La militancia como
una forma de vida
Cuando veo gente
actual famosa, significada, de las que sale en los telediarios, la prensa
diaria o en las revistas sin corazón como Vargas Llosa con la Prysle, individuos que debía de rondar los veinte años
en la época final de la dictadura, no puedo por menos que preguntarme donde
estaban metidos. Ya se sabe que una vez
pasado los cincuenta li inteligente es ser conservador, pero serlo por entonces
era, cuanto menos, ser cómplices.
Desde esta
perspectiva, el combate que durante décadas llevó a cabo la resistencia
republicana –comunistas y anarquistas sobre todo-, así como las nuevas
generaciones que desde la segunda mitad de los cincuenta fueron su relevo,
hasta puede llegar a parecer pueril. Cierto que se han dado algunos
reconocimientos, principalmente desde el área del PSOE, toda una aportación
teórica elaborada por algunos arrepentidos
que estiman todo aquel activismo no fue inútil, sobre todo porque sirvió de
escuela de democracia para muchos que luego ocuparon cargos, incluso en la
derecha, o sea en la derecha de este país. La guinda de esta elaboración es la
que concluye que al igual que el PSOE acabó integrando a los extremistas de
izquierda, el PP hizo lo mismo con los derechas, por ejemplo de Fuerza Nueva, y
colorín colorado
De todo esto se
deduce que la resistencia antifranquista
fue minoritaria, lo cual podía considerarse cierto al menos hasta
después del mayo del 68 y no digamos después de la revolución de los claveles
en Portugal, cuando hasta los más escéptico comprendieron que el régimen tenía
los días contados. Pero aunque
minoritaria, la resistencia marcó a toda una generación, a un extenso sector de
jóvenes universitarios y trabajadores que se fueron incorporando a una lucha
que comportaba sus riesgos. Sobre todo cuando te convertías en un “profesional”
o sea cuando las actividades se situaban por encima de otras consideraciones,
por no decir de todas.
El caso es que
desde la segunda mitad de los sesenta, este activismo fue dejando de ser cosa
de cuatro locos para ser un movimiento cada vez más amplio. En cualquier
empresa o taller siempre encontrabas a alguien más o menos implicado amén de
una predisposición que se fue extendiendo por las entidades vecinales y en los
centros de enseñanza. La irrupción de libros, películas, revistas “contestatarias”
era cada vez más evidente, en Barcelona solamente había que echar una ojeada a
los kioscos de las Ramblas.
Sin embargo, la
implicación militante era cualquier cosa menos fácil…lo era incluso para los
alumnos aventajados como era mi caso que tuve en Francesc Pedra un maestro que
me enseñó parte de lo que sabía sobre su cúmulo de experiencias vividas y
conocidas. Me repitió muchas veces que escoger mi propio camino y para eso, que hacer tres cosas, estudiar, estudiar
y estudiar. A él le habría encantado que fuera de los suyos, anarquista, pero
era yo quien tenía que decidir. En principio, insistía, todas las ideas son
buenas, pero en realidad únicamente lo son en la medida en que ayudaran al
pueblo trabajador a ganar otra vida, una vida verdaderamente humana. Igualmente
mer remarcó que yo estaba obligado a respetar a todas las persona que se
jugaban su vida y su libertad por lo que creían correcto, y eso por más que a
mi me pudieran parecer equivocadas.
De entrada, estos
criterios me llevaron a poner unas condiciones inaceptables al ofrecimiento de
ingreso por parte de cuadros destacados del PSUC, yo quería poder discutir lo
que no creía correcto y desconfiaba profundamente de una organización cuya base
social –los compañeros que se reunían en la bodega Planas o los de las
comisiones obreras de la construcción, vidrio y cerámica-, parecía no necesitar más que confiar
ciegamente en “el Partido”.
En cuanto a los
estudios, leí todo lo que cayó en mis manos. En la segunda mitad de los años
sesenta se empezaron a editar libros de izquierdas que hasta poco antes eran
inasequibles o había que buscarlos en las trastiendas de las librerías más
avanzadas. Esas lecturas conocieron un antes y un después en el Stalin, de
Isaac Deutscher, al que siguió todo lo relacionado con las herejías comunistas,
sobre todo León Trotsky, que se convirtió, intelectualmente hablando, en mi
abuelo preferido. Pero mientras la cabeza me ardía en las discusiones, mis pies
tenían problemas para tocar el suelo, para saber que era aceptable correr el
riego de que el régimen te triturara –y lo hizo con muchos, incluso entre los
de mi generación- por un proyecto en el que estaba todo por hacer. Por
entonces, quizás por el peso de una derrota que sentía en la familia, entre los
trabajadores, yo ni tan siquiera tenía claro que me tocara ser testigo del fin
de una dictadura que se creía destinada a perdurar saecula seculorum.
