MEMORIAS: NOTAS DEL
DIARIO DE UN JOVEN REVOLUCIONARIO
El año comenzó a
finales de unas pequeñas vacaciones que, de alguna manera, me compensaron con
uno de los mayores regalos que la vida me podía dar mucho tiempo libre para mis cosas.
De haber permanecido
en la buena fe de la infancia, habría ofrecido mis plegarias al Dios que me
escuchaba para darle las gracias por haberme ayudado a pesar el mal trago de
las navidades. Por no haber tenido que repetir los malos ratos de 1979, cuando,
obedeciendo un compromiso acompañé a Romi a una fiesta con amigos suyos de la
tradición “combaya” en la
que me sentí como si estuviera en otro planeta,
aunque seguramente me habría ocurrido lo mismo en cualquier otro lugar.
Aquellas danzas y canciones tan genuinamente catalanas me eran algo tan ajeno
que ni siquiera tenían el consuelo de haberlas visto en alguna película o
documental. Todos estaban tan alegres, y Romi resultaba tan identificada con el
jolgorio, que ni tan siquiera escuchó mis ruegos de poner pies en polvorosa.
Algunos de los más afines trataron de liarme, pero lo único que consiguieron es
que la maldita timidez se metiera todavía más adentro. Al poco rato me apartaba
de todos, simulando una borrachera imposible ya que únicamente había bebido un
poco de Fanta Naranja. Regresamos tarde, y con Romi visiblemente malhumorada.
Lo mostró dándome secamente las gracias antes de echarnos a dormir.
Fue cuando recordé
que como candidato a solterón estas fechas eran más fácil de sobrellevar. En
casa no se le prestaba mayor atención, y cuando los amigos me invitaban podía
excusarme arguyendo que tenía obligaciones con otros. En el momento que se
avecinaba las horas fatales ya tenía escogido
mi programa doble, por más que lo dieran en un cine en la otra punta de
Barcelona. A ser posible buscaba alguno de los añejos pero infalibles títulos
de Jerry Lewis o de los hermanos Marx que en los años setenta volvieron a estar
de moda, o en su defecto algunas de aquellas películas que me ayudaban a
olvidar más que cuatro botellas de vino juntas. Mi método no debía ser tan
particular ya que normalmente el público asistía, quizás por eso no cerraban
por la fecha. Si resultaba que lo habían preparado todo para concluir antes de
la medianoche, buscaba otros lugares alternativos en los que olvidar sin
necesidad de bebidas, quizás el espectáculo gratuito y singular del desfile
humano de Las Ramblas o en su defecto el brillar el mar en la intensa oscuridad
de Rompeolas, aunque esto ya tenía más inconvenientes. Aquellos eran momentos
en los que pensaba que, de tener una compañera como Dios manda, esto no me
ocurriría. Claro que la compañera debía de hacer milagros.
El año ochenta había
transcurrido entre Romi y yo como una suerte de cursillo de convivencia o
coexistencia, y estaba claro que una de las cosas que habíamos aprobado era
hablar. Conversar largo y tendido de lo que se nos ocurría. Aquel día fue un
tanto especial porque por medio estaba el reproche. Era medianoche de mitad de
noviembre, y el silencio en la vivienda era absoluto. No había ninguna película
digna de atención en la televisión, el sofá cumplía perfectamente su función
relajante, y Romi, con el pretexto de que al día siguiente teníamos que
responder en la empresa a las tres opciones de las pequeñas vacaciones de final
de año, puso las cartas sobre la mesa. Entonces ya habíamos descartado
cualquier posibilidad de repetir el convite del año anterior, “Contigo no
pienso ir nunca más”, me dijo, y fueron las últimas palabras sobre el evento.
Pero también respondió “Ya veremos, pero lo más seguro es que no”, a las
ofertas de otros amigos próximos que insistían en que “ya veréis que bien”, o
en que me iban a quitar la “mala folla”. En familia no era cuestión ya que la
gente joven se lo hacía por su cuenta, además nosotros ya cumplíamos con todos
y cada uno en las visitas del mediodía. Pero ella quería saber, porqué, porqué
me ponía tan tenso. Al fin y al cabo eran solo unas fiestas, y se trataba nada
más que pasarlo bien, “¿Tan difícil es?, remachó.
Me dispuse a tratar
aquel “mal rollo” porque ella lo pedía, pero maldita la gana. No me tumbé en el
sofá pero pude hacerlo como si estuviera en presencia de un psiquiatra, de
hecho ya había concedido que lo necesitaba. Me albergaba la sensación de tener
que abordar algún secreto inconfensable, pero traté de responder de la mejor
manera que sabía, quizás porque, aunque fuera en poca medida, sentía que la
conversación también me ayudaba.
Puestos en esta
tesitura, no sé me ocurría otro camino que dar marcha atrás hacia la infancia,
y la verdad era que las fechas no me traían ni una sola buena vibración, si
acaso haber degustado algunos ricos pestiños. Las escenas que me venían a le
mente eran noches de un frío desagradable. Los braseros tiraban poco o y la
ropa no era la adecuada. Si hubo algunas alegrías por la ocasión, yo no lo
recordaba. Si que cuando alguien preguntaba por ella, lo más propio de papa era
una respuesta del tipo: “!Sí, para alegrías estamos”¡, y luego venían las
penas, quizás una enfermedad, un fallecimiento. Casi siempre había por medio
algún luto o algún disgusto familiar, y no había manera de cumplir con los
rituales del regalo. Como si estuviera acosado,
papá no dormía por eso de las
letras que le vencían a final de mes, y ya veremos si para reyes queda algo
para comprar regalos. Además, de haberlos, los mejores regalos eran cosas como
una camisa o unos calcetines, algo con que reponer los que ya “se caían por los
remiendos”, al decir de mamá, que siempre estaba en estas cosas.
-Pero, eso no podía
ser todo, me interrumpía Romi.
Tampoco para ella fue
Jauja aunque fuese por otros motivos, por ejemplo la muerte del padre, por no
hablar de otras cosas. Y a pesar de todo ella no se había quedado ahí. Una
línea que llevaba explicitada una pregunta: “¿Pero porqué te has quedado ahí?”.
“No veas, como si yo lo pudiera saber”, respondía en mi defensa.
De alguna manera se
llegaba a una evidencia que antes no resultaba tan clara. Existía una
diferencia de actitud, una manera opuesta de tomarse estos traumas o como se
quisieran llamar. Convenimos que los motivos no funcionaban “mecánicamente”,
añadía yo con mis ínfulas marxistas. Estaba visto que había gente que superaba
estas cosas, y gente que no. Como yo. A las dos horas de conversación, estaba
claro que ella estaba entre los primero y yo entre los segundo, y para no
abusar, Romi añadió que seguramente ocurría a la inversa en otras materias.
-¿Cómo seguramente?,
repliqué.
“Bueno, pues sin
duda”, corrigió ella. Le recordé vengativamente la maldita inseguridad que
también la acosaba. Pero el caso era que, al menos en aquel punto ella había
olvidado los posibles malos recuerdos. Si le venían por un casual, los combatía
justo al revés que yo, o sea entrando todavía más en la fiesta, es más, la
necesitaba para no ponerse más triste de lo que le tocaba. Podía estar mal a
las once, pero a las doce ya sintonizaba con la gente, y no tenía ningún
problema para “xarrar”, reír, bromear, emborracharse, e incluso cantar si se
encartaba, “¡con lo mal que lo hacía¡”. Lo tenía claro, Se sentía más viva
cuando gozaba de la sensación de habérselo pasado “puta madre”. Claro que para
optar por una cosa y no por otra, debía de existir un mecanismo interno que,
era evidente, a mi no me acababa de funcionar. Había pasado el tiempo, y cada
año la navidad me abrumaba, con gusto me habría largado a la Cochimbamba para
regresar después de reyes. Claro que bien mirado, todo parecía cifrarse en un
punto. Concretamente el de reconocerme entre extraño, o quizás también el de
sentirme yo en medio del jolgorio. Necesitaba estar muy en mi terreno para
superar el trago de un insidioso sentido del ridículo, supongo que herencia de
mamá. Esto del sentido del ridículo se descubrió como algo importante. Otra
cosa a tener muy en cuenta. Desde el momento en que apareció en la discusión, Romi
lo adoptó para añadir otro porqué.
