El arte de aprender a amar
Cuando
repaso aquel lejano cuaderno distingo con claridad la línea de asteriscos, una
abundante suma en forma de estrellas irregulares en las que se registraban
aquellas alegres corridas que, con una regularidad apenas contradicha, se
sucedían un día sí, con otro de recuperación. El mes de mayo tuvo seguramente,
algunos gramos más de locura. Quizás hubieran sido días sí, días también, pero
en
épocas que quedaban atrás. Por ejemplo, mientras resistía los agobios
del
ruin ambiente cuartelero con las lecturas, alegres borracheras en las que nos
daba por reírnos del lucero de alba (que por cierto, siempre llevaban galones),
y con un imaginario fílmico sumamente apreciado. Una atracción casi
descontrolada fue la creada una revista naturalmente francesa en cuyas extensas
páginas se ofrecía un "dossier" abundantemente ilustrado de
secuencias lésbicas del cine, y de la que, absolutamente todos, quisieron
disfrutar. Su libidinoso eco llegó hasta el último rincón del cuartel, hasta el
brigada más serio y estricto de la compañía que un día me llamó muy serio a su
despacho. Después de efectuar algo parecido a un interrogatorio policial sobre
como era posible, que aquello era un cuartel y no un lugar de depravación,
etcétera, no pudo más. Entonces cambió de tono, y me rogó encarecidamente con
una expresión pícara inusual:épocas que quedaban atrás. Por ejemplo, mientras resistía los agobios
--"Por
lo que más quiera, pásamela. Te prometo por mis hijos que no se perderá".
Pero
se perdió. No todo iban a ser novelas de Marcial Lafuente Estefanía.
A
pesar de mis buenos propósitos, no pude acabar con este cultivo solitario.
Había sido mi llama secreta desde el primer día en que descubrí que lo que
tenía no era solo para ganar campeonatos de meadas. Me había enamorado
precozmente de Cydd Charisse, y desde entonces había mantenido una relación
estable con la zona caliente del cinematógrafo. Una zona que se confundía con
la realidad, y que combinaba la pantalla con las revistas, y ambas con un
imaginario que sustituía unas relaciones directas que parecían mucho más
inasequibles. Mientras que estas no fueron más allá de unas burdas tentativas
que me provocaban crisis de identidad en las que, probablemente, habría sido
aconsejable algún tipo de ingreso psiquiátrico, las colecciones de estrellas
verdes ocuparon ampliamente la parte oculta de la biblioteca. No hay duda que
obligaron a mamá a hacer sus ejercicios de discreción, "Cosa de
hombres", pensaría. Claro, que no sé lo que rumiaría sí, por casualidad,
encontró un Interviú con diversos
desnudos integrales de Bárbara Rey como anzuelo que papá guardaba bajo siete
llaves, y volvió a guardar azoradamente el día en que, sin querer, la dejó al
descubierto.
Cuando
descubrí las maravillas de una relación directa que crecía cada día con Romi,
me olvidé bastante de ellas. En los meses del descubrimiento apenas sí había
lugar para más. Tanto fue así que, en medio del traslado a la casa en que
habíamos decidido de vivir juntos, buena parte de estas colecciones, las más
aparatosas, fueron castigadas a compartir las basuras de un mugriento containers. No olvidaré la cara de
estupor que puso mi hermana pequeña, cuando uno de aquellos voluminosos
paquetes se abrió, y descubrió sus fotografías del cuerpo de una Victoria Vera
veinteañera enamorando a las cámaras (y daba por supuesto que al fotógrafo).
Sin embargo, aquel sacrificio fue parcial, y la tradición se mantuvo a través
de aquellas películas, para las que antes tenías que cruzar la frontera, y que
ahora se podían ver, compartida con otra película de calidad, en cualquier
vetusto cine de barrio como el Bohemio, del barrio de Sants, en el que las
ratas se comían las pipas y las palomitas y, además, te mordían los cordeles de
los zapatos. Aquel día no abandoné la visión de Cuba, de Richard Lester, un remake
inconfeso y fallido de Casablanca con
una naciente revolución castrista de fondo, no tanto por buena sino por sentido
del deber, pero naturalmente no volví por más que volvieron a proyectar
películas con Edwige Fenech, y al poco tiempo,
se cerró. Lo mismo ocurrió con los otros cines del barrio.
De
tanto en tanto me daba una vuelta nocturna por el más "canaille" de
todos, el cine Arenas, convertido en
especialista en lo que se llamó cine "S", y principio de una
tradición de cine "gai", una inclinación que ya por entonces empezaba
a ser patente. Tanto era así que, para mi mayor sorpresa, descubrí que sus
espaciosos lavabos se habían convertido en un espacio incierto, y poco
recomendables. Para acceder al urinario necesitabas pedir numerosos "perdone,
perdone", ya que en cualquiera de sus rincones te encontrabas parejas de
hombres que te ignoraban, empeñados en un furor en el que las portañuelas y las
gargantas profundas tendían a confundirse. En una ocasión, un joven me insistió
amablemente, y respetando los cánones, le respondí: "No, no, compañero.
Conmigo te equivocas". En otro tiempo, le habría echado sapos por la boca.
Este
"libertinaje", por encima de otras cosas, se había convertido en una
de las características de la democracia, una revolución sin consideramos las
cosas que contemplé y escuché de los años más oscuros de la dictadura. Cuando Triunfo estaba en trance de
fenecer, lo que se cotizaba era el Interviú, una revista que podía correr
por las manos más diversas, por supuesto, por tal o cual artículo, que los hubo
como los productos de las minuciosas y valientes investigaciones de Xavier
Vinader cuyo cuerpo recordaba al de Antonio Gramsci, pero sobre todo, por
aquellas páginas verdes que se encontraban un poco por todas partes. Como las
de aquel número de Marisol llegaría a ser legendario. No solamente la compré,
sino que además caminé raudo hacia mi cuarto u eché todas las llaves como sí me
la fueran a robar. Las fotos eran de verdad, y no como aquel Hermano Lobo cuya portada anunciaba
fotos de Ornella Mutti "como su madre le trajo al mundo"
aprovechando, posiblemente, un cambio de pañales. Esta atracción resultaba tan
fatal, que a veces no te podías fiar porque te la quitaban, es lo que me
ocurrió el día que compré un ejemplar porque un señuelo llamado Bárbara Bouchet
era más fuerte que yo, y que acabó extrañamente extraviado en el trecho de la
exigua entrada del ambulatorio de la Torrassa.
