domingo, 26 de junio de 2016

MEMORIAS: DE LA MISERIA SEXUAL



MEMORIAS: DE LA MISERIA SEXUAL
Resultado de imagen de alex comfortCreo que fue durante la segunda mitad de los años sesenta que nos llegó unas primeras referencias sobre la “miseria sexual de los jóvenes”, supongo que como un eco parte del folleto “Sobre la miseria de la vida estudiantil" considerada bajo sus aspectos económico, político, psicológico, sexual e intelectual, uno de los tantos que a los “políticos” del “Centro Social de La  Florida”  nos aportaba el “camarada Vidal” de sus múltiples trajineos, y contactos con la Universidad, un lugar que el grupo identificaba como un centro de revuelta contra el régimen, y compuesto de grupos de jóvenes obviamente más preparados que nosotros que, al fin y al cabo, no dejábamos
de ser unos trabajadores por mucho que leyéramos. 
El folleto venía en francés, una de las pocas asignaturas que en mi pasaje por las clases nocturnas del instituto COPEN, logré un notable. Pero las dificultades no venían del idioma, sino del propio lenguaje y horizonte del texto, que se situaba unas cuantas clases más arriba. Venía firmado por una tal “Internationale Situationniste”, que Vidal ubicaba en un verdadero  “finisterre”, todavía más allá del anarquismo y del trotskismo (y el POUM), unos límites que ya nos provocaba vértigo en un tiempo en el que estar a la izquierda “del partido”, parecía cosa de intelectuales presuntuosos. Pero aquel era todavía un mapa en el que nos podíamos desenvolver con una historia social que había seguido, paso a paso, la ruta de las internacionales, desde la primera a la cuarta, y no creíamos que fuese cuestión de andar ahora más allá.
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De aquella ardua lectura entendí que se estaban refriendo a las miserias de los jóvenes de entonces, más concretamente a los estudiantes franceses, o sea de un mundo que, en relación al nuestro, se situaba, cuanto menos culturalmente hablando, en otro planeta. No obstante, nosotros, jóvenes sin apenas maestros, nos sentíamos en plenitud, leíamos al menos un libro por semana, estábamos abiertos a todo, y por lo tanto, todo aquello de la “miseria sexual” no nos concernía, al menos de momento. Teníamos toda la vida por delante, soñábamos despierto, y lo de las novias, pues bien, quien no la tuviera, ya la tendría, eso sí, de poder optar, queríamos una chica libre y comprometida, una especie lejana y mitificada que apenas si parecía existir fuera de la Universidad. Quizás por eso, el día en que apareció una camarada universitaria, y en la que no yo no pude estar, me contaron que hablaron de todo, incluso del amor libre, una de aquellas palabras míticas con las que nos seducía Pedra en sus crónicas ardientes de la febrilidad espiritual del anarcosindicalismo.
 Donde si cuadraba como un guante era con el historial sexual de nuestros padres. Esta era tal y tan evidente por lo general,  queso evocación nos sublevaba. Hablar del sexo de los papas era una página patética que, siempre que se evocaba, daba lugar a un verdadero alud de anécdotas y de sarcasmos. Un tema que lo mismo se podía desarrollar en los círculos vanguardistas que en los bancos del vestuario de la fábrica, el taller o la obra, en aquellos lugares donde cada vez se hicieron más usuales colocar las páginas de las revistas más “atrevidas” de la coyuntura, como, desde principios de los setenta, eran el “Fotogramas”, o el “Diez Minutos”, que era una revista más de peluquerías de señoras, pero que, con el pretexto de enseñar los hogares de las artistas,  mostraban a estas de manera más “picante” que el momento permitía. Por entonces, no creo que existiera un solo vestuario masculino, sin un desplegable del “Diez Minutos” bien ostentoso, algunos dignos de veneración como aquel en el que aparecía Barbara Bouchet en bikini y puesta de puntillas, igual como una bailarina.  El éxito de la revista a principios de los setenta fue tal que, para mi sorpresa, un día encontramos un montón de ellas en una de las habitaciones de llamada “casa de los curas”, situada en la plaza Pubilla Casas, que además de ser un lugar habitual de reuniones de lo más diversos, estaba habitada por un grupo de diáconos en el que más moderado tenía novia y militaba en el PSUC. 
