lunes, 27 de junio de 2016

La militancia como una forma de vida



 La militancia como una forma de vida


Resultado de imagen de liga comunista revolucionaria españaCuando veo gente actual famosa, significada, de las que sale en los telediarios, la prensa diaria o en las revistas sin corazón como Vargas Llosa con la Prysle,  individuos que debía de rondar los veinte años en la época final de la dictadura, no puedo por menos que preguntarme donde estaban metidos. Ya se sabe que  una vez pasado los cincuenta li inteligente es ser conservador, pero serlo por entonces era, cuanto menos, ser cómplices.
Sin embargo no parece que muchos más se haga esta pregunta, quizás porque, con casi todos micrófonos en las manos, les resulta sencilla afirmar que ellos no fueron franquistas, que ya eran liberales –reprimidos según la expresión de López Bravo,  ministro de Franco-, lo que traducen a la manera de Esperanza Aguirre, estaban contra los totalitarismo. Con este juego de mano, hasta pueden acusar a los comunistas y demás, de tal cosa y quedarse tan tranquilo que ningún creador de opinión consagrado va a contrariarle. Es más, es bastante posible que hasta repita esa leyenda urbana según la cual la democracia vino de la mano del monarca y de los reformistas del régimen como Fraga o Martín Villa y otros hombres del rey.
Resultado de imagen de liga comunista revolucionaria españaDesde esta perspectiva, el combate que durante décadas llevó a cabo la resistencia republicana –comunistas y anarquistas sobre todo-, así como las nuevas generaciones que desde la segunda mitad de los cincuenta fueron su relevo, hasta puede llegar a parecer pueril. Cierto que se han dado algunos reconocimientos, principalmente desde el área del PSOE, toda una aportación teórica elaborada por algunos arrepentidos que estiman todo aquel activismo no fue inútil, sobre todo porque sirvió de escuela de democracia para muchos que luego ocuparon cargos, incluso en la derecha, o sea en la derecha de este país. La guinda de esta elaboración es la que concluye que al igual que el PSOE acabó integrando a los extremistas de izquierda, el PP hizo lo mismo con los derechas, por ejemplo de Fuerza Nueva, y colorín colorado
De todo esto se deduce que la resistencia antifranquista  fue minoritaria, lo cual podía considerarse cierto al menos hasta después del mayo del 68 y no digamos después de la revolución de los claveles en Portugal, cuando hasta los más escéptico comprendieron que el régimen tenía los días contados.  Pero aunque minoritaria, la resistencia marcó a toda una generación, a un extenso sector de jóvenes universitarios y trabajadores que se fueron incorporando a una lucha que comportaba sus riesgos. Sobre todo cuando te convertías en un “profesional” o sea cuando las actividades se situaban por encima de otras consideraciones, por no decir de todas.
El caso es que desde la segunda mitad de los sesenta, este activismo fue dejando de ser cosa de cuatro locos para ser un movimiento cada vez más amplio. En cualquier empresa o taller siempre encontrabas a alguien más o menos implicado amén de una predisposición que se fue extendiendo por las entidades vecinales y en los centros de enseñanza. La irrupción de libros, películas, revistas “contestatarias” era cada vez más evidente, en Barcelona solamente había que echar una ojeada a los kioscos de las Ramblas.
Sin embargo, la implicación militante era cualquier cosa menos fácil…lo era incluso para los alumnos aventajados como era mi caso que tuve en Francesc Pedra un maestro que me enseñó parte de lo que sabía sobre su cúmulo de experiencias vividas y conocidas. Me repitió muchas veces que escoger mi propio camino y  para eso, que hacer tres cosas, estudiar, estudiar y estudiar. A él le habría encantado que fuera de los suyos, anarquista, pero era yo quien tenía que decidir. En principio, insistía, todas las ideas son buenas, pero en realidad únicamente lo son en la medida en que ayudaran al pueblo trabajador a ganar otra vida, una vida verdaderamente humana. Igualmente mer remarcó que yo estaba obligado a respetar a todas las persona que se jugaban su vida y su libertad por lo que creían correcto, y eso por más que a mi me pudieran parecer equivocadas.
Resultado de imagen de liga comunista revolucionaria españaDe entrada, estos criterios me llevaron a poner unas condiciones inaceptables al ofrecimiento de ingreso por parte de cuadros destacados del PSUC, yo quería poder discutir lo que no creía correcto y desconfiaba profundamente de una organización cuya base social –los compañeros que se reunían en la bodega Planas o los de las comisiones obreras de la construcción, vidrio y cerámica-,  parecía no necesitar más que confiar ciegamente en “el Partido”.