Contra
lo que se podía pensar, la responsabilidad no recayó sobre el grupo de
celadores que andaba lujuriosamente empeñado en comprar, !en París¡, una muñeca
hinchable a la que solo le faltaba hablar, además --decía Juan Palenzuela, el
más espabilado y el responsable de una campaña que pronto reunió para comprar
no uno, sino dos o tres--, sino en una asistenta social, una mustia y
desagradable representación de lo que bajo el franquismo, la sección femenina
podía entender como tal, aunque hay que decir que tenía una compañera que era
muy diferente. Entre sus hazañas más repulsivas se cuenta aquella en la que se
plantó en casa de un señor terminal de cáncer, con la aviesa intención de
desvelar el trágico secreto de una muerte inmediata, rabiosamente guardado por
su familia que quería evitarle un trance innecesario. La asistenta "se
echó la manta a la cabeza", y aprovechando su cargo, se presentó ante el
enfermo, y decirle la verdad antes de
que nadie pudiera reaccionar, porque --declaró--, lo peor que le podía pasar
era que falleciera sin confesión, cuando lo peor de verdad, dijeron algunos,
fue conocerla a ella. Espero que exista un infierno para gente así…Pero a lo
que íbamos.
La
revista se detuvo alegremente en la recepción, y una de las compañeras y amiga
cinéfila, Rosa Mª Andorra, descubrió con ironía que entre sus reportajes se
contaba uno sobre una singular tribu africana que agrandaban desmesuradamente su
pene, con un método simple: desde pequeño se colgaban una piedra en su extremo,
y cuando se hacían adultos estaban en condiciones de actuar en una película
"X", aunque quizás lo que más les importaba era que le dejaran
tranquilos con sus tradiciones. Lo
último que se supo del ejemplar es que la dichosa asistenta, al descubrir
aquellas páginas con "los salvajes", comenzó a musitar, !Oh, Oh¡,
!Oh¡ y antes de que nadie pudiera decir nada, dijo que se la llevaba por
"un momento". Luego dio mil y una excusas, pero yo me quedé sin
Barbara Bouchet, ya que por supuesto, no atendió mi exigencia de que me
comprara otra, y para mí manera de ver las cosas, tampoco era cuestión de pagarla dos veces.
Insisto
que el cultivo de la puerta verde cambió, aunque solo fuera parcialmente. Si
nos atenemos a la línea de asteriscos, no es necesaria ninguna lupa para descubrir
que al menos dos de cada tres aparecían acompañado con notas como "ayer
tarde Romi y yo disfrutamos de lo lindo", "anoche antes de dormir fue
el despelote", "volvemos a hacer el amor, !guaaau¡", "nos
consumimos en un largo encuentro", "ella me come, yo me la
como", "apogeo sexual", "placer de dioses",
"amor, amor, amor", "locuras de amor", "hoy ha sido la
reostía", "hoy ñaca-ñaca", "reencuentro fulgurante", y muchos otros comentarios por el mismo
estilo lírico neorrealista. Conviene añadir que estos asteriscos, con sus notas
pobretonas, no reflejaban, ni remotamente, lo que en verdad acontecía, pero
que, aún y así, contrastan con el mero asterisco, el de los otros ejercicios,
cuentas de una periodicidad inapelable, frutos de un hábito digno de todo un
capítulo de algún libro escrito por Sheree Hite, aunque entre nosotros el best-sellers era el de Alex Comfort, El placer de amar, aunque muchas de sus
páginas al menos a mi, me pillaban lejos.
En
los otros asteriscos "anónimos", se oculta púdicamente el oscuro
objeto del deseo, aunque no hay duda de que me atenía al imaginario mitómano
más familiar ya que, también en esto, uno tenía sus reglas y no efectuaba su
brindis por cualquiera, so pena que fuese algo fuera de lo común. Resultaban
más pródigo cuando la ausencia de Romi era más prolongada de lo habitual, algo
que ocurría cuando tocaba a arrebato en vísperas del cualquier examen, aunque
también es cierto es que, podía ocurrir que en un momento de la noche le diera
por cerrar los libros, archivar los apuntes, y descolgar aquel teléfono con un
número tan sencillo que hasta podía memorizar un amnésico. Por cierto, una
gentileza de Jordi Dauder que tenía mano en Telefónica, y al que dejé de
invitar a casa por un tiempo porque Romi comenzaba a hablar de sus encuentros
personales con Martí i Pol, su poeta favorito y el de ella, con unos ojos
encendidos que yo los quería solamente
para mí.
Aunque
las difusas anotaciones del año anterior, el primero en que estuvimos viviendo
junto después de una discreta luna de miel en un apartamento prestado en Premiá
de Mar, allá en diciembre de 1979, apenas sí permiten certificar datos, en mi
memoria ha quedado patente que en nuestra relación hubo algo así, como un
tiempo previo de ensayo que abarcó aproximadamente un año, para llegar luego al
inicio de una curva de ascenso que se prolongó gozosamente en los años
siguientes…Creo que esto tiene una explicación. Poco a poco nos habíamos
encontrado y nos habíamos complementados. Esto no fue posible de la noche a la
mañana, ni mucho menos, necesitó su tiempo.
Requirió
la superación de no pocas crisis, como las suscitadas por las dificultades de
relación con su mejor amiga, Carmen Picher, que de estar con ella siempre, pasó
a hacerlo claramente con su novio, Jimmy Stewart, un estudiante de medicina
norteamericano enamorado de Cataluña y España, y bastante izquierdoso. Romi no
entendía que las relaciones de pareja pudieran acabar anulando las grandes
amistades, pero la verdad es que dicha amistad acabó siendo cosa de cuatro, y
de los cuatro, las relaciones íntimas de dos en dos. También nos perturbaron su
presencia temporal como inquilinos, ya que por más que queríamos resultar hospitalarios y obsequiosos, nuestros tiempos
no daba para mayores márgenes, sobre todo cuando yo doblé la faena, trabajando
por las tardes-noches en El Diari de
Barcelona. A veces, de regreso de una sesión especialmente tensa, cualquier
contratiempo como no encontrar nada en la nevera, podía sacarme de quicio.
Claro, que pasado el primer momento, no era nada que no se arreglara con una
ironía acompañada por un bocadillo en el bar más próximo en el que, una vez comidos,
nos reíamos de mis ataques de hambre, y por la que, al decir de Romi, habría
sido capaz de posponer hasta la revolución..
Igualmente
nos costó "hacernos" a nuestras respectivas familias, pero, poco a
poco, todo fue encajando más o menos, y una vez
solos, a pesar de las numerosas visitas que nos llegaban por todas
partes, empezamos a cultivar más y más nuestro tiempo en común como algo a
disfrutar. En este trayecto, descubrimos las virtudes del sofá y del buen cine,
esto último con tanto entusiasmo que, a pesar de que había que madrugar al día
siguiente, nos quedábamos hasta las tantas para acabar de ver algunas de las
joyas, como las del ciclo del cine japonés clásico que ofrecieron los domingo
por la noche durante varias semanas o con ciclos como el de Roberto Rossellini,
que, por cierto, coincidió con una pasada de apagones de la luz en el barrio de
Sants que más de una vez me llevaron a caer en actos de cólera, sobre todo
cuando no había tiempo de alternativas como la de la casa de la mamá política,
para lo cual se imponía una caminata nocturna que, a pesar del frío extremo de
aquel invierno, se justificaba por ver Paisa.