-Tendrías que haber
conocido a mi abuelo el Marchenero, y a otros de mi familia, y seguro
que hasta me consideraras un extrovertido, me defendí con una sensación
inequívoca de criatura.
-No, si extrovertido
ya lo eres, pero según donde y cuando...”, precisó ella.
Se había hecho tarde,
y parecía que la discusión no daba más de sí. Mañana era sábado, no nos tocaba
trabajar, podríamos hacernos los
remolones pero no demasiado, ya que por entonces teníamos unos amigos como
huéspedes que no pasaban desapercibidos cuando se levantaban. De momento no
había pues solución. Visiblemente cansado, lo único que se me ocurría era que
“si acaso”, en momentos así, pues, pues...Pues que no contara conmigo. Que
prescindiera. Que bastante problema tenía yo con sentirme fatal, y además,
amargarle la vida. Eso es, la esperaría leyendo. Pero esto no la satisfacía,
por lo demás, algo así podía afectar a la relación. Salía entonces a relucir un
caso de separación conocido, y el problema era que ella se sentía joven y
bulliciosa, y él no quería salir de casita. Pero eso no siempre era así,
respondí con un toque de angustia. Ella entonces me volvió a acariciar las
mejillas. Pero había algo que se hacía presente, estábamos muy bien juntos,
solos, pero no tanto cuando había gente por medio. O mejor dicho, me sentía
mal cuando esa gente no pertenecía a mi
entorno. Cuando era el revés, el problema ni se planteaba. En estos casos ella
relucía sin dificultad, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Entonces, pregunte:
“¿Pero, qué hacemos?”. Callé, y esperé la respuesta. Está no parecía existir, o
al menos yo no la veía. Ahora no había fuga posible, algún día podía quedarme
solo, pero esto no era una solución, la gente que se quiere normalmente no va
cada uno por su lado. En aquel momento esta solución le motivaba una nueva
preocupación, que yo lo estaría pasando mal solo. Antes de levantarnos me miró
sonriendo, y me dijo con sorna: “La verdad es que nunca pensé que me estaba
casando con una criatura”. Un poco picado
respondí: “Lo mismo digoooo”.
Le recordé que solo
unos pocos días atrás, me había llamado toda alarmada al trabajo porque había
encontrado una cucaracha en el pasillo. En la ocasión le respondí que no
estaría insinuando que dejara de trabajar para cumplir la misión. Qué habría
pensado Trotsky. Como me pidió una solución, le recordé donde teníamos el flic,
y donde tenía que apretar. A las tres o cuatro horas después llegué a casa, y
para mi estupor me encontré el bichejo desesperado tratando de saltar un
círculo de liquido blancuzco, y sin pensar dos veces la aplasté siguiendo un
mecanismo espontáneo en el que había por un igual gusto que disgusto. Igual también saqué a relucir que me había
comunicado que soñaba con un largo viaje por el Amazonas desde que leyó La Jangada, de
Julio Verne. Poniendo mi mejor cara la contesté que no me la figuraba en medio
de la selva donde las cucarachas debían de ser casi como cocodrilos. Tenía como
una caja a la que recurría cuando me
abordaba la sensación de que únicamente se hablaba de “mis cosas”.
El caso fue que
después de sortear de la mejor manera posible las malditas navidades cenando en
solitario unas acelgas con champán con unos postres dignos de la ocasión,
aceptamos para los últimos días del año una invitación en la magnífica casa en
las afueras de Dosrrius, propiedad de nuestro amigo común y compañero del
ambulatorio, doctor Joaquín Burgués, un otorrinolarinnólogo que fue entonces
uno de nuestros protectores amén de un señor con su propia paginas en la
historia de la medicina en Cataluña. Como si se tratara de algo digno de
diagnóstico, yo mismo advertí que durante estas celebraciones sufría
trastornos parecidos a los que se
atribuían a los hombres lobos, lo que no causó ni siquiera un pestañeo entre
una decena de amistades, algunas ya viejas, y otra, de la ocasión, como fue el
caso de un entonces famoso diputado socialista, sobre el que no tardaría en
echar pestes, sin duda cuando actuando de portavoz del gobierno de Felipe
González declaró que la TVE
estaba a la izquierda del país. Si lo llego a saber entonces, la tenemos.
Según consta en una
de mis anotaciones, en aquel encuentro se estaba fraguando una separación con
su primera señora, una mujer que me causó una excelente impresión, y que dejaba
claro siempre que podía que le
repugnaban todos los éxitos políticos de
su señor marido, que, por cierto, ya no era el que había conocido. A pesar de
llevaba mi veneno siempre a punto, las conversaciones nunca sobrepasaron el
ámbito cortés. El futuro ministro, evadió cualquier colisión ya que
evidentemente no era ni el momento, ni el lugar ni yo era nadie para recordarle
que la lucha continuaba o algo así. En medio de un ambiente festivo y
distendido, demostró que a él no le tenía que enseñar nada sobre la historia
del movimiento obrero, incluyendo el libertario, recurso que mostró evocando
los espíritus de Marx y Bakunin en unas deliciosas experiencias espiritistas en
las que, de andar por allí, debían de haberse mostrado muy cabreados
contemplando como habían sembrado dragones y recogido pulgas.
Aunque hasta entonces no había dejado de estar
presente allá donde quedaran ascuas de pasados fuegos, la agenda certifica que
mi actividad más continuada durante aquellos años tuvo lugar como
inclasificable cómplice de la vocalía de jubilados y pensionistas bajo la
inspiración majestuosa de mi maestro, el todavía romántico hidalgo Francecs
Pedra, en la última etapa de una vida confederal plena que había mamado el amor
a la libertad y a la causa obrera en la subyugante biografía de su padre que
había trabajado codo con codo con Federico Urales. Pedra estaba al final de su
enorme aventura militante cuyos orígenes se remontaban a más de medio siglo
atrás. Exactamente a mediados los años veinte, cuando encabezó una huelga de
aprendices en el ramo del vidrio.
Junto con Pedra
destacaba la pequeña pero intrépida Merced Ridaura, una monja seglar que había
sido una auténtica "eminencia gris" de "la asociación"
mientras dedicaba sus días a ayudar calladamente a los últimos que en el reino
de los cielos serían, según promesa del propio Cristo, los primeros. Merced no
era muy dada a discutir de acción política, ella secundaba las actividades y en
algunos casos las facilitaba, intervenía con prudencia y sentido común, y
cuando el PSUC del barrio trató de limpiar el establo de “extremista”, ella no
les siguió, ni mucho menos.
Cuando se le buscaban
contradicciones respondía con mucha soltura, y así fue según recuerdo como
estando un día en la puerta del local asociativo, se acercó a ella, creo que
Carrasco, uno de los animadores del PSUC, para decirle con “segundas”:
"¿Usted hermana, qué hace entre esta gente, no ve que ninguno cree en
Cristo?". Y ella le respondió con una sonrisa abierta no exenta de picardía:
"Hijo mío, cada uno es muy libre de creer lo que quiera, que yo no me
meto, Pero te aseguro que Cristo de estar en alguna parte, estará con todos los que luchan por los
pobres, ¿y no es eso lo que se está haciendo aquí?". Era ciertamente lo
que se hacía, y desde numerosas perspectivas, singularmente también la
cristiana que, además, era como la segunda piel de gente comunista o
anarquista, y en más de un caso, de misa semanal.
Mi aspecto todavía
juvenil no era en absoluto el propio de la gente que se acercaba al movimiento.