Cuando un día del
verano del 68, un conocido militante que acababa de pasar por la comisaría de la Vía Layetana –por las
cámaras de los hermanos Creix-, me advirtió muy seriamente de que me quitara de
en medio porque le habían dado la tira de
ostias preguntándome por “el Pecas”, que era como se reconocía, lo mejor que se ocurrió fue marcharme a París
donde podría encontrar la conexión que necesitaba.
Este viaje comenzó a finales de octubre del
mismo año y acabó en diciembre de 1970, dos años largos durante los cuales fui
militante de la Ligue
en París. Con ese bagaje me incorporé a la
LCR
en la primavera de 1972. En todo aquel tiempo,
la perspectiva de la historia había cambiado. Mientras que en la primera
fase, el final del franquismo aparecía como algo bastante lejano, ahora sabía
que se estaba descomponiendo. También había cambiado la opción por la IV Internacional, apenas
existente antes, y que ahora había emergía como una esperanza para que no
ocurriría como en el mayo del 68 francés, cuando el aparato del PCF se
convirtió –tal como le dijo André Malraux a José Bergamín desde su ministerio
vacío-, en la última barricada del sistema.
En su trazos generales, la línea de
demarcación política la tenía más o menos clara, sabía que para ponerle el
cascabel al gato era necesario que el movimiento se ampliara al máximo, que se
radicalizaran los métodos de lucha y que las fracciones más avanzadas
desbordaran a las pactistas. Pero el punto más complicado fue el de la propia
organización, que por las fechas de mi incorporación iniciaba una endiablada lucha de tendencias.
La flamante LCR creada después de más de un año de gestación y debate, más de
dos de agitadas “acciones ejemplares, se partió en dos mitades. Esto era lo
último que yo pensaba, sin embargo, como todo el mundo, me encontré inmerso en
una situación que me superaba, supongo que como a la práctica totalidad. A la
hora de situarme me dejé llevar por lo que mejor conocía, por la historia que
erel ámbito de mis preferencias.
Así, a pesar de ser tachadazo
“mandelista”, me quedé con los de
“encrucijada”, en la Liga
Comunista hasta el final. Durante cinco largos años me dediqué
a cuerpo y alma a la tarea, todo lo demás resultaba secundario. Fue en este
tiempo cuando conocí de cerca de una serie de camaradas sobre los que ahora me
atrevo a trazar las líneas de un retrato personal, retratos escritos desde un
ángulo muy diferente a los anteriores. En estos, lo particular, lo familiar da
pie a una visión general, en estos es más bien al revés. Compartí con ellos una
visión del mundo y apenas sin apenas espacio para lo personal, para lo privado
que se considera propio de cada uno, un criterio que yo no compartía del todo.
A mi entender, lo personal también
es político, eso está ahora mucho más claro, pero lo cual no quiere decir que
sea evidente. Una de las recompensas que tiene la militancia es la aprender a
crecer, a superar problemas, a madurar en las relaciones, en limitar sus
“mancanças” personales. No tengo la menor duda de que mi aprendizaje como
activista me resultó decisivo en todas las demás cosas de la vida. Desde las
sociales (militando por las mejoras parciales en los puestos de trabajo),
políticas (interviniendo a favor de la revolución nicaragüense o en contra del
“apartheid” en Sudáfrica, entre otras),
en las amistades apreciando al personal que respondía contra el mal
social, en la autoestima personal (mi activismo no me reportó más beneficio que
el reconocimiento de mi gente), e incluso más personal. Porque cuando tuve un
problema (una enfermedad, una separación, la muerte de un ser querido), aprendí
a responder con la mayor entereza posible.
La militancia es el mejor prozac que
haya existido. Lo comprobé en mis actividades de difusión cultural en los
hogares de jubilados y pensionistas a principios de los ochenta, cuando puede
ser testigo que los ancianos que seguían llenos de vida eran los que habían
sido militantes de siempre. Estaban en todas las movidas mientras que los
hombres sin atributos solamente querían pasar el tiempo con sus rituales…
…
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