No nos importaba, como tampoco que al día siguiente pudiéramos ganar un
campeonato de bostezos. Y es que todo era bastante mejor que antes, y nuestros
caminos iban en la misma dirección, solo teníamos que entregar lo mejor de cada
uno, y ser benévolos con lo peor, que lo había, detalles inquietantes como lo
podía ser mi manía que inundar de libros y revistas hasta los espacios más
recónditos, por no hablar de otros detalles, que también existían en su caso,
sobre todo en los relacionados con su tendencia a la incertidumbre y la
inseguridad.
En
aquel tiempo de encuentros y equilibrios, ella estudiaba, yo escribía o leía,
ella tenía sus clases y sus tiempos de estudio, yo llevaba a cabo mis
reuniones, y ella disfrutaba de sus amistades galenas, yo también me sentía a
gusto con mis cenas ilustradas, había tiempo para repasar vademécums y para hablar…Los
fines de semana sobre todo, cumplíamos con las exigencias familiares, pero
siempre había un tiempo para comer juntos, para una tarde o noche de cine, para
hablar hasta las tantas de la madrugada, para dar un largo paseo por las viejas
calles de Sants. Ambos teníamos algo de trajinantes, éramos de los que se
"patean" las ciudades cuando las visitaban, y el barrio tenía sus
encantos, sus gentes, sus tenderos, como el Pons del ultramarino de enfrente,
un gentil anarco de toda la vida, todos con sus ristras de peculiaridades y
anécdotas. Daba gusto darse unas vueltas, comentar sus múltiples detalles,
quizás algo sobre sus gatos o sobre sus diversos "pirados", sobre tal
o cual casa antigua, la vida que podían llevar en aquel bar o aquella pareja de
niñas africanas vestidas a lo Carmen Miranda, aparecidas como por encanto a
altas horas de la madrugada, en una de aquellas noches de verano en las que
huíamos del calor que nos agobiaba. Después de algunas de estas cosas, el
encuentro amoroso llegaba como una recompensa, como una necesidad ulterior a un
buen estado que se manifestaba en múltiples gestos y detalles.
Sin
ir más lejos: habíamos adelgazado considerablemente. Sorprendentemente, a Romi
le cambió radicalmente el metabolismo, de manera que, para sorpresa del ámbito
más próximo que la tenía por "gorda", apareció grácil y ligera.
Aunque ahora no hacía ningún tipo de régimen, incluso sus comidas están más
copiosas, y sin embargo, se adelgazó hasta hacerse casi irreconocible, o al
menos, es lo que decía todo el mundo. Esto fue un misterio sobre el que uno de
los médicos conocidos, brindó su explicación. Romi se había esforzado antaño
con diversos regímenes, pero, a pesar de conocer épocas severas e incluso de
hambre, se enfrentaba angustiada con problemas de gordura que, entre otras
cosas, resultaron un obstáculo de manera que influyó para que nuestra relación
se postergara al menos durante dos años, en los que yo, un panoli influido por otros malos vientos, rehuía cualquier cosa que
no fuese pasear o ir al cine, y rechazaba nerviosamente cualquier insinuación o
tentativa, a veces con el más peregrino de los pretextos.
Este
antes fue deudor de una situación marcada por un desequilibrio emocional muy
fuerte. Apenas había dejado de ser una niña pequeña, nieta e hija de
"murcianos" provenientes de Almería, habitantes de un húmedo bajo de la Torrassa, que se encontró
inmersa, hablando en un catalán inmejorable para su procedencia, en un
abigarrado colectivo de cristianos hippies
junto con los cuales se implicó en una ardua militancia en el área de los
"captaires de la pau" de la mano del Xirinacs, entonces pastor de la
no-violencia. Pero, al mismo tiempo, Romi seguía con un pie doliente en su
afligida familia, y teniendo que sacar, a trancas y barrancas, los primeros
cursos de la carrera de medicina para la que necesitaba estar muy por encima de
la exigencia media para estar mínímamente segura. En resumen, era su estado de inestabilidad emocional y de
preocupaciones lo que le provocaba el sobrepeso. Un sobrepeso que en mis carnes
bordeaba los 95 kg. Sin embargo, quizás
por ser varón y bastante alto, casi nadie lo señalaba como algo impropio.
"!Qué suerte tenéis los tíos¡", exclamó ella en más de una vez, y
tenía toda razón.
Con
este "new look", Romi se puso más guapa que nunca. No era, ni lo
pretendía, parecer ninguna señora estupenda como la de mis revistas, pero sí
era muy regular, en general muy bonita, con un encanto que irradiaba
singularmente de su manera de ser. Tanto era así que enamoró a muchos de mis amigos.
Me preguntaban por ella, y me hablaban a veces de la suerte que tenía, porque
patatin-patatán y recuerdo que a más de uno le tuve que corta el discurso
lírico: "Bueno, pero no olvides que es mi compañera".
Mis
procesos de adelgazamiento no fueron deudores de ningún misterio. Ni siquiera
tuve que pasar por el endocrino, el Dr. Alloza, cuyo nombre sufría las más alucinantes variantes por
parte de los usuarios, y cuya enfermera siguió engordando a pesar de que decía
atenerse al estricto régimen que él le había indicado, tomando al pie de la
letra las fotocopias sobre el sistema de comidas recomendables. Un tanto
extrañado por la paradoja, el hombre aprovechó el final relajado de una
consulta para sentar a la enfermera como a una paciente. Cogió la tablilla, y
le fue detallando en sus diversas opciones. Por poco se desmaya cuando
descubrió que todo era un problema de oído. Donde él había dicho o, ella había
entendido y. Así, la carne o pecado se convirtieron en carne y pescado.
Naturalmente, yo no tuve estos problemas didácticos. Me lo explicó todo
pacientemente, una dietista, Rosalía, amiga íntima de Romi, y compañera de
fatigas para el MIR. Luego Romi me controlaba y me ofrecía constantes consejos
sobre el precio que se pagaba con el sobrepeso y con las malas costumbres
alimenticias, así el día que me enteré que una aceituna tenía más calorías que
un yogourth, me olvidé de ellas.
En
el curso casero, Rosalía insistió en tres criterios básicos. El primero pasaba
por reducir drásticamente la sal, el azúcar, las grasas, el pan, y ante la
extrañeza de mamá, que me había educado en la tradición popular panera, reduje
la ración de pan a menos de la mitad. El segundo descansaba una pirámide que
empezaba por un fuerte desayuno, un plato fuerte que iría aminorando hasta
llegar a una cena temprana y ligera. Esto significó el cambio de una merienda
de croisands por otra de manzanas,
unas hermosas manzanas que, al cabo del tiempo, se harían famosas en mis
trabajos tanto por su tamaño como por la puntualidad de su degustación. Tanto
era así que los había que, por ejemplo, me llamaban y me decía: "No te
llamado antes porque sabía que era la hora de las manzanas". Esto
significó la dolorosa renuncia de los flanes del mediodía del restaurante, el
mío y el de Romi, pero me ayudó el hecho de que, al reducir en buena medida las
porciones de azúcar, la voracidad por lo dulce permaneció como un regalo para
los ojos, pero no para el estómago, aunque en esta caso las excepciones me
podían a veces.