Con poco más de treinta años, mi presencia no casaba ni con el sector más
"juvenil", compuesto por obreros con diversas enfermedades y lesiones
que le impedían ejercer su trabajo habitual. Sin embargo, para mí esto era una
minucia, y comencé a tomarle gusto a las actividades, además, Pedra estaba
visiblemente contento de contar con mi ayuda, y no dudaba en consultarme todo
lo que consideraba necesario. Así es que, de la noche a la mañana me encontré
en el ruedo, apareciendo en toda clase de actos. Fuera por prejuicios políticos
o por extrañeza, inquirían qué hacía alguien como yo en un sitio como aquel, a
lo que uno de los nuestros le contestaba diplomáticamente: "Éste viene con
nosotros y es de los nuestros".
El enérgico Pedro, un
antiguo miliciano que había llegado a capitán con Cipriano Mera, y que habían
mantenido intacta la antorcha y el ejemplo, de ahí que presidiera una
descendencia muy comprometida, con una hija militando en la LCR del metal, y que se erguía
como algo así como el complemento duro del Pedra, se mostraba todavía más
expeditivo en este punto, añadiendo si se encartaba un "¿Es que pasa
algo?. ¿Tienes algo que alegar?. ¿Es que no te gusta lo que dice?". Yo le
correspondía la atención diciendo a veces que Pedro era mi abuelo, y si alguien
planteaba alguna duda, respondía: “Bueno, como si lo fuera. Por mí lo es”. Él
se reía, y añadía: “Bueno, pues por mí también”.
Por entonces, comencé
a coleccionar toda clase de recortes de prensa,
artículos de los medios más variopintos, y finalmente, a adquirir toda
clase de libros sobre lo que, llamaban "la tercera edad", un término
con el que se trataba de evitar otros que leídos literalmente en el diccionario
resultaban deprimentes. Pronto me inventé una consigna muy clara, había que
tratar de retirarse de la esclavitud del trabajo, pero nunca jubilarse de la
vida. Esto que parecía de cajón desde el punto de vista filosófico, no era en
nada fácil para quienes no conocían más que el trabajo desde la infancia, y les
costaba hacer otra cosa en su vida. Este
era el caso notorio del abuelo de Romi que el día en que dejó de trabajar, le aparecieron unos temblores en la mano
derecha que nunca más se le fueron. El hombre nunca dejó de comenzar el día con
su doble ración de "barretxa", o sean dos copas de orujo, pero aparte
de esto y de una buena mesa, necesitaba
sentirse útil. Contar lo que había hecho durante el día, y enfatizar su
importancia. Pero la verdad es que ya podía seguir ejerciendo como esforzado
patriarca, y además la incansable y entrañable abuela era quien más decidía,
entre otras cosas porque era mucho más útil y razonable. No sabía como
obligarlo a salir de casa, y que la dejara hacer aquellas faenas en las que no
resultaba un estorbo.
A fuerza de
implicarme, fui gradualmente afinando mi papel de "intelectual
orgánico" de la vocalía tomando el hilo de una escuela en la que el propio
Pedra era el primer referente. A mi entender, se trataba sobre todo de darle
cobertura y remachar con mayores argumentos lo que el colectivo había acordado,
aunque me dejaba de llevar más de lo que quería por los furores mitineros y
proclamaba razones perturbadoras que no siempre convencían. La controversia
estaba servida cuando arremetía contra la pensión otorgada al President
Tarradellas, y en más de una ocasión propiciaba el debate sobre quien tiraba
piedra sobre su propio tejado, los que le apoyaban los que estábamos en contra, llegaba a
adquirir tanta fuerza que se imponía el arbitraje y pasar al orden del dia.
Llevado por la confianza o por la indignación,
podía provocar una tensión añadida, asustando a los más atribulados y
conservadores o a las señoras, escandalizadas por recursos oratorios como
“hijos de puta” y otras lindezas por el estilo, por lo que Merced no dudaba en
obsequiarme con un tirón de orejas, y aconsejarme enfadada un mayor cuidado, no
en el fondo pero si en la forma, como se cuidaba de matizar. Recuerdo que en
una ocasión me vino una pareja catalanoparlante que empezó felicitándome por lo
bien que había hablado, pero dicho esto torcieron el gesto, y me riñeron
encolerizados: "!Noi, li has mancat el respecte al President de la Generalitat¡".
Una ocasión singular
tuvo lugar durante un debate impulsado desde la sede de la calle Fontanella de
"Los Amigos de la ONU"
presidido por el incansable Francesc Noguero quien tantos favores les había
hecho a las primeras Comisiones Obreras, y en el que un apuesto militar
retirado con su bigote de cepillo plateado y su bastón de rigor, aducía elocuentemente como una argumentación
reiterativa, su "gran amistad" con el mismísimo presidente Suárez,
amistad que ponía gallardamente al servicio de los reunidos para arreglar las
cosas. Parecía que el presidente, nada más que recibiera la notificación de lo
mal que el país se portaba con sus mayores, pondría mano a la obra…En estos
casos, había que ser prudentes, por eso le correspondió a Pedra lidiarlo que
sabía hacerlo elegantemente. Comenzó explicando cuidadosamente que todo lo que
hiciera por la causa se lo agradecería, pero sí se lo permitía con todo el
respeto del mundo, si quería que le dijera la verdad, él no se lo creía. No por
la falta de voluntad del señor militar, que la valoraba. Si no porque el señor
presidente tenía mucho más amigos, y le constaba que más poderosos que él. De todos
modos, si sé trataba de escribir, pues se escribía y de aquel acto salió una
carta redactada por el hidalgo caballero dirigida directamente a la Moncloa, y con un
encabezado que decía: “Querido amigo Adolfo”. Al cabo de unos meses llegó una
respuesta que podía ser empleada como evidencia de escritura grandilocuente.
Como el mucho jabón y reconocimientos pueden esconder las mayores
vaguedades. El señor militar quizás pudo
presumir del trato que le daban, pero en realidad no le decían ni media palabra
sobre acciones concretas.
Por aquel tiempo,
esta "movida", todavía animaba convocatorias con centenares de
asistentes, y no había muchas dificultades para proponer tal o cual
manifestación. En línea con esta actitud se contaban con elementos con una
capacidad extraordinaria, viejos republicanos que mantuvieron la integridad y
el fervor militante hasta el final. Como aquel abuelo entrañable que hacía
venir a sus hijos que además tenían que ayudarle a caminar. No imagino quien
puede recordar a estas alturas su nombre, pero sí que en el acto que se
notificó su fallecimiento, hubo un silencio muy profundo. Esto era posible
porque todavía se respiraba un ambiente reivindicativo, y porque los partidos
institucionales no tenían a la mano una estrategia ni una influencia
organizada. Las elecciones municipales estaban todavía por hacer, y las voces
más exigentes se confundían con las más moderadas. Al igual que otros grupos
que representaban a sectores especialmente marginados, los de la “tercera edad”
irrumpían en la escena cuando el franquismo ya tenía los días contados, y no
antes. Reflejaba una nueva realidad social, y en Cataluña lo hizo al amparo de
los Centros Sociales y Asociaciones de Vecinos. Pedra explicaba siempre que su
punto de partida tuvo lugar en una vocalía
del Centro Social de Sants, que conoció un gran éxito en una convocatoria en el
cine Gayarre, en la que él estuvo presente. En Pubilla Casas, a los pocos meses
de su funcionamiento, la nuestra, era de las que se le hacía el local pequeño.
La mayoría de sus
componentes eran emigrantes tardíos, personas como mis abuelos, que ni siquiera
se hicieron a la ciudad, y no digamos a la nacionalidad, a ésta no llegaron ni
siquiera mis padres, que parecían rejuvenecer cuando permanecía una temporada
en el pueblo. Se les veía por aquellas calles en las que apenas se encontraban
algún banco que otro para sentarse, y en las que los coches se estaban ya
haciendo los dueños del asfalto. No
olvidaré que la primera zona ajardinada que se colocó en el barrio de La Florida, fue pronto
devastada por los niños, y sentí muchas voces clamar por las plazas duras.
