MEMORIAS: DE LA MISERIA SEXUAL
de ser unos trabajadores por mucho que leyéramos.
El folleto
venía en francés, una de las pocas asignaturas que en mi pasaje por las clases
nocturnas del instituto COPEN, logré un notable. Pero las dificultades no
venían del idioma, sino del propio lenguaje y horizonte del texto, que se situaba
unas cuantas clases más arriba. Venía firmado por una tal “Internationale
Situationniste”, que Vidal ubicaba en un verdadero “finisterre”, todavía más allá del anarquismo
y del trotskismo (y el POUM), unos límites que ya nos provocaba vértigo en un
tiempo en el que estar a la izquierda “del partido”, parecía cosa de
intelectuales presuntuosos. Pero aquel era todavía un mapa en el que nos
podíamos desenvolver con una historia social que había seguido, paso a paso, la
ruta de las internacionales, desde la primera a la cuarta, y no creíamos que
fuese cuestión de andar ahora más allá.
De aquella ardua lectura entendí que se estaban refriendo a
las miserias de los jóvenes de entonces, más concretamente a los estudiantes
franceses, o sea de un mundo que, en relación al nuestro, se situaba, cuanto
menos culturalmente hablando, en otro planeta. No obstante, nosotros, jóvenes
sin apenas maestros, nos sentíamos en plenitud, leíamos al menos un libro por
semana, estábamos abiertos a todo, y por lo tanto, todo aquello de la “miseria
sexual” no nos concernía, al menos de momento. Teníamos toda la vida por
delante, soñábamos despierto, y lo de las novias, pues bien, quien no la
tuviera, ya la tendría, eso sí, de poder optar, queríamos una chica libre y
comprometida, una especie lejana y mitificada que apenas si parecía existir
fuera de la Universidad. Quizás
por eso, el día en que apareció una camarada universitaria, y en la que no yo
no pude estar, me contaron que hablaron de todo, incluso del amor libre, una de
aquellas palabras míticas con las que nos seducía Pedra en sus crónicas
ardientes de la febrilidad espiritual del anarcosindicalismo.
Donde si cuadraba
como un guante era con el historial sexual de nuestros padres. Esta era tal y
tan evidente por lo general, queso
evocación nos sublevaba. Hablar del sexo de los papas era una página patética
que, siempre que se evocaba, daba lugar a un verdadero alud de anécdotas y de
sarcasmos. Un tema que lo mismo se podía desarrollar en los círculos
vanguardistas que en los bancos del vestuario de la fábrica, el taller o la
obra, en aquellos lugares donde cada vez se hicieron más usuales colocar las
páginas de las revistas más “atrevidas” de la coyuntura, como, desde principios
de los setenta, eran el “Fotogramas”, o el “Diez Minutos”, que era una revista
más de peluquerías de señoras, pero que, con el pretexto de enseñar los hogares
de las artistas, mostraban a estas de
manera más “picante” que el momento permitía. Por entonces, no creo que existiera
un solo vestuario masculino, sin un desplegable del “Diez Minutos” bien
ostentoso, algunos dignos de veneración como aquel en el que aparecía Barbara
Bouchet en bikini y puesta de puntillas, igual como una bailarina. El éxito de la revista a principios de los
setenta fue tal que, para mi sorpresa, un día encontramos un montón de ellas en
una de las habitaciones de llamada “casa de los curas”, situada en la plaza
Pubilla Casas, que además de ser un lugar habitual de reuniones de lo más
diversos, estaba habitada por un grupo de diáconos en el que más moderado tenía
novia y militaba en el PSUC.
Las mujeres tenían
todo aquel puritanismo mucho más acentuado. Mamá, a pesar de todo su regusto
por los comentarios irónicos, en eso era
en verdad terrible. De mayor no la
podíamos llevar a una playa o una piscina porque no se cortaba en proclamar que
todas las presentes eran unas putas indecentes, y en esto no era ninguna
excepción, era si acaso más atrevida, y decía en voz alta lo que otras pensaban
en voz baja. No soportaba las escenas un poco verdes en las películas por la
“tele”, y en más de una ocasión se levantaba bruscamente, y no regresaba hasta el
final. Papá se permitía alguna que otra broma con segundas. Por ejemplo se
refería elípticamente a los órganos sexuales como “la parte del peligro”, y lo
decía con una sonrisa burlona como diciendo, mira lo que te digo. La única vez
que pude sentir un episodio de su vida marital ocurrió durante una noche de
invierno, allá por los años setenta. Estábamos mi hermana Ana y yo apurando una
sesión de aquellos ciclos de grandes películas clásicas, en medio de un
intervalo silencio casi total, pudimos escuchar la voz enérgica de mamá, que
decía: “!Quítate de encima zo
baboso¡”
Aunque fuese de una
manera bastante primitiva, o sea con lo
que se dice de “penalti” –con un revolcón en un pajar del que salí yo, y
orgulloso del encuentro-, papá se casó con casi 29 años, y mamá con 27,
y por lo tanto mucho antes que yo, tan
afectado por una maldita timidez que se convertía en fiebre cuando había por las proximidades una chica que me
gustaba. Eso explica que antes de Carmen,
la historia de mis amores pueden catalogarse sumariamente con la
palabra: sueños, y no mucho más. Sueños entre las sábanas, en las soledades
múltiples, especialmente en la privacidad oscura de las salas de cine, un lugar muy especial en el que no echaba de
menos las compañías.