La
tercera medida era quedarte en la meta de una dieta estable, y quizás aquí tuvo
algo que ver mi disciplina "bolchevique", ya que muchos amigos nunca
lo consiguieron.
Imperceptiblemente,
ambos nos hicimos también un punto más coquetos, sobre todo ella. resultaba que
a la hippie le gustaba mirar y volver
a mirar cada cosa que quería ponerse, siempre dentro de la sencillez y del tono
ligeramente hippie que también
encardinaba con aquel carácter que le lleva a que nadie le pudiera mirar con
mal ojo, casi lo contrario que a mí, tildado de "tío muy serio" e
intransigente por doquier. Este contraste fue evidente un día cuando Romi
todavía ejercía de enfermera en las consultas, una tarea que tuvo que dejar
cuando empezó a estudiar medicina porque los doctores, sobre todo sí eran
noveles y suplentes, se podían nerviosos. Un poco diferente fue lo que ocurrió
estando ella en la consulta de uno de aquellos médicos comandantes, el doctor
Mato que se distinguía además por su pelo raso y su bigote de cepillo. Un día
interrumpí en ella después de llamar a la puerta, para avisarla que los del
comité de empresa en el que ambos estábamos implicados, la esperábamos en la Granja. La reacción del
comandante fue dura. Con muy mala cara la advirtió: "Tenga cuidado con ese
que es el jefe de los comunistas de aquí". A lo que Romi respondió con su
mejor sonrisa: "Dígamelo a mí. Es mi marido". El hombre no pudo por
menos que echar la risotada, y la verdad es que siempre se mostró muy
respetuoso…
Aquella
aplicación personal para el vestuario, Romi la tradujo también conmigo que lo
mismo me daba ocho que ochenta con tal que no me molestara ni llamara la
atención. La consecuencia fue que hasta mi madre, tan exigente con estas cosas,
llegó a manifestarse modernamente satisfecha. Mamá nunca cedió en su ideal de
elegancia para mí, pero al final, todas las corbatas que me regaló, se pasearon
por muchos sitios, pero jamás por mi cuello.
Claro
que todas estas cosas eran menores, pero quizás no tanto porque revelaban un
bienestar. Un bienestar y una alegría que se manifestaban en detalles sencillos
como lo podía ser una buena comida. Por ejemplo los días en que nuestro
pescatero Carlos Gálvez, me facilitaba un lote de gambas a buen precio, o nos
servíamos un buen postre con fresas de ocasión con nata, o en las fiestas
íntimas con las acelgas del régimen y champaña (regalado). Los numerosos amigos
y amigas que compartían con nosotros a veces estas pequeñas alegrías, las
retenían como momentos muy especiales. Un sentimiento de buen gusto de boca que
se traslucía cuando coincidían con nosotros en tal o cual manifestación, a las
que, normalmente, nunca faltábamos. Quizás porque nos conocimos en una,
concretamente en aquel esplendoroso 11 de septiembre de 1977, el día de tantas
esperanzas (olvidadas) en que, según contaba Romi, había sentido hablar de
servidor al locuaz y entusiasta "tovarich" Ramón Espuny, quien, en
plan proselitista, presumía de que la
Liga tenía un obrero autodidacta con mucha historia y que
casi lo sabía todo. Romi entonces le preguntó: "¿Y donde está esa
perla?".
Entonces
descubrió que éramos compañeros de trabajo, aunque nunca se le habría ocurrido
que yo pudiera ser ninguna perla. Por aquel entonces, yo seguía mariposeando
con alguna que otra compañera, por ejemplo con Amparo, una sonriente enfermera
valenciana que era como un torbellino, pero siempre en los límites propios de
las bromas pícaras y el escarceo tontuelo.
Romi
creyó ver en mí alguien muy seguro, capaz de decir las verdades a cargos a los
que ella temía, como su jefa de enfermería, una señora que consiguió su título
en la guerra y militarmente podía gritarle a cualquiera por una cofia ladeada,
pero que, una vez le plantabas cara, no resultaba tan fiera, antes al
contrario. Seguro pero al mismo tiempo
tímido y frágil, aparecía como alguien que cumplía lo que necesitaba, al tiempo
que requería y mucho, sus cuidados. Después de un largo acoplamiento, podíamos teorizar que más que
llamarnos pareja, que no nos convencía, de contrarios, que resultaba exagerado,
podíamos definirnos como complementarios y a veces, aunque menos, también como
enemigos. Cada uno jugaba, primordialmente, una función, la mía era claramente
protectora, de padre y amante, la suya era mucho más abierta. Crecía y tenía
mucho que dar, amén de una dulzura ilimitada y un "savoir faire" con
la gente, una chispa que iluminó mi talante distante y severo. Podíamos caminar
paralelamente, para luego gozar de los encuentros que limaban todas las
contradicciones.
Cuando
le preguntaba, Romi no sabía responder sí estaba o no, enamorada. Reconocía que
lo había estado y mucho, pero era cuando yo no la hacía caso, sí me descuido un
poco más, ya me habría archivado. Esto era algo que, lo menos que se puede
decir, no dejaba de sorprenderme, porque yo me sentía cada vez más
entusiasmado, en particular cuando permanecía unos días fuera: los siguientes
eran de miel. Sin embargo, en tiempos y ocasiones la duda parecía cobrar cuerpo
en una actitud suya más distante, como de incerteza. Aquí tenía mucho que ver
su historial de dolores familiares no era precisamente pequeño, y durante un
tiempo fue presa de ataques de piedra, pero, afortunadamente, se le pasaron sin
mediar ninguna explicación. A veces le sobrevenían agudos ataques de angustias
que movilizaban al colectivo médico más próximo, pero también se le pasaron. Yo
estaba allí, siempre pendiente, atento al detalle, intranquilo hasta que todo
pasaba. Esta atención fue intensamente recíproca. Lo único que nunca acepté es
hacerle de recadero del maldito tabaco, así es que sí le faltaba estando
mal, tenía que esperarse hasta ponerse
bien. El tabaco era quizás el síntoma más patente de una inseguridad desde la
que, con muchas dificultades, Romi estaba saliendo dando grandes pasos hacía adelante.
En
el 80, pasamos medio mes en Menorca muy idílicos, pero casi como amigos que
paseaban alegremente, descubrían pueblos y calas, comían con gula, y charlaban
con toda clase de personas, camareros, turistas, etc. Durante un par de días
acompañamos a unos educadores que dirigían un colectivo de muchachos con
diversas deficiencias, y con los que casi nadie quería trato, y con los cuales
descubrimos lo que significaba el término "balearización": la
destrucción de la costa (!ay la cala Galdana con su hotel plantado en medio de
la playa¡) en el altar del turismo más cretino y consumidor. Pero todo
transcurrió sin ninguna relación sexual digna de mención.