Desvinculado de su ayer, de lo que habían sido sus normas de vida, incómodos en
aquellos pisos. Cada vez más desconectados de una vida familiar que se hacía
extraña, los abuelos no siquiera tenían el consuelo de ayudar como las abuelas.
Esto explica que el abuelo Antonio, a pesar de las preferencias que tenía por
vivir con mamá (que lo conocía mejor que si lo hubiera parido, decía), no
estuvo mucho tiempo con nosotros. El hombre no se hizo ni a la utilización de
aquellos artefactos que ahora llamaban lavabo. Todavía aguantaba menos a la
presencia de los novios de mis hermanas en casa, además, no encontraba a nadie
a quien explicar sus hazañas de arriero. Lo escuchaban si acaso cuando hacía
previsiones sobre el tiempo, pero encerrados entre todos aquellos pisos le
costaba mucho apreciar la atmósfera. En general, los ancianos carecían de las
más mínimas infraestructuras que los acogiera, y los casos de desamparo aparecían
cada vez más a la luz. En invierno se arrimaban ateridos al sol, en el verano a
las pocas sombras donde pudieran sentarse sin pagar.
No eran pocos los que
vivían solos, algo que no tenía nada que ver con lo que esto podía significar
en el pueblo donde, por lo general,
siempre había una hermana, una sobrina o incluso unas vecinas dispuestas
y pendientes. Buena parte de ellos
venían a las consultas a contar sus historias, y los encontrabas ya de buena
mañana guardando la “tanda” para el médico, incluso para el de la tarde, porque
así “echaban el rato”. Había casos de las todas clases, una parte de los cuales se nos permitía
conocer desde el ambulatorio. A veces se trataba de comedias o simples
melodramas, pero también se daban auténticos dramas. Como los de los ancianos
que fallecían y el vecindario se percataba cuando les llegaba el olor. Como
aquella agradable abuela malagueña que había perdido a su hija, y que no sabía
ahora ni como volver a su pueblo. O los casos de los padres-maletas que a veces
fallecían en medio de un trayecto, y si no tenían documentación podían acabar
en la Morgue
porque cada uno de sus muchos hijos de pensaba que estaba en casa de los otros.
Cada vez era más
evidente la existencia de un fenómeno que los geriatras llaman desvinculación,
según el cual el abuelo resultaba cada vez relegado dentro de las familias. Lo
que en el pueblo podía servir como acta de acusación contra los responsables,
en la ciudad no importaba a nadie. A veces llegaban al ambulatorio en
condiciones lamentables, y cuando preguntabas por la familia ponían los ojos en
blanco. No faltaron casos en los que tuvimos que echar mano a la mala uva para
llamar la atención a tal hijo o hija porque no se acababan de decidir en
recoger al abuelo que se había desmayado. Este tipo de actitudes venía
acompañadas por unas buenas dosis de hipocresía. Nuestros amigos del equipo de
curas de Pubilla que por aquellos momentos se habían trasladado a ayudar a los
sandinistas, nos contaban que ellos "calaban" inmediatamente a los
hijos más descastados. Eran precisamente los que a la hora del entierro daban
más importancia a las pompas y a todo lo que sé pudiera arreglar a golpe de
cartera. Estos se asemejaban a los que aparecían un día en el Ambulatorio con
su anciana madre para que le arreglaran todas cosas “enseguida” porque estaba
aprovechando un día de libranza, y él no podía permitirse perder más tiempo.
Los ejemplos podrían llenar muchas, muchas páginas.
El nacimiento del
movimiento coincidió con primeros hogares, los grandes bancos ya estaban en el
asunto con su dudosa filantropía, y en el barrio de La Florida ya se había
abierto tiempo atrás, aún en pleno franquismo, un flamante Casal. Dado este
carácter pionero, tuvo todavía el privilegio de conocer una gestión burocrática
adicta al régimen, contra la cual Pedra tuvo desde el principio sonados
altercados, poniendo en evidencia privilegios y autoritarismos destinados a
desaparecer. Por más que en el ambiente
todavía pesaba mucho la resignación, a Pedra y a Pedro no les costaba nada
alborotar a los más inquietos, y proclamar con unos pocos más: “!Muy bien,
mientras el director no quiera escuchar nuestra quejas, nos sentamos aquí con estas pancartas, y ya
dirán ustedes algo¡”. A veces no necesitaban ni siquiera tocar el suelo.
Estas anécdotas le servían a Pedra y a
Pedro más que todas las medicinas que pudieran tomar, !como se reían los
condenados cuando contaban como aquel bedel que se había puesto borde llamando
ruidosamente a su director, encontrándose con la sorpresa de que éste, mucho más
“puta”, lo obligaba a tratarlos desde entonces de señor por aquí señor por
allá¡. Era entonces cuando Pedro le decía: “No, no, que va hombre. Si yo soy un
compañero como tú. Lo mismo que esos que están ahí”. Entonces les gritaba, “!Y
que tenían que tener un poco más de amor propio, y no jugar tanto¡”.
Nada más que se abrió
la vocalía en Pubilla, hicieron actos de presencia varios veteranos del PSUC
como la tenaz Romi Martínez, amén de otros antiguos combatientes, entre ellos
algunos veterano anarcosindicalistas de fuste. Entre todos, el más
impresionante que recuerdo era "el compañero Marín" de Bellvitgue, un
minero que escapó de la muerte en 1936 "por chiripa", cuando ejercía
como uno de los líderes de la CNT
en las minas de Río Tinto, en Huelva. En el 36 el fascismo hizo allí una de sus
mayores "escabechinas" de la cual escapó como pudo, sufriendo luego
cárceles y vicisitudes sin cuentos que, empero, por su natural modestia, había
que sacarle sus relatos casi con sacacorchos, claro que luego había que tomar
un descanso. La trama de su huida daba para una gran película, y la de su
resistencia ulterior, desarrollada en el exilio interior, para mucho más. Marín
era un señor reflexivo y muy curado de dogmatismos, abierto y entrañablemente
unitario, que narraba con el mayor número de detalles una suma de experiencias
impresionantes y terribles. Sus intervenciones eran cotejadas con otras
historias paralelas, las propias de una estirpe de militantes
anarcosindicalistas que sobrevivieron los exilios, incluyendo el del interior y
que, después de toda clase de vicisitudes, permanecieron en el anonimato tras
el fracaso de los “maquis”, con los que buena parte de ellos tuvieron sus
conexiones. Todo aquello me producía la sensación de ser amigo de personajes
legendarios cuya fidelidad a las ideas chocaba con la venalidad de muchos de
aquellos de mi generación que cuando me encontraban, me decían cosas como:
“!Ah, pero tú todavía sigues con esas quimeras¡”.
Aquellos encuentros
tenían mucho de comunión, y todavía se me eriza la piel cuando recuerdo el
trato y la deferencia que me prodigaba aquel abuelo que ya estaba medio ciego,
y que no tardó en fallecer. La conexión era muy potente, lástima que entonces
mis talentos no dieran para pensar siquiera en una modesta grabadora. Después
de asistir a algunas de aquellos memoriales, me sentía frustrado por carecer de
una pluma capaz de registrar tantos sacrificios por las ideas. De retratar
personajes a los que alguien con un mínimo de talento o profesionalidad les
habría dado el debido tono. Otro componente sumamente interesante fue Vicente
Nebot, de Coll-Blanch, que era todo un helenista autodidacto, y que había sido
uno de los animadores del Ateneo libertario del barrio en los años treinta, y
que ahora se mostraba como un ilustrado defensor de una evolución humanista,
sin estridencias. Tanto él como Pedra defendieron la participación electoral,
el Sí a la
Constitución, y una actitud favorable a los socialistas,
estableciendo una cierta distinción entre el fervor de los ideales
revolucionarios de antaño, y el posibilismo del presente, justificado ante todo
para evitar cualquier cosa que pudiera significar un retroceso a todo lo que
les había tocado sufrir con la derrota. Con todas sus dudas, Pedra dio apoyo a
la candidatura municipal del PSC en las municipales de 1979, y rechazó todas
las propuestas de hacerlo por la coalición que yo encabezaba en nombre de la Liga.