Resultado de imagen de emma cohenTodas estas críticas a las miserias paternales quizás queríamos olvidar algunos –por lo general a los más vehementes-, que, aunque no nos gustara, éramos al menos en la mayoría de los casos, plenamente deudores de aquella mortífera educación católica, estrecha y provinciana. La misma que se manifestaba cortando o poniendo la mano para impedir la proyección del beso final en tal o cual proyección. Llevábamos toda esta educación castrante debajo de la piel, y algunos con agravantes.
Resultado de imagen de emma cohen Desde luego, en lo que a mi respecta, los antecedentes no podían ser más estrechos. La abuela Ana Núñez,  pertenecía en cuerpo y alma al Medioevo, para ella las mujeres no deberían de salir de casa, salvo en caso de necesidad, en este caso, debían de hacerlo por la noche, que era cuando ella “cumplía” con el deber del pésame. Mamá sí salía de casa, además cultivaba la broma y el sarcasmo, pero no con las cosas del querer. Ni en casa ni fuera de casa pude ver un detalle que  pudiera hacer pensar que existía una relación entre ellos, lo único que sabía era que dormían en la misma cama.  El asunto de la sexualidad más o menos abierta quedaba para el cine ya que incluso en el caso de los prostíbulos, que los había –uno, el de “Perragorda”, estaba pegando con la escuela-, pero tampoco estaba muy claro, a lo máximo que el abuelo Antonio salía de él abrochándose la portañuela. Ni un abrazo, ni un beso, o una cogida de las manos. Había que estar casados para ir del brazo y pare usted de contar.  No conozco ejemplos de que se ofreciera un comentario, y o una mínima aclaración, a los hijos, luego te enterabas de todo por los demás, en el trabajo por ejemplo. Sí acaso se ofrecían algunas severas advertencias sobre enfermedades, que de esas si que se hablaba. Sobre todo cuando se relataban las historia de la “mili”. Cuando se hablaba de “juergas”, se trataba de gente pudiente, y a lo largo de los años, en más de una ocasión escuché “argumentos” de tal o cual que se había vuelto “de la otra acera” de tanto ir con mujeres…
Las mujeres tenían todo aquel puritanismo mucho más acentuado. Mamá, a pesar de todo su regusto por los comentarios irónicos,  en eso era en verdad terrible.  De mayor no la podíamos llevar a una playa o una piscina porque no se cortaba en proclamar que todas las presentes eran unas putas indecentes, y en esto no era ninguna excepción, era si acaso más atrevida, y decía en voz alta lo que otras pensaban en voz baja. No soportaba las escenas un poco verdes en las películas por la “tele”, y en más de una ocasión se levantaba bruscamente, y no regresaba hasta el final. Papá se permitía alguna que otra broma con segundas. Por ejemplo se refería elípticamente a los órganos sexuales como “la parte del peligro”, y lo decía con una sonrisa burlona como diciendo, mira lo que te digo. La única vez que pude sentir un episodio de su vida marital ocurrió durante una noche de invierno, allá por los años setenta. Estábamos mi hermana Ana y yo apurando una sesión de aquellos ciclos de grandes películas clásicas, en medio de un intervalo silencio casi total, pudimos escuchar la voz enérgica de mamá, que decía: “!Quítate de encima zo baboso¡”
 Aunque fuese de una manera bastante  primitiva, o sea con lo que se dice de “penalti” –con un revolcón en un pajar del que salí yo, y orgulloso del  encuentro-,  papá se casó con casi 29 años, y mamá con 27,  y por lo tanto mucho antes que yo, tan afectado por una maldita timidez que se convertía en fiebre cuando  había por las proximidades una chica que me gustaba. Eso explica que antes de Carmen,  la historia de mis amores pueden catalogarse sumariamente con la palabra: sueños, y no mucho más. Sueños entre las sábanas, en las soledades múltiples,  especialmente en la  privacidad oscura de las salas de cine,  un lugar muy especial en el que no echaba de menos las compañías.