Cierto es que, sí se
aprieta un poco más aparecen páginas aquí y allá, pero están casi en blanco. Y
no es un ningún saber que seguramente fuese algo más que tantos otros
muchachos, y por supuesto, muchachas, maltratado, supongo que por problemas
derivados de la subestimación. En estas páginas habría que incluir los brotes
en la infancia, de las primeras actrices que me sedujeron, esto fue el caso
evidente de Ann Blyth, que se metió en mi subconsciente desde que el “hombre de
Boston” (Gregory Peck) tuvo el mundo en sus manos al cogerle por detrás por la
cintura, un detalle visto seguramente en el verano de 1953, pero jamás
olvidado. Persistirá en el recuerdo, como antecedentes de una seducción que hizo
que cualquier película con Ann Blyth siempre me gustara más. A pesar de este
inicio precoz, a los 14 o 15 años estaba
más o menos en lo mismo, en el limbo decían. Eso sí, estaba descubriendo que llevaba un demonio
pecaminoso dentro, pero lo cierto es que, cuanto menos esto, no me preocupó.
Supongo que forme parte de la legión de muchachos (y de hombres), que también
se enamoraron de la espigada Cyd Charisse “deshabillé” en Viva las Vegas (USA, 1956), la primera beldad que me hizo un hombre
aunque solo fuese para mí, y me permitiera descubrir parte del misterio de aquello
que tanto les gustaba a los hombres. Desde entonces, todo fue diferente, o al
menos a mi me lo pareció. Las muchachas eran cosas inaccesibles con las que yo
no podía articula una conversación cuando me gustaban. Durante años, esta me
pareció una realidad inalterable. Y tal como ya le expresé a papá a los 9 años,
cuando me preguntó si quería estudiar para cura siguiendo algún buen consejo de
alguien unas actitudes que ni sospechaba,
no concebía ningún tipo de celibato, me dediqué a cultivar mi harem
fílmico. Un harem con el que no podía intercambiar ni unos buenos días, y ante las que daba por sentada, que jamás me
harían puñetero caso, este destacado, y por lo tanto, pródigamente compartido,
aspecto del cine, me llegó como un
jardín secreto, entre multitud de jardines más.
Mi
imaginario iba más por las mujeres como las que describía Howard Hawks,
abiertas y desafiantes, y sí además
aplicaban estas virtudes en oposición al orden existente, pues no te digo,
mujeres como la Pia
Degermark de Elvira
Madigan (Suecia, 196), por mencionar un título de cierto culto entre los
solitarios que soñaban con amores más grandes que la vida, estrenado aquí en
las salas comerciales en los años setenta. Naturalmente, ninguna de las chicas
a las que, por alguna razón que se me escapaba, yo les gustaba, se aproximaba a
la imagen que yo tenía de la romántica
sueca. Y todas ellas perdieron lamentablemente su tiempo conmigo, aunque por mi
natural tendencia al ostracismo en estos casos, la verdad es que las esperanzas
no debieron ser muchas. No recuerdo siquiera ni un mal guiño.
He conocido amigos y amigas que, llegados un
momento, se resignaron, y dejaron de atormentarse por la carencia. La vida era
así, a ellos les había tocado vivirla de esa manera, y bueno, pues salga el sol
por Antequera, aunque no siempre era el sol lo que les salía. Pero este no ra
mi caso, ni mucho menos. Fuese porque me sentía gratificado por la lista de
muchachas a las que parecía que les caía bien, algunas de las cuales además,
también me caían bien a mí, y los ejemplos, y las escapadas, fueron unos
cuantos aunque siempre acababan igual: con mi fuga del encuentro, del lugar, de
la cercanía. Aún y así, no me resignaba, había estado aplazando la solución,
pero mi parte militante andaba muy indignada conmigo mismo. Tenía que hacer
algo…
El puritanismo era extremo,
sobre todo de cara a las mujeres, así, mamá que en alguna ocasión no se
había ahorrado hacer punzantes comentarios sobre como iba vestida tal o cual
cuñada, nada, un levísimo escote, luego disculpaba una aventura de su hermano
como “cosas de hombre” cuando mi tía Riverita, se lo hizo saber entre llantos.
Obviamente, eso era lo que había mamado, un legado que era ostensible en el
abuelo Antonio, cuyas hijas tuvieron que forzar la situación para que les
reconociera un noviazgo, y aún y así. Mamá y papá pasaron la prueba por un
embarazo –provocado ardorosamente en un pajar, qué habría que haber visto con
ella-, en tanto que la tía Gregoria se tuvo que machar del pueblo para poder
casarse. El día en el que el abuelo se enteró que su nieta preferida, la más
guapa, la rosario, se había echado novia, le hizo cruz y raya y nunca más le
volvió a hablar.
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