Me ha quedado grabada
la imagen viva de otro ácrata llamado Pliego que hablaba con un acento andaluz
inequívoco, y con un gracejo que te motivaba para imitarlo, una característica
mía que también reproducía cuando hablaba con los latinoamericanos. Pliego era
de un moreno curtido por el Dios Sol, Nuestro Padre, y era poseedor de unas
maneras de actuar en todo muy reposadas. Siempre reclamaba su tiempo, y cuando
explicaba algo decía, “Tranquilo muchacho, que no hay fuego. Tu escucha que no
te hará mal”. Entonces tenía al punto alguna reflexión filosófica que a veces
trufaba con una anécdota con personajes como Hipócrates, su modelo, como
aquella en que le dijo a Alejandro que se apartara porque le quitaba el sol,
¿”Qué era Alejandro al lado del Sol?. Nada, apenas polvo. Tanto Alejandro y
tanto fuste, y se murió antes de saber algo serio de la vida”. Pliego no perdía
ocasión para contarnos los alicientes de los alimentos vegetarianos, y podía
considerarse todo un teórico de las virtudes de las hortalizas, de los milagros
del ajo y el limón, amén de un crítico acerbo del sacrilegio que significaba
sacrificar a los pobres animales, nuestros compañeros en el planeta y de los
que hablaba como si fueran amigos. Se le encontraba esporádicamente en casa de
Pedra para comer y dormir en “cualquier rincón”, que, como era de prever,
siempre había alguien que decía que no podía ser de más de medio metro porque
la casa de los Pedra era un “caja de cerillas”. O en algunas reuniones donde
intervenía con mucho ingenio y con una salsa propia, pero un día no volvió. Lo
único que sabía Pedra era que, días antes, le había contado que quería volver a
Andalucía de la misma manera que llegó aquí, o sea caminando. Claro que habían
pasado no menos de tres décadas desde entonces.
En el mismo ámbito
pero con otro signo, recuerdo también ásperas polémicas anarco-marxistas con y
contra de Félix Carrasquer que nos visitó con su ceguera santa y solemne y su
piñón fijo, amén de una todavía más agria con Severino Campos, una de las
leyendas vivas de las jornadas de julio del 1936 en Atarazanas para el que la CNT era la depositaria de las
verdaderas esencias, y ante el cual consideré con cierta malignidad que detrás
del abecedario podía haber toneladas de entrega y coraje, pero muy escasa
materia gris, sobre todo por su empeño en considerar como verdad lo que ni
siquiera significaba una pequeña reflexión crítica. Cuando asistía a estos
debates, Pedra se mostraba bastante dividido. Por un lado tenía claro que
estimado tanto sus ideales como su propia existencia, y cuando decía esto
siempre mencionaba a su padre, como si el acto darle la vida y las convicciones
ideológicas, fueran una misma cosa. Pero por otra tenía miedo de no haber
estado ni seguir estando a la altura que exigían. Esto lo decía anotando que
ese temor le sobrevenía especialmente cuando se encontraba con compañeros sobre
los que tenía la mejor opinión por lo que habían hecho a lo largo d su vida,
pero a los que ya hacía mucho tiempo se les había parado el reloj. Él tenía claro que la historia había recibido
un corte brutal. Que no se podía seguir diciendo aquello de Fray Luis de León,
“Como decíamos ayer...”.
“Ayer fue ayer, y hoy
es hoy. Esto puede parecer muy sencillo, pero no lo es”, aseguraba. A veces
trataba de hacer extensible la reflexión hacia el marxismo, o los “trotskos”,
con cierto aire bromista. Pero si me ponía fuerte, y le respondía: “!No me
joda, Cisco. Tú sabes que aquí siempre nos hemos preocupado de dar alternativas
a las situaciones y no de sentar cátedra”, asentía bienintencionadamente que
sí, que sí. Y si mi intervención merecía la pena, no deja pasar la ocasión para
remarcar otra vez que en esto de las ideas yo era como su hijo, que me enseñó a
pensar, y que yo había escogido mi propio camino. Y en esto él me respetaba
igual que yo lo respetara a él. En alguna ocasión añadía que en el fondo, yo
seguía los principios y finalidades del anarcosindicalismo. Era cuando le
respondía, “Bueno, no tanto. No te pases”.
Sin embargo, hay que
decir que, incluso en los momentos de auge, eran unos pocos los que mostraban
una capacidad organizativa, el grueso de los abuelos que se movían carecía de
la menor experiencia en este sentido, y no resultaba en nada fácil crear, y
sobre todo mantener una dinámica más allá de alguna acción solidaria puntual.
Gestos magníficos cuyo hilo inicial partía del despacho de la Merced Ridaura, que
estaba al tanto de muchas realidades que los demás no sospechábamos. Hubo casos
aleccionadores. En uno por ejemplo, se logró que con la movilización y la
solidaridad echar para atrás un infame
mandato de desahucio dictado para desproveer de su ridículo pisito a una inocente
pareja de abuelitos temerosos de todo y agradecidos a la asociación hasta las
lágrimas, y un día la señora nos trajo unos pastelitos que los de la Junta nos supo a
gloria. En otros gesto se exigió al
Ayuntamiento medidas concretas de ayuda, algo para lo que la Merced se las pintaba sola.
Aunque a veces tenía que enfatizar que, sí no tenía más remedio, pondría el
caso en manos de "la asociación", y contaba esto con una risa
picarona: “I van posaaat una caraa¡”.
No obstante, a pesar
de esta capacidad de soporte, la verdad era que pocos asumían
responsabilidades, es más, buena parte de ellos todavía seguían marcados por
los estragos del gran terror franquista, tanto era así que con ocasión de las
primeras elecciones democráticas, corrió el rumor de que, sí no votaban a la UCD, les podían quitar la
pensión o causarle muchos problemas. Como si lo que le daban fuese un favor que
le podían retirar, un sentimiento para el que no faltaban referencias en los
años más duros del régimen pasado. Un disparate obvio para la gente más joven
pero que, para mi sorpresa, papá y mamá creían perfectamente verosímil. Cuando
les discutí que eso pudiera ser, papá repetía aquello que yo no me había
enterado todavía lo que era capaz de hacer “esta gente”, y mamá me advirtió que
a ver si con tanto meterme con los que manda iba acabar en la calle en mi
trabajo.
Con su capacidad
innata de tomar el pulso de lo que sucedía en los hogares, Pedra y el Pedro
llevaron a cabo una campaña particular, y contaban anécdotas que confirmaban la
existencia de un pozo de miedo e ignorancia de cuya proporción y alcance no
siempre éramos suficientemente consciente los jóvenes que, por lo general,
medíamos el curso histórico por el ambiente de nuestros propios entusiasmos.
No fue éste el único
caso que puso en evidencia la existencia de "malos rollos" con los
"vejestorios", entre los que, naturalmente, los había con actitudes y
costumbres muy poco pulidas y muy "de campo", propensos por ejemplo a
soltar su colección de esputos sin demasiados miramientos (“No querrá usted que
me lo trague y me muera”, me contestó una vez uno que lo acababa de soltar
ruidosamente en un ascensor público) o de mearse en cualquier rincón, tampoco
todos los viejos verdes eran caballerosos. A la entrada de Ambulatorio alguien le
llamó “el paseo de las joyas”, porque a veces se encontraba plegado de esputos
verdosos. Pero esto que para nosotros apenas era una mera anécdota que podíamos
ampliar con otras muchas, resultaba intolerable para parte de la gente que se
había instalado en los rascacielos llamados Tres Torres, próximos la boca del
metro de Pubilla Casas, que, al parecer, ya se sentía mal en aquellos barrios
que estimaban de poca categoría, y sobre el cual pretendían subrayar su
superioridad social. Esta amplia zona había sido antes los terrenos del campo
de fútbol del barrio, hasta que el urbanismo franquista la clasificó
impunemente como terreno edificable, a pesar de que ser quizás la penúltima
posibilidad de parque y zona verde en un barrio cuya densidad de población le
aproximaba a las mayores del mundo. Pero a lo que íbamos...