Esta
situación se reproducía en épocas agobiantes, como cuando el calor nos
convertía en babosas pensantes que deambulaban sudorosas por aquellos estrechos
pasillos calentados por la mañana por un parte, y por la tarde por la otra. En
la antesala de los exámenes, el malestar general se intensificaba. Pero por lo
general, este temor se mostró infundado, y siempre aprobó, muy por encima de la
media, aunque nunca la vi presumir. Decía que era su única manera. Una manera
que le llevaba darle vueltas a una duda hasta que todo quedaba aclarado. Yo lo
interpretaba todo como una consecuencia
de las tensiones a las que veía sometida, y raramente a desavenencias que,
cuando aparecían puntualmente, solían concluir sin mayores dificultades con un
"mea culpa", porque, normalmente, provenían de "mis cosas".
En
muchos de estos casos, por no decir en la mayoría, las tensiones se derivaron
de mis notables "mancanças". Cuando estaba claro que era así, llegaba
un momento en el que se imponía una larga y prolija discusión, al final de la
cual llegaba una explicación liberadora en la que, cuanto menos, trataba de
ofrecer una explicación derivada de mis partes oscuras e incontroladas que me
hacían ser responsable y víctima al mismo tiempo. A veces le parecía
extremadamente abstraído por mis ocupaciones, las mismas que en época de idilio
le llevaron a firmar una bella edición de las Poesías completas de Miguel Hernández, dedicada "Al hombre
mejor ocupado que conozco", pero a veces le parecían excesivas. Aunque lo
peor sucedía cuando el carácter se me embotaba por un ataque agudo de
timidez, sobre todo en presencia de sus
amigos, y en particular en casas extrañas. Aunque trataba de disimular, había
momentos en los que no sabía donde meterme. Algo me atenazaba por dentro,
creando una situación tensa, y ella sufría. Más de una vez me dijo que se lo
pasaba muy bien conmigo a solas, pero raramente acompañados. A veces los
desencuentros se prolongaban, incluso algunos días en los que no encontrábamos
huecos para una sesión de diván en el sofá o en la cama. Cuando el problema lo
vivía ella, se refería a sus dificultades para tomar una decisión, a mí me
tocaba ser por lo menos igual de paciente y de reparador.
En
una de estas conversaciones hizo notar mi olímpica indiferencia por la gente
que no me interesaba, simplemente las trataba correctamente, pero en el fondo
lo ignoraba todo sobre ellas, y entonces citó el caso concreto de una compañera
en el ambulatorio. No había contado con mi memoria y capacidad de observación.
Para no saber nada le ofrecí un retrato personal en el que abundaba los
detalles que ella misma, tan calurosa y tan próxima a esta persona, ignoraba.
Sin embargo, esto no le quitaba su parte de razón, ella se implicaba
personalmente, yo solo cuando la situación me requería. Solo entonces
demostraba que había aprendido a actuar en problemas difíciles viendo
películas.
Aquella
parecía una relación de conveniencia, de ósmosis, como las que llevaban a veces
algunos animales, y eso algo tan claro que cuando veíamos un documental en el
que se ofrecían ejemplos, era muy propio realizar irónicamente el comentario,
"Mira, como nosotros". Hasta los más lejanos percibían lo que ella me
daba a mí. Yo era la coraza protectora
pero ella actuaba en mí por dentro, ambos sabíamos que el otro estaba
allí, para lo que fuera. Era la que abría todas las puertas con la gente, la
que entraba con la mayor naturalidad en lugares donde yo me sentía envarado.
Descubrí que me estaba desprendiendo de mi imagen puritana y jacobina mostrando
con naturalidad un tono más relajado, amén de un acercamiento alborozado hacia
un cuerpo, el suyo, algo que nunca había entrado en mis parámetros educativos. Romi
lo agradecía profundamente, le encantaba que yo mostrara que estaba contento en
su compañía. Mi papel crecía -creo que
discretamente-- en los momentos en que ella sentía confusa y atribulada.
Esto
era notorio en sus tiempos de incertidumbre. Fueron muchos, pero quizás el
ejemplo más revelador de su tendencia a la indecisión tuvo lugar cuando optamos
por llevar una vida en común. El dilema bailó con nosotros durante semanas
mientras íbamos o volvíamos de nuestros programas dobles en la Filmoteca o en el cine
Maldá, mientras degustábamos sus espinacas gratinadas, o desayunábamos como
reyes. Habíamos barajado los pros y de los contras hasta el milímetro, y en su
fase final, durante varias horas, hasta que en un momento dado recapitulé como
sí se tratara de una moción de congreso, y votamos rotundamente, sí. Celebramos
la conclusión final con una tarde de amor loco, la mejor de todas las que
habíamos tenidos, y permanecíamos sobre el lecho con grandes muestras de
jolgorio, cuando alguien llamó a la puerta. Era Dolors, una de sus amigas más
cercanas del grupo hippie de la calle
Hospital, con la que había viajado sufriendo los rigores extremos del calor en
un agosto ateniense, y un opción de hambre o dormir hotel en Ámsterdam. Estaba
al tanto. Además lo que vio le impulsó a hacer la pregunta que todos tenían en
la boca: "¿Qué pensáis hacer?". Su respuesta fue tan titubeante que
daba la sensación que lo teníamos todo por hablar. Mi indignación fue homérica,
y claro, la duda ya no se volvió a reproducir.
Yo
también era su contrapunto en una relación familiar marcada por la tragedia, su
escudo ante el autoritarismo del abuelo que sustituía al padre, prematuramente
fallecido cuando ella tenía nueve años. Un domingo se fueron a la playa a
Castelldefels, y el hombre se bañó después de comer, y ya no salió del agua
vivo. Unos años antes, su hermana
gemela, Adela, se quedó inválida por una poliomielitis a la que no llegaron a
tiempo por un error en el diagnóstico, quizás fue por eso que ella escogió la
medicina. Adela hacía todo lo posible por tener una vida propia, sin "la
piedad peligrosa" de la que hablaba mi
Stefan Zweig, sin la abrumadora sobreprotección familiar. También estudiaba, y
era capaz de vivir su vida. Igualmente realizó en silla de ruedas su periplo
griego siguiendo las lecturas de Lawrence Durrell. Pero, a pesar de esta
voluntad contra el mundo, el cuadro
convocaba a la recreación de un cierto sentimiento trágico de la vida, una
tendencia hacia el sentimiento depresivo
sobre el que trataba de imponerse el entusiasmo por crecer y vivir de
ambas hermanas en un ambiente en el que lo importante era la supervivencia, el
ir tirando. Claro está, este sentimiento superador no pasaba, difícilmente lo
podía ser, por una autopista, y la complicidad solidaria próxima se hacía
necesaria, y a veces, incluso urgente. Muchas veces, encontré que Romi se
deshacía en llantos sin motivos aparentes, pero detrás de todo estaba el cuadro
de dolor, y para encontrar el canal de las lágrimas, solo bastaba detenerse un
poco en los recuerdos de que pasó ayer.