En cuanto a los estudios, leí todo lo que cayó en mis manos. En la segunda mitad de los años sesenta se empezaron a editar libros de izquierdas que hasta poco antes eran inasequibles o había que buscarlos en las trastiendas de las librerías más avanzadas. Esas lecturas conocieron un antes y un después en el Stalin, de Isaac Deutscher, al que siguió todo lo relacionado con las herejías comunistas, sobre todo León Trotsky, que se convirtió, intelectualmente hablando, en mi abuelo preferido. Pero mientras la cabeza me ardía en las discusiones, mis pies tenían problemas para tocar el suelo, para saber que era aceptable correr el riego de que el régimen te triturara –y lo hizo con muchos, incluso entre los de mi generación- por un proyecto en el que estaba todo por hacer. Por entonces, quizás por el peso de una derrota que sentía en la familia, entre los trabajadores, yo ni tan siquiera tenía claro que me tocara ser testigo del fin de una dictadura que se creía destinada a perdurar saecula seculorum.
Cuando un día del verano del 68, un conocido militante que acababa de pasar por la comisaría de la Vía Layetana –por las cámaras de los hermanos Creix-, me advirtió muy seriamente de que me quitara de en medio porque le habían dado la tira de ostias preguntándome por “el Pecas”, que era como se reconocía,  lo mejor que se ocurrió fue marcharme a París donde podría encontrar la conexión que necesitaba.
Este viaje comenzó a finales de octubre del mismo año y acabó en diciembre de 1970, dos años largos durante los cuales fui militante de la Ligue en París. Con ese bagaje me incorporé a la LCR en la primavera de 1972. En todo aquel tiempo,  la perspectiva de la historia había cambiado. Mientras que en la primera fase, el final del franquismo aparecía como algo bastante lejano, ahora sabía que se estaba descomponiendo. También había cambiado la  opción por la IV Internacional, apenas existente antes, y que ahora había emergía como una esperanza para que no ocurriría como en el mayo del 68 francés, cuando el aparato del PCF se convirtió –tal como le dijo André Malraux a José Bergamín desde su ministerio vacío-, en la última barricada del sistema.
En su trazos generales, la línea de demarcación política la tenía más o menos clara, sabía que para ponerle el cascabel al gato era necesario que el movimiento se ampliara al máximo, que se radicalizaran los métodos de lucha y que las fracciones más avanzadas desbordaran a las pactistas. Pero el punto más complicado fue el de la propia organización, que por las fechas de mi incorporación  iniciaba una endiablada lucha de tendencias. La flamante LCR creada después de más de un año de gestación y debate, más de dos de agitadas “acciones ejemplares, se partió en dos mitades. Esto era lo último que yo pensaba, sin embargo, como todo el mundo, me encontré inmerso en una situación que me superaba, supongo que como a la práctica totalidad. A la hora de situarme me dejé llevar por lo que mejor conocía, por la historia que erel ámbito de mis preferencias.
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Así, a pesar de ser tachadazo “mandelista”,  me quedé con los de “encrucijada”, en la Liga Comunista hasta el final. Durante cinco largos años me dediqué a cuerpo y alma a la tarea, todo lo demás resultaba secundario. Fue en este tiempo cuando conocí de cerca de una serie de camaradas sobre los que ahora me atrevo a trazar las líneas de un retrato personal, retratos escritos desde un ángulo muy diferente a los anteriores. En estos, lo particular, lo familiar da pie a una visión general, en estos es más bien al revés. Compartí con ellos una visión del mundo y apenas sin apenas espacio para lo personal, para lo privado que se considera propio de cada uno, un criterio que yo no compartía del todo.
A mi entender, lo personal también es político, eso está ahora mucho más claro, pero lo cual no quiere decir que sea evidente. Una de las recompensas que tiene la militancia es la aprender a crecer, a superar problemas, a madurar en las relaciones, en limitar sus “mancanças” personales. No tengo la menor duda de que mi aprendizaje como activista me resultó decisivo en todas las demás cosas de la vida. Desde las sociales (militando por las mejoras parciales en los puestos de trabajo), políticas (interviniendo a favor de la revolución nicaragüense o en contra del “apartheid” en Sudáfrica, entre otras),  en las amistades apreciando al personal que respondía contra el mal social, en la autoestima personal (mi activismo no me reportó más beneficio que el reconocimiento de mi gente), e incluso más personal. Porque cuando tuve un problema (una enfermedad, una separación, la muerte de un ser querido), aprendí a responder con la mayor entereza posible.
La militancia es el mejor prozac que haya existido. Lo comprobé en mis actividades de difusión cultural en los hogares de jubilados y pensionistas a principios de los ochenta, cuando puede ser testigo que los ancianos que seguían llenos de vida eran los que habían sido militantes de siempre. Estaban en todas las movidas mientras que los hombres sin atributos solamente querían pasar el tiempo con sus rituales…


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