Nuestra sorpresa fue
mayúscula cuando nos enteramos que un sector inesperado del vecindario de la
zona, rechazó la apertura del local de los jubilados en los bajos de uno de sus
edificios, gritando despectivamente. Los testigos estaban fuera de sí, algunos
aseguraban que, de no haberlo visto no se lo hubieran creído. Entre los componentes de la turba, incluso
los hubo tan expeditivos que empujaron y escupieron a los abuelos. Uno de ellos
incluso empujó de mala manera a Pedra cuando éste se interpuso, poniendo en
evidencia que el hombre ya padecía serios achaques, por lo que el incidente le
afectó doblemente, en su orgullo y en su conciencia de no ser físicamente ya lo
que era. Fue solo un momento, pero la noticia corrió como un reguero de
pólvora, causando la reacción lógica…Afortunadamente, antes de que el asunto se
enrareciera más. el sector más presentable de los propios vecinos reaccionó
positivamente, y emergió ofreciendo sus disculpas actuando para encontrar una
solución mejor, algunos además, se sumaron con interés a las actividades de la Asociación.
El asunto pasó
rápidamente por el Ayuntamiento, por todo lo cual, como la situación lo
requería. Apareció entonces un local nuevo, el definitivo que, ciertamente, era
muchísimo mejor, y en el que pronto nos pusimos a trabajar, entre otras
cosas, por crear una copiosa biblioteca.
Después de llegar a
un acuerdo con la vocalía con Pedra al frente, me puse a repasar a los
novelistas más populares. Un buen pretexto para entregarme a una lectura voraz
que me llevó por las librerías de segunda mano para recuperar colecciones
enteras de Verne, Salgari o H.G. Wells guiado por la primera edición del
deslumbrante ensayo de Fernando Savater La
infancia recuperada, devoción que sustituyó por un tiempo a otras lecturas
más politizados como libro de cabecera, aunque también es verdad que descubrí
indignado algunas estimaciones reaccionarias en las que el autor de presunción
libertaria, en el tema colonial se manifestaba mucho más próximo a Rudiard
Kiplyng que a Frantz Fanon.
Semejante tentativa
didáctica encontró con el tiempo, su curso natural a través de los servicios
municipales, y dio pie a una campaña de divulgación, paralela a las que el
incansable Eduardo Rojo realizaba con sus diapositivas en sus amenas charlas
sobre los misterios del legado Gaudí. La idea era cubrir las estanterías con
títulos claves de la literatura popular en la que incluían hermosas reediciones
de los clásicos de la novela popular como las de Legasa, que ofrecían numerosas
ilustraciones. A continuación desarrollamos varios ciclos de charlas comenzando
con la evocación de La vuelta al mundo en
80 días.
El caso es que, sí
bien saqué provecho para largas y sorprendentes discusiones, la literatura, se
quedaba siempre de mi lado. Había debate, pero se hablaba de un totum revolutum, en el que contaban más
las vicisitudes de tal o cual de los presentes. Por ejemplo, una tarde un
anciano gallego nos deleitó con una conferencia improvisada sobre sus
sugestivas peripecias con las abejas. Eran notas llenas de detalles e
incidencias que daban para un documental tipo National Geographie o
mejor para un hermoso cuento de haber alguien para escribirlo. Ignoro sí al
final hubieron algunos abuelos a los que les diera por leer, pero lo cierto es
que, a pesar de que mantuve una estrecha colaboración con la vocalía en los
años siguiente, Pedra, que era muy detallista en estas cosas, nunca me presentó
a nadie interesado en los libros, ni siquiera por los de Julio Verne. Pronto
quedó claro que la biblioteca era la atracción menos transitada del Hogar.
Mucho más que los
libros eran el dominó y otros juegos lo que hacían furor hasta el punto que
cuando se interrumpían para presentar otra opción, se creaba un sordo rumor de
protesta. Además, estaba la dichosa “caja tonta”. Por otro lado, las mujeres ya
tenían sus puntos y manualidades.
Lástima porque, a mi
entender aquellos libros habrían significado, al menos para algunos, una
posible recuperación de los sueños liberadores y fantásticos de la juventud,
una posibilidad que siempre evocaba contando con entusiasmo la historia
particular del abuelo Pepe “Pichori” quien cansado ya de la mediocre y
reiterativa prensa deportiva y de los tremendismos de El Caso, sobre el que decía que estaba mejor cuanto más atrocidades
contaba, se empeñó por conseguir “buenos libros”, yj he aquí, que el hombre
encontró en el último tramo de su vida la fascinación por la literatura llevado
de la mano de la imaginativa pluma de Verne y Salgari. Todo ello, gracias a una
colección excepcionalmente ilustrada prestada como un favor muy particular dado
el estado del abuelo, por el primo Pedrito Gutiérrez, el “intelectual” del
pueblo entonces, quien unos pocos años después fallecería dejando la biblioteca
a merced de las ratas y el polvo. Para el abuelo, que tenía unas bases
culturales que no reprodujeron ninguno de sus hijos, aquello fue tal revelación
que apenas si dormía. Descubrió maravillado que existían otros mundos, otra
forma de vivir el tiempo, cosas que aprender que colmaban su sentimiento
todavía vivo por saborear la cultura y su magia. Aún tuvo oportunidad para
hacerme cómplice de su devoción, y durante semanas me olvidé de corretear por
las afueras e incluso de tanto jugar al fútbol. La cultura, me reiteró siempre
que pudo, era el mejor camino posible, lejano de lo que, económica y
físicamente, había arruinado su vida. Claro, que entonces no había llegado la
“caja tonta” ni otros inventos de vaciar el tiempo mental.
Con estas historias uno
podía estar perfectamente una hora “largando”, para acabar ofreciendo aquel
espacio de libros, ahora al alcance de todos, con la garantía de que, si
iniciaban en su lectura, no lo podrían dejar fácilmente. Pero era mi principal
referencia, aunque también contaba como mamá, que nunca había leído ninguno, se
entusiasmó con Oliver Twist. También citaba otros ejemplos como el de Una jornada particular, donde una ama de casa (Sofia Loren)
que cambiaba su punto de mira de ama de casa estrecha y oprimida bajo el
fascismo de Mussolini en, el mejor Ettore Scola, gracias a un "gai"
(Marcello Mastroianni) que le brindaba la lectura de Los tres mosqueteros,
de Alejandro Dumas, mediante la cual comenzaba una historia que le permitía ver
la vida con otros ojos, y a cuestionarse su papel social en un momento en el
Hitler y Mussolini se encuentran en Roma en loor de muchedumbres.
Yo pensaba que el
problema de fondo era que antes la inmensa mayoría no había tenido los libros a
su alcance, y que cuando lo tuvo, como durante la República el lector
obrero se hizo dominante para estupor y miedo de gente como Ortega y Gassett,
tal como indica en su célebre obra La rebelión de las masas, se atrevió
a pensar, y a tener criterio propio, algo que los amos no podían soportar, de
ahí que el “Movimiento” arremetió contra los maestros y contra los libros, los
quemó en las plazas, y los tomó como pruebas a la hora de llevar a cabo sus razzias
por los pueblos.
