias fallidas en 1918, 1921 y 1923) y con el aislamiento
de la joven república soviética y la emergencia
del fascismo en Italia.
Para “Carapalo” se trataba de
retomar la tradición leninista para un proyecto revolucionario que se fundamentaba
tanto en el análisis concreto de la realidad concreta como en el debate
abierto. Su persistencia y dedicación a este proyecto llevaría a algunos a
considerarlo como “nuestro Lenin”, un síndrome de líder indiscutido que sí
existió en el caso de Colomar tuvo que ser bastante atemperado por la sorna
destilada por algunos como el que escribe.
Con mayor o menor fe, con mayor o
menor nivel teórico, el síndrome del
Lenin providencial estuvo detrás de no pocos de los líderes de los grupos
de la época. Este fue el caso señalado en algunos de los grupos maoístas ya que
no en vano el culto al líder providencial era una característica de esta
corriente, muy afirmada en la idea del partido “monolítico”. Esta concepción
era inherente a la tradición comunista, una tradición que el maoísmo llevó a un
extremo delirante, llegando a atribuir a Mao una categoría religiosa. Se dio el
caso de un importante científico de la Universidad de Barcelona que llegó a teorizar
sobre sus capacidades curativas inherentes a su condición de “guía”...
Carapalo no tenía a Trotsky como su Mao ni mucho menos, no lo justificaba
en todo, pero sí asumía su legado en sus trazos antiestalinistas. Aquí, las
tradiciones obreristas clásicas se habían perdido con la derrota de la
república y estábamos huérfanos de referencias. El Mayo y todo lo demás en su
opinión, nos había servido para conectar con la tradición bolchevique
representada por Don León, la respuesta no podía ser más sencilla: había
que atarlo de nuevo. Colomar lo contaba con un tono muy propio, como diciendo esto es muy
elemental. En otras ocasiones, el ejemplo lo tomaba de un revolucionario que estaba
aislado en tal lugar, ¿qué debía de hacer?, pues aprender el programa y
conectar con la gente, con el pueblo…La clave estaba en el Programa de
Transición, de su adaptación correcta, luego lo importante era marcar camino
con la “propaganda por el hecho”, por acciones callejeras fulgurantes durante las cuales un grupo
decidido podía ponerse literalmente a destrozar entradas de edificios
simbólicos, o lugares tan emblemáticos como la calle Tuset y el Bocaccio, el
enclave de lo que Joan de Segarra llamó con ingenio la “gauche divine” y que, a
la postre, sería la que acabaría produciendo mayor bibliografía sobre la época.
En la Liga de entonces existía una
hostilidad per se contra aquel
ambiente. Claro, salvo que se tratara de alguien que, a pesar de todo, fuese un
simpatizante, alguien que ayudara económicamente, dejara locales para las reuniones
y cosas así. Entonces el concepto adquiría connotaciones más simpáticas, era el
típico “esteta”, pero no había que olvidar los inapreciable favores que algunos
nos facilitaban. Y no solamente ellos, resultaba que Colomar tenía algunas
amistades juveniles en la jerarquía con mala conciencia, por lo que ofrecían
colaboraciones puntuales como la edición del “Combate”. Uno de ellos que
trabajaban en la CNS
de Cornellá era como un “agente doble” y llegó a estar organizado.
A principios de 1972, la Liga
celebró en Tarragona su primer congreso, y en un ambiente pleno de
entusiasmo adoptó por unanimidad solicitar su adhesión como sección española de
la IV Internacional
que fue la que les “proporcionó una visión general
del ascenso revolucionario mundial desde 1968 y elementos estratégicos”,
gracias a los cuales, escribe que
supieron “situar dentro del mismo la crisis del capitalismo español, acelerada
desde comienzos de la pasada década”. Aún y así, por mucho que estos avances
fuesen importantes, al final resultaron “netamente insuficientes”, todo el
esfuerzo por crear un partido cuya fracción inicial se dividía nada más comenzar a andar…Se abría una encrucijada estratégica y por lo tanto ahora no se trataba de
proseguir la marcha –de la continuidad mejorada- sino de llevar a cabo una rectificación
radical que nos permitiera llegar a ocupar un espacio central en la clase
trabajadora radicalizada.
Inmerso en esta lógica, la discusión se hacía enrevesada y casi
imposible.
Una vez más, como sucedió con la mayoría de grupos de la época tras un
primer despegue, lo que había servido antes ya no servía. Después de este
arranque, no se podía seguir a fuerza de entusiasmo, ahora se contaba con una
experiencia en base a la cual debatir. “En marcha” insistía en que lo
importante era rectificar en la necesidad de crear un ariete como parte de la
“vanguardia amplia”, “encrucijada” trataba de retomar el hilo de la tradición
papa poner el acento en el protagonismo de la clase obrera, y en la necesidad
del frente único, e iniciaba su camino de oposición con unas razones sobre las
que parecía que Colomar era capaz de ofrecer elucubraciones magistrales, por
ejemplo, las lecciones del
“pinochetazo”, sobre como una revolución a medias podría dar lugar a una
situación similar.