Hasta
entonces, su marcha de casa se había entendido como una fuga, para el abuelo,
uno de la CNT
totalmente derrotado, y muy dado a las tradiciones de la tierra, era poco menos
que una pérdida. En el momento de plantearse la unión, ella pensaba que las
reacciones duras vendrían por parte de mi familia, pero por la suya, ellos,
creía, no le daban tanta importancia a los sacramentos. Sin embargo, cuando lo
planteó se encontró con maremoto. Los abuelos y la madre no descansaron
aliviados hasta que firmamos los papeles. Fue una ceremonia muy singular.
Dijimos que solo los padrinos, Carmen Picher, su amiga del alma entonces, y mi
"compa" de la Liga
en l´Hospitalet, Manel Barranco. Pero, solo en mi casa cumplieron la consigna.
Improvisadamente, se presentaron a la ceremonia un montón de compañeras de su
facultad con sus paquetes de arroz, amén de su atribulada madre y su severo
abuelo. Cuando el juez me preguntó en medio de un larga retahíla "sí
persistía" en mi voluntad de tal o tal, respondí muy serio que no. Volvió
entonces a preguntar lo mismo, y repetí otro "no" aún más rotundo. El
abuelo se puso lívido, pero Romi se reía a mandíbula batiente. Todo se aclaró,
yo había entendido que me preguntaba "sí desistía". Mi
"compa" Manel, no pudo menos que sentenciar: "Macho, no sirves
ni para casarte".
Romi
no se parecía en nada a ninguno de mis amours
fous, pero estos únicamente existieron en la parte más quimérica de mi
cerebro, lo cual ya es decir. Ella no tenía nada de quimera aunque era una
persona sumamente singular, alguien
concreto, con una vida y una personalidad propia, con unas exigencias, con unos
propósitos, con una inmensa capacidad de dar, y la verdad es que, como se
traslucen en las notas, la historia funcionó como una negación de los años
perdidos de soledades y sequía sentimental. La suma de asteriscos son una
prueba fehaciente de ello. Romi no era ajena a mis perturbaciones cinéfilas.
Las descubrió fortuitamente en las primeras semanas, revolvió un cajón y allí
se escondían como un pecado infantil. El
hallazgo le costó un momento de furor y lágrimas. Luego lo integró como algo
que no afectaba directamente a la relación, igual que no tenían porque afectar
las numerosas experiencias que ella había vivido, un disloque comparadas con
las mías, que quedaron todas por hacer. Es más, seguramente esta conciencia le
permitió exigir sus propias cuotas de libertad y las tuvo, también en este
terreno.
Precisamente,
allá por febrero de aquel año apareció por casa, Jordi Gasch, un artista que
desde el primer día mostró que estaba por ella. Con este sentimiento marcando
el ambiente cenamos juntos, hicimos un viaje de fin de semana al Ampurdán, un
territorio que Romi me enseñó a descubrir y que formaba parte de su paisaje
electo como excursionista y montañera amateur, y gozamos de algunas veladas
cinematográficas más o menos golfas. La señal de alarma sonó cuando Romi en
tono de broma, me enseñó las fotos que el amigo le había mandado. Era sin duda
fotos con vocación artística en las que el mismo interpretaba a un fauno
especialmente dotado. Desde luego en ese terreno yo no me presentaría en
ninguna competición, pero tampoco era ese el premio que Romi buscaba. Bastaron
algunos días arrebatadores para que el Jordi fuera disipándose.
Algo
así fue un descubrimiento para ambos. Hasta entonces mis relaciones con las
mujeres podían haber sido sumariamente calificadas como un desastre. Aparte del
idealismo de ecos surrealistas, siempre había prevalecido el desconcierto y una
desconfianza que era más propia que ajena.
Con Romi, tal como manifiestan torpemente las anotaciones del diario,
conseguí alcanzar las mayores satisfacciones sexuales, aunque al principio lo
tuve que aprender casi todo. Esto no es ninguna exageración. En solitario, con
el imaginario fílmico bien alimentado, el único problema era la intimidad, pero
con toda su gloria, esta era una satisfacción muy parcial, dejaba vacía unas
necesidades más auténticas cuya ausencia incidían en abismos depresivos que me
asustaban. Cuando comenzamos a tantear en este terreno, Romi ya tenía aprobadas
varias asignaturas superiores, en tanto que yo todavía no había llegado a la
primaria. Por ejemplo, ni siquiera me había hecho la fimosis, es más, ni
siquiera era consciente de que algo así significara un problema, hasta que la
desazón y los agobios llevaron a Romi a buscarme una solución.
Dadas
sus relaciones en el ámbito de la medicina, la alternativa se presentó a través
de un urólogo amigo que operaba en el Hospital del Vall d´ Hebrón. Era un tipo
campechano cargado de hijos, con tan peculiar fortuna que todavía tuvo otro
después de hacerse la vasectomía. El acuerdo consistía en que yo tenía que
pasar por el hospital, y el me operaría aprovechando una breve coyuntura. Me
desvestí de cintura para abajo en un vestuario cercano, y guiado por un
enfermero me instalé en la mesa de operaciones. Las promesas de que todo iba a
ser coser y cantar, no fueron ciertas. Nuestro amigo tuvo que repetir muchas
más veces de la prevista las inyecciones de anestesia local en el prepucio
porque el dolor era, por decirlo de alguna manera, bíblico, mucho peor que
cualquier inyección. En un momento en el que la anestesia me invadía, sentí que
el jovial urólogo pedía a alguien que acababa de entrar con uniforme:
"Amparo, por favor. Coge aquí". Se trataba de coger un trozo de la
piel, y cuando sentí la mano que me estiraba, abrí los ojos. Me encontré con
una sonrisa de oreja a oreja. Era la de Amparo, la enfermera valenciana que no
perdió la ocasión para comentar: "Muchacho, que pequeño es el
mundoooo". No sé sí entonces me desmayé. Pero no terminó aquí la odisea.
Seguí el consejo de descansar un momento dado mi estado. Luego, cuando me encontrara
mejor, tenía que seguir la indicación:: "Ves, el vestuario está detrás de
aquella puerta". Durante una media hora permanecí literalmente
"colgado" con el reducido delantal transparente que me tapaba las
vergüenzas, y cuando consideré que ya era suficiente, camine tambaleante hacia
"aquella puerta". Seguro que me equivoqué, y así lo presentí cuando
de "aquella puerta" salieron una docena de personas. No haba duda,
era un ascensor de planta. Menos mal que entre los espectadores sorprendidos apareció
un celador, que salvó la situación. Cogido de la mano, me acompañó por otra puerta que estaba, pues
justo al lado. Luego no sé como, supongo que con la pinta de un
"drogata", conseguí llegar a casa. Una vez en ella, dormí desde las
dos o las tres del mediodía hasta el día siguiente. Está claro que se pasaron
con lo de la anestesia.