Pero este era un camino demasiado terrible, y
raramente lo invocaba. Privilegiaba otro más transitable, el que me llevaba al
terreno de la herencia oral, del encuentro generacional entre los abuelos y los
nietos. Recuerdo que un día un camarada, me preguntó: “¿Tú también tuviste un
abuelo formidable que te enseñó?”. Su caso era todavía más notable, el abuelo
fue un antiguo republicano, quizás anarquista, que contó a su nieto las
historias que no se había atrevido a explicar a sus hijos, y le abrió los ojos
en una época en que esto era más factible. Mi caso no era tanto, pero yo me sentía
heredero de una tradición, de una continuidad, de unas maneras de ver las
cosas, parte de un rico imaginario que me sirvieron luego para situarme ante
las cosas de este mundo. Claro que también estuvo el cine, la literatura, y
gente como Pedra, pero el punto de partida fueron los abuelos paternos. Siguiendo por este hilo recalcaba hasta la
saciedad mi agradecimiento a mis abuelos por haber tenido todavía la ocasión de
hacerme las primeras ideas sobre la vida escuchándolos en el invierno alrededor
del brasero o durante el verano con una manta tirada en el suelo, y de haber
sentido partícipe y prolongación de sus propias historias en un tiempo en los
que los artefactos tecnológicos no habían llegado para desconectarte de
"lo antiguo", e instaba a los presentes en no desistir en
"contar batallas" a sus nietos. En los mejores momentos de la
vocalía, Pedra, siempre situado en la onda, organizó con maestros inquietos diversos encuentros entre
abuelos y niños que provocaron el entusiasmo de unos y otros, pero que
carecieron de continuidad.
Quizás porque Pedra era un punto y aparte, alguien
cuyo entusiasmo utópico había conseguido una personalidad viva y creativa,
capaz de animar hasta el auditorio infantil con sus pequeñas historias sobre
como su padre quiso enseñarle y él trató de aprender. El resto, incluyendo los
que más apoyaban, carecían de la suficiente inquietud y personalidad como para
promover situaciones, y de plantearse nuevos horizontes.
En mi opinión, se
estaban rompiendo los últimos tramos del puente que secularmente había existido
entre un tiempo y otro, y cuyo componente supongo que idealizaba, aunque quizás
no tanto, y esto lo digo desde el presente, cuando esta desconexión está
mostrando más claramente sus consecuencias a través de la estúpida prepotencia
tecnológica, por la absurda pretensión de las generaciones que emergían de
estar en la última ola. También en este terreno la suma entre la TV, el tipo de vivienda y de
ciudad, la apatía de la satisfacción consumista y la abulia intelectual generalizada,
acabaron entre otras muchas cosas cortando un diálogo que sé ya había dejado de
realizar en casa. Los viejos se preparaban para despedirse sin molestar
demasiado, arrumbados en sus hogares ahora acomodaticios, mientras que los
nietos, con sus consolas y demás artefactos deshumanizadores, creían que el
mundo comenzaba con ellos, y casi nadie se cuestionaba nada. La conciencia
crítica, sí existió, había sido mortalmente herida con la barbarie franquista o
en aquella larga posguerra en la que se afianzó la ley del más fuerte, en la
que todo estaba ordenado para el sometimiento. Esta reacción contra la acción
colectiva se hacía notar un poco en todas partes, por ejemplo con expresiones
como "no es mi problema", o aquella
otra de "!Y a mí que me cuentas¡", o el sempiterno "no
hay nada que hacer" que se había instalado precisamente ahora, justo
cuando, en teoría, las libertades
tendrían que posibilitar sueños que antes parecían irrealizables por la
dictadura. Por otro lado, las pequeñas exigencias fueron perfectamente
asimiladas por los ayuntamientos o por la Generalitat.
Era pues evidente
que, a pesar de los primeros destellos reivindicativos o personales de unos
pocos, entre la mayoría primaba una actitud de repliegue individual, cuando no
de arrinconamiento. Estas tendencias comenzaron a cobrar cada vez mayor peso
desde el momento en que se concretaron unos primeros logros, hogares, ventajas
y descuentos diversos, sin olvidar algunas que otras mejoras en comedores
públicos o de atenciones médicas y sanitarias más particularizadas como la de
los podólogos, o algunos casos de asistencia a domicilio, contadas, unos logros
que ilustraban aquella frase marxiana
según la cual en los países llanos las colinas parecen montañas.
Observando entre mis
seres más próximos, era obvio el predominio de las actitudes más conservadoras
y personalistas, este terreno en el que se situaban papá y mamá que únicamente
alcanzaba a manifestarse con “los nuestros”, o sea con la familia, lo que no
significaba que si, puntualmente, se podía hacer un favor, se hacía pero sin
complicarse más de la cuenta. Se habían habituado a sentirse al margen y no
querían ni oír hablar de ninguna clase de asociación, y mucho menos de
jubilados, viejos al decir recalcado de mamá, ni saber nada de excursiones o
algo parecido.
Cuando descubrieron
que fulanito o zutanito frecuentaban los bailes con otras personas mayores,
creían que estas habían perdido el sentido del ridículo. A mamá en particular
no le entraba en la cabeza que algunos buscaran alternativas a una viudedad
solitaria, que convertía al hombre en un extraño en su casa, y a la mujer en
alguien reacia a salir por su cuenta. Mucho menos soportaba las “cochinadas”,
la más mínima insinuación sobre la sexualidad. Ella pues, se situaba en las
antípodas de actitudes como la de la duquesa de Metternich, que cuando le
preguntaron sobre cuando concluía la vida sexual, respondió: "¿Y a mí que
me explican, yo sólo tengo ochenta años?". A Pedra por el contrario, le
encantaban las anécdotas verdes, la evocación de posibles amores tardíos como los de Víctor Hugo o
Picasso. Seguía ahíto de besos, y quería a Lola como el primer día sino más, y
no perdía su ocasión de jugar, al menos de palabra. Ella reía cuando le
escuchaba presumir de estas cosas, y respondía socarrona: "Menos
lobos".
El pase de papá de
trabajador a pensionista tuvo lugar aquel mismo mes. Desde hacía cierto tiempo,
su empresa, la Comercial Ebro, en
la que había trabajado desde principios de los años sesenta con un sentido de
la responsabilidad exacerbado, comenzó a reducir plantilla. A aquellos pulcros
empresarios yanquis ligados a tradiciones protestantes integristas, muy amantes
de una jerarquización extremadamente minuciosa que creaba salarios
diferenciados hasta entre trabajadores que prácticamente hacían lo mismo, no se les ocurrió nada mejor que echar mano a
los métodos de la escuela de Chicago que entonces conocía sus años del
esplendoroso ensayo de economía neoliberal en el Chile de Pinochet. Contrataron
a un contramaestre al que los trabajadores, en buena parte ya mayores como
papá, no tardaron en tildar de "negrero".
Estaba clara que la
intención de precipitar la marcha "voluntaria" de los que les estorbaba
para sus piadosos beneficios. De carácter pusilánime, siempre temeroso de lo
que podía pasar, papá había estado
durante años efectuando una misma faena revisando metros y metros de tela para
detectar las posibles taras. En los últimos años, comenzó a tener problemas con
la vista, una dificultad que fue aprovechada por el "negrero" para
amargarle más la vida. Cada vez que éste le sacaba a relucir despóticamente las
taras que le habían pasado inadvertidas, papá regresaba a casa deshecho, inmerso
en un ataque de tensión histérica que trasladaba en no poca medida a mamá. En
algunos momentos pareció estar al borde de una depresión, y de eso me habló el
médico de cabecera que lo atendió. Durante un tiempo porfié en acompañarle, y
encararme yo mismo con el "negrero", pero papá no quería ni oír
hablar de nada parecido.