 Cierto es que, sí se aprieta un poco más aparecen páginas aquí y allá, pero están casi en blanco. Y no es un ningún saber que seguramente fuese algo más que tantos otros muchachos, y por supuesto, muchachas, maltratado, supongo que por problemas derivados  de la subestimación.  En estas páginas habría que incluir los brotes en la infancia, de las primeras actrices que me sedujeron, esto fue el caso evidente de Ann Blyth, que se metió en mi subconsciente desde que el “hombre de Boston” (Gregory Peck) tuvo el mundo en sus manos al cogerle por detrás por la cintura, un detalle visto seguramente en el verano de 1953, pero jamás olvidado. Persistirá en el recuerdo, como antecedentes de una seducción que hizo que cualquier película con Ann Blyth siempre me gustara más. A pesar de este inicio precoz,  a los 14 o 15 años estaba más o menos en lo mismo, en el limbo decían. Eso sí,  estaba descubriendo que llevaba un demonio pecaminoso dentro, pero lo cierto es que, cuanto menos esto, no me preocupó. Supongo que forme parte de la legión de muchachos (y de hombres), que también se enamoraron de la espigada Cyd Charisse “deshabillé” en Viva las Vegas (USA, 1956), la primera beldad que me hizo un hombre aunque solo fuese para mí, y me permitiera descubrir parte del misterio de aquello que tanto les gustaba a los hombres. Desde entonces, todo fue diferente, o al menos a mi me lo pareció. Las muchachas eran cosas inaccesibles con las que yo no podía articula una conversación cuando me gustaban. Durante años, esta me pareció una realidad inalterable. Y tal como ya le expresé a papá a los 9 años, cuando me preguntó si quería estudiar para cura siguiendo algún buen consejo de alguien unas actitudes que ni sospechaba,  no concebía ningún tipo de celibato, me dediqué a cultivar mi harem fílmico. Un harem con el que no podía intercambiar ni unos buenos días,  y ante las que daba por sentada, que jamás me harían puñetero caso, este destacado, y por lo tanto, pródigamente compartido, aspecto del cine, me llegó  como un jardín secreto, entre multitud de jardines más.
Resultado de imagen de emma cohen Supongo que, en mayor o menos medida, quien más y quien menos debe tener un jardín de ese tipo, un lugar en el que cultivar su propio imaginario, y si no fuese así la gente no pondría la cara que pone, la cara que, por ejemplo ponía papá cuando evocaba Extásis (Checoslovaquia, 1933) con Hedy Lamar, la misma por la que me llevó a ver Sansón y Dalila (USA, 1949) aunque para ello tuviera que cerrar unas horas el bar, algo que casi nunca hacía sin un motivo muy grande. Sin ese jardín todo sería todavía mucho más amargo, así que fue al resguardo de las salas oscuras donde comencé a urdir mis sueños de grandes amores, sueños en los que no había lugar para las princesas (mi Romy Schneider es post-Sissi), ni para grandes damas. 
Mi imaginario iba más por las mujeres como las que describía Howard Hawks, abiertas y desafiantes,  y sí además aplicaban estas virtudes en oposición al orden existente, pues no te digo, mujeres como la Pia Degermark de Elvira Madigan (Suecia, 196), por mencionar un título de cierto culto entre los solitarios que soñaban con amores más grandes que la vida, estrenado aquí en las salas comerciales en los años setenta. Naturalmente, ninguna de las chicas a las que, por alguna razón que se me escapaba, yo les gustaba, se aproximaba a la imagen que yo tenía  de la romántica sueca. Y todas ellas perdieron lamentablemente su tiempo conmigo, aunque por mi natural tendencia al ostracismo en estos casos, la verdad es que las esperanzas no debieron ser muchas. No recuerdo siquiera ni un mal guiño.