Pero sobre todo, “Carapalo” insistía en que sí no existía un partido
potente, los reformistas y los oportunistas que aparecían en toda crisis
revolucionaria; podrían hurtar la victoria al pueblo para imponer una componenda desfavorable a este.
Pasado el tiempo, me
he preguntado en ocasiones, ¿qué fue lo que hizo la ruptura irreversible? Ambas fracciones estaban
de acuerdo en la necesidad de operar importantes cambios. Además, resultaba que
la orientación de la IV Internacional
reunificada consistía en dejar atrás el fraccionalismo para favorecer una línea
de acuerdos (un criterio que acabó imponiéndose por mayoría en 1977). Siendo
Colomar el líder indiscutido de su fracción, ¿hasta qué punto él resultó ser
responsable?
Hay un dato
interesante, fue invitado a debatir la
crisis en Bruselas pero no asistió y, al final, la ruptura llegó como una
suerte de maldición inherente a la escuela. Tengo la foto viva de nuestro
hombre la mañana que se consumó la ruptura. Era una gélida mañana de invierno,
bastante temprano a finales del 72, el lugar estaba en el quinto pino, en medio
del campo y había corros dispersos aquí
y allá. Creo que el malestar era generalizado o al menos a mi me lo pareció. Se
imponía decir algo y lo hizo él con la solemnidad propia de las circunstancias.
Nos dijo que era un hecho lamentable, pero que él ya lo había visto venir. Para
él era evidente que “en marcha” no aceptaba
convivir con una mayoría. Ahora de lo que
se trataba era de seguir adelante.
“Carapalo” insistió una y otra vez
en atribuir toda la responsabilidad a los otros pero, al mismo tiempo, se cuidó de representar una actitud abierta, de
darse una ruptura no sería por su parte
sino por la de los demás… Suyo fue sin duda, el
siguiente llamamiento publicado en el Combate nº 11: “Camaradas de la fracción minoritaria,
el II Congreso de la LCR
no es un congreso fraccional, sigue siendo el vuestro y el nuestro. Su
preparación está en marcha. Vosotros tenéis un puesto para discutir en el
mismo. No a través de un representante para discutir sobre la escisión, sino
mediante una representación proporcional a vuestras fuerzas y para realizar el
debate trotskista que la ruptura ha interrumpido. Con vistas a la
representación democrática en este Congreso, renovamos nuestra propuesta de
comisión paritaria en la que deben incluirse un representante de cada tendencia
de la IV
Internacional. Por nuestra parte, está el convencimiento de
que, a pesar de esta ruptura contra la que hemos luchado con todas nuestras
fuerzas, el debate sigue siendo posible y necesario”.
No obstante, en el curso
del congreso de constitución de la Liga
Comunista (LC), “Carapalo” se mostró especialmente
desabrido contra unos pocos que
insistimos en que había que tener todas las vías abiertas…En aquella ocasión
argumentó lo mismo que haría después en otras crisis: que la metodología
acabaría creando dinámicas opuestas. Se trataba, ante todo y sobre todo, de las
interpretaciones. Por su parte no había dudas posibles. Estábamos al tanto de
“la única vía que posee un grupo pequeño para devenir partido revolucionario de
masas (…) sólo si dominamos los principios y los métodos de transición
contenidos en el “Programa” de 1938, podremos avanzar en su concreción a
condiciones determinadas a la evolución de las mismas, a los cambios de
relación de fuerzas entre las clases y a las nuevas experiencias de las masas,
mediante la elaboración detallada y minuciosa del programa de la revolución
española, íntimamente ligada a la inserción creciente del grupo trotskista en
el proceso revolucionario de las masas, en su capacidad de trabar lazos de
dirección con ellas”.
En perspectiva, el cisma se puede interpretar desde un doble
punto de vista. Primero, como una muestra más de las sempiternas crisis de los grupos revolucionarios que, tras un
primer avance con unas fórmulas que resultan por un tiempo (y las de la primera
Liga funcionaron como revulsivo, como expresión de una audacia teórica y
militante), pero se fueron creando dos tendencias opuestas. Una que busca
aproximarse a las mayorías para no perder el compás de los movimientos y otra,
la de la LC, que
opta por una reafirmación de la tradición, por los criterios “principistas”...
Algunos de los que le habían
acompañado desde los tiempos del FOC, un
colectivo (Martí Caussa alias “Enrique”, Miquel Puig alias “El Muerto”, Joan
Font, etc.) con vida propia que se opone a Colomar, que ya no
aceptaba su tutelaje como antes. En no poca medida, este colectivo antecedió la “revuelta” del siguiente, pero no es cuestión de adelantarse.
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