Gracias
a todas mis lecturas y divagaciones sobre la revolución sexual (hablaba de
Kingsley, de Master y Johnson, de Wilhem Reich, bla, bla, bla) podían quizás
parecer brillante y "enterao" en nuestras tertulias. Pero, lo cierto
era que me seguía moviendo dentro del espacio de la tradición y la educación
que había recibido. No fue otra cosa lo que me ocurrió en las enojosas
cuestiones caseras siempre resueltas por mamá o por mis tres hermanas. Pero en
este caso, encontramos una solución. Romi
lo consideró como algo obviamente común (lo dejó claro el primer día que le
dije "¿te ayudo?", nunca la había vista tan encolerizada), y por lo
tanto, más mal que bien, siempre quedó claro que yo tenía que cubrir mi parte,
y más que ella ya que, además de tener el mismo horario, estudiaba. Lo demás lo
puso mamá por un tiempo, y luego una asistenta que nos venía al menos una
mañana a la semana, y a la que no dejamos de pagar aunque para ello tuviéramos que
pedir dinero prestado. Claro, que no todo relucía. Cuando visitábamos a mamá, y
ésta decía aquello tan suyo: "Como nos me habíais dicho nada, tengo la
casa hecha una porquería". Romi me miraba con ojos cómplices, y me decía
al oído: "Si esta es una porquería, ¿que no será de la
nuestra?".
En
nuestras diatribas sesentayochistas contra la miseria sexual imperante,
arremetíamos contra la idea de que el sexo era mera reproducción, argumentando
que, por el contrario, era un fin en sí mismo, que más que pecado se trataba de
un ejercicio necesario para el humor y la buena salud. Era, lo es, muy común
afirmar que fulanito o fulanita parecían gente amargada porque estaban mal
follados o mal folladas, un diagnóstico que, tío, nunca falla, al decir de
Jesús Sánchez, uno de mis amigos más pantagruélicos y carnales. También nos
reíamos de la llamada postura cristiana, y el que más y el que menos ya estaba
al tanto de las numerosas posiciones catalogadas, o presumía estarlo aunque
fuese a nivel de chistes como el de Forges en el que una especie de fontanero
castizo llama a la puerta de una pareja increíblemente liada, y decía:
"Buenas, ¿han llamado ustedes al kamasutrero?". Todo eso estaba pues,
claro, y requeteclaro. Pero debían de haber muchas más cosas porque muchos y
muchas de aquellas tertulias, conocieron una vida sentimental y sexual apenas
mejores que las presumían de sus padres. De hecho en mi opción por Romi, tuvo
mucho que ver mi percepción de que me estaba quedando como algunos de ellos,
arrinconado con las angustias en el amplio club de amargados, que no fueron
pocos, ni pocas.
Con
todo pues, yo no dejaba ser hijo y nieto de los míos, y la conciencia teórica
no era, en el mejor de los casos, más que una reforma parcial de una tradición
opresiva. En casa, la sexualidad era algo de lo que nunca se hablaba, tanto es
así que mis hermanas se enteraron de los problemas de menstruación gracias a
sus amigas. En nuestro paisaje más próximo, los varones adultos podían echar
una canita al aire, pero las mujeres tenían que permanecer en casa. Esto estaba
tan plenamente interiorizado que ellas mismas sospechaban de las que hicieran
lo contrario. Nuestros mayores resultaban tan patéticos en este aspecto que ni
mis hermanas ni yo pudimos nunca contemplar un abrazo, y mucho menos algún
beso. La única ocasión en que papá abofeteó a mamá en plan Glenn Ford en Gilda, lo motivó un beso a un primo
hermano al que no veía desde hacía muchos años.
Aparte
del secreto de tumba sobre el sublime pajar de La Puebla en el que tuvo
origen de mi nacimiento, un acto irrepetible de inauguración mutua y de
desesperación romántica que no dejaba de tener un sentido práctico, ya que fue
la única manera de que mi abuelo materno consintiera en "dejar a su hija a
un hombre", según sus propias palabras, el único vestigio pasional que me
llegó de mis padres, tuvo lugar una noche allá a principios de los años
setenta. Era más bien tarde, y estábamos mi hermana Ana y yo disfrutando de con uno de aquellos
grandes clásicos del cine en un ciclo en la TVE, cuando se oyó balbucear despectivamente
a mamá: "!Quítame las manos de
encima, zo baboso¡". Sin ser
religiosa, mamá había heredado la idea de que el sexo era algo repulsivo, y era
un peligro acercarse con ella a una piscina o a la playa. No se podía contener
verbalmente y comenzaba a proclamar que ya no había vergüenza, que las mujeres
de hoy eran unas putas, etc. Lo mismo le ocurría a la mamá de Romi, como pude
comprobar una mañana de domingo en una piscina pública, cuando tuvimos que
callarla apresuradamente porque algunos de los acompañantes de aquellas
"putas" se estaban mosqueando con razón.
Con
esta combinación de factores, tardé en hacerme a una relación corporal. De
alguna manera intuía que necesitaba una reparación en toda la línea. Esto
comenzó en la parte de los besos y las caricias, en esta antesala la cosa cobró
desde un primer momento, caracteres de descubrimiento enaltecedor. A veces no
podíamos parar, era como una borrachera con el mejor licor jamás inventado. Una
sonrisa suya en directo, a unos milimetros, para mi sorpresa, me podía hacer
temblar literalmente. En estos momentos me embargaba una sensación
eufórica, como sí Romi tuviera una
dimensión maravillosa única, un halo que antes ni tan siquiera había
sospechado. La atracción era tan potente que hasta nos sobreponíamos al pudor.
Por la proximidad, y por ser el único próximo en nuestros aledaños, nos hicimos
habituales en el Parque de la
Marquesa, en Coll-Blanch. Allí nuestro frenesí llamó la
atención del guardia, toda una institución en la zona. El hombre comenzó a dar vueltas por nuestros
alrededores para indicarnos que nos pasábamos de castaño oscuro. Un día no pudo
más, y se acercó para llamarnos la atención.
Romi se sintió acharada, pero yo me puse reivindicativo, descarado.
Pero, oiga, sí lo que hacemos es lo debería hacer todo el mundo. ¿Qué damos mal
ejemplo a los niños?, pues oiga !ojalá yo hubiera contemplado muchas escenas
tan hermosas de pequeño¡. Que las madres se habían quejado, pues oiga, que
vengan y me lo digan a mí. Al final, el hombre dio un paso atrás. No, no, sí
hay cosas peores. Querrá usted decir que hay pocas cosas mejores, porque no me
dirá usted. Luego, casi nos hicimos amigos suyo, pero a ella le dio reparo
volver.
Romi
siempre temía la presencia de alguien conocido. Sin embargo, con todo, la
pasión atravesó las paredes de las consultas. En los intervalos hablamos por teléfono
aunque estábamos a solo unos metros. A veces yo tenía que cortar, para atender
al público. Lo que más me gustaba era cuando, después de decirle, "espera
un momento, que hay gente", me
metía sigilosamente por otra puerta, y la sorprendía pegada al aparato.
Entonces era el descontrol, pero los dioses nos acompañaban, y sus miedos a ser
sorprendidos por alguien nunca se confirmaron, aunque no faltaron algunas
sonrisas burlonas como la transparente de Montse Tomás, que estaba en el
"ajo".