Resultado de imagen de Romy SchneiderLlegó un momento en que este harem se fue haciendo cada vez más insuficiente. Los años pasaban, cada dos por tres aparecía alguien que se mofaba del asunto, amistades con ganas de saber que leñe te pasa, y con las cuales podía estar desde primeras horas de la noche hasta las tantas de la madrugada, dándole vueltas y más vueltas, todo ellos con anécdotas propias y ajenas, más algunos chistes (“No lo tomes como algo personal. Pero sabes aquel del tío al que su mujer le lleva al médico para que le explique lo que tiene que hacer. El médico se lo explica, y no hay manera. Entonces se pone encima de la señora, se lo hacen allí. Cuando acaban, el médico le dice al tío. ¿Has visto como se hace?, a lo que el tío le responde: ¡Sí, doctor¡, pero, ¿se la traigo aquí o viene usted a hacerlo en casa?”), sin olvidar unas cuantas referencias de lecturas directas o indirectas de Freud, en mi caso podía llegar hasta Wilhem Reich, y del mismísimo  Alfred C. Kinsey por la vía de Daniel Guérin, amigo de muchos de mis amigos más veteranos, y autor de La revolución sexual después de Reichs y Kingsey,  editada en Caracas en 1969, y leída y anotada por menda a principios de los años sesenta, tras una  adquisición “secreta” en la librería Ancora&Delfín, de Barcelona.
  He conocido amigos y amigas que, llegados un momento, se resignaron, y dejaron de atormentarse por la carencia. La vida era así, a ellos les había tocado vivirla de esa manera, y bueno, pues salga el sol por Antequera, aunque no siempre era el sol lo que les salía. Pero este no ra mi caso, ni mucho menos. Fuese porque me sentía gratificado por la lista de muchachas a las que parecía que les caía bien, algunas de las cuales además, también me caían bien a mí, y los ejemplos, y las escapadas, fueron unos cuantos aunque siempre acababan igual: con mi fuga del encuentro, del lugar, de la cercanía. Aún y así, no me resignaba, había estado aplazando la solución, pero mi parte militante andaba muy indignada conmigo mismo. Tenía que hacer algo…
Resultado de imagen de Romy SchneiderDe momento, hablaba, y sí la compañía contribuía a ello, podía hacerlo a tumba abierta. Había aprendido que lo personal también es social, y tenía claro que no estaba aquejado de ninguna  tara o maldición, que debía de haber un problema, y que los problemas, cuando es posible, se solucionan. Recuero haber entrado por el terreno resbaladizo de las explicaciones, algo tendría que ver el carácter. El mío era claramente retraído, pero también ra cierto que, según en que medio, no lo parecía. No tardé en descubrir que la actividad militante, el poder hablar fluidamente en las asambleas, me habían reafirmado también en una tendencia distinta. Mientras ellos fumaban y bebía, yo seguía hablando, respondiendo a las preguntas, escuchando cuando me tocaba el turno, y como el marxismo nos había entrado por vena, no tardaba en aparecer las preguntas de rigor. Eran las que se referían a la formación, a la infancia.
El puritanismo era extremo,  sobre todo de cara a las mujeres, así, mamá que en alguna ocasión no se había ahorrado hacer punzantes comentarios sobre como iba vestida tal o cual cuñada, nada, un levísimo escote, luego disculpaba una aventura de su hermano como “cosas de hombre” cuando mi tía Riverita, se lo hizo saber entre llantos. Obviamente, eso era lo que había mamado, un legado que era ostensible en el abuelo Antonio, cuyas hijas tuvieron que forzar la situación para que les reconociera un noviazgo, y aún y así. Mamá y papá pasaron la prueba por un embarazo –provocado ardorosamente en un pajar, qué habría que haber visto con ella-, en tanto que la tía Gregoria se tuvo que machar del pueblo para poder casarse. El día en el que el abuelo se enteró que su nieta preferida, la más guapa, la rosario, se había echado novia, le hizo cruz y raya y nunca más le volvió a hablar.

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