Fue cuando, después
de una de sus mayores crisis, me reuní con dos amigos sindicalistas bastante
fornidos y decididos. No hubo mucho que contar. Entonces ideamos una de
aquellas medidas de salud laboral que la
CNT de los años heroicos había adoptado como un método lícito
de lucha. El plan era sencillo, yo señalaría al "negrero" al final de
una jornada, y ellos le montarían un "número" fuerte en un escenario
adecuado. Allí le enseñarían a respetar a los más débiles. Todo estaba en
marcha cuando, después de una visita de papá al oculista, éste me comunicó que,
con las cataratas que tenía, no estaba obligado a trabajar, y menos revisando
taras en la ropa.
Lo llevé también a un
cardiólogo. Éste detectó un pequeño soplo en el corazón, nada grave siempre que
no estuviera expuesto a grandes emociones. Entonces apareció la solución, una
baja de larga enfermedad. Luego, un tiempo en el paro, y al final, una
jubilación relativamente prematura que sería (y fue) como una justa recompensa
de tantos años de fatigas. Claro que, al principio casi me arrepentí. El hombre
no paraba de darle vueltas y más vueltas sobre si le correspondía tal cosa o
no. Cuando le aclarabas tal concepto, reaparecía al día siguiente con que había
encontrado a alguien que le "decía" algo diferente, aunque se tratase
de un ramo, convenio o situación totalmente extraña a la suya. Era cuando
volvía a darle vueltas a lo "le quedaría", y después de cada
respuesta, persistía con la misma cantinela. Tanto fue así que llegó a agobiar
de verdad a nuestro consejero, el flemático y encantador señor de la Rosa, el más amable y
bromista de los funcionarios de la
Agencia de la Seguridad Social que gestionaba su caso. Ambos
celebramos con jubilo cuando a papá le llegó la primera pensión, y comprobó que
era más de lo que esperaba. Fue cuando coincidimos que en algunos momentos
habíamos tenido sobrados motivos para estrangularlo en legitima defensa por lo
pesado y reiterativo que llegó a ser.
Aquello fue lo mejor
que le pasó en la vida, también a mamá, que tardó todavía unos años en dejar de
hacer faenas como señora de la limpieza
De entre mis notas de
este mes destacan algunas como las dedicadas a un viaje al Montseny para
disfrutar melancólicamente de los paisajes y saludar a los colegas del VI
Congreso de la LCR,
y por el que levanté ni un dedo por participar. Mi cabeza estaba en otra parte,
y de ahí que mis encuentros fuesen más bien entrevistas sobre posibles
actividades editoriales o sobre mis crónicas para Combate, que, sí no recuerdo mal, todavía era semanal, claro que el
Rouge francés era ya diario, entre
otras cosas, gracias a la ayuda inapreciable de Leopold Trepper, el legendario
jefe de la “Orquesta Roja” infiltrada en el ejército nazi pero al servicio de la URSS, y que había invertido
en el proyecto parte de los beneficios del éxito editorial de unas memorias en
las que efectuaba un medido e impresionante reconocimiento de la oposición
trotskyana al estalinismo durante la medianoche del siglo.
En el día 25 se
evoca lo bien que me lo pasé
contemplando (en el cine Diagonal) La
vida de Brian, tanto fue así que Romi me tuvo que recoger del suelo más de
una vez. Hacía tiempo que no me reía tan exageradamente, y en ello tenía que
ver mi propia identificación de antiguo creyente con aquel Ben-Hur al revés,
pero también la discusión que mantuvimos en Dosrrius durante las navidades
mencionadas, y en las que resultó ser la excepción “fachosa” entre unos
invitados más bien izquierdosos. Se trataba de una señorita “pija” de menos de
treinta años y devota del ascendente Opus Dei que presumía de rutilantes
apellidos de familias que habían actuado de ministros de Franco.
Como no era cuestión
de actuar ásperamente, interpreté el papel de alguien que prestaba mucha
atención a lo que decía, aunque creo que una vez le pregunté como el que no
sabe la cosa si conocía al cardenal Pinochet. Entre sus desafectos más
obsesivos se contaba el de repetir los anatemas eclesiásticos contra la sátira,
de manera que Romi y yo nos prometimos ir a verla nada más poner los pies en
Barcelona. Dicho y hecho, y la
combinación fue explosiva. Con su imagen en la cabeza, los disparates de los
Monty Pyton, me parecieron doblemente geniales, incluso me reí a mandíbula
batiente con los debates sectarios del grupo izquierdista que se peleaba por el
orden de las mismas siglas. Seguramente, los guionistas tenían en aquel momento
en mente la parte más absurda de la historia trotskista, baste recordar que la
sección británica de la Cuarta
sufrió una crisis mientras debatió la actitud a tomar...en las elecciones
españolas de junio de 1977.
A finales del mes hay
un registro significativo de mi pertinaz negativa en acompañar a unos amigos
que se habían empeñado a llevarme a una discoteca de Cornellá un sábado noche,
después de una abundante cena que invitaba a aligerar un poco el cuerpo con el
ejercicio de la danza. Estos amigos pertenecían a una familia bis. Dos
matrimonios entre hermanos, los Barreto-Sánchez y los Sánchez-Barreto, que más
de una vez ya lo habían intentado antes vanamente. La discusión duró más de una
hora, durante la cual enumeré una y otra vez mis propias razones: "a)
tengo sueño; b) odio un lugar con una música que no me gusta y lo anula todo, y
c) no me hace maldita gracia tener dolor de cabeza el día siguiente…". Sin
embargo, con el apoyo cómplice Romi consiguieron convencerme, y les acompañé porque no se dijera que no lo
había intentado. Luego, la verdad es que
no fue para tanto aunque seguí sintiéndome condenado a ser un
"patoso", un sentimiento que conectaba plenamente con el que me
llevaba a huir radicalmente de las navidades y fiestas similares, y seguí sin
entender porque se pagaba por permanecer en un lugar con aquellos ruidos. Tardé
años en volver.
Es verdad, que uno en
estas cosas uno era de un rancio consciente y quizás un tanto deliberado,
aunque con la música seguramente también se daba algún problema de oído con la
música un poco estruendosa. Este detalle me lleva a otra nota en la que se
registra un encuentro con algunos jóvenes ligueros en el marco del citado
congreso. Mientras debatía informalmente con ellos, el más conocido tuvo a bien
preguntarme qué música prefería, Respondí con unas buenas dosis de provocación:
"Para mí desde que murió Antonio Machín, nada vale ya la pena", y los
demás me miraban como diciendo, “Pero. ¿de donde se ha escapado éste tío
“carca”?”. La verdad era que exageraba un poco, pero no demasiado, mi tiempo
era el de los cantautores y el del flamenco, pero los que de verdad me gustaban eran Machin y Nat King
Cole, y también lo era que se sentía hostil a las músicas que por su potencia
agredía mis delicados oídos. Por lo tanto, en este aspecto, me quedé
generacionalmente muy fuera de todas las ondas.
El día 30 participé
mucho más a gusto en una fiesta en solidaridad con El Salvador celebrada en el
Pueblo Español de Montjuich, y en que coincidían todos los rojos. Se vivía
entonces el momento álgido de una insurrección popular que resucitaba la sombra
gigantesca de un líder comunista, Farabundo Martí, que como Sandino, no se
rindió a la colonización norteamericana. Se vivía pues el auge guerrillero
contra la impunidad secular y el crimen organizado por los poderosos desde un
Estado en el que la CIA
tenía un peso capital. La nueva derecha internacional, con los “nuevos
filósofos” lanzados como una reacción a la tradición del intelectual
comprometido con los de abajo –comprometidos contra el compromiso, declaró
Ionesco, un genial reaccionario-, trataban de ensuciar esta lucha, por ejemplo,
acusando a toda la guerrilla del asesinato del poeta Roque Dalton, víctima del
estalinismo en unas circunstancias terribles. Aquella noche lució una buena
temperatura, y daba gusto pasear por el lugar, hablando y bromeando con gente
conocida, con mucha de la cual había perdido la pista en los últimos tiempos, y
más que perdería en los siguientes.
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