Pero
en la intimidad, la suma de factores ya no era el mismo. Entonces era yo el que
se sentía muy inseguro, la desnudez me provocaba malas vibraciones, un extraño
sentimiento entre el ridículo y el pudor. El primer día que nos metimos en su
litera, ella descubrió entre risotadas que yo no me liberaba de mis
calzoncillos. Como era posible, por dios, quítate eso que ya eres mayor. Sin
embargo, la cosa no era tan fácil. Aquel mismo día, mientras descansaba
profundamente, tuve un sueño muy intenso que luego reproduciría muchas otras
veces. No eran un sueño de aquellos complejos ni fantásticos, como los que me
visitaban a veces, volando por paisajes increíbles, o entrando en lo que
parecía parecer una película que quizás era deudora de muchas. Este del
calzoncillo ocurría mientras realizaba actividades diarias, los presentes era
gente conocida, todo era identificable. Caminaba por los pasillos del metro o
hacía mi trabajo de cada día solo que permanecía desnudo de cintura para abajo,
una sensación percibida como real porque, de hecho, así y
no de otra manera era como permanecía debajo de las sábanas. En dicha intimidad, las primeras veces no
fueron lo que se dicen gloriosas, frenillo aparte. Mentalmente no me hacía al
manejo de mi cuerpo ni del suyo, todo era más bien mecánico. Todo pues
resultaba complicado. Ponte así, cambia para allá, y al final se imponía por su
parte un, "bueno, bueno, en la próxima saldrá mejor". Claro que luego
teníamos baterías para las bromas y las risotadas.
Durante
un tiempo, normalmente no fue mucho mejor, no solamente por lo dicho, también
ocurría que mi impulso natural pasaba por el desahogo impetuoso. Me dejaba
llevar por una compulsión, como sí se tratara de ganar en un sprint ciclista. Una y otra vez, Romi me
sosegaba, "No tengas prisa, tranquillo", "Espera, hay tiempo
para todo", "Déjate
llevar", "!No seas tan compulsivo¡" y cuando no era así, no
podía disimular su malestar. Sin embargo, poco a poco llegué a hacerme a su
cuerpo. Empecé a apreciar y a disfrutar incluso con sus partes que menos
apreciaba estéticamente. Descubrí que podía haber maravillas como aquellos
hombros finos y blancos, lo mismo que con otras partes de su cuerpo, vistos
desde una percepción muy distinta a la que me hacía admirar las bellezas del
cine.
Eran
algo querido, hermoso por la propia magia de la relación. Partes que se
resaltaban, y partes que , como los labios o las mejillas amanzanadas, me
gustaron desde el primer día. Aparte de los encuentros ardorosos en momentos
imprevistos, que eran de órdago (un día hicimos añicos una silla del comedor),
los actos programados comenzaron a
hacerse tranquilos, prolongados. En una suerte de ritual en el que las
palabras y las bromas le daban un sentido festivo, desacralizado. Producíamos
chispas, y repetíamos esos momentos únicos que se recogen sintéticamente en las
notas del diario junto con evocaciones como la siguiente: "1971: Muere en
Budapest el filósofo húngaro Georg Lukács", unas líneas que me ayudaron a
pensar en que la década era un buen motivo para escribir algún que otro
artículo en los que la palabra más subrayada fue "ambivalencia".
Su
lógica interna era muy diferente a la mía. A ella, le costaba mucho empezar,
pero luego no quería terminar, tanto es así que le costó asimilar que a mi me
invadiera inmediatamente después el sueño. Un día me lo comentó con un mal
humor apenas disimulado, y le conté que en una de las películas del inspector
Clousseau, la beldad germana Elke Sommers apuñalaba a su amante, según su
personaje porque después del acto de
amor, al tío lo único que se le ocurría era fumarse un pitillo, y Romi la
comprendió. Supongo que yo la compensaba por la primera parte, animándola
cuando a ella, maldita la gana que tenía después de tal o cual tensión o
preocupación. Al acabar los malos espíritus ya se habían disipado. Tengo
anotado un día en que se lo montó por sí misma porque yo la había dejado a
medias, igual hubieron otros. Pero por lo general, la coincidencia era plena,
sobre todo cuando era ella la que mostraba la predisposición inicial, entonces
se hacía a su manera, o sea durante buena parte de la mañana o la tarde. Era
cuando el medio era el fin. No se trataba de llegar a ninguna parte, sino de
estar. De esta manera nos podíamos estar dándonos besitos no se sabe cuanto.
Quizás era cuando más me enamoraba, cuando me parecía plenamente hermosa, de
una belleza que irradiaba de su límpida mirada amorosa y que le daba uno sé qué
sublime. Se ponía encima mia y el tiempo se detenía. Ni tan siquiera mi
periódica tendencia a la eyaculación precoz, lo estropeaba del todo, y sí hubo
algún rencor, la verdad es que nunca lo noté más allá, claro está, de la nota
irónica, dicha con la debida dulzura.
Quizás
sea porque estas cosas tendrían que ser contadas a dúo, o porque, pasados
veinte años largos, mi memoria tiende a ser selectiva, al menos en estos
aspectos que, en aquellos tiempos, tuvieron el significado muy especial, algo
como el descubrimiento de un continente que creía perdido.
En
mayo de 1981 apareció mi primera editorial en el "Brusi", un elogio
histórica al Primero de Mayo y al ideal de las tres ocho, ocho horas para
trabajar, ocho para descansar y ocho para el ocio creativo, inmediatamente
escribí otra sobre la crisis del IV Congreso PSUC a favor de las libertades
dentro de los partidos; en la portada de Tiempo
de Historia, apareció mi trabajo sobre el asesinato de Trotsky con
numerosos detalles sobre Ramón Mercader y sus cómplices, antes había aparecido
otro sobre Flora Tristán; como reportero cubrí la información de una huelga de
hambre en Cornellá en solidaridad con Marinaleda; tomó parte en sendos actos en
el marco del II Congreso sobre la cultura catalana, uno junto con Candel, y en
otro con Maria Mercé Marsal…
Sigo
en TV2 un ciclo sobre François Truffautt; publicamos una página entera firmada
por Pelai Pagès dedicada el ya legendario Juan Andrade, editor, cofudador del
PCE, de la
Izquierda Comunista y del POUM que acababa de fallecer;
tienen
lugar los acontecimientos del asalto al Banco Central que El Diario de Barcelona cubre desde un comité específico del que
hago de coordinador, y que se orienta hacia la entrevista con la gente y
efectúa las preguntas que están en el aire, en una entrevista que le hicieron a
Jordi Pujol sobre una noticia aparecida en el diario, este evadió la respuesta,
diciendo ambiguamente:, "¿El Brusi?. Deu n´hi do", pero que nosotros
interpretamos como "!Vaya tela¡". Estaba claro que éramos los más
feos…En la redacción, la situación es insostenible, y no hay manera de
descansar, las discusiones y los problemas me persiguen en las pocas horas de
sueños en forma de pesadillas, algo que ya me había ocurrido durante los
grandes conflictos